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Resiliencia

Acabamos de comer a las dos. Fregamos los cacharros y nos sentamos delante del televisor a intentar pescar alguna película que nos hiciera pasar el rato de calor. Fregamos los cacharros y encendimos el telévisor. Paseamos por los canales intentando encontrar uno con algo interesante. Nos sentamos en el sofá al acabar de fregar los cacharros, no echaban nada. Pusimos un documental y nos dormimos la siesta. Después de fregarnos con los cacharros nos sentamos un momento y al ver que no había nada nos dormimos delante de un documental en el que leonas cazaban, cachorros saltaban y hacían putaditas, leones melenudos comían los primeros y se paseaban exhibiéndose. Nos apetecía café pero no quedaba, así que después de fregar nos tiramos al sofá y dormimos un documental de leones.

Ahí empezaba lo más duro de la jornada, al levantarnos. Abríamos la boca y la cerrábamos pensando en bostezar pero no conseguíamos expirar aire. Abríamos la bocaza, hacíamos un intento y la cerrábamos. Era todo el rato más o menos así. Desear café, abrir boca, cerrarla. Querer café y lo demás. Apagar el televisor y ver los cacharros sucios amontonados en la pila.


Giorgio apareció en torno a las cinco de la tarde, en lo peor del asunto. Era vecino y amigo, vivía en el apartamento de al lado y siempre estaba buscando un motivo cualquiera para venir a vernos un rato. Si le picaba un pie venía a preguntarnos si le pasaba algo en él. Entraba por la puerta, se sentaba en una silla, se quitaba el zapato y el calcetín, nos lo enseñaba y preguntaba "oye, ¿veis algo?". Nosotros le decíamos que no veíamos nada y él, estando ya allí, se quedaba un rato. Nos contaba qué tal había ido su día. Preguntaba si teníamos café, y cuando le decíamos que no se encogía de hombros y se callaba unos minutos. Después volvía a la carga.

Otras veces venía porque creía tener la camiseta agujereada en la espalda. Se daba la vuelta y nos preguntaba. Nos decía que cuando tendía revisaba toda la ropa para comprobar que estaba en perfectas condiciones, y sólo entonces la doblaba y la guardaba en un cajón. Volvía a revisarla antes de ponérsela, pero una vez que lo hacía tenía la sensación de que algo no estaba bien, de que algo no cuadraba, algo estaba roto ahí atrás. Abría la puerta, entraba y nos preguntaba "oye, ¿tengo un agujero en la camiseta, aquí, en la espalda?". Nosotros le decíamos que no, y él se encogía de hombros y, ya que estaba allí, se quedaba un rato a hacernos compañia.

Otras veces venía mostrando el extracto de su cuenta y nos decía que no recordaba ninguno de los movimientos desde el cobro de la renta. Decía que hacía unas semanas tenía tres mil créditos y, sin embargo, ahora estaba a cero. Nos preguntaba si reconocíamos nosotros alguno de los movimientos. Claro, nosotros no reconocíamos ninguno, no eran nuestros, así que asentía y decía "vaya, pues yo tampoco". Sonreía contento de tener razón, pasaba un rato y después se iba diciendo que iba a reclamarlos.

Mariana no lo soportaba mucho, la verdad. Ella le seguía un poco el rollo porque, bueno, estábamos en medio del asunto y sabía que a mí me caía algo bien. Algo que nunca conseguí que reconociera, ya sea por su orgullo o porque no era del todo cierto, era que le gustaba su compañía. A veces reconforta saber que hay alguien que está peor que tú, porque eso significa que a ti todavía te queda recorrido hacia abajo. Te da una referencia de la distancia al fondo, igual que cuando tiras una piedra a un pozo y escuchas lo que tiene que decir.


Estábamos duados. Era una cosa de hacía mucho tiempo, antes de que yo conociera a Mariana y ella se viniera a vivir conmigo. Por aquel entonces la distribución de recursos era diferente, Giorgio estaba más o menos situado y eso era una ventaja. Un día me dijo que estaba un poco harto de verme pagar los aranceles de paso y me preguntó si quería duarle. Para mí, en aquel entonces, era un chollo. De los dos yo era el que estaba peor, así que lo hicimos. Ahora que todo se había vuelto del revés podría haber roto el contrato fácilmente, pero me parecía un poco ruín. Durante mucho tiempo disfruté de las ventajas, no me parecía justo revertir la situación ahora que empezaba a ser desfavorable para mí.

Eso era lo que le decía a Mariana, y tenía la lógica suficiente como para sostenerse como argumento. Lo que no le decía es que a mí me caía bien, realmente bien, y saber que estaba justo ahí al lado con sus cosas y no poder verle por no tener créditos suficientes, o disponibles para él cuando sí había, se me hacía duro. En esta especie de condena lo más importante es que el tiempo pase rápido, que corra cuanto antes, y para eso no hay nada mejor que estar pasándolo bien. Lo único importante es no sentir demasiado peso mientras todo termina, porque el peso ralentiza el tiempo. La alegría lo acelera.


