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al otro lado del otro lado

El día se estaba convirtiendo en una maldita mierda. Todo el mundo alrededor digería sus intestinos volcados en un plato mientras se atiborraba de tinto rojo tinto. Soltábamos risas de cuando en cuando, para no perder el contacto con el pútrido suelo, manchado de las babas de lo que todos deseábamos que ocurriera en vez de lo que efectivamente estaba ocurriendo, las risas efímeras risas daban vueltas alrededor intentando encontrar un sitio en medio de tanto desastre, sin conseguirlo. Yo cantaba por lo bajo a los strokes, “I’m tired of everyone I know, of everyone I see on the street and on tv”, y luego “I hate them all, I hate them all, I hate myself for hating them”. Por debajo de la mesa notaba el contacto de pies entre María, a mi lado, y Luis, malditos pacatos, justo enfrente de ella. Ambos tenían sus novietes a su vera, lo que no dejaba de parecerme hilarante y asqueroso. Al mismo tiempo que se toqueteaban los pies abrazaban y besaban y sonreían a los señores de sus vidas. Precioso, pero podían dejarse de estupideces e irse a follar al baño. Sería mejor. O de copas. O a regalarse rosas y libros. Todo menos este estar y no estar en medio de ninguna parte fingiendo estar en algún sitio. Creo que era lo único medianamente simpático que había alrededor, pero no puedo asegurarlo, porque no podía saber lo que estaban haciendo los demás debajo de la muselina del mantel que delimitaba dos realidades disyuntas y maniqueas. Seguramente hubiera más muselinas, pero cada uno las tenía en su propia cabeza. Bien guardaditas. Mejor hacer el gilipollas todos juntos orquestando un teatro de maniquíes de tienducha medio arruinada que desempolvar las personalidades y ponerlas juntas, a ver qué hacen. No comprendo ni puedo dejar de comprender a qué coño estábamos jugando.

Cuando llegaron los postres la situación estaba desarbolada, nadie podía fingir ni un segundo más estar a gusto, pero el casco se mantenía intacto, así que todos como imbéciles nos íbamos preguntando qué tal la vida, que es eso que se hace cuando no hay ni una puñetera mierda que decir y poner en común. Creo que ahí fue cuando pedí una botella de orujo de hierbas para dar por finalizado el parlamento. Empecé a tragar verde orujo verde como un verdadero conquistador del cristal transparente cristal de la botella. Empecé a tragar sin poder dejar de hacerlo, no sé si me explico, pero juro que lo intento. Empecé a tragar como si hubiera cogido impulso, que era aproximadamente lo que había estado haciendo. Chupito tras chupito preguntándome si en algún momento alzaría mi rocosa voz por encima de los demás para decir “menuda mierda, joder” sin tartamudear, porque cuando estoy muy enfadado y siento que tengo toda la razón del mundo tartamudeo sin poder evitarlo, debido a la tensión de la verdad sobre mi cuello de buey anafrodita en el teatro, cuando el teatro es la misma vida. De momento iba aguantando con chupito sobre chupito de verde orujo verde en cristal transparente cristal. Iba aguantando viendo como Luis y la antonia de turno y María y el paquito de turno intercambiaban risas y besos por encima de la mesa y pies por debajo. Iba aguantando pero lo mismo que me hacía aguantar, el orujo, terminaría por desatar mi lengua y mi tartamudez motivada por el peso de losa de la verdad. Qué estúpida hinchazón de tiempo perdido, qué lástima de pensiones y bancos en los parques, que lastimera exasperación de tardes y tardes viviendo juntos y aunando miserias para después ir a frotarse los pies con otro imbécil en la misma situación.

Mientras tanto, sobre la mesa, la cuestión se estaba poniendo tensa. Unos y otros intentaban encontrar motivos para no continuar la juerga. Retahíla de excusas sobre el tapete. Nadie se atrevió a decir realmente lo que sentía, si es que llegaban a sentir realmente algo más que hastío dentro del cóctel de buenas formas. Todo el mundo se largó con un “nos vemos” rápido, inocuo, indoloro, menos las dos parejitas interconectadas, que querían quedarse, y Estricnina, mote con regusto étnico de Esperanza, por su corrosiva acidez y su espasmódico gusto por la sorna.

Me quedé. Para que negarlo. Pudo más la curiosidad que el odio. Mientras nos acercábamos al garito que uno de los andróginos equivocados conocía de oídas me deslicé justo detrás de las conversaciones. Parece ser que la antonia de Luis quería irse, y María intentaba con todas sus fuerzas convercerla de que sólo se veían un par de veces al año, que había que celebrarlo, que se quedara… el paquito de María se lo estaba pasando en grande pensando que su mitad tenía ganas de juerga, por un día… y hablaba con Luis de unir cerveza con bourbon mientras éste sonreía en falsete, mirando al frente… mentira sobre mentira para un roce en el baño o para un polvo mal echado entre meadas en un reclinatorio maloliente como sublimación vital. La gran consumación del siglo, penetraciones sobre sanitarios saturados de excreciones recientes… en el mejor de los casos. Estricnina se situó milimétricamente a mi lado, tan atenta como yo al espectáculo.

