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en casa

Llevo… aproximadamente 24 horas en esta casa sin salir. Al principio pensé que quería matarme de hambre, pero no he hecho más que comer y ver la tele todo el tiempo. Estuve escuchando algo de música también, el viejo Umplugged in N.Y. de Nirvana. Estuve bailando, o más bien dando saltos como un loco. Con la respiración forzada me sentía como Dios, lo juro. Dando vueltas y vueltas, perdiendo la orientación y reventándome las espinillas contra todos los muebles disponibles, sin distingos ni selecciones. Es extraño, de verdad. No es que algo me cierre físicamente la salida, es simplemente que no puedo salir. Ya sé que parece ininteligible, pero de algún modo no lo es. No lo siento así.

Las cortezas de cerdo están muy bien, y mejor con una cervecita. Golpeo con las suelas de mis pisamierdas la alfombra y eso también me gusta. En la tele Faemino y Cansado me hacen reír como un cabrón. Luego llama Ana, me dice que si quiero quedar. Vaya, le cuento mi problema y me cuelga sin decir nada, creo que piensa que estoy jugando a algo para joderla. No tiene demasiada imaginación, la pobrecita. Desde que me dejó sólo queda conmigo para contarme las movidas con sus novios. Me toma por un maldito confesor, o algo así. ¿Qué le voy a hacer?

Enciendo un cigarro y no vuelvo a mover la mano, lo voy fumando viendo cómo cae la ceniza al suelo. Casi consigo fumármelo entero sin que se caiga -vale, hice trampa, lo puse en vertical para que aguantase más, ¿y a quién le importa ahora?- . Aunque parezca mentira, no estoy preocupado. Podría ser peor. Podría no tener comida o cerveza. Un par de horas más aún aguanto. Pero al final pasan cuatro y sigo aguantando. Creo que me he convertido en una especie de maniático, o algo así.

A lo mejor tiene que ver con algo que he vivido. A lo mejor es una reacción ante un miedo o un fracaso o el miedo a un fracaso. Pero no puedo saberlo. Mientras tanto, enciendo el ordenador y juego a los Sims un rato. No mucho, porque me aburro y abro un libro. También me aburro y me tumbo en la cama, intentando dormirme. No lo consigo y me acerco a la puerta, por tantear. Nada, según me voy acercando un nudo en el estómago se anuda concienzudamente hasta que el mismísimo instinto inopinado me aleja, me tumba en el sofá, enciende la tele y me pone un güisqui en la mano aliñado con un cigarro.

Bueno, no es como para perder la calma. Llama de nuevo Ana, la muy maldita. Quiere venir. Ha terminado por aceptar lo de mi problema. Le digo que por qué no. Cuelgo, me ducho, me lavo los dientes y me visto con tesón para parecer lo más desarreglado que puedo. Llaman a la puerta. Me acerco y el nudo me recuerda, amablemente, que no estoy del todo en mis cabales y que no piensa dejar que me acerque al picaporte. Menudo lío. Se lo explico a Ana, que se ríe y me dice que le tire las llaves por la ventana. Que no ha venido hasta aquí para irse por culpa de un tarado. Se ríe y me dice que cuando yo voy, ella ya vuelve. No sé que pretende decir con eso. Creo que, pese a todo, sigue pensando que intento tomarle el pelo. Tampoco me extraña.

Salgo a la terraza, y cuando veo salir a Ana por el portal le tiro las llaves de casa. Yo me siento en el sofá y ella sube y abre. En una bolsa trae cerveza. Eso significa charla.

– ¿Se puede saber que intentas, tío?
– Te juro que nada, coño, simplemente cuando me acerco a la puerta un nudo en el estómago me detiene.
– Venga ya. Vamos a dejarlo, no quiero cabrearme, cabrón.
– Como quieras.
– ¿Tienes unos vasos por ahí?
– ¡Que preguntas! Sabes de sobra que sí.
– Ya sabes lo que quiero decir, ¿los vas a traer o tengo que ir yo a por ellos?

Bebo una par de litros de agua, para no diezmar con celeridad la cerveza, cojo otro vaso y vuelvo al salón donde Ana, la hijadeputa, está sentada en una silla con las piernas abiertas con una minifalda que podría ser perfectamente una riñonera. Está perfectamente depilada. Sé de lo que hablo. Las bragas son rositas, con algo de encaje y una tierna hinchazón allí justo donde… y agarro el freno de mano y miro a la tele sin ver nada.

– ¡A tu salud!- brinda.
– Siempre a la tuya, Ana.

