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después de

Habíamos estado hablando y hablando sin parar, como dos viejos camaradas, aunque no nos habíamos visto nunca hasta hace dos horas standard. Es lo que tienen cierto tipo de experiencias, y la cerveza kerubiana. Ambas cosas juntas hacen amigos para toda la vida. Curiosa la genética distinta, muy curiosa. Pese a ser de todo tipo y basada en elementos diferentes, la cerveza afecta por igual a todos los seres amigables del mundo conocido, lo cual no ha dejado de ser nunca un buen lubricante intercultural, desde el principio. El tipo y yo habíamos estado a punto de morir por una tontería, y eso añade un plus de complicidad más. Así que compartir unas cervezas en Kerubian parecía lo más apropiado una vez que nos recobramos del susto que, al fin y al cabo, no es más que un susto más. Que junte los dedos y sorba del vaso quien no haya estado a punto de morir en la última semana.

Nadie.

Evidente. No es un universo para otra cosa.

En un bar inevitable nadie fía. Al fin y al cabo es inevitable. Si tienes que venir, y tienes que hacerlo, lo mejor es hacerlo con dinero en efectivo. No vengas de otro modo.

Aguantar a un Traken sobrio es complicado, pese a la complicidad, así que me puse a domesticarme a fondo. Los Traken son excesivamente crueles con culturas diferentes a la suya propia de un modo que no llegan ni siquiera a percibir, así que cuando dice «asqueroso humano, tendrías que agradecer a tus dioses el haberte hecho merecedor de vivir conmigo estas horas», yo sigo libando. Que a eso he venido y no a galanterías. Y menos a galanterías de un tipo de dos metros treinta más cresta y el sentido del humor de un pederasta en un asilo. Y el aliento de un pez podrido en el maletero del coche a 120 por hora sin zonas de descanso a la vista. Y la cerveza lo potencia.

Aunque ahora está feliz, y hace la mueca que hay que entenderle por sonrisa. Así que no puedo menos que decir que deberíamos haber muerto hoy. Que tendríamos que haberlo hecho. No hay nada peor que pueda decir, porque los Traken son la única raza guerrera que conozco que no ama la muerte, que no la busca de algún modo.

Dice «los humanos sois carnada de laser, y siempre lo habéis sido» y se va.

No puedo dejar de pensar que tiene razón. No puedo.

precisión

1.

Estaba cansado, deshecho, triturado. En un estado casi agónico me levanté de la cama intentando hacer café, lavarme las manos, mear el rato necesario, mirarme poco en el espejo, lavarme las manos de nuevo y volver a vigilar el café en el fuego. Me levanto roto porque las cosas eluden mis intentos de entenderlas con una convicción abrumadora, y llevo tanto tiempo jugando al cucú-trastrás con la realidad que creo que empiezo a agotarme. Y eso era lo esencial entonces, que estaba esencialmente cansado, de una manera profunda y laboriosa, un cansancio hecho con años y de muelas trabajando el mismo trigo una y otra vez, sin descanso, una y otra vez. Como si dos mundos colisionan el uno sobre el otro y sus fuerzas gravitatorias no permiten que dejen de golpearse metódicamente, dando como resultado una demolición profesional exacta, mecánica, acabada.

Precisión. El punto y la llave es la precisión. Puedes dar vueltas sobre esto durante toda una vida completa y no andarás cerca de echarle un ojo al meollo si pierdes de vista el asunto de la precisión. Eso es lo que creo. Es más, eso es en lo que creo. No importa la cantidad de veces que haya visto a los niños en el parque dándole duro a la pelota y gritándose “¡pasámela, coño!”, no importa en absoluto, porque la precisión de relojero de la gravedad de la vida incrementa la fuerza de rozamiento de tal modo que cualquier alma queda irremisiblemente convertida en una masa de sueños tumefactos, eso es un hecho observable por cualquiera, a poco que no olvidé el corazón y una libreta.

Corazones y libretas. Cosas que llevar encima haga el tiempo que haga, aunque diluvie.

2.

