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no siempre es bueno

Yo no sabía qué quería decir. Estaba allí, con la guitarra en la terraza, tocando las cuerdas y pulsando las voces, intentando sacar algo de todo aquello. Y aunque las lágrimas a borbotones desdecían lo dicho seguía sin saber muy bien dónde estaba. O dónde estaba todo. Me habían dicho que las cosas significan algo para cada uno y a ello me aferraba, intentando posicionar la voz como se posiciona el silencio: en alguna parte.

Y sabía que la voz que a duras penas conseguía arrancar de mi garganta era tu voz. Me enseñaste lo que era el amor justo antes de abandonarme para enseñarme lo que era el vacío. Es cruel recordar tus caderas y aferrar la nada. Es cruel, te lo juro, recordar tu garganta y morir por nada y rodeado de nada. Y aquí estaba, recordándote a voz en grito y a voz en grito echándote de menos. Buscando porno en la web que dibujara tu rostro, o tu puto culo, o tus putas nadas. Pero no había compensación, ni mácula. Es cruel recordar el tacto de tus caderas y, sin embargo, aferrar la nada.

Tus caderas eran todo.

Desde que se fueron nada es nada.

Una suma de silencios. Uno tras otro. Un absoluto sin sentido.

Porque aunque me enseñaste la nada, lo hiciste en contraposición a tus caderas.

Y sin tus caderas ni café con leche ni nada, ni parques ni nada. Ni vida ni nada. Un silencio: el café. El café por las mañanas.

Me follé tu almohada porque en ella había algo de ti. Pero sólo dejaste el silencio.

Y adoré el silencio, porque olía a ti.

Me follé el silencio hasta que el silencio se hizo cuerpo en nuestra cama. Después me rendí.

Me serví un gin-tonic. Me llevé tu almohada fuera. Cogí la guitarra. Toqué algo.

Y todas las cosas que fueron tú, sin ti, murieron dentro. Y fui consciente de que llevaban mucho tiempo muertas.

Justo detrás de mí.

Pero yo tenía el recuerdo, y a él me aferré con dureza.

El recuerdo de tus putos besos, la tersura de tu puto coño. Recuerdos.

El olor del semen en tu pelo. La dulzura de tu voz diciendo:

mañana nos vemos.

Y la presencia de ese mañana sin ti, menos que todo.

Más que nada.

Ese mañana que es mi hoy. Ese mañana que lo es todo sin ti.

Todos los gin-tonic vinieron luego, cuando no había nada más.

Y cuando fueron lo único se convirtieron en lo más importante.

En lo único.

Que aún existe.

En todo.

Y todos mis putos poros, aburridos, aun dicen te quiero.

Como si algo fuera en ello. Como si tus caderas pudieran volver.

Como si fuera posible.

welcome on board (parte I)

1.

Pasaron días y días. O meses. No sé si pasaron años. Después de todo yo no era más que un invitado y la vida no se concede el lujo de recordarte ciertas cosas convenientemente. El mundo sí lo hace, y sólo para eso inventó las estaciones, los solsticios y equinocios y esas cosas. Para que no te despistes y seas consciente de que está pasando algo: el tiempo. Pero no aquí. No aquí desde luego. En un mundo sin ventanas no hacen falta ni cortinas ni persianas. No son necesarias. Hay gente, de entre los de mi generación, que a veces se vuelve loca y cuelga un paño de la pared en cualquier parte a la vista. Supongo que para hacer todo un poco menos cruel. Pero no creo que les ayude en nada definitivamente. Es mejor deshacerte rápido de lo que ya no vas a tener jamás. Es lo más lógico, coherente y útil al final.

Lo demás son llamadas al pasado simplemente para que no se vaya del todo. Para que no lo haga definitivamente, que es lo que ya ha hecho lo quieras tú o no.