Bebemos quizá como entonces, cuando todo… era diferente. Sonríe y me mira y es casi… No, no es nada y lo sé. Fumamos unos cigarros y hablamos eludiendo ella el tema de mi problema y yo el tema de su novio de turno, y ambos eludiendo directamente el temita. Vamos a la cocina y preparamos unos huevos y unas patatas. Es curioso, las rutinas siguen impresas en nuestras vidas como una imagen muy brillante en la retina después de apartar la vista. Yo pelo las patatas y ella las trocea. Yo enciendo el fuego, pongo la sartén en él y echo aceite de oliva mientras ella sala concienzudamente. Echa las patatas al fuego y esperamos.

– ¿Qué tal tú, loco?
– Bueno, tirando. Ayer dejé el curro.
– ¿Qué dices? ¡Pero si eras fijo!
– Espera, voy a por las cervezas.

Cinco segundos, diez segundos, veinte segundos, treinta segundos y… aire de nuevo en los pulmones.

– Sí, pero estaba un poco harto de lo mismo. Llevaba allí cinco años. Cinco años levantándome de lunes a sábado a la misma hora, tomando el mismo café asqueroso de prisas en la mesa de la cocina antes de salir, cinco años de coger el coche muerto de sueño y medio ciego por las legañas, de ocho horas teóricas que siempre eran diez, de volver a casa y abrir la botella y silenciar las preguntas en el confesionario de los catódicos. Cinco años creo que se me estaban haciendo demasiados. Así es.
– Yo en tú situación…
– Tú nunca en mi situación…
– Hubiera sabido reconocer…
– Tú nunca…
– Un buen trabajo…
– Tú…
– No hubiera hecho el imbécil…
– …
– Y hubiera cambiado cualquier otra cosa.
– Tú… tú…
– De todas formas da igual. ¿Qué piensas hacer ahora?
– …En principio… intentar traspasar la puerta mañana o pasado. Me gustan los grandes desafíos. Después lo normal, buscarme otro trabajo.
– ¿De charcutero?
– No, no creo.
– ¿Y entonces?
– ¡Yo que sé!
– Calma, calma, tío. Estas un poco chinado hoy.
– Dime tú cómo estarías en mi situación.
– Es igual, ¿otra cervecita?
– ¿Acaso no es hoy viernes?

Volvemos al salón y le toco un poco el culo porque uno tiene sus debilidades, y ella se deja porque… se deja. La cosa no va a mayores, como nunca lo hace, y nos sentamos y ella habla.

– He dejado a Pablo.
– ¿Sí?
– Sí, no aguantaba más. Parece que voy recolectando idiotas.
– Gracias.
– ¡Oh, no, no me refería a ti, gilipollas!
– Vale.
– La verdad es que era un tío aburrido.
– ¡Coño, se ha puesto a llover!
– ¡Bien!
– ¡Y una mierda, tengo toda la ropa en la terraza!

Salgo pitando y ella detrás de mí, echamos toda mi ropa en un barreño y cuando volvemos dentro, estamos completamente empapados. A ella se le marcan los pezones en la camiseta. Pezones duros como piedras. Le doy un beso y se retira. La agarro por la cintura y la acerco a mí, ahora no se retira nada. Nos mordemos por todas partes y nos volvemos del revés y nos vamos a la cama donde jadeamos uno al lado del otro hasta que todo termina y nos fumamos un cigarro.

– Tío, no quiero que pienses…
– Lo sé.
– Esto no cambia…
– Lo sé.
– Te he querido mucho y…
– Calla.

Me levanto y traigo la cerveza. La tomamos juntos en un silencio sin grietas y nos miramos. No sé muy bien cómo, ni lo que nuestras miradas quieren decir, pero nos quedamos así un buen rato. Y ella es consciente de que yo soy consciente de que la amo. Y yo soy consciente de que eso no importa ahora una mierda. Me tiende su mano y yo la atrapo, en el tiempo y en el espacio y en esa habitación y en ese mismo segundo y afino el recuerdo que debe litografiar esto de forma indeleble. Y no volverá nunca o a lo mejor cada día y será lo mismo y no dejo de saberlo mientras todo me va jodiendo profundamente. Cuando ella se viste y se va enciendo un cigarro y dejo que la ceniza se consuma sobre la sábana en una suave colina, en un tranquilo marasmo, en un tímido caos que de un soplido mando al suelo con algo parecido a impotencia en los pulmones. Y me levanto y me miro en el espejo. Y me miro en el espejo y me marcho hacia la puerta en un último esfuerzo cuerdo de sobrepasar toda mi confusión y mi ruina personal y mi comedia de vida, esta comedia en la que el actor principal improvisa porque hace tiempo que su papel se perdió en un paraninfo desangelado y polimorfo, en un vacío repleto de cosas y gestos y caras y esfuerzos que se revelan sin sentido, marchitos e inmarcesibles al mismo tiempo y con el mismo ritmo.