En aquella cafetería estábamos los dos mirándonos a los ojos mientras yo tenía que anotarlo todo en servilletas, un descuido puntual. El sol que sale cada mañana nos había pillado en baja forma y en mi habitación de piso compartido no cabíamos los dos a menos que estuviéramos tumbados en la cama, y aunque yo no tenía inconveniente alguno tú querías comer algo, y por eso salimos fuera y cambiamos el almizcle cargado de mi cuarto por el aire de la calle y éste por el pestazo a churros de aquella cafetería en la que, sentados, nos mirábamos a los ojos y hacíamos bromas sobre la noche pasada. La noche pasada tenía el mismo poder evocador que la niñez, por ejemplo, porque inconscientemente el recuerdo es un aliado infalible que se ocupa por nosotros de limar las asperezas y durezas callosas de lo real para formar nuestra propia realidad, reconfortante, amigable y calentita, como haría un mayordomo eficiente o un amigo del alma. La noche de anoche, que según algunos seguirá siendo siempre en algún universo paralelo y según otros ya es candidata al olvido en varias categorías, volvía a desplegarse metafóricamente ante nosotros con olor a churros y café con leche, que es como deben recordarse las cosas si tienes resaca y alguien de tu interés justo enfrente, y se desplegaba a base de bien llenando toda la superficie disponible entre ambos. Esto no fue así porque tuviera ese poder por sí misma, y mucho menos esas dimensiones de partida, sino más bien por una debilidad estructural de lo que compartíamos, que era exactamente (precisión) nada más. Al no haber nada más se expandió como un gas que no encuentra resistencia alguna, fue un globo que se hinchó para hacer del café y las porras algo meridianamente soportable, es decir, un café y unas porras en animada conversación, sin silencios.

3.

No había sido una mala noche en absoluto, por supuesto, pero aún así el recuerdo tuvo bastante trabajo quitando algunos detallitos insignificantes que definitivamente afeaban el conjunto. Tú sentada en una acera mareada, eruptando bajito, muy discreta, sin poder ponerte en pie por ti misma. Yo intentando levantarte y tropezándome con una azada invisible que pisé por la punta sin darme cuenta haciendo que el mango me tirara de espaldas. Sutilezas. Supongo que hubiera sido curioso tener una cámara con la que grabar la escena en mi habitación diminuta, porque creo que hubiera sido más que aprovechable en algún zapping de madrugada: borrachos como cubas intentando concentrarnos para no rebosar el espacio limitado. No sé cómo las bocas encontraron senos que roer o las manos caderas que ajusticiar, o cómo, o si, entré en ti o no lo hice o no por el tracto al uso. Zarandajas. El recuerdo suple lo que la realidad no es capaz de dar y se completa a sí mismo, autosuficiente.

Pero eso no es bastante en otro punto, en el de el sentido de las cosas. Porque lo necesario para entender algo es la precisión y sin embargo dos cabezas diferentes puestas en una misma situación generan dos realidades diferentes, y así no hay forma humana de ser preciso. Porque si mi recuerdo deforma lo que le conviene en función de mi estado de ánimo y el tuyo hace lo propio contigo y generamos dos universos la precisión es como un tiro al blanco para ciegos sin dianas sonoras. Y así es exactamente. Como cuando me dices entre mordisco de porra y sorbito de café que te empecé a gustar cuando me abrí paso entre la gente para sacarte a bailar como el tipo aquel de Oficial y Caballero. Lo primero es que yo hubiera pensado antes en Dirty Dancing, pero eso es discrecional, y lo segundo es que puedo jurar que yo jamás, ni bordeando el coma etílico, he bailado en ninguna parte y mucho menos he sacado a bailar a nadie. Y no hay modo alguno en el que yo pueda físicamente recordar a Richard Geere en ningún contexto, más que quizá en el de la definición por negación de atributos.

Y cuando te lo digo me respondes un “ah, pensé que habías sido tú” medio tristón. Vaya. No me costaba nada haber intentado dejar tu mundo intacto. El no haber sido capaz de hacerlo envenena un poco el café, que empieza a liberar toxinas que se alzan por encima de la peste al aceite de los churros y forma auroras boreales multicolor sobre nuestras cabezas, que afortunadamente nadie ve. Yo ya las he visto antes. Al terminar el desayuno te acompañé a la parada del autobús y me dije que te volvería a ver, pero la despedida no me dio ninguna certeza sobre ello. Quizá más sobre lo contrario. Seguramente.

4.

Y hoy, con un cansancio de años, de muelas trabajando trigo incansablemente, de planetas mutilándose obligados por la gravedad hasta la aniquilación total, me he levantado de la cama y he puesto café mientras meaba, luego lo he echado en una taza y me lo he tomado mirando por la ventana, donde el aire del mundo exterior pudiera golpearme y enfriarme. He sacado el corazón y la libreta y al repasar notas no he encontrado ninguna línea que seguir, ninguna indicación. Intento salir ahí fuera con una guía de viaje para no perderme pero la verdad es que no consigo escribir ninguna útil. No es que me importe demasiado en un sentido vital o existencial, pero sí me serviría para amortiguar el agotamiento. Puedo seguir así la vida entera, y seguramente termine poseyendo un corazón lleno de habitaciones con vistas caleidoscópicas y una libreta tremenda de referencias a lugares ya inexistentes, lo cual no le quitaría sentido pero sí usabilidad.

