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la tarde declina

«Todos los dichos y frases huecas, descaradas y arrogantes, repetidas maquinalmente, sin pensar…

Yo mismo me doy náuseas.»

Odón von Horváth. Un hijo de nuestro tiempo.

«En la actualidad no tienes doctrina. Y un hombre sin doctrina se parece más a un hombre. Un insecto o una hierba tampoco tienen, tú eres un ser vivo al que ya no manipula ninguna doctrina, prefieres ser un observador que vive al margen de la sociedad, que, aunque no pueda evitar tener un punto de vista, una opinión y alguna inclinación, no tiene doctrina; esa es la principal diferencia entre el «tú» presente y el «él» que observas».

Gao Xingjian. El libro de un hombre solo.

No imagino un modo mejor de ver el fin de este fin domingo que como lo hago, mientras llueve fuera.

A las seis de la mañana terminé el libro de Pratchet y volví, no mucho tiempo, a el libro de un hombre solo, hasta que me dormí en el sofá, abrumado de páginas y páginas, entre el claro mensaje de uno y los juegos inteligentes e irónicos, respecto a cualquier cosa, cuanto más docta mejor, del otro. Me levantó el teléfono móvil, que no tiene nada de agradable despertador, y una voz al otro lado me invitaba a comer. No me negué. Vi entretanto algo de la carrera de fórmula 1 y un no sé qué me recordó a la tarde en las Ventas, sobre la que aún no puedo pronunciarme en modo alguno, más que con divagaciones inconexas y nada concretas. Supongo que lo que acercaba ambas cosas era la imagen del héroe, o yo qué sé. El evento, supongo. La atención de todos sobre unos pocos que hacen algo.

A media tarde, ahíto, cansado, me tumbé en una siesta tranquila. Después empezó a llover. Con las ventanas abiertas el perfume de la humedad sobre el asfalto se filtraba en las plantas de la ventana e introducía una pátina de humedad sobre la mesa, las estanterías, mi cara dormida… hasta que me desperté, miré por la ventana, encendí un cigarro, cogí el libro de un hombre solo con un café y empecé a leer, perfectamente relajado, tranquilo y (por qué no) feliz. Estuve así hasta que leí la frase de más arriba, que me recordó otra de Horváth que tardé un rato en encontrar.

Con la humedad preñando todo de novedad cogí la guitarra, levemente desafinada por el cambio del ambiente, y toqué un par de canciones, algo dulce que correspondiera. Rematé con una canción que es rabia pura. Después lo dejé.

Las cosas suceden. Hay que dejarlas suceder. Aunque no creo que les importe mucho nuestra opinión. Hay frases que detesto, como �la tarde declina…�, pero hay veces que se adecúan de forma tan exacta a la realidad que no puedo hacer más que encogerme de hombros, negar con la cabeza, y escribirlas.

cansado

Todas las ventanas abiertas. El verano ya huele, empieza a entrar puertas adentro. Quizá mi ropa deje de oler a humedad, o quizá no, quizá sea uno de esos rituales de comunión restantes.

Me pregunto por qué no salí con Miguelón, Cisneros, Rosa, Ortondo y las amigas del curro de Rosa. Estuvieron aquí cenando (los cuatro primeros) y ahora van a la zona de juego. Yo, en el último momento, decidí quedarme. No tengo muy claro por qué.

Y aquí estoy, con mi verano para mí solo. Espero que me aproveche.

Revuelto de gula y gambas, pollo especiado con salsa gitana, pan con perejil y ajo, un bizcocho de chocolate. Cerveza en consonancia.

No tocamos la guitarra. Pero después, cuando se fueron, la saqué del carrito, la saqué de la funda, la afiné despacio (creo que con cariño), acaricié el mastil y toqué «me siento tan pequeño», mirando al gordo rapado del otro lado del espejo, que me miraba.

La casa está ordenada y me gusta. Me gusta verla así. Parece un buen sitio donde estar. Por qué no.

Voy a leer escuchando algo de yazz, para mí es una experiencia nueva no estar la noche del sábado borracho. Llevo años estándolo. Las ventanas abiertas, para que entre el verano. O para sentir el contacto con el mundo que no llego a encontrar en los bares. Con el recuerdo de las conversaciones, y de la cara de decepción de Cisneros y Rosa cuando dije que no salía.

