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en el aire

La vida es un asunto decididamente raro.

Un domingo por la tarde puede dejar de serlo en cualquier momento para convertirse en un aluvión de emociones y sentimientos contradictorios. A lo mejor en un domingo por la tarde suena el telefonillo y alguien viene a decirte lo que llevas tiempo deseando con todas tus fuerzas escuchar. Y ves la vida haciéndose patente, manifestándose en ténues besos llenos de emoción alambicada y represada. Después quizá todo reviente y caigan los diques y el agua, simplemente, campe a sus anchas en lo suyo.

Lanzarte al vacío no es mala cosa cuando tienes confianza en los brazos que te van a recoger al otro lado.

La vida es un asunto escandalosamente raro. Alguien debería hacer algo (sí, dejarlo todo como está).

Suenan los piratas, «te echaré tanto de menos». Pavesas de incienso como luciérnagas, lluvia de meteoritos en el salón. Los ojos, las manos, los escasos silencios (el nerviosismo lleva a la cháchara, al menos en mi caso). La vida que recorre la columna vertebral erizando el vello de la nuca. Todo esto es lo que hube querido y no supe. Sí. Todo esto.

Es evidente que así es.

Todo recobra la tridimensionalidad, la profundidad de visión de lo complejo, de lo infinitamente sutil. Somos torpes, y giramos. Líos mentales, jadeos neuronales, espasmos del lóbulo frontal tras mi frente. El lóbulo temporal absolutamente desorientado. El parietal y el occipital en sus propios asuntos. El núcleo talámico de la misma existencia, lo instintivo que nos lleva, de forma precisa, justo a donde queremos (el debemos no tiene cabida aquí, porque es otra parte del cerebro la que se ocupa de eso). La raiz talámica, básica (quiero decir de base), el lugar donde confluyen todos nuestros instintos, nuestras intuiciones, nuestro carácter primero, nuestros más significativos deseos.

Y lo demás… no sé qué es lo demás. Ni siquiera esto, en resumidas cuentas. Pero hay una débil vela que da algo de luz en una dirección, un poco de sabiduría corporal, de inteligencia de los dedos, las caderas, los cerebros en cuanto cuerpo. No olvido nada. Sólo lo que quiero. Conexión, transpersonalidad. Perfecto. No puede ser de otro modo. Es imposible, somos humanos, pero hay algo… Lo siento, Loli, no soy acérrimo de Heráclito en sentido estricto, tampoco de Parménides, más bien creo en una corriente de indeterminación sobre unas lineas determinadas…

La mañana se abre sobre los vanos de las calles y lleva consigo voces que dicen cosas diferentes, que hablan de cosas que no escuchaba hace algún tiempo, que llevan la suma de las felicidades de un lado para otro, de un sueño hacia otro, de una realidad preciosa a otra. La mañana se abre en forma de tostada en las cafeterías, en forma de besos en la almohada donde aún quedan besos, en forma de una mano en una cadera, contorneándola, en forma de un abrazo en la ducha en cientos de casas donde aún hay ducha y ansia por compartirla, en forma de un tierno beso, un casi, un apenas me doy cuenta, un levísimo entrecruzar de piel suave roja contra piel suave roja, quizá casi ni eso, sino sólo el abrazo de la electricidad estática de un labio contra otro, atravesando el espacio sin juntar la carne, uniéndose mediante el aire y en el aire.

mañana de sauna

Bueno, este es uno de esos momentos que nunca escojo para escribir, en los que prefiero meterme bajo el edredón a sentir la ligera enervación escurridiza de la sinapsis neuronal. Se acaban de ir Miguelón y Rosa. Rosa medio ofuscada medio ofendida. Nunca salgo, dice. «Hoy me quedo en casa lo de fuera no me interesa, ya saldré a dar una vuelta otro día que no llueva, ¿cuantas flores para un ramo, cuántos versos para un poema?».

Esta mañana estuve en el gimnasio. Un verdadero anacronismo ver al anticuario entre tanto diseño y tanta estupidez. «Esto es una mala copia de «un mundo feliz»», le digo a Goyo. Él asiente, porque yo aún no he visto lo bueno de tanta falacia. Primero unos largos, nada serio, nos hemos quedado en bolas en el vestuario, pero no había nadie más y goyo es de confianza y rápido nos hemos puesto los bañadores. Unos largos en la piscina, me echan la bronca porque debo ducharme antes (la glotis detiene la frase: oh, no hay problema, me duché en casa, antes de salir»), yo haciendo el payaso, que es lo que mejor se hacer, después de tocar canciones imbéciles y dar charlas sobre historia de la filosofía y, si me apuras, de la cultura sumeria (algo que no hago a menudo, por razones más que obvias). Después vuelta al vestuario, nos quedamos mirando los culos que suben y bajan en la bicicleta estática, en gloriosa cadencia, si se me permite una imbecilidad de tal calibre. Yo no pude obviar el preguntarme qué tal se vería el culito de lele en una bicicleta de este talante. El resultado es evidente: daño.