5.

Recibo un mensaje de texto en el que me dices que crees que has perdido tus pendientes en mi cama.

Y todo cruje y hace click en un segundo. Y me digo que si los universos son personales y se pueden dibujar quizá deba jugar a dios un poquito. A un dios pequeño, casi sin todopoderosidad. Un dios humilde, limpio y trabajador.

Y despierto a Ana, mi compañera de piso, y le pregunto si puede prestarme unos pendientes un par de días.

Y respondo el texto diciendo que los he encontrado, que te los devuelvo cuando quieras.

6.

Días más tarde torció el gesto cuando vio que no eran los suyos, como si mi cama fuera una estación de tránsito llena de pendientes sin dueño. O, pienso ahora, posiblemente, pensando que se la sudaba que lo fuera pero que quizá fuera algo higiénico por mi parte cambiar las sábanas entre inquilina e inquilina, más que para evitar mezclar pendientes para tener bien estancos los fluidos. La noche última ya no era la anterior y no podía inflarse de ningún modo, así que fue una conversación corta, un mero trámite. Sumariamente: ¡Hola!, ¿qué tal? (suyo, emocionado) ¡Muy bien!, ¿quieres un café? (mío, igualmente emocionado), sí, vete pidiéndome uno con leche mientras voy un segundo al baño (suyo, urgente, se estaba meando), perfecto (mío, pido los cafés mientras vuelve), toma tus pendientes (mío, intrigado), lo siento, estos no son míos (suyo, contrariado), oh, lo siento, pensé qué… (mío, conciliador, movimiento de apertura), no importa, aún así me los quedo, unos por otros (suyo, vengativo, jaque mate).

Un par de “lo pasamos bien la otra noche” por mi parte hundieron un poco más el cascarón en el que estábamos a duras penas mal flotando. El camarero había servido la leche a punto de hervir, así que la pobre hacía esfuerzos por encontrar el equilibrio entre escaldarse la garganta y salir de allí lo antes posible. Yo no hacía más que sonreír todo el tiempo como un desequilibrado, salpimentando la estupidez con algún “lo pasamos bien la otra noche” esporádico más. Me lié un cigarro mientras ella asentía, intentaba sonreír a su vez e iba tragando el fuego del café como podía.

El tiempo hasta que consiguió acabar la taza de una vez fue confuso, y largo.

Tuve ganas de decirle que no tenía por qué acabarse el café, que ya estaba pagado, pero me daba la sensación de que eso iba a aumentar aún más el despropósito. Es normal que alguien se tragué un café hirviendo porque se encuentra incómodo y se quiere ir rápido, es imposible que tú no te des cuenta, pero no está bien poner ese conocimiento en una frase para soltarla acto seguido. Cosas. Supongo que antes de comprobar que los pendientes no eran suyos no tenía por qué preocuparse por la temperatura del café, porque la conversación iba a durar un rato, ahora sin embargo se estaría maldiciendo por no haber dicho, simplemente, “un café con la leche templada”. Me intriga la historia que cuentan los pequeños detalles, y su instinto innegable para la traición.

Fue como ver a alguien reventándose la cabeza contra un muro incapaz de darse cuenta de que la puerta está a medio metro a la derecha. Una imagen frustrante. No lo termines.

Al final terminó. Consiguió vaciarlo todo. Roja por el infierno recién creado en su estómago no me miró a los ojos mientras me decía que tenía prisa y que ya nos veríamos, un par de besos y se va, agitada. Agotador. La tensión. El esfuerzo, el momento incómodo. Un cansancio planetario. Anotación en la libreta con los ojos del corazón, intentando recifrar el enigma para sólo conseguir hacerlo aún más incomprensible.

Y al bajar los ojos hasta la barra del bar veo que se ha dejado los guantes. Sobrecogedor.

7.

¿Se los dejo al dueño del bar o me los llevo? Puesto a ser un dios esforzado, humilde, limpio y trabajador yo me los llevo. Escribo un mensaje de texto, pruebo varios, “tengo tus guantes, no han sufrido ningún daño, te los entregaré a cambio de un café, no avises a la policía, preséntate sola”, me parece de psicópata, “te has dejado los guantes en el bar, si quieres quedamos y te los doy”, tímido y tontorrón, suplicante, “vaya, el destino nos junta de nuevo, ¿tomamos un café con leche templada y te los devuelvo”, básicamente idiota, “te has dejado los guantes, ¿intentamos un café?”, es un comienzo. Deshecho algunos más y termino enviándole “te has dejado los guantes, ¿intentamos un café a ver si éste nos sale mejor?” que no es gran cosa, pero al menos es ecléctico y amalgama los errores de todos los demás. Si no puedes acertar apabulla.

