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solicitudes

Estabamos reandando el camino después del viaje. Todo debería estar limpio.

—¿Has visto en qué lugar?
—En el de siempre, ¿no?
—El de siempre.

Las estructuras desvencijadas a ambos lados del camino parecían tan muertas como otras veces, pero nunca se sabe. Llevábamos días hablando sobre dejar de decirnos las mismas tonterías, pero no siempre funciona bien. A veces son ese tipo de cosas las que te mantienen cuerdo.

—Hay algo que no me gusta nada.
—Menuda novedad.
—Ya. La verdad es que no lo es.

Teníamos tiempo más que de sobra para llegar al punto de encuentro. Tiempo incluso para dar una vuelta y buscar algo que llevarnos de recuerdo. Algo para recordar luego. Quizá encontrar un tesoro, justo ese que había sido pasado por alto una y otra vez y nos estaba esperando. No había muchas posibilidades, pero no está de más intentarlo.

—Te confieso que ha habido veces que pensé que no íbamos a lograrlo.
—Bueno. Aún tenemos que hacerlo.
—Ahora deberíamos. Quiero decir que no…
—No lo digas. Mejor no lo hagas.

Rodeamos misma fuente llena de trozos de cemento desprendidos del borde y nos metimos en una de las casas. Lo de siempre. Muebles desvencijados a punto de pulverizarse, fotografías, cristales rotos, restos de días normales en otra era. Rebuscamos un poco por los cajones, en el fondo de los armarios.

—¿Algo?
—Nada.
—Bueno. Vamos a dejarlo.

Salimos fuera. Doblamos la esquina y seguimos andando. No podíamos evitar tener cuidado. Demasiado tiempo en ello como para no se hubiera hecho natural, instintivo. El cartel de un bar colgaba del último soporte que aún aguantaba y se mecía con el viento, generando la holgura sobre él que acabaría arrancándolo.

—Menudo sitio que tuvo que haber sido, ¿eh?
—Imagino.
—Vamos, hombre, con ese nombre.
—¿Fiesta pagana?
—Ese mismo.
—No sé qué es pagana.
—Yo tampoco. Pero todo lo que venga detrás de fiesta tiene que ser bueno.
—Claro.

Entramos dentro. Me metí detrás de la barra y le pregunté qué quería tomar.

—Una cerveza, por favor.
—Ahora mismo. ¿Algo para picar?
—No, con la cerveza basta, gracias.

Fingí servírsela.

—Oye, ¿qué sientes… por mí?
—¿Ahora?
—No veo por qué no.
—¿No puede esperar?
—Eso no es del todo bueno, supongo.
—No sé qué respuesta esperabas.
—Cualquier otra.

Los dos oímos el ruido y dejamos el juego atrás. Se giró y se deslizó a mi lado tras la barra. Nos agachamos y nos preparamos. Oía su respiración junto a mí y me pregunté por qué todo esto. Por qué no estar de vuelta en la base, prepararle la cena, encender velas de sebo y reír hablando de nada viendo pasar la vida tranquila a nuestro alrededor. Su respiración era lo esencial, lo único que, si me olvidaba de lo inmediato, conseguía centrar los motivos para seguir en esto. Pero es difícil confiar en cosas así mientras todo alrededor se empeña en estar constantemente desmoronándose. Es complicado hacer planes a largo plazo cuando todo es precario.

—¿Pusiste las trampas?
—Claro.
—Vamos a darle un par de minutos. Si se activa alguna, salimos por ahí.
—Ok. Oye, si nos separamos… ¿recuerdas la ruta?
—Más o menos. Creo que sí.
—Más te vale.

Nos quedamos ahí, agazapados, tensos. Esperando el momento. Le sonreí, le susurré que todo iba a salir bien. Oímos el golpe, salimos corriendo. No miramos atrás, sólo hacia delante. Fuera a donde fuera que llevara era nuestra única alguna parte posible.

punto de fuga

—La gente es muy gilipollas —le dijo el tipo—. Yo mismo lo soy.

Había decidido tomarse una cerveza. Había salido de casa y se había metido en el primer sitio que vio abierto. El cliente que estaba sentado a su izquierda le habló inmediatamente después de pedir.

—Ah, cerveza. Muy buena elección. No puede ser mejor.

Se giró, le sonrió y miró hacia delante dando el asunto del saludo por terminado. Pero el tipo no.

—Vamos, que yo me estoy tomando un vinito, pero seguro que si no hubiera sido eso me habría pedido una.

Él buscó un cigarro en el bolsillo del pantalón y se lo encendió.

—Porque es trigo, ¿no? O cebada. Una de las dos es, seguro. Algo que ha nacido de la tierra no puede ser malo, estoy seguro.

El camarero le trajo la cerveza y unas aceitunas.

—Las aceitunas están buenísimas. Tienes suerte. Yo tampoco puedo quejarme, tengo patatas. También nacen de la tierra, claro. También ellas.

Dejó caer la ceniza en el cenicero, le dio un sorbo a la cerveza.