En la Unidad de Fibrilación nos ocupamos de los apagones, por supuesto. Todo el mundo pasa tarde o temprano por esa fase: se apaga. No tengo muy claro si es por la monotonía o por la tremenda estupidez de dar vueltas y vueltas sin sentirlo, pero se apagan. Y nosotros, que estamos monitorizando a todos, lo recibimos en los sensores y les aplicamos una pequeña descarga mental de reactivación. Algunos nos lo agradecen y otros nos odian, pero eso creo que se puede decir de casi todo en todas partes. Después siguen con su vida hasta el siguiente apagón.

Yo no he tenido ninguno todavía. No sé muy bien por qué, la verdad. No es demasiado estimulante tener delante un panel de lucecitas y hacer click con el ratón en una de ellas cuando se apaga. Hay días que no se apaga ninguna. Y semanas. A veces incluso meses. No es muy fácil estar aquí diez horas al día sin nada que hacer sin más que mirar luces persistentes que no tienen ganas de apagarse. Mirar a los compañeros. Un segundo. Después al panel de nuevo.

Al principio los paneles emitían un sonido cuando una luz se apagaba, pero pronto descubrieron que eso fomentaba que la gente no estuviera mirando. Que diera vueltas alrededor del puesto. Que saludase. Que conversase. No sé exactamente dónde estaba el problema, pero a alguien no le gustó en absoluto y retiraron las alarmas sonoras. Desde entonces miramos fijamente hacia delante todo el día.

2.

Cuando termina mi turno voy a mi cubículo y pongo a Mozart en el reproductor. No es algo que quiera hacer, pero todo el mundo está más tranquilo si saben que escuchas algo de clásica o yazz mientras disfrutas tus horas libres. Al fin y al cabo, Mozart es el que menos me molesta de todos de los que dispongo. Tenemos alcohol manufacturado químicamente de algo, que parece cerveza y huele a cerveza pero sabe a algo indefinible que uno quiere olvidar pronto. Afortunadamente según vas bebiendo cada vez es más y más fácil no percibir sabor alguno. El caso es que en algún estudio que nadie tiene a mano el hecho de escuchar algo de música clásica o yazz se interpretó como una buena señal, y desde entonces es casi obligado hacerlo. Eso es lo que quería decir con todo esto.

Aunque tú no oigas la música los de fuera sí lo hacen y se dicen: «eh, todo va bien con este tipo», y así nadie avisa a nadie y todo es más sencillo. Todo es mucho más sencillo que acudir a los cursos de rehabilitación de los que todo el mundo vuelve mucho más tranquilo y condenadamente sonado. No por exceso, por Dios, sino por defecto. La gente vuelve de allí reducida a la mitad. Mucho menos. Más tranquilos, menos de todo lo demás. Uno no puede tener un amigo rehab si no ha pasado por rehabilitación, no es capaz de soportarlo. Muñecos de trapo con gestos mecánicos. Ojos aún más vacíos que los de los demás. Los rehab, sin embargo, se llevan bien entre ellos. Hacen bien su trabajo. Tienen los hijos que deben cuando tienen que. Son tremendamente productivos, a efectos prácticos.

A veces me pregunto por qué no nos rehabilitan a todos de una vez y acaban con este extrañamiento. Y sé la respuesta, además. Sé muchas cosas que no debería saber, pero que sin embargo sé. Y eso es por la cuestión de la perspectiva. Yo, debido a todo lo que pasó en su momento, tengo una perspectiva muy amplia de la situación. Por eso nunca podré ser más que un invitado en un mundo sin ventanas.

Eso no ayuda demasiado, la verdad.

Los rehab no sólo parecen volverse mecánicos, sino que lo hacen. Es por eso por los que no pueden rehabilitarnos a todos. De cuando en cuando siempre sucede algo que requiere de un poco de creatividad, tomar datos y reconfigurarlos para componer un crisol nuevo. Eso no puede hacerlo un rehab. Se quedan bloqueados y empiezan a hacer movimientos compulsivos. Si el problema fuera (simplificando mucho) un botón que no funciona, el rehab seguiría allí accionando el botón esperando una jodida respuesta diferente, que todo vuelva a hacer lo que debe en el siguiente movimiento de encendido del botón. No le quitaría el sentido. No le parecería extraño. Simplemente seguiría apretando el botón hasta el fin de su turno y después se iría a su cubículo sin ningún testigo impreciso en el cerebro. Eso no es muy resolutivo, la verdad.