Me responde “espérame ahí, que vuelvo”.

Y me pido otro café. Saco la libreta, repaso notas. No comprendo demasiado, pero es casi ya una rutina seguir intentándolo.

Sumariamente: ¡Hola de nuevo! (suyo, alegre) ¡Hola! (mío, confundido hasta desencajarme, ¿ahora alegre?), ¡qué cabeza tengo! Póngame uno con leche templada (suyo, alegre de nuevo, aún debía tener la lengua abrasada del anterior, yo hubiera pedido hielo) ¡Cuánto tiempo sin verte! (mío, intento de broma, fracaso, ridículo espantoso) Escucha… sé que antes no hemos empezado bien, pero es que al ver los pendientes… (suyo, ¿movimiento de apertura?) Ya, lo siento (mío, interrumpiendo, quiero coger esa apertura y afianzarla), no quiero que te hagas a la idea de que me acuesto con quien sea (mío, interrumpiendo otra vez), en realidad tenía tantas ganas de verte que le pedí a una compañera de piso que me dejara unos pendientes para poder volver a verte (interrumpiendo una vez más, con la mente del ganador porque la frase es demoledora por sincera, romántica y tierna).

Silencio. Mirada al suelo. Levanta la vista.

Sic: Antes creía que eras idiota por ser capaz de meterte en mis bragas pero no de fijarte en mis pendientes hasta el punto de distinguirlos de otros totalmente diferentes, pero al salir de aquí me pareció una estupidez y me arrepentí un poquito de haberme largado. Ahora sé que eres capaz de engañarme sin que te afecte para conseguir lo que quieres, de mentirme. ¿Tan difícil es decir “no, aquí no están tus pendientes, tengo ganas de verte otra vez”? Me largó de aquí, adiós. Por cierto, no me importa una mierda con quién te acuestes y mucho menos si lo haces a menudo o no, payaso (suya, mate pastor).

Caos, sin duda alguna. La precisión es demasiado escurridiza. Y jugar a dios no funciona correctamente.

apuntes sobre Demonología

Uno.

Hace una mañana fría de febrero. De ese frío que llama a tus huesos por su nombre, y sin contemplaciones encuentra los agujeros donde meterse para generar esa espeluznante sensación de hielo irradiando de dentro a fuera. Estoy a punto de coger el aerotrén y no llega. No llega porque aún le quedan cinco minutos, y aunque lo sé no dejo de mirar a mi izquierda esperando ver el morro, u oír el ligero zumbido eléctrico de sus motores cortando levemente el silencio del andén.

Me he levantado temprano, antes de que sonara el despertador, y he abierto las cortinas para ver cómo pintaba el día antes de meterme en la ducha y secarme con el trans, embarcado después en la rutina de las tostadas y la taza de té humeante mientras leía los periódicos de la mañana. Los periódicos, en cierto sentido, se han vuelto un poco aburridos con el tiempo. Lo que no sé es si ha sido con mi tiempo o con el tiempo en general.

El espejo me devuelve una imagen deformada de la fotografía mental que guardo de mí. Tengo setenta años, y se empieza a notar. Me he hecho una coleta de pelo blanco grisaceo, he contado los botes de gel del estante y le he dedicado unos minutos a Tobs, mi IA mascota cuyo software está arrasando ahora mismo. Me he aburrido enseguida. Se supone que estos engendros evolucionan con su dueño, y espero que esto sea falso o que el mío tenga algún defecto de programación, porque se ha convertido en un verdadero psicópata. Como Cato en La Pantera Rosa, siempre está maquinando sutiles formas de acabar con mi vida de forma virtual, inesperada y rápida. En cierto modo me da pena que nunca consiga nada. En cierto modo.

Al salir a la calle el aire me ha destrozado la garganta en jirones de carne tumefacta. Me he sentado en un banco para aclimatarme y paulatinamente mi recelosa traquea me ha devuelto mi normal respiración entrecortada y asmática, que siempre es bienvenida. Las calles estaban vacías excepto por los robots de limpieza que deambulaban recogiendo el kippel del día anterior, y es curioso ver calles vacías porque me hacen pensar en un mundo vacío, como si de algún modo fuera el último superviviente del planeta esperando morir para acabar con todo y temiendo morir por dejar a la humanidad tan desolada. Tan de recuerdo.