—Si nos parásemos a pensar todo lo que le debemos a la agricultura nos volveríamos locos. Alucinaríamos de todo lo que nos da el suelo sin pedir nada a cambio. Plantas unas semillas, lo riegas un poco y al cabo de un tiempo te llevas lo tuyo. Y todo gratis.

Se estremeció, se arrebujó en la camisa. Del siguiente sorbo se acabó la mitad de la caña. Veía la mano del tipo rodear el vaso de vino y girarlo sobre la barra.

—Mientras tanto nosotros hacemos lo que nos viene en gana, no somos agradecidos. Todo eso del cambio climático. Todo lo que puedes oír en las noticias que el humano le hace a los animales. Nada agradecidos, la verdad.
—No tengo dinero —intentó.
—Ya, yo tampoco. Me da para unos vinos de cuando en cuando. Me gusta bajar aquí. Siempre se conoce a gente interesante.
—Claro.

Se giró para echarle un vistazo rápido, él le estaba mirando. Volvió a mirar hacia delante.

—Pero claro, interesante como pueden serlo los granos de arena de la playa. Somos un montón y muy parecidos, y sin embargo… siempre hay diferencias, aunque no lo parezca a primera vista.

Pidió otra cerveza.

—Todos iguales, todos pensando lo mismo. Y todos diferentes. En la cabeza de cada uno creo que hay un universo completo de pensamientos, de formas de ver el mundo. Un montón de modos de mirar las cosas.

Apagó el cigarro en el cenicero.

—Y a la vez tan parecidos. Seguro que en todos nosotros hay las mismas mierdas.
—Preferiría tomarme la cerveza en silencio.
—Claro, por supuesto.

Encendió otro.

—Yo prefiero hablar. Es un buen ejemplo de lo que te decía. ¿Tú quieres estar callado? Pues si me preguntas creo que tienes todo el derecho del mundo. Poco tiempo hay como para andar con tonterías. Si uno quiere estar callado, lo está y punto. Si uno quiere hablar, habla.

Miró al camarero, metía vasos en un lavavajillas bajo la encimera detrás de la barra.

—La gente es muy gilipollas —fue entonces cuando lo dijo—. Yo mismo lo soy. Soy un buen tipo, y al mismo tiempo soy más gilipollas que cualquiera. Una especie de rey. Un niño prodigio. Pero bueno, cada uno lleva lo suyo. Uno siempre tiene que dar gracias, porque siempre podría ser peor. Supongo que hay un pobre hombre que es el que tiene la peor suerte de todas y no tiene nadie a quien mirar, pero nos conformamos con poco. A veces lo hacemos sólo con no tener la desgracia que tiene el vecino, aunque sea más soportable que la nuestra. Es la suya, y eso nos vuelve locos de alegría, no es la que tú tienes. No se puede tocar fondo si no lo hay, ¿no?.

Y se calló. Él acabó la cerveza despacio, pagó y se fue. Lo había olvidado todo antes de salir por la puerta.

Años después lo recordaría en una sala de espera pequeña y destartalada. Esperaba mientras un técnico revisaba su coche para pasar la ITV. Se sentó, nervioso, en una silla de plástico. Alguien entró, saludó y metió unas monedas en la máquina de café.

—Menuda tarde, ¿eh? Qué viento que hace. Menos mal que podemos meternos aquí y entrar en calor.

Se sentó a su lado.

—¿Qué, viejo, el coche?

Sonrió.

—El mío tiene un montón de años. Todo el mundo me dice que debería cambiarlo por uno nuevo, pero a mí me da algo. Bastante tardé en acostumbrarme a éste como para empezar con otro lleno de botones y de cacharros por todas partes. Un coche debería ser algo que conduces para ir de un sitio a otro, nada más. Cada vez que montó en uno de esos nuevos pienso cuánto tiempo tardaría en estropearlo todo dándole a un botón que no debo. Luces de alarma por todas partes, visita al mecánico para reparar por una pasta algo que no entiendo. No, señor, no, estoy muy a gusto con el mío. Tiene sus manías, pero yo también las tengo. Nos hemos hecho el uno al otro, claro que sí. Cuando el pobre no pueda más lo cambiaré, cuando ya no dé más de sí. Al fin y al cabo es lo que hacemos un poco con todos, ¿no?

La cabeza empezó a martillearle fuerte en las sienes.

—Por ejemplo mi cuñado, tiene un modelo nuevo carísimo y no le sirve para nada útil. Cuando vamos a la parcela no lo puede meter por los caminos, no lo quiere lavar en el automático porque se le ralla la pintura, no quiere hacerle demasiados kilómetros porque se le dispara el seguro, no…
—¿Por qué lo hacéis?
—¿Perdón?
—¿Por qué no dejáis de hacerlo?

Nunca había sido. Pero de repente siempre.

