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envíos

La primera víctima de la guerra: la confianza. Eso creó un mundo nuevo de prácticamente la nada. Cualquiera de una corp que no fuera la tuya se había convertido de pronto en un potencial enemigo con el que terminarías encontrándote ahí abajo, donde las cosas ya no volverían a ser tan simpáticas. Podías compartir una cerveza en una de las polivalentes con cualquiera de ellos, como siempre, pero algo se había roto y no muchos parecían capaces de disfrutarlo. Otros cultivaban relaciones con la esperanza de que algún día pudieran marcar la diferencia entre sobrevivir y no hacerlo, engañándose a sí mismos. No parecía razonable que nadie fuera a arriesgarse a un viaje por el portal y un destierro extraoficial al arrabal a cambio de unas risas y una resaca. Pero el ser humano es complejo y quién sabe, quizá sí, y a eso se agarraban los que seguían intentándolo. A veces sólo es necesaria la sensación de tener algo a lo que agarrarse para seguir adelante.

El orbital es una masa enorme girando sobre el tercer planeta empezando por la estrella. Se había ido conglomerando añadiendo módulos estándar en función de los planes del síndico de turno. En los primeros días dependían de turnos rotativos, pero su elección pronto pasó a depender de los resultados del CER, lo que disparó la construcción y, en cierto modo, el caos. El síndico no sabía de cuántos periodos de seis meses disponía para conseguir sus objetivos antes de perder el poder, por lo que tenía que darse prisa. El orbital se llenó de espacios desocupados que volvían a ser útiles un tiempo determinado para después volver a quedar desocupados, y crecían unos sobre otros superponiendo espacios y funciones. La consecuencia negativa fue el crecimiento amorfo y desordenado, la positiva que en condiciones de necesidad establecer redundancias fue más fácil que nunca. Debido a la normativa RAL todos los planos debían quedar en abierto, así que sólo era cuestión de perder unas horas mirando. Eso salvó vidas e hizo difícil que a alguien le pareciera interesante cambiar las cosas. Al fin y al cabo cuando un material pasaba el portal iba a quedarse allí para siempre, así que no importaba demasiado si funcionalmente estaba siendo útil o no tanto. Se había convertido en tan parte del sistema como los planetas, las lunas o los asteroides. En algún momento el orden se revertiría y pasarían de ser un sistema de recepción a ser uno de envío, pero para cuando eso sucediera ya habría otros tomando las decisiones. De los sistemas de la esfera de la expansión todavía no había ningún productor nato, por lo que convertirse en uno no era algo que entrase en los planes de ningún síndico. Todo lo que atravesase el portal impactaría de algún modo u otro en la producción y en demérito de otro sistema en el juego de suma cero de los recursos finitos, así que aunque fuera para mantenerlo en barbecho todo lo que entrase estaba trabajando activamente para el orbital.

Las comunicaciones dependían de los sistemas pasivos del portal y se mantenían constantes, y la recepción de personal y materiales y el envío de disidentes y materias primas locales que no pudieran reutilizarse se consolidaban en una activación semanal que en el argot del Consejo se llama el envío.

solicitudes

Estabamos reandando el camino después del viaje. Todo debería estar limpio.

—¿Has visto en qué lugar?
—En el de siempre, ¿no?
—El de siempre.

Las estructuras desvencijadas a ambos lados del camino parecían tan muertas como otras veces, pero nunca se sabe. Llevábamos días hablando sobre dejar de decirnos las mismas tonterías, pero no siempre funciona bien. A veces son ese tipo de cosas las que te mantienen cuerdo.

—Hay algo que no me gusta nada.
—Menuda novedad.
—Ya. La verdad es que no lo es.

Teníamos tiempo más que de sobra para llegar al punto de encuentro. Tiempo incluso para dar una vuelta y buscar algo que llevarnos de recuerdo. Algo para recordar luego. Quizá encontrar un tesoro, justo ese que había sido pasado por alto una y otra vez y nos estaba esperando. No había muchas posibilidades, pero no está de más intentarlo.

—Te confieso que ha habido veces que pensé que no íbamos a lograrlo.
—Bueno. Aún tenemos que hacerlo.
—Ahora deberíamos. Quiero decir que no…
—No lo digas. Mejor no lo hagas.

Rodeamos misma fuente llena de trozos de cemento desprendidos del borde y nos metimos en una de las casas. Lo de siempre. Muebles desvencijados a punto de pulverizarse, fotografías, cristales rotos, restos de días normales en otra era. Rebuscamos un poco por los cajones, en el fondo de los armarios.