No, no me siento viejo. Me siento cansado hoy, eso es todo. Me siento muy cansado, me duelen los riñones (del sobreesfuerzo, supongo). No creo que la salvación esté en los sábados. Ya no. Ya no en la juerga, menos cuando ni siquiera apetece.

Antes me espoleaba el pensar que Lorelay estaría por ahí pasándoselo de puta madre, me irradiaba una especie de estímulo de no quedarme atrás. Ya no tiene nada que ver. Así lo noto. Ya no tiene nada que ver.

No estoy triste, estoy extrañamente sereno. Calmado. Me apetece una buena ducha y leer algo que compré de Pratchet, reírme un rato tranquilo, sentado en el sofá, tomando cerveza mahou clásica, o quizá alguna infusión, depende.

Siempre soy consciente de que todo gira. A veces pierdo el culo por coger el tren, por no quedarme en la estación. Otras veces me suda la polla el tren, el mundo y sus giros, y sólo quiero un buen libro o una buena charla, tranquilo.

Habrá jueves para buscar la gresca de la vida y tocar por los parques. Habrá muchos días así. Hoy no tiene pinta.

Si tengo que conocer a la piba de mi vida borracho en un garito (como parece que debe ser) prefiero que conozca a otro menos problemático. Yo siempre acabo liado con alguna tontería y la cago. Aunque para mí no es cagarla, claro.

De este ordenador saldrán novelas y poemas, de la guitarra que tengo a mi lado canciones. En esta casa seguirá habiendo buenas cenas, buenas risas, buenos cafés de desayuno en buena compañía.

Ahora mismo (y será porque estoy cansado) la verdad es que todo lo demás me importa un carajo.

más mierda

«Cuando pienso en ella aún se me encoge el corazón. Y de algún modo ella está siempre.

Cuando ella no está, es decir, cuando tengo plena y amarga conciencia de su definitiva ausencia, todo cesa de moverse y de ser. Si algo tuvo un sentido, lo pierde. Eso es Dios que se ha ido, que ha vuelto a irse, sin avisar siquiera. Entonces se apaga la luz y yo me deshago un poco más en la oscuridad. Me duermo con ambas manos cruzadas a la altura del corazón, sobre el pecho, como los muertos. Desde que Claudia no está he sentido cierta complacencia en ese gesto, o en esa actitud, o en esa íntima decisión de la que sólo me atrevo a insinuar un gesto: quisiera estar muerto. La vida con ella era difícil, porque la vida siempre lo es. Sin ella, no es.

Estoy muerto.»

Javier García Sánchez, Dios se ha ido.

escucho: borrachos

¿Qué acaba con nosotros? Complicado de saber, muy complicado. La desidia, seguramente, la desidia es lo que acaba conmigo habitualmente.

Hago planes para limpiar, pero no limpio. Hago planes para estudiar, pero no estudio lo suficiente. Hago planes para no salir y quedarme leyendo, pero después de algunas horas leyendo, componiendo, escribiendo, salgo (no me quedo).

Es difícil, intento explicarme. A mí mismo ante todo, supongo. Pero es complicado situar a alguien en otra cabeza al cien por cien, creo que incluso es complejo situarme de pleno en mi propia cabeza. Voy dando ideas aproximadas, palos de ciego… y siempre está la pregunta, la de siempre, ¿a qué tal necesidad de explicar?

Me da vueltas una frase que escribí hace, al menos, ocho o nueve años: tenemos la necesidad de ser comprendidos. Voy paseando de regreso del curro y me siento solo, aunque raramente estoy completamente solo. Me siento solo, busco o añoro y necesito ese nivel de comprensión que se confunde casi ya con la simbiosis. No sé por qué cuando estás (en la medida de lo posible) en otra cabeza todo parece más soportable. Cuando tu historia es digerida en dos estómagos es más historia, y al mismo tiempo una carga menos pesada, menos desviada. Al fin y al cabo, hay dos en esto, es más difícil (asuntos del inconsciente) que dos estén equivocados, es muy fácil (asuntos del inconsciente) que uno esté equivocado.