Nosotros éramos una situación tres. Era un desastre, pero teniendo en cuenta las circunstancias no estaba nada mal. Durante todo el tiempo en el que Giorgio no era mi duo estuve en situación uno, al duarme con él automáticamente pasé a situación dos. Cuando conocí a Mariana y se vino a vivir conmigo entramos en la tres. Al mismo tiempo Giorgio perdió un enlace y dos representaciones y cayó a uno, así que todo el tiempo que pasaba con nosotros le repercutía positivamente. Al estar con nosotros recibía los bonus de tres y el cálculo de su renta aumentaba ligeramente, lo suficiente para tener casi de todo, excepto café.

Cuando conocí a Mariana estaba en la calle, con la renta básica estricta y sin acceso a sanidad. Ella no enfermaba realmente, claro, si las cosas funcionaran así poco tiempo les iba a funcionar el negocio. Mantenían su cuerpo sano y lo suficientemente en forma como para seguir generando, pero su representación no tenía acceso a ningún tratamiento. Yo estaba alargando el paseo todo lo posible para rentabilizar el paso y ella estaba sentada en un banco haciendo malabares con tres piedras. Dos en la mano izquierda, una en la derecha. La mano izquierda tiraba una hacia arriba. Tiraba la segunda. La mano derecha tiraba otra hacia la izquierda. La izquierda la recogía. La derecha recogía la primera y la tiraba a la izquierda. La descripción simple sería que siempre había una piedra en cada mano y una volando entre ellas, la extensa era sin embargo algo más compleja. Había cuatro estados. Mano izquierda, mano derecha, vuelo corto entre la derecha y la izquierda y vuelo largo entre la izquierda y la derecha. Cuatro estados pero sólo tres piedras, así que a veces parecía complicado saber en qué punto estaba cualquiera de ellas con seguridad.

Pensé que si alguien podía mantener todo ese armatoste en marcha sin darle demasiada importancia era que también podría hacerlo con algo de todo lo demás. Por eso me senté a su lado y me presenté.

Ella tenía una situación cero en aquel entonces, y seguía siendo afortunada. Tenía las piedras, tenía el banco. Estaba allí. Había oído rumores acerca de lo que empieza cuando caes más, pero no tenía datos. Menos uno, menos dos, menos tres, incluso menos cinco. ¿Menos diez? Es fácil llevar una sucesión de números al infinito. Lo complicado es saber qué significa para el que los vive cada uno de ellos.

palimpadero

Mae llevaba toda la semana intentando hacerme perder el control. No quería tenérselo en cuenta, pero me estaba costando. Avanzaba hacía mí con sigilo y me tiraba al agua. Una vez dentro se zambullía a mi lado y empujaba mi cabeza hacia abajo y la mantenía ahí un buen rato. Yo le daba codazos y patadas esperando hacerle el daño suficiente como para que me soltase, pero no solía funcionar. Ella siempre fue mucho más fuerte que yo. Después me ayudaba a salir y me sonreía y me decía eh, chico, tampoco ha sido para tanto, ¿a que te has divertido? y se alejaba dejándome allí boqueando y escupiendo medio ahogado.

La laguna estaba cerca del barrio. Había que tener un poco de cuidado porque antes había sido un viejo almacén y si no te andabas con ojo podías hacerte daño con algo. Al menos eso me decía constantemente mi padre, pero yo nunca vi nada. Cada cierto tiempo circulaba el rumor de que alguien se había encontrado un meka olvidado podrido de herrumbre que todavía respondía, aunque para que te lo enseñaran tenías que tener contactos. Yo no los tenía, así que cuando les veía emocionarse les seguía. Las tres o cuatro veces que lo hice no llegaron a nada, daban un par de vueltas por los alrededores y, cuando se hartaban, volvían. Cuando volvía a circular el rumor no parecía importar que la vez anterior hubiera sido en balde, se lanzaban ilusionados de nuevo. Eso se me escapaba un poco.

Alguien se llevó el contenido de ese viejo almacén a otra parte, y otro alguien preparó el terreno vacío para hacer la laguna. Mi padre no recordaba quién había sido, Mae tampoco. Por lo que yo podía saber aquello podía haber estado ahí desde siempre.