La música me mantiene lejos de las miradas curiosas de la mayoría, pero el nivel de consumo de alcóhol me pone en vigilancia de las miradas de esa minoría que sabe más y tiene mucha menos confianza. Hay grados de confianza en la misión, por supuesto, y como casi siempre son inversamente proporcionales al nivel de información poseído. Uno no puede saber mucho de esta locura y estar confiado. Uno, si está cuerdo y no es un rehab, no puede saber mucho de toda esta gran tontería y estar tranquilo en el sillón disfrutando del rato. Es imposible.

No puedo hacer mucho más con el tema del consumo de alcóhol, porque es lo que me mantiene cuerdo. Quizá es lo único que ha hecho que no me apague hasta ahora. Eso y la duda, por supuesto.

3.

Llaman a la puerta, así que abro. Es una rehab que me dice que le han informado de que estoy libre para sexo. Le digo que sí, que es cierto. Pasa y me da dos besos y me sonríe como un becerro que no tiene ni puta idea de dónde está el matadero más cercano, inocente y pura como un guijarro. Exactamente como un guijarro. Me pregunta si quiero empezar ya y cuando le respondo que sí empieza a desnudarse y se tiende en la cama boca arriba, aplicándose lubricante en los labios. Cuando termina me dice que está lista. Me tumbo encima y comienzo a bombear. Podría besarla si quisiera, o decirle cosas hermosas, pero todo ello sólo tendría alguna utilidad para mí si la tuviera, porque para ella sería igual que el sonido de un grifo abierto en medio del motor central: algo imperceptible.

No me emociona lo más mínimo follar en este momento ni de este modo, pero cuando alguien rechaza una cópula pasa automáticamente a nivel uno de vigilancia. Tengo que hacerlo. El problema es que ella tiene el lubricante y su cerebro lobotomizado, pero yo no tengo nada para ayudarme. Follar con un rehab es como la masturbación asistida. Un puto rollo. Podría pedirle lo que me viniera en gana y ella cumpliría con exactitud milimétrica, pero después de follar tiene que redactar un informe con pelos y señales. Y la creatividad está bien vista en un no rehabilitado, pero uno nunca sabe qué tipo de creatividad puede ser considerada una conducta remisible. Hay que tener cuidado, mucho cuidado con eso, así que lo mejor es pensar en glorias pasadas o en lo que sea hasta conseguir una correcta y bien formada eyaculación en su vagina. Como el proyecto manda y aprueba. Por eso no puedo emborracharme antes. Porque quizá la imaginación perdiese el control un momento y me convertiría en carne de prerehabilitación. Ese es el proceso de rehabilitación que sucede antes de un apagón definitivo, y no es tan infrecuente.

Cuando termino ella permanece acostada porque es parte del protocolo. No sé cuántos hijos tengo, cuántos de ellos están correteando por ahí. Sé que tengo algunos, porque si no fuera fértil no seguirían mandándome cópulas. No les gustan los actos vacíos, como a un filósofo irredento pero sin ser ni semejantemente lo mismo. Ella mira al techo y empieza a contarme cómo le ha ido el día. Pertenece a algún servicio de limpieza y me comenta los detalles de su tarea en la nave. En realidad no hace más que pensar en voz alta. Ni quiere mi opinión, ni le interesa. Es como un loro que a aprendido a decir «bastardo» y lo suelta cuando le llega. Como una grabación que se reproduce a intervalos irregulares en un cacharro roto.

4.