Quizá sea sólo una cuestión de costumbre, y ahora me estoy acostumbrando a otra cosa. En la novela de Marías («Corazón tan blanco»), en una conversación entre dos diplomáticos en la que el protagonista hace de traductor, uno de ellos dice que la gente no sabe lo que no quiere, y mucho menos lo que quiere, que saber lo que uno quiere es imposible. Más o menos eso quiere decir que ni siquiera nosotros estamos en nuestras cabezas. O que si lo estamos no nos entendemos.

Ayer me rapé otra vez la cabeza, y cuando acabé no me gustó lo que vi. Es más, yo ya sabía que no me iba a gustar, que ese tiempo está quemado, cumplió su función. Entonces… ¿por qué lo hice? Es complicado responder a eso. Lo primero que se me viene a la cabeza es «porque puedo». Pero desenredar la madeja que supone esa respuesta es aún más complejo, más tenso, supongo.

En el curro me dijeron que se preocupaban, porque cuando me ven con la cabeza rapada se preguntan «¿por qué este tipo se ha rapado la cabeza?». Ven en el sólo gesto un torbellino de infierno personal que revienta en síntomas visibles. Hay más, supongo, hay muchos más.

Infierno personal… marcado por uno mismo, uno hace tiempo que quiso darse cuenta de que la realidad es mucho, pero no significa nada. Los significados son asunto propio, los manejamos y generamos nosotros mismos.

En el organigrama la desidia está en el centro. Marcando los pulsos que, después, se convierten en impulsos y hacen todo funcionar, haciendo bien que yo limpie o bien que me tire en el sofá a leer mientras el desorden y la suciedad generan más desorden y más suciedad.

Y en el reverso de todo organigrama, debajo de, invisible, está siempre la angustia. Mi angustia deviene desidia neurótica, la de otros deviene inquietud neurótica (la que les lleva a hacer doscientos mil kilómetros con el coche para tomar café en toledo, la que les lleva a ayudar a todo el mundo buscando siempre a quién ayudar, la que les lleva a pasear, a ascender, a correr, a salir de bar en bar, a buscarse en los hechos que se construyen con prejuicios, la que les lleva a competir en cualquier caso, a limpiar, a vivir, a ver puestas de sol, a huir huir de todo soberanamente). Es curioso, porque se da la coincidencia de que, a mi alrededor, toda angustia deviene movimiento, excepto en mi caso, y quizá en el de Koldo y Ortondo.

Supongo que no podemos evitar vernos manidos por el «¿a dónde vamos?»

Pero no olvido que hay gente que hace grandes cosas son su angustia personal, que tienden y suelen conseguir apaciguar al bicho con todo lo que hacen. ¿Es una mentira?, pregunto. Me pregunto en qué calibre determinado una mentira funciona como una verdad. Me pregunto qué calibre tiene la mentira de estar aquí, ahora, escribiendo esto, no engañando en ningún hecho pero no incluyendo todos los que se dieron (al principio escribí «no diciendo ninguna mentira, pero tampoco incluyendo toda la verdad», pero es inexacto, no hay verdad, hay hechos. Cuando hablas con otros hay hechos que se dieron o no (y en ellos incluyo las sensaciones, los sentimientos…), cuando uno habla con uno mismo hay verdades y mentiras, los distintos juegos del análisis de la realidad, o, más preciso, de la sentimentalización de la realidad que cada cual realiza en sus adentros), me pregunto, decía, qué calibre tiene la mentira de estar aquí, ahora, explicándome, esquivando caer en el historicismo, huyendo de tender a justificarme en mi propia historia. Intentando, tentando, la asepsia del científico ideal (que no el real), del narrador perfecto en alguna ideología periodística, aquel que representa la realidad no en una foto, ni en un cuadro, sino en palabras. Pero, al mismo tiempo, sin tocarlo todo.

¿Desidia o instinto narrativo? Que cada palo sostenga su vela.

Hay zonas muertas en las que no se entra (¿por qué la guitarra sigue dentro del carrito de Hiper Usera, inmaculada, pura, sin mi contacto en, al menos, una semana entera?, ahí no me meto ni aunque me vaya la vida en ello, y lo curioso es que me va). Zonas muertas que son la mierda que se tapa con perfumes y/o flores. Inventamos un asiento con agua en su fondo que disimula el olor y, después, lleva la mierda lejos. No nos importa dónde. Lejos de nosotros, en cualquier caso.