  • Es divertido, ¿no? – apuntó.
  • ¿El qué?
  • Todo este juego de sombras.
  • Todo este juego de imbecilidades.
  • Toda esta combinación de imbecilidades.
  • Todo este esfuerzo de imbecilidades a pleno rendimiento.

La miré a los ojos el tiempo justo para ver que ella mantenía la mirada.

  • Tienes un nombre terrible, Esperanza.
  • Llámame Estricnina, no te cortes, sé que lo haces constantemente.

Me miró a los ojos el tiempo justo para ver que yo mantenía la mirada.

  • Estricnina, ¿qué te parece si vamos a un sitio que conozco más o menos cerca de aquí?
  • Me parece perfecto.

Creo que desde entonces estamos allí.
Lo cual es sorprendente. Y edificante.

Porque cuando Pandora abrió su caja no pudo evitar horrorizarse ante lo que vio salir a trompicones de allí y en el último momento cerró la tapa. Y lo único que quedó dentro, para todos menos para mí, fue la esperanza. Hay otras versiones, pero no están bien documentadas.

Qué cosas.

no: no dormir

El tipo se dobló con un “bluf” agudo de gaita aplastada por un gato en celo. Era mi puño el que estaba pegado a su ombligo, rígido como una tabla, sin que consiguiera explicármelo del todo. Sus ojos lagrimeaban mientras se replegaba sobre sí mismo. “Volviendo a la posición fetal. Cuando las cosas se tuercen volvemos al principio, supongo, a donde todo empezó y no había nada que pudiera herirnos”. El culo que yo había estado tocando en las últimas dos semanas era el de su hermana, y no le sentó nada bien. Por las mismas memeces de siempre, cómo no. Si ni a mí ni a su hermana le parecía mal el que mi mano estuviera en su culo, no entendía qué tenía que añadir el hermano, excepto por esa costra rocosa que forman a nuestro alrededor las pamemas que nos van diciendo. Esa costra deformada y agrietada que se nos impone todo el tiempo desde que nacemos, repitiéndose y repitiéndose hasta que el momento cambia y somos nosotros quienes se la repetimos a otros.

No tenemos ni puñetera idea de lo que hacemos, nos limitamos a movernos como marionetas bien entrenadas. Los hilos no son perceptibles a simple vista, pero están. Me había invitado a tomar un café, y yo pensé que una charlita no vendría mal. Pero enseguida empezaron los hilos a retorcerle el cuello, impeliéndole a actuar. Y de repente mi puño orlaba su ombligo, rígido como una tabla, mientras una gaita aplastada por un gato tañía. El costrón asqueroso le había llevado a insultar a su hermana. La posesión que conlleva el sexo se extiende en oleadas, y nadie se libra de la onda expansiva, de uno u otro modo. Cuando doblé la esquina seguía arrodillado en el suelo.

Me encontró un par de horas después, mientras intentaba digerir una cerveza hablando con el camarero del precio de las cosas. Tenía los ojos inyectados en sangre y una rabia contenida que no le permitía pensar, así que le dejé hacer, un rato, mientras torpemente me golpeaba el pecho, con ganas pero sin idea. Después le invité a una cerveza. Le dije que no haría nada que su hermana no quisiera hacer, por principio propio irrebasable, pero que eso era todo lo que podía decir. Todo dependía de sus ganas… y de las mías. Intenté hacerle entender que el tema de los cuerpos pertenece exclusivamente a sus propietarios, y que no podría respetar mejor a su hermana que dejándola vivir como ella quisiera vivir. Él me habló de no sé que cosas de la juventud y de su falta de tino y criterio, cuando no pasaba a duras penas de los dieciocho años. Le pregunté si él sabía mejor lo que le convenía que ella misma. Me dijo que sí. Seguí con un trabajo de verdadero fajador, de guerra de resistencia activa, durante horas. Cuando nos despedimos ni siquiera había conseguido arañar el sucio costrón que le colgaba por todas partes, convirtiéndole en un completo imbécil.

Recuerdo que después, en casa, no podía dormir. Daba vueltas sin parar, en círculo. No conseguía comprender la derrota. Las palabras eran claras, las ideas debajo de ellas también. Pero no había conseguido doblegar al doblegado. Es difícil comprender la derrota, mucho más que acostumbrarse a ella.

espejito espejito

Él estaba convencido de que el día era azul, gris, naranja y amarillo mientras rodaba por la acera para llegar al trabajo. Lo importante en un ser humano son las piernas y el sentido del humor, todo lo demás es secundario. Acababa de salir del banco, donde había solicitado una nueva tarjeta, porque tenía la suya rallada. Cuando entró por la puerta se encontró la sucursal vacía de clientes y se alegró de haber ido tan temprano. Le recibió un cajero ojeroso y con la corbata torcida que le masculló un “buenos días” seguido de un “¿en qué puedo ayudarle?”