Cuando se va empiezo a darle duro a la nueva cerveza (se llama así, aunque sea un nombre idiota). Al igual que en todos los cubículos hay un mando junto al del agua, pones el vaso debajo y lo llenas. Y todos tan tranquilos. La gente se apaga en un momento dado, y eso es lo que nosotros intentamos paliar con descargas sinápticas. Y funciona un tiempo. Pero siempre llega el momento en el que deja de funcionar, y entonces envían al tipo a rehabilitación. Y el tipo deja de ser lo que era de algún modo radical y empieza a ser otra cosa.

A nadie le pilló preparado la revolución cultural. Mucho menos a los estados. Es un hecho. Nadie supo por dónde salir. Alguien en alguna parte decidió que al planeta Tierra le iría mucho mejor sin nosotros, y que si había que envenenar el medio para ello pues habría que hacerlo. Se lanzó un aviso y se supo que nos quedaban seis meses hasta el final de nuestra estancia allí. La nuestra y la de casi todas las especies, bajo la idea de que la Tierra sobreviviría pese a todo. Fue una época preciosa de vivir, porque se folló y se bebió y se gritó más que en toda nuestra historia. El ser humano sin mañana es una especie que tiende al hedonismo y al carpe diem que desprecia generalmente. Fue una época que yo no viví.

Se pusieron en órbita las partes que terminarían ensamblándose en esta nave, y se escogió a la gente que formaría parte de la tripulación. No sé qué criterios se siguieron, porque el caso es que no había tiempo para ningún criterio, pero los seleccionados nos acercamos a nuestra nueva casa sin ventanas y empezamos este viaje, que nos llevará a otra parte donde un mundo nuevo está listo para recibirnos. O todo lo listo que podemos percibir a través de años luz de reflejo. Quizá al llegar no existiera más que un agujero negro cerca. O ni siquiera nada.

Pero claro, eso no es más que el principio. Porque estaba esa espinosa cuestión de la distancia y la convivencia. Las generaciones que tendrían que sucederse unas a otras durante tanto tiempo que era imposible realizar predicciones. Una suerte de globo sonda, que es lo que envías sin importarte una mierda para conocer el estado de las cosas que no puedes ver desde donde te encuentras, se convirtió en la única solución viable.

Los gobiernos tomaron decisiones, la gente vivió como no había vivido nunca, y yo mientras tanto me pudría jodido en una prisión de máxima seguridad mientras mis últimos momentos (o los que yo pensaba que eran mis últimos momentos entonces) se reían de mí en el espejo, dejándome tanto tiempo para pensar que la duda se instaló cómodamente en el sofá de mi conciencia como un gato que, al caer la tarde, se sube al tejado y se lame las garras mientras el sol va desapareciendo en poniente.

renegado del plástico

“Yo sé, y confío en el Señor Jesús, que nada es inmundo en sí mismo; más para el que piensa que algo es inmundo, para él lo es.”
Epístola del Apostol San Pablo a los romanos, XIV, I4.

Mordisqueando una brizna de hierba.

Hace un poco de viento mientras escupes hacia atrás y el viento te devuelve la mixtura de saliva gelatinosa en medio de la nariz. Te ríes. Te estás riendo. Estás levemente comprendiendo por un momento que reírse es el recurso más eficaz contra la rabia, el dolor, el orgánico olor a muerte de unos días que degluten las horas como si no fuera a haber otras jamás, para no acordarse luego de ellas en un sacrificio absurdo que convierte todo en nada.

En el centro de la nada más absoluta cierras los ojos mientras una lágrima idiota se licúa en el páramo de tu mejilla sin querer significar, sin tener nada que decir, sin dejar residuo alguno ni en la piel ni en la conciencia ni en la memoria ni en la mini historia de la vida que cuentas y te cuentas para centrar la comedia de la existencia. De la tuya. De aquello en lo que se ha convertido la tuya.

Tiras la brizna mordida y coges otra.

En el horizonte un perro corre entre la hierba y da saltitos de agujero en agujero, buscando conejos, o liebres o perdices, o cualquier cosa que se mueva.

Una vida sin residuos no es nada. Porque las cosas si no permanecen de algún modo es como si no hubieran existido nunca, carne de olvido. Y las cosas lo son un breve periodo de su tiempo: el resto son, de uno u otro modo, residuos. Restos.