Sí… quiero llevar una parte de mí lejos, donde exista de tal modo (de nuevo el asunto de los calibres) que sea exactamente igual que si no existiera. No me importa si lo hace o no, de hecho, me deshago (me desdigo) de ella.

Curioso.

Es curiosa la sensación de repugnancia cuando uno mete las manos en la mierda (por eso no puedo tocarlo todo), porque uno se da cuenta, y esto es lo peor:

de que la mierda (es cierto) es la angustia inmediata.

Joder. Es eso. La mierda nos pone en contacto con lo que se da detrás del telón. Rectifico: con lo que sucede realmente (y a estas alturas, joder, ¿qué es real, que es eso de decir «lo que sucede realmente»). Ahora hablo de mí, y digo: puedes correr, o quedarte sentado, o limpiar, o dejarte vencer por la desidia que te lleva indefectiblemente al sofá y el libro, al pensamiento tumbado, pero no toques la mierda.

Si tocas la mierda, si metes las manos en ella, si la saboreas (si la sabes), entrarás en contacto con la realidad. Con el bicho muerto de hambre que exige algo que no se da, un imposible, al fin y al cabo. El bicho está ahí, y es real precisamente porque tú le haces mierda.

Joder. Esa es otra. Joder. Mejor estarías limpiando la taza del váter (eliminando restos que te recuerdan la mierda).

Lo dije: la realidad es mucho, pero no significa nada.

La única forma de exorcizar al bicho es sentándole a tu mesa. Compartiendo tu vino con él.

Al hacerlo mierda lo eternizas.

Joder. Creo que es claro. Joder. No asumimos, negamos, nos negamos, seguimos como si (y eso es importante, seguimos como si nada hubiera pasado, como si todo fuera la misma vida, cuando la vida real que nos condiciona está viajando por tuberías hasta derramarse en algún lugar, no nos importa cuál, donde existe a efectos prácticos como si no existiera de ningún modo).

La única existencia posible de una realidad que no se da, es en forma de mierda. La mierda es el estadio final de lo que no fue, de lo que ya no es de ningún otro modo.

(Iván, por qué te vas, tú me hubieras dicho: lo que es es y no que no es no es, y todo se hubiera esfumado como lágrimas en la ducha).

Yo mismo mantengo dentro de los parámetros de la realidad lo que no se da (venga, tío, ¿por qué no sacas la guitarra del carrito?, ¡mete las manos en la mierda!).

He visto tipos duros como el acero con la columna vertebral partida en dos. En vez de flexionar, aguantaron hasta quebrarse. Ahora decoran los únicos museos no falseados del siglo XXI, que son los bares de viejo.

La vida real que nos condiciona está viajando por tuberías hasta derramarse en algún lugar, no nos importa cuál, donde existe a efectos prácticos como si no existiera de ningún modo. Y ese mismo acto es el último residuo de realidad de la vida real (por haberla convertido en mierda) que nos condiciona, y que dejaría de hacerlo si metiéramos las manos en la mierda, si la sentáramos en la mesa

para verla desaparecer como algo que no es. Simple. Curioso.

La obliteración es el destino final de un error. Quisimos tapar con perfumes y/o flores lo que ya no es, lo que aún queremos seguir siendo o lo que ya no queremos ser en modo alguno (aunque somos y por ello induce vértigo), nos hicimos a la idea de que obliterar significaba erradicar, y no entendemos (no entiendo) que el simple hecho de digerir (y no obliterar) hace que lo que no es se diluya, deje de molestar, desaparezca con el verdadero calibre de lo que no es.

Y, sin embargo, no olvidamos. Si no olvidamos no nacemos. Si no nacemos continuamos.

Y, sin embargo, siempre he sido un romántico, siempre he pensado que hay sentimientos que me superan, que existen (en el más alto grado, o calibre) independientemente de que les tache o les siente a la mesa.

Ya les senté a la mesa, no nos engañemos. Y acabaron con mis provisiones y se adueñaron de mis lagrimales. Ya les senté a la mesa, no nos engañemos, con la esperanza de que se esfumaran dejando sillas vacías, pero no lo hicieron, rieron mis chistes y se adueñaron de los postres.

Entonces, ¿qué?