al otro lado del otro lado

El día se estaba convirtiendo en una maldita mierda. Todo el mundo alrededor digería sus intestinos volcados en un plato mientras se atiborraba de tinto rojo tinto. Soltábamos risas de cuando en cuando, para no perder el contacto con el pútrido suelo, manchado de las babas de lo que todos deseábamos que ocurriera en vez de lo que efectivamente estaba ocurriendo, las risas efímeras risas daban vueltas alrededor intentando encontrar un sitio en medio de tanto desastre, sin conseguirlo. Yo cantaba por lo bajo a los strokes, “I’m tired of everyone I know, of everyone I see on the street and on tv”, y luego “I hate them all, I hate them all, I hate myself for hating them”. Por debajo de la mesa notaba el contacto de pies entre María, a mi lado, y Luis, malditos pacatos, justo enfrente de ella. Ambos tenían sus novietes a su vera, lo que no dejaba de parecerme hilarante y asqueroso. Al mismo tiempo que se toqueteaban los pies abrazaban y besaban y sonreían a los señores de sus vidas. Precioso, pero podían dejarse de estupideces e irse a follar al baño. Sería mejor. O de copas. O a regalarse rosas y libros. Todo menos este estar y no estar en medio de ninguna parte fingiendo estar en algún sitio. Creo que era lo único medianamente simpático que había alrededor, pero no puedo asegurarlo, porque no podía saber lo que estaban haciendo los demás debajo de la muselina del mantel que delimitaba dos realidades disyuntas y maniqueas. Seguramente hubiera más muselinas, pero cada uno las tenía en su propia cabeza. Bien guardaditas. Mejor hacer el gilipollas todos juntos orquestando un teatro de maniquíes de tienducha medio arruinada que desempolvar las personalidades y ponerlas juntas, a ver qué hacen. No comprendo ni puedo dejar de comprender a qué coño estábamos jugando.

Cuando llegaron los postres la situación estaba desarbolada, nadie podía fingir ni un segundo más estar a gusto, pero el casco se mantenía intacto, así que todos como imbéciles nos íbamos preguntando qué tal la vida, que es eso que se hace cuando no hay ni una puñetera mierda que decir y poner en común. Creo que ahí fue cuando pedí una botella de orujo de hierbas para dar por finalizado el parlamento. Empecé a tragar verde orujo verde como un verdadero conquistador del cristal transparente cristal de la botella. Empecé a tragar sin poder dejar de hacerlo, no sé si me explico, pero juro que lo intento. Empecé a tragar como si hubiera cogido impulso, que era aproximadamente lo que había estado haciendo. Chupito tras chupito preguntándome si en algún momento alzaría mi rocosa voz por encima de los demás para decir “menuda mierda, joder” sin tartamudear, porque cuando estoy muy enfadado y siento que tengo toda la razón del mundo tartamudeo sin poder evitarlo, debido a la tensión de la verdad sobre mi cuello de buey anafrodita en el teatro, cuando el teatro es la misma vida. De momento iba aguantando con chupito sobre chupito de verde orujo verde en cristal transparente cristal. Iba aguantando viendo como Luis y la antonia de turno y María y el paquito de turno intercambiaban risas y besos por encima de la mesa y pies por debajo. Iba aguantando pero lo mismo que me hacía aguantar, el orujo, terminaría por desatar mi lengua y mi tartamudez motivada por el peso de losa de la verdad. Qué estúpida hinchazón de tiempo perdido, qué lástima de pensiones y bancos en los parques, que lastimera exasperación de tardes y tardes viviendo juntos y aunando miserias para después ir a frotarse los pies con otro imbécil en la misma situación.

Mientras tanto, sobre la mesa, la cuestión se estaba poniendo tensa. Unos y otros intentaban encontrar motivos para no continuar la juerga. Retahíla de excusas sobre el tapete. Nadie se atrevió a decir realmente lo que sentía, si es que llegaban a sentir realmente algo más que hastío dentro del cóctel de buenas formas. Todo el mundo se largó con un “nos vemos” rápido, inocuo, indoloro, menos las dos parejitas interconectadas, que querían quedarse, y Estricnina, mote con regusto étnico de Esperanza, por su corrosiva acidez y su espasmódico gusto por la sorna.

Me quedé. Para que negarlo. Pudo más la curiosidad que el odio. Mientras nos acercábamos al garito que uno de los andróginos equivocados conocía de oídas me deslicé justo detrás de las conversaciones. Parece ser que la antonia de Luis quería irse, y María intentaba con todas sus fuerzas convercerla de que sólo se veían un par de veces al año, que había que celebrarlo, que se quedara… el paquito de María se lo estaba pasando en grande pensando que su mitad tenía ganas de juerga, por un día… y hablaba con Luis de unir cerveza con bourbon mientras éste sonreía en falsete, mirando al frente… mentira sobre mentira para un roce en el baño o para un polvo mal echado entre meadas en un reclinatorio maloliente como sublimación vital. La gran consumación del siglo, penetraciones sobre sanitarios saturados de excreciones recientes… en el mejor de los casos. Estricnina se situó milimétricamente a mi lado, tan atenta como yo al espectáculo.