Por eso detestas los guantes de plástico que te aíslan de los platos que friegas. Detestas la envoltura de plástico del sandwich que contiene el olor. Detestas los sistemas y los centros de reciclaje, la separación de basura, los plásticos al pintar que defienden al suelo de su propia historia, los guantes de látex de los médicos y todo su andamiaje de aislamiento en general, detestas ver el sol a través del cristal de la ventana y ducharte con desagüe, las velas anti-tabaco, las flores en los funerales, los ambientadores en el baño, las reglas de cortesía en las conversaciones y esas mañanas de domingo narcotizado por la Fórmula 1 y las tardes de viernes de cena y vuelta a casa. Detestas perder el olfato al fumar porque todo se vuelve de plástico. Residuo reciclado antes de tiempo, antes de llegar a ser residuo de nada.

Plástico, plástico, plástico.

Te sientes un hijo del plástico, y no hay cosa alguna que puedas llegar a odiar más.

El perro se acerca con curiosidad. No ladra. Tiene ojos acuosos que te miran con las orejas gachas. Acerca la nariz porque quiere olerte. Comprenderte. Configurar un símbolo de ti para engarzarte en su esquema mental. En un gesto mecánico le acaricias la cabeza, que es blanda y caliente y esta llena de pelos. El perro cierra los ojos y se deja llevar. Y tú también, y sigues acariciándole mientras topas con un bulto. Una garrapata. Bastante hinchada. No sabes si dejarla ahí o quitársela. No sabes qué es mejor, qué tiene más sentido. Esa especie de cangrejo pequeño y rechoncho que le está chupando la sangre. La arrancas.

Y una parte se queda en el animal, hundida en su piel.

Y tú tienes en tu mano un saco hinchado de sangre que se vacía.

Y ahora sí que no sabes qué hacer.

El perro ha dado un respingo, notando algo raro, y se aleja buscando más agujeros que rastrear.

Tú tienes ese saco molesto entre tus dedos. Lo tiras lejos.

El momento ha pasado.

Tiras la brizna, ya mordida, y coges otra.

Quizá los huevos de la garrapata estén bajando por tu esófago, camino al estomago. «Buena suerte, amigos, no es un lugar muy agradable por lo que yo sé». Te levantas y sigues el camino con la idea de ir al bar a darles una generosa ración de cerveza para el largo viaje a tus intestinos. Y lo que les sobre… pues para ti.

Es lo más que un hijo renegado del plástico puede hacer.

Quizá para San Pablo o para Jesús no había cosas inmundas, pero para sus acólitos sí que ciertamente las hay, y para casi todos los demás. Todos los sistemas morales que han existido alguna vez han programado sus concepciones binarias del mundo con ello: lo inmundo y lo que no lo es. Y es este maniqueísmo disfrazado de razón y cordura o de fé y enseñanzas el que configura el sistema de lo que es un residuo y debe ser reciclado y lo que no lo es y tiene permitida su breve existencia en calma.

Y tú estás pensando en San Pablo, nada menos, mientras bajas al bar con la garganta seca y el ánimo repentinamente despierto. Te preguntas si San Pablo se iba de putas, o si le gustaba follar, o si perdería la consciencia por una buena jarra de vino sin preguntas añadidas. Si después, borracho, se tiraría en medio de la calle a hablar del mundo y sus ficciones. Te preguntas si San Pablo se despertaría alguna vez en cama ajena con un tremendo dolor de cabeza e iría corriendo al huerto a soltar una cagada líquida de brea sobre la tierra roturada y fértil. Si después volvería y se disculparía por tener que irse tan temprano y saldría por la puerta con la cabeza doliente y el corazón lleno de vida por haberse follado a ese pedazo de tía borracho y pletórico. O si San Pablo engordó, perdió los dientes, se quedó calvo, o tuvo gota.