—¿Nos conocemos?
—No creo…
—¿Entonces por qué?
—Pero…

El tipo le miró con la cara desencajada. Cabreado, pensó. Se levantó y salió fuera. Le vio salir con pasos largos y dando un ligero portazo. El viento le despeinó, aferraba el vaso de plástico con ambas manos. Le pareció que miraba alrededor buscando algo.

demolición

Lo curioso es que no había nadie más con el que compartir nada. Se habían ido los principales, se habían ido los secundarios, se había ido incluso el personal de mantenimiento. ¿Y en qué parte del asunto estábamos nosotros? Éramos el equipo de demolición. Éramos los encargados de no dejar nada detrás.

No teníamos mucha información de lo que había sido aquello. Quedaba equipo que destruir, catalogar y recopilar las piezas pequeñas más manejables.

Eran las cosas que habían sido siempre y no nos importaban lo más mínimo.

No teníamos nada que decir sobre ello.

Nuestro único trabajo era demolerlo de un modo eficaz. Eficaz en el sentido de no dejar restos, nada detrás era el único criterio aceptable. Teníamos el tiempo contado y una tarea por delante. La tarea era destrozar, no dejar huellas. La tarea era que, cuando nos fuéramos de allí, sólo hiciera falta que la vegetación creciera un poco para dar la cosa por acabada. Nos reuníamos por las noches a matarnos a cervezas en otro tipo de lenta demolición, lo de fuera era sólo la parte evidente del asunto. Lo de dentro era el trabajo mental de conseguir que todo aquello no nos afectase. Demolíamos a conciencia. Lo hacíamos fuera, lo hacíamos dentro.

Follamos sin conocimiento, sin conocernos, sin importarnos demasiado, sin darle demasiada importancia, nos ejercitábamos en ello. Después de un día entero demoliendo el area tres nos dedicábamos a jodernos hasta quedarnos sin aliento. Nos reventábamos enteros en el lento camino de evitar guardar algún recuerdo. ¿Has jodido, hasta el culo de cerveza, rodando por el suelo intentando evitar las arcadas? Entonces eres de los nuestros. Si no lo has hecho nunca tampoco te des por salvado, es un asunto mental, una cuestión de tiempo. Teníamos el cuerpo y el cuello y la boca y el asunto aquel de que no teníamos que dejar restos por encima de la fina línea de seguir en nuestro sitio.

Me encontré con Paula en medio de la sección cuatro, atascada en un escritorio repleto de fotos, con un martillo en la mano izquierda y una bolsa de basura en la derecha. Babeaba, daba un paso hacia delante y otro hacia atrás, dentro y fuera de la mesa, la resaca del día anterior estaba haciendo un tremendo trabajo en lo que quedaba de ella, un trabajo de desaparición completo, un duro esfuerzo de orfebrería. Me detuve un momento y le pregunté si podía ayudarla en algo. Me dijo «joder, jefe, lo intento». Pensé que estaba cerca de conseguirlo, que quizá podría ser de ayuda quedándome allí en medio, ser soporte de algún modo. Quizá sólo estar por allí le ayudase a terminar de una vez por todas todo aquello, pasar al siguiente escritorio. Pero el caso es que estaba la cuestión de esas putas fotos. Niños haciendo cosas uno al lado del otro. Diferentes escenarios, los mismos niños. Niños y la madre de vez en cuando, abrazándolos.

Me vino su imagen la noche anterior, complicada con un cadete y arañándole la espalda hasta que se le tupían las uñas. Recordaba los parones en los que se hurgaba con un palillo para evacuar los trozos de piel y carne arrancada y hacer sitio para continuar. Recordé cómo se reía cuando terminaba y volvía al asunto de bombear, hacer de él una estación de bombeo. Y acababa de ver a ese mismo cadete reventando a cabezazos una taza de porcelana con el mensaje «el padre más a mano del mundo».

La mandé a la enfermería. Pero antes cogí su mano del martillo y fui acabando con todo lo que quedaba sobre el trozo de madera. Cuando terminamos me dio las gracias, llorando. Había sido capaz de algún modo. Nadie es más débil por recibir ayuda. Todos la necesitábamos.

Es cierto que ninguno podía ignorar mis informes periódicos al registro de sucesos. Sabían qué estaba en juego.

Yo también. No quería mandar a nadie a la enfermería si no había más remedio, por supuesto. Por un lado me restaba eficacia, por otro les estaba enviando al origen, a una especie de infierno más depurado que el actual. Allí estaban los restos, envueltos en bolsas de plástico, que escondían los agujeros que habíamos hecho nosotros mismos. Agujeros de agujeros en agujeros bajo agujeros de la medida de resistencia sobre nuestros intentos. Agujeros ventana, agujeros puerta, agujeros exclusa por los que había ido encauzándose la sangre hacia fuera, ríos que terminan en el mar de dejar de una maldita vez de existir. Ese vacío. Esa represa. Tenía a toda esa gente esperando una respuesta, tenía a esa gente esperando sobre todas las cosas que al menos yo pudiera mantener el tipo. Cogí lo que quedaba de mí, la bolsa y el martillo, y le di duro a lo que quedaba, gritando por encima del rumor sordo de mi cabeza perdiendo peligrosamente el equilibrio.