Así que estábamos viviendo en Rosaverde. Mi padre y sus amigos siempre me decían que tenía mucha suerte. Aire limpio, lanzaderas de residente con viajes a mitad de precio, un futuro asegurado. Yo lo único que veía es que estábamos lejos de los sitios donde las cosas suceden e importan, de lo que se veía en los 3D y en las noticias. Ahora es diferente, Rosaverde es casi el centro histórico de la civilización, pero la cosa no era así por aquel entonces. Por aquel entonces no había nada dando vuelta tras vuelta al planeta más que la Luna y aquel orbital, lo que me producía la sensación constante de estar lejos de las cosas que importaban aquí pero sucedían en otra parte.

Era un terreno intermedio un poco tonto para vivir, la verdad. Cuando no nos bombardeaban con historias de contratistas encontrando vetas y volviéndose ridículamente ricos en los planetas exteriores, lo hacían con otras de diseñadores de software encontrando la piedra filosofal en oficinas sin ventanas llenas de cajas de pizza y latas de cerveza abajo en la Tierra. Todos queríamos ser ellos cuando creciéramos. A veces unos, a veces los otros, pero la primera lección que me quedó bastante clara es que no teníamos juegos en los que fuéramos a ser algo justo donde estábamos.


Palimpadero era el nombre de la laguna. Lo ponía en un cartel a la entrada. Había que seguir un diminuto camino de tierra asaltado por la vegetación que arrancaba entre mi casa y la de nuestros vecinos. Eso era una ventaja para llegar allí antes que los demás y darse un primer baño tranquilo, pero me hacía sentir que yo vivía justo donde el barrio dejaba de serlo, de estar en las afueras de las afueras.

Mae me acompañaba. Éramos los primeros en aparecer y yo la veía caminar adentrándose en el agua paso a paso hasta que sumergía la cabeza y la sacaba para empezar a nadar. Se iba hacia dentro y, sólo entonces, yo iba detrás de ella.

El camino, cuando terminaba el verano, era ancho. A partir de ahí iba difuminándose poco a poco, muy despacio primero en otoño y más rápido en invierno. Cuando volvíamos a él en primavera casi se había vuelto invisible, aunque nunca dejó de estar lo suficiente ahí como para no poder retomarlo.


El tráfico de cargueros fue siempre incesante, quizá ahora lo es todavía más. Rosaverde se convirtió en el centro de producción de una humanidad cogiendo impulso. La contaminación se expulsaba al espacio, y desde allí pasaba a orbitar el planeta en una especie de nube cadavérica que no podía afectar más que al vacío que la rodeaba.

Había ese tipo de triángulo que lo explicaba todo. Se minaba en los planetas exteriores, la producción se traía al orbital para fabricar lo necesario, los productos manufacturados se enviaban a la Tierra para ser consumidos. Nosotros vivíamos en suburbios de horizonte cóncavo que componían, uno a uno, la circunferencia. Trabajábamos en maquilas, vivíamos bien, teníamos el futuro asegurado.

Aquí arriba estábamos dedicados a eso. Abajo estaban los que podían permitirse comprar y los que no habían tenido la suerte suficiente para ser parte del relleno de los cupos.

Mae me hablaba de esas cosas, pero de otro modo. Me hablaba de ello obviando algunos detalles. Nosotros queríamos ser programadores o mineros, y ella me repetía constantemente que yo estaba muy bien donde estaba, que no tenía que buscar más. Mae no era exactamente metálica. Si apretabas su brazo podías percibir en ella una dureza que no era muy normal, pero si no lo hacías sólo veías a una chiquilla rubia y delgada con un sentido del humor un poco salvaje.

el concepto

Claro, técnicamente no somos parte de la congregación galáctica. Eso requeriría unos mínimos básicos que no cumplimos ni de lejos. Nos dejan asistir a los concilios porque todavía no saben muy bien que hacer con nosotros y porque, bueno… nos presentamos directamente en uno. Nosotros por aquel entonces no sabíamos nada del concilio ni de los requisitos, ¡de hecho ni siquiera sabíamos que no estábamos solos en este hipermercado galáctico!

Después del jaleo inicial, tras entender que algo tenían que hacer y del estrés de configurar y enchufarnos a un multilenguaje, nos comentaron que en sus cálculos más optimistas nos quedaban entre tres y cuatro mil años para acercarnos un poco a cumplir algunos de ellos. Lo optimista, parece ser, estribaba no tanto en el tiempo en sí como en que no pensaban que fuésemos capaces de no matarnos entre tanto. Nos lo comentaron cuidando mucho la etiqueta y se sorprendieron cuando les respondimos, igual de educados, que nosotros mismos no estabamos seguros de ser capaces de no autoextinguirnos en un par de décadas, lustro arriba o abajo.

Así que la cosa fue algo así como que sucedió que este tipo, Jonás Parra, nacido en Albacete, España, después de una serie de ruindades que generaron una bolsa de improbabilidad alrededor de los cuatro hierros con los que aspiraba a ser el primer proyecto privado no empresarial que orbitase la Luna, la nuestra, la que da vueltas a La Tierra, apareció en medio de Matrón 5, terreno neutral de la congregación, y empezó a morirse en medio de un tremendo ruido de radio pidiendo auxilio.