  • Es divertido, ¿no? – apuntó.
  • ¿El qué?
  • Todo este juego de sombras.
  • Todo este juego de imbecilidades.
  • Toda esta combinación de imbecilidades.
  • Todo este esfuerzo de imbecilidades a pleno rendimiento.

La miré a los ojos el tiempo justo para ver que ella mantenía la mirada.

  • Tienes un nombre terrible, Esperanza.
  • Llámame Estricnina, no te cortes, sé que lo haces constantemente.

Me miró a los ojos el tiempo justo para ver que yo mantenía la mirada.

  • Estricnina, ¿qué te parece si vamos a un sitio que conozco más o menos cerca de aquí?
  • Me parece perfecto.

Creo que desde entonces estamos allí.
Lo cual es sorprendente. Y edificante.

Porque cuando Pandora abrió su caja no pudo evitar horrorizarse ante lo que vio salir a trompicones de allí y en el último momento cerró la tapa. Y lo único que quedó dentro, para todos menos para mí, fue la esperanza. Hay otras versiones, pero no están bien documentadas.

Qué cosas.

no: no dormir

El tipo se dobló con un “bluf” agudo de gaita aplastada por un gato en celo. Era mi puño el que estaba pegado a su ombligo, rígido como una tabla, sin que consiguiera explicármelo del todo. Sus ojos lagrimeaban mientras se replegaba sobre sí mismo. “Volviendo a la posición fetal. Cuando las cosas se tuercen volvemos al principio, supongo, a donde todo empezó y no había nada que pudiera herirnos”. El culo que yo había estado tocando en las últimas dos semanas era el de su hermana, y no le sentó nada bien. Por las mismas memeces de siempre, cómo no. Si ni a mí ni a su hermana le parecía mal el que mi mano estuviera en su culo, no entendía qué tenía que añadir el hermano, excepto por esa costra rocosa que forman a nuestro alrededor las pamemas que nos van diciendo. Esa costra deformada y agrietada que se nos impone todo el tiempo desde que nacemos, repitiéndose y repitiéndose hasta que el momento cambia y somos nosotros quienes se la repetimos a otros.

No tenemos ni puñetera idea de lo que hacemos, nos limitamos a movernos como marionetas bien entrenadas. Los hilos no son perceptibles a simple vista, pero están. Me había invitado a tomar un café, y yo pensé que una charlita no vendría mal. Pero enseguida empezaron los hilos a retorcerle el cuello, impeliéndole a actuar. Y de repente mi puño orlaba su ombligo, rígido como una tabla, mientras una gaita aplastada por un gato tañía. El costrón asqueroso le había llevado a insultar a su hermana. La posesión que conlleva el sexo se extiende en oleadas, y nadie se libra de la onda expansiva, de uno u otro modo. Cuando doblé la esquina seguía arrodillado en el suelo.

Me encontró un par de horas después, mientras intentaba digerir una cerveza hablando con el camarero del precio de las cosas. Tenía los ojos inyectados en sangre y una rabia contenida que no le permitía pensar, así que le dejé hacer, un rato, mientras torpemente me golpeaba el pecho, con ganas pero sin idea. Después le invité a una cerveza. Le dije que no haría nada que su hermana no quisiera hacer, por principio propio irrebasable, pero que eso era todo lo que podía decir. Todo dependía de sus ganas… y de las mías. Intenté hacerle entender que el tema de los cuerpos pertenece exclusivamente a sus propietarios, y que no podría respetar mejor a su hermana que dejándola vivir como ella quisiera vivir. Él me habló de no sé que cosas de la juventud y de su falta de tino y criterio, cuando no pasaba a duras penas de los dieciocho años. Le pregunté si él sabía mejor lo que le convenía que ella misma. Me dijo que sí. Seguí con un trabajo de verdadero fajador, de guerra de resistencia activa, durante horas. Cuando nos despedimos ni siquiera había conseguido arañar el sucio costrón que le colgaba por todas partes, convirtiéndole en un completo imbécil.

Recuerdo que después, en casa, no podía dormir. Daba vueltas sin parar, en círculo. No conseguía comprender la derrota. Las palabras eran claras, las ideas debajo de ellas también. Pero no había conseguido doblegar al doblegado. Es difícil comprender la derrota, mucho más que acostumbrarse a ella.