—¿Algo?
—Nada.
—Bueno. Vamos a dejarlo.

Salimos fuera. Doblamos la esquina y seguimos andando. No podíamos evitar tener cuidado. Demasiado tiempo en ello como para no se hubiera hecho natural, instintivo. El cartel de un bar colgaba del último soporte que aún aguantaba y se mecía con el viento, generando la holgura sobre él que acabaría arrancándolo.

—Menudo sitio que tuvo que haber sido, ¿eh?
—Imagino.
—Vamos, hombre, con ese nombre.
—¿Fiesta pagana?
—Ese mismo.
—No sé qué es pagana.
—Yo tampoco. Pero todo lo que venga detrás de fiesta tiene que ser bueno.
—Claro.

Entramos dentro. Me metí detrás de la barra y le pregunté qué quería tomar.

—Una cerveza, por favor.
—Ahora mismo. ¿Algo para picar?
—No, con la cerveza basta, gracias.

Fingí servírsela.

—Oye, ¿qué sientes… por mí?
—¿Ahora?
—No veo por qué no.
—¿No puede esperar?
—Eso no es del todo bueno, supongo.
—No sé qué respuesta esperabas.
—Cualquier otra.

Los dos oímos el ruido y dejamos el juego atrás. Se giró y se deslizó a mi lado tras la barra. Nos agachamos y nos preparamos. Oía su respiración junto a mí y me pregunté por qué todo esto. Por qué no estar de vuelta en la base, prepararle la cena, encender velas de sebo y reír hablando de nada viendo pasar la vida tranquila a nuestro alrededor. Su respiración era lo esencial, lo único que, si me olvidaba de lo inmediato, conseguía centrar los motivos para seguir en esto. Pero es difícil confiar en cosas así mientras todo alrededor se empeña en estar constantemente desmoronándose. Es complicado hacer planes a largo plazo cuando todo es precario.

—¿Pusiste las trampas?
—Claro.
—Vamos a darle un par de minutos. Si se activa alguna, salimos por ahí.
—Ok. Oye, si nos separamos… ¿recuerdas la ruta?
—Más o menos. Creo que sí.
—Más te vale.

Nos quedamos ahí, agazapados, tensos. Esperando el momento. Le sonreí, le susurré que todo iba a salir bien. Oímos el golpe, salimos corriendo. No miramos atrás, sólo hacia delante. Fuera a donde fuera que llevara era nuestra única alguna parte posible.

punto de fuga

—La gente es muy gilipollas —le dijo el tipo—. Yo mismo lo soy.

Había decidido tomarse una cerveza. Había salido de casa y se había metido en el primer sitio que vio abierto. El cliente que estaba sentado a su izquierda le habló inmediatamente después de pedir.

—Ah, cerveza. Muy buena elección. No puede ser mejor.

Se giró, le sonrió y miró hacia delante dando el asunto del saludo por terminado. Pero el tipo no.

—Vamos, que yo me estoy tomando un vinito, pero seguro que si no hubiera sido eso me habría pedido una.

Él buscó un cigarro en el bolsillo del pantalón y se lo encendió.

—Porque es trigo, ¿no? O cebada. Una de las dos es, seguro. Algo que ha nacido de la tierra no puede ser malo, estoy seguro.

El camarero le trajo la cerveza y unas aceitunas.

—Las aceitunas están buenísimas. Tienes suerte. Yo tampoco puedo quejarme, tengo patatas. También nacen de la tierra, claro. También ellas.

Dejó caer la ceniza en el cenicero, le dio un sorbo a la cerveza.

—Si nos parásemos a pensar todo lo que le debemos a la agricultura nos volveríamos locos. Alucinaríamos de todo lo que nos da el suelo sin pedir nada a cambio. Plantas unas semillas, lo riegas un poco y al cabo de un tiempo te llevas lo tuyo. Y todo gratis.

Se estremeció, se arrebujó en la camisa. Del siguiente sorbo se acabó la mitad de la caña. Veía la mano del tipo rodear el vaso de vino y girarlo sobre la barra.

—Mientras tanto nosotros hacemos lo que nos viene en gana, no somos agradecidos. Todo eso del cambio climático. Todo lo que puedes oír en las noticias que el humano le hace a los animales. Nada agradecidos, la verdad.
—No tengo dinero —intentó.
—Ya, yo tampoco. Me da para unos vinos de cuando en cuando. Me gusta bajar aquí. Siempre se conoce a gente interesante.
—Claro.