Demasiado para gente tan civilizada.


Y parece ser que hay algunas cosas básicas que, de momento, son algo así como interespecies. Una de ellas es que cuando no sabes si vas a comer mañana estás tan preocupado por saberlo que no le prestas mucha atención a nada más. Tiene un corolario: cuando tienes asegurada la comida de mañana y la de pasado mañana te queda mucho tiempo libre para pensar en otras cosas. Así es como yo me explico que ciertos sectores se convencieran de que la humanidad era la especie elegida. No empezó siendo algo que nadie se tomase muy en serio, desde luego, lo hizo más bien como un rumor que iba de conversación en conversación. "Fíjate en esta gente, ¿cómo es posible que con este nivel de tecnología hayan sido capaces de un logro tan tremendo?", "quizá ellos tienen alguna clave acerca de qué va todo esto".

Sobre eso nos echaba una mano enorme el estado de la congregación después de bastantes milenios de convivencia pacífica. Tenía que ser pacífica, claro, porque era uno de los requisitos. Eso tiene su truco. Es una especie de ecuación: si la agresividad de una especie con ella misma y con su entorno tiende a infinito las posibilidades de que consiga expandirse antes de destruirse a sí misma tienden a cero. Hay un montón de puntos intermedios, pero el coste de la expansión es tan grande que, al final, esa gradación tiende a producir el mismo resultado: autodestrucción. Al final sólo los que aprendían a colaborar y enterraban la agresividad conseguían salir del punto-embudo crítico de la expansión.

Eso no se comprende del todo si no consideramos una de las principales e indiscutibles políticas de la congregación: la no intervención. Una vez que entrabas dentro te beneficiabas de la tecnología acumulada durante milenios, pero hasta que superabas los requisitos dependías sólo de ti mismo con ellos de testigos. Nuestro amigable amontonamiento de civilizaciones tiene un enorme cementerio fielmente registrado. Hasta hoy no he conseguido percibir en ellos ningún remordimiento por eso.

La cosa es que, sobre eso de la mano enorme, se aburrían bastante. No ibas a encontrártelo en los informes, por supuesto, pero ahí estaba. La paz es otra de esas cosas, junto con tener asegurados los recursos básicos, que deja un montón de tiempo libre, y a pesar de los esfuerzos titánicos estimulados por el ocio no había especie que hubiera encontrado algo así como el sentido de estar vivos frente a, por ejemplo, ser un planetoide obtuso de roca orbitando obtusamente a otro. La conjunción de tiempo libre más falta de sentido puede resultar devastadora si no hay nada que lo reconduzca.

Así que nosotros, con un Jonás Parra que estaba vivo porque los planes de sabotear su nave condujeron al mayor viaje que podíamos haber soñado, de repente parecíamos la clave para comprender qué estaban haciendo, qué hacían en medio de un universo que se difumina a si mismo dispersándose a una velocidad endiablada. Al fin y al cabo, toda velocidad parece enloquecida cuando no existe un pedal de freno.

Demasiado para gente tan despreocupada.


Casi todo esto me lo estoy inventando, pero es una hipótesis de trabajo ad hoc. Es cierto que cada vez más secciones de la congregación se reúnen en la teoría de que la humanidad es la especie elegida, pero si lo pienso un poco todo el tiempo que llevan conviviendo con la cooperación debe haberles dado herramientas que yo no soy capaz de ver para reconciliarse con ciertas ideas. Si no lo consiguen es cosa suya, no mía. Eso está mucho más allá de lo que puedo comprender. Si deciden algo sobre cosas que no puedo ver no tengo ningún derecho a discutirles nada. A veces me acusan de "humanista", pero no conozco otro modo de aproximarme a la realidad. No es que decida pensar como un humano, es que soy uno.

Seguimos sin tener formalmente estatus de miembro asociado, tampoco lo necesitamos. Acabamos de conseguir que se apruebe una normativa para darle a la humanidad acceso a las bases de datos. No tendremos profesores, estamos forzados a desentrañar sus secretos nosotros mismos, pero nos vamos a ahorrar un montón de palos de ciego, un montón de tiempo delante de un monitor devanándonos los sesos.

Si me preguntan directamente, y espero que no lo hagan, vamos a llevarlos a todos al desastre. Seguro. No preveo otro resultado.

Pero yo no soy tan grande como ellos. La humanidad agoniza en un planeta moribundo que nos hemos cargado nosotros mismos. Los que mueren y morirán son los míos. Quizá dentro de quinientos o mil años no quede más que el vacío, soy consciente. Pero todos esos años serán todos los que tendremos.