Nos quedamos en bolas, era inevitable. Después de unos breves segundos iniciales me encontré sumamente agusto. No podía ser de otro modo, mi estado ideal es en bolas. Me encanta estar desnudo, barriga al viento de la bomba de calor. Una comunidad de hijos de puta oficinistas unidos, brevemente, por la camaradería de la desnudez. Todo el mundo saluda, todo el mundo sonríe, todo el mundo quiere iniciar una conversación. Hijos de puta, ahí fuera ni siquiera me miraríais dos veces. Ahí fuera me despediríais sin pestañear. Joder, qué hijos de puta.

Entramos en el baño turco y le pregunto a goyo qué indica el termómetro. Me dice «95 grados». Salgo a buscar un responsable, el termostato se debe haber roto. Goyo consigue detenerme a tiempo y me explica que eso es lo normal, que en la sauna van aún más allá y hay cien grados. Hay gente, todos, que estan pagando por esta sutil y refinada forma de tortura.

El aire quema al entrar en contacto con la traquea. Todos se dan cuenta, pero nadie se queja. Hijos de puta despide gente normal. Me duelen los labios, más que de costumbre. Normalmente duelen porque adolecen de besos tiernos. No estoy acostumbrado ya a que duelan por el calor ambiente. Salgo, me derramo en una ducha helada. Entro otra vez, no dejo de hablar, digo estupideces. Risas soterradas, miradas de complicidad. Salimos, otra ducha. Sauna. Cien grados de calor húmedo se soportan mucho mejor que noventa y cinco de calor seco.

Calor, hielo. Nos vamos al jacuzzi (primo hermano de los jacuzza). Un gordo viejo hijo de puta lo copa y no nos deja entrar. Goyo me dice que fue, en su día, el dueño de no sé qué compañía. Le odio inmediatamente, gordo viejo cabrón de mierda que decrépito se arrastra para salir de la bañera con burbujas. Me encantaría empujarle dentro otra vez, para que se joda. Ahora está viejo, y flaquea, pero eso no tiene nada que ver con la cantidad de vidas que jodió mientras aún estuvo en forma. No hay que tenerle lástima, que se la tenga él mismo, si puede. Si sabe.

Lore jamás estuvo en ese gimnasio, pero está en todas partes. Volvemos al vestuario después de decir más gilipolleces en el jacuzzi. Nos sentamos en unas sillas que bien podrían haber pertenecido al barco de «vacaciones en el mar». Me fijo en mí, tengo los brazos detrás de la cabeza, la toalla dejando al descubierto un huevo y a jaime (mi instrumento reproductor) entero. Me consuelo reflexionando acerca del erotismo, y de lo inútil que es cuando no hay intención. Pienso que quizá es más erótico así, y que deberían cambiar la política de las revistas y las películas pornográficas, buscar la espontaneidad más que las poses y las posturas ensayadas. Al mismo tiempo hablo con goyo, me encanta verle tan bien, tan grande. En resumidas cuentas, tan goyo.

Luego una sauna, más duchas gélidas, y nos vamos. Nos metemos un whopper xxl para recuperar todo lo perdido de un golpe. Nos atiende lele. Lele recoge la mesa cuando nos vamos. Nos encontramos al nécora, me pregunta qué tal llevo lo de lele, le respondo que muy bien a una cara sospechosamente parecida a la de lele. Me pregunta si aún conservo su gorro, y me parece una pregunta más que evidentemente estúpida. Por supuesto que lo conservo. Compro unos libros en el vips, algo de tabaco. Dejo a goyo en el áfrica y me voy a casa. Allí me tiendo, comienzo a leer a pratchet cuando me voy quedando dormido… y suena el telefonillo. Es koldo. Le echo en dos embites, me voy quedando dormido… y suena el telefonillo, es Miguelón. No le echo, porque me cae de puta madre. Pongo una lavadora, me vierto en la fregona. No quiero pensar, porque hoy estoy bien jodido de verdad. Viene rosa. Les pongo «el hombre que nunca estuvo allí». Llama goyo, y me gusta oir su voz. Vemos luego «el mismo amor, la misma mierda» de ricardo darín, el paco martinez soria argentino. Unas pizzas, unas risas, pocas canciones, poco tiempo. Se van, y escribo esto.

Se me olvidan cien cosas, pero lo principal está dicho. Lele por todas partes. Buenas noches, mi niña.