Claro que no es así, la gente está simplemente durmiendo. O duchándose, o delante del ordenador escrutando las cosas.

He tomado el ascensor para llegar al andén cinco minutos antes de la hora y he echado de menos los edificios que enrutan el aire y lo conducen a veces por caminos que no me encuentran a mí en su tránsito. Esos cinco minutos vacíos me han hecho recordar por qué estoy donde estoy y a donde voy, y eso me ha llevado a la Demonología. Inevitablemente.

Dos.

En cierto modo debía haber sido previsible. En cierto modo fue una suerte que nadie fuera capaz de preverlo, ni los más sesudos, encorbatados y neuróticos analistas económicos. Fue una suerte porque cuando alguien puso cierta aplastante intención en detenerlo, ya era demasiado tarde, se había traspasado el punto inercial de no retorno, sólo se podía dejar que las cosas siguieran su curso. Y bien que lo hicieron. Y ya no le pidieron permiso a nadie.

La gente terminó dándose cuenta de que las empresas, en realidad, no estaban aportando nada que no hubiera ya en el mundo y, sin embargo, se estaban quedando con prácticamente todo. Se dieron cuenta de que los sueldos les permitían vivir únicamente porque los mismos que les daban trabajo le ponían precio a las cosas, y sobre todo se dieron cuenta de que sin empresas y sin precios el resultado era el mismo para casi todos y radicalmente diferente para la minoría que estaba en la cima de la estafa piramidal del trabajo. Era una élite muy pequeña para imponer su opinión sin las argollas del dinero de por medio.

Y empezaron las revueltas.

Y todo el mundo dejó de pagar todo. Hipotecas, plazos, todo. No fue paulatino, fué casi instantaneo. En medio año el mundo entero estaba devolviendo todos los sus recibos. Y se desató la crisis.

Pero entonces la globalización se zampó a sus hijos como buen Crono y dió a luz a Zeus: la nueva globalización. Las empresas pasaron a ser patrimonio de la humanidad, o de todos, o algo parecido. Se instauró la renta básica, abocada al fracaso porque no puedes dar dinero si no lo recibes. Se agotaron las reservas. Se detuvo la renta básica porque era más de lo mismo: dinero. Y no hubo más.

En esos meses todo andaba raro, pero andaba. La gente empezó a acostumbrarse a comprar sin pagar nada. La gente empezó a acostumbrarse a trabajar sólo por hacer algo. No todos, claro, muchos no hicieron nada excepto besar sus hijos, tomar café, hacer deporte, hacer el amor con su pareja.

La utopía tomaba forma sólo porque nadie esperaba que durara. Todo el mundo pensó que era sólo un descanso en el ciclo normal de las cosas.

Pero no pasó. Se quedó.

Y la gente volvió a sus trabajos o a otros y empezó disfrutar de la actividad. Dejaron todos de trabajar y empezaron a hacer cosas.

Tres.

La pregunta era: ¿por qué vuelven? Era sencilla y nadie se complicó, la gente vuelve porque se aburre y porque al ser humano le gusta estar activo.

Pero en ese lapso sucedieron cosas, cuando dejas de contar con mano de obra barata y eres un ingeniero que no tiene las manos atadas la automatización empieza a ser tremendamente interesante. Se convierte en un problema a resolver: tenemos que producir esto para que la gente viva, y la gente no trabaja en ello. La respuesta es que las cosas se hagan solas.

La gente se planteaba qué era lo que quería en la vida y la respuesta siempre decía: lo que no has tenido hasta ahora. Eso no dura, pero es algo. De algún modo todos contribuyeron para que ninguno de sus vecinos tuviera problemas, estableciendo redes locales que resolvían. De algún modo todo se sostuvo.

Funcionó.

La humanidad entera estaba tan sorprendida que una especie de euforia sostenida reverberó por todas partes. La euforía se mantuvo hasta que los robots se hicieron cargo de las necesidades básicas. Ahí, en cierto modo, se detuvo. La euforía seguía en aquellos que tenían el recuerdo de los viejos tiempos y en los que no a partes iguales. Pero no en todos.

Cuatro.

Uno no controla a sus demonios. Los demonios te cogen por la espina dorsal y te atenazan. A veces mis pacientes se sorprenden cuando les digo que los demonios no son duros en las grandes ocasiones, pero es verdad. Lo más complicado es convivir con tu demonio en las pequeñas cosas del día a día. Lo más difícil es pedirle a tu demonio que te pase la leche, que se quede sentado, que haga la cama.

Cuando todo pasó y los robots se encargaron de lo sucio, de la labor y del trabajo, mucha gente empezó a volverse loca