Se giró para echarle un vistazo rápido, él le estaba mirando. Volvió a mirar hacia delante.

—Pero claro, interesante como pueden serlo los granos de arena de la playa. Somos un montón y muy parecidos, y sin embargo… siempre hay diferencias, aunque no lo parezca a primera vista.

Pidió otra cerveza.

—Todos iguales, todos pensando lo mismo. Y todos diferentes. En la cabeza de cada uno creo que hay un universo completo de pensamientos, de formas de ver el mundo. Un montón de modos de mirar las cosas.

Apagó el cigarro en el cenicero.

—Y a la vez tan parecidos. Seguro que en todos nosotros hay las mismas mierdas.
—Preferiría tomarme la cerveza en silencio.
—Claro, por supuesto.

Encendió otro.

—Yo prefiero hablar. Es un buen ejemplo de lo que te decía. ¿Tú quieres estar callado? Pues si me preguntas creo que tienes todo el derecho del mundo. Poco tiempo hay como para andar con tonterías. Si uno quiere estar callado, lo está y punto. Si uno quiere hablar, habla.

Miró al camarero, metía vasos en un lavavajillas bajo la encimera detrás de la barra.

—La gente es muy gilipollas —fue entonces cuando lo dijo—. Yo mismo lo soy. Soy un buen tipo, y al mismo tiempo soy más gilipollas que cualquiera. Una especie de rey. Un niño prodigio. Pero bueno, cada uno lleva lo suyo. Uno siempre tiene que dar gracias, porque siempre podría ser peor. Supongo que hay un pobre hombre que es el que tiene la peor suerte de todas y no tiene nadie a quien mirar, pero nos conformamos con poco. A veces lo hacemos sólo con no tener la desgracia que tiene el vecino, aunque sea más soportable que la nuestra. Es la suya, y eso nos vuelve locos de alegría, no es la que tú tienes. No se puede tocar fondo si no lo hay, ¿no?.

Y se calló. Él acabó la cerveza despacio, pagó y se fue. Lo había olvidado todo antes de salir por la puerta.

Años después lo recordaría en una sala de espera pequeña y destartalada. Esperaba mientras un técnico revisaba su coche para pasar la ITV. Se sentó, nervioso, en una silla de plástico. Alguien entró, saludó y metió unas monedas en la máquina de café.

—Menuda tarde, ¿eh? Qué viento que hace. Menos mal que podemos meternos aquí y entrar en calor.

Se sentó a su lado.

—¿Qué, viejo, el coche?

Sonrió.

—El mío tiene un montón de años. Todo el mundo me dice que debería cambiarlo por uno nuevo, pero a mí me da algo. Bastante tardé en acostumbrarme a éste como para empezar con otro lleno de botones y de cacharros por todas partes. Un coche debería ser algo que conduces para ir de un sitio a otro, nada más. Cada vez que montó en uno de esos nuevos pienso cuánto tiempo tardaría en estropearlo todo dándole a un botón que no debo. Luces de alarma por todas partes, visita al mecánico para reparar por una pasta algo que no entiendo. No, señor, no, estoy muy a gusto con el mío. Tiene sus manías, pero yo también las tengo. Nos hemos hecho el uno al otro, claro que sí. Cuando el pobre no pueda más lo cambiaré, cuando ya no dé más de sí. Al fin y al cabo es lo que hacemos un poco con todos, ¿no?

La cabeza empezó a martillearle fuerte en las sienes.

—Por ejemplo mi cuñado, tiene un modelo nuevo carísimo y no le sirve para nada útil. Cuando vamos a la parcela no lo puede meter por los caminos, no lo quiere lavar en el automático porque se le ralla la pintura, no quiere hacerle demasiados kilómetros porque se le dispara el seguro, no…
—¿Por qué lo hacéis?
—¿Perdón?
—¿Por qué no dejáis de hacerlo?

Nunca había sido. Pero de repente siempre.

—¿Nos conocemos?
—No creo…
—¿Entonces por qué?
—Pero…

El tipo le miró con la cara desencajada. Cabreado, pensó. Se levantó y salió fuera. Le vio salir con pasos largos y dando un ligero portazo. El viento le despeinó, aferraba el vaso de plástico con ambas manos. Le pareció que miraba alrededor buscando algo.