O si, y ahí el caso al que vas, pensaría que ese resto de mierda fluida en el huerto era un deshecho reciclable o simplemente otro modo en el que la naturaleza se expresa y sucede.

Porque el tipo dijo que no hay nada inmundo, más que aquello que alguien quiere ver como tal y sólo para él mismo.

Son cosas que te rondan la cabeza.

Porque recuerdas que tu madre te contó no hace mucho que cuando era niña sus hermanos dormían en otra casa todos juntos y se iban temprano a trabajar la tierra, y ella hacía las camas que más que seguramente apestaban a sudor y semen y mierda y orín, aunque ella te decía que entonces nada apestaba en absoluto, que era un olor como otro cualquiera el que se repartía en esas cuatro paredes, y de eso hace poco más de cuarenta años. Y te preguntas qué sentirías tú, como hijo del plástico renegado, pero hijo del plástico al fin y al cabo, si pudieras volver allí y entrar por la puerta mientras que tu madre niña hacía las camas.

Seguramente vomitarías. Un adolescente que trabaja dieciséis horas al día y después eyacula con el culo mal lavado sobre las sábanas deja un olor que en tus constructos mentales ya ha sido racionalizado como asqueroso. Reniegas de eso.

Eres un renegado.

Pero seguramente vomitarías pese a tus principios.

El camino no es corto ni largo hasta el bar, pero vas pensando en San Pablo y en eso. Y en el reciclaje, y en la separación de basuras. Y en la vida maniquea del esconder el olor como camino a una realidad sin puntos negros. Y en el perro. Y en la garrapata. Y en los huevos que van camino abajo hacia tu estómago. Y en las cervezas que te vas a tomar ahora. Y en cómo te gustaría salir de esta cristalización que te define y te ata y te subyuga al plástico. Y en la sociedad que está construyendo un mundo sin olor, sin sabor, sin tacto, sin ruidos, sin imágenes desagradables porque todos ellos son carne de reciclaje y, por ello, del olvido, cosas a manipular sólo con guantes de plástico. Una sociedad maniquea que puede decidir y decide lo que es y lo que debe ser renovado (asesinado, te dices, asesinado una y otra vez).

Y te preguntas si serás capaz de empezar este sendero que circula detrás del tapiz de la cultura, convenientemente esquinado. Te preguntas si tendrás los huevos para eso. Si podrás meter los ojos, la nariz, los oídos, las manos y la boca en eso. Si podrás sumergirte entero en la mierda, en lo que una sociedad que es la tuya tamiza de ese modo, si serás capaz de esquilmar las concepciones heredadas hasta tal punto.

No sabes si tienes tantos huevos. No sabes si estás lo suficientemente cuerdo para ello. No sabes si es un camino que merezcas recorrer. Pero el camino físico ha terminado, y estás en la puerta del bar. Y entras, y pides una cerveza, y te dejas llevar como un perro hasta la borrachera absoluta, y emprendes este camino de tu propio olvido intentando recordar el otro, el perdido, el esquinado bajo el tapiz de la cultura, el odiado, el reciclado. Y te deshaces en las tensiones entre tu concepto y el concepto esculpido en las circunvalaciones de tu cerebro.

Y entonces descubres que pese a detestar a la iglesia católica del Papa al último monaguillo, adoras a San Pablo cuando tuvo los santos cojones de decir que no hay nada inmundo excepto lo que lo es para alguien, y sólo para él.

Porque eres un hijo del plástico, renegado pero hijo del plástico al fin y al cabo, y aunque no puedas traspasar el umbral del que es tu cercado sí eres capaz, para mayor dolor y sin embargo, de ver a los que están al otro lado.

Y de pedirles que te esperen, por favor, un rato. Que lo estás intentando.

(Despiertas en medio del campo con un gran dolor de cabeza y cagas allí mismo y vas a casa, y te das una ducha con desagüe porque no las hacen de otro modo y te vas al trabajo, donde eres tan productivo como puedes, tan idiota como debes y tan sufrido como el color de las cortinas que escoges en Ikea regularmente).