– Me gustaría solicitar una tarjeta nueva, la mía está rallada.
– Bien.

Cogió una hoja, la introdujo en una impresora, toqueteó en el ordenador y comenzó el traqueteo del mecanismo mientras la hoja se convertía en una solicitud.

– Tiene que firmarme aquí.
– Perfecto.
– La recibirá en su domicilio en una semana.
– ¿Tanto tiempo?, ni siquiera he traído la libreta, pensé que me la darían en el momento.
– No, no es ese el procedimiento. Pero si quiere, con la vieja y su DNI puedo facilitarle el dinero que necesite.
– Bueno, entonces vaya retirando unos trescientos mil euros…
– Ya veo. La cantidad solicitada tiene que estar disponible en su cuenta.
– Entonces… deme sesenta.

La gracieta había sido terrible, pero ni siquiera arrancó una mueca de disgusto del cajero. Simplemente, la ignoró. Él se sintió como si se hubiera tirado un pedo en medio de una recepción oficial, o justo después de hacer el amor. Y el caso es que el cajero… no imponía mucho respeto. Una calvicie más que incipiente, la barba de tres días, el traje arrugado, una más que solemne halitosis…

– Perdone el comentario, pero es que me gusta bromear cada vez que puedo. Es sano.
– Entiendo. Aquí tiene su dinero. Si necesita más antes de recibir la tarjeta recuerde que sólo podemos hacer este tipo de operaciones antes de las diez de la mañana. Que tenga un buen día.
– ¿Qué sucede a las diez de la mañana?
– ¿Disculpe?
– Sí, ¿qué sucede a las diez de la mañana para que ya no se pueda sacar dinero con la tarjeta y el DNI? Porque, a partir de la misma hora, tampoco se pueden pagar recibos. Es simple curiosidad.
– Es normativa del banco.
– Gracias. Que tenga usted también un buen día.

Azul, gris, naranja y amarillo mientras los coches se van atascando en el torrente de la circulación vial. Naranja mientras cruzaba el paso de cebra y un autobús le pitó. Él miro al semáforo, en verde para los peatones. Se quedó mirando a la luna a la altura del conductor, levantó los brazos y señaló al muñequito verde andante. El conductor le hizo el gesto de que pasara. Él se puso a bailar en medio del paso de peatones. El conductor sacó la cabeza por la ventanilla.

– Venga, hombre, pase de una vez.
– Ahora mismo voy, amigo. Estoy bailando un poquito. Me gusta bailar.
– ¿Y no puede hacerlo en la acera?
– Por supuesto, pero no me gusta que me piten tan temprano.

El conductor metió la cabeza y miró hacia atrás. La mitad de los pasajeros se estaban riendo y la otra mitad estaban cabreados porque ya llegaban tarde. Y ahora mismo le tiene que tocar un cabroncete simpático. Bien comienza el día. Él comprendió que estaba enfadando a gente y siguió andando, aunque sin dejar de saber que todo el mundo se cabrea solo y, sobre todo, por sus propios motivos. Normalmente a la gente no le hacen falta motivos extra para montarse una fiesta de gritos. Normalmente disimulan así sus problemas, los cubren de sentido. De sentido externo, claro.

No termina de llegar a la acera, se pone a caminar por el asfalto, a la izquierda de los coches aparcados. Va bien de tiempo, así que no tiene prisa. De repente recuerda que anoche anotó la dirección de la bitácora de un amigo en un papel, pero no recuerda si después lo metió en un bolsillo, en la cartera, o si terminó en el suelo entre las cáscaras de pipas o en el último tercio antes de volver a casa. Se detiene, saca la cartera y comprueba si está ahí.

– ¿Es suyo este coche, amigo?

Azul, azul del municipal que le pregunta. Se puso a mirar la situación y se dio cuenta de que el coche en cuestión estaba aparcado en un reservado de minusválidos.

– Es mío, pero no pienso quitarlo.
– ¿Disculpe?
– Mire, voy andando al trabajo, y las llaves del coche las tengo en casa. Si tuviera que moverlo tendría que volver a por ellas, y llegaría tarde.
– Pero entonces voy a tener que multarle.
– Haga usted lo que deba, caballero, pero yo no puedo llegar tarde.

Diez metros después un tipo salió gritando “¡espere, espere!” de una cafetería. “Lo tiene bien merecido, por andar aparcando en reservados de minusválidos. Qué gente, de verdad, qué gente”.

Gris y amarillo del logotipo de su empresa. Gris y amarillo, otra vez, del logotipo de su empresa en la máquina de café. Gris y amarillo, una vez más, en el capuchino que escupe la máquina en chorros. Tres incoloros y uno con color para terminar formando una pasta gris y amarilla.

– ¡Buenos días!
– Buenos días, Esperanza.
– ¿Un cigarrito?
– La duda ofende.
– ¿Y cómo lo hace?
– No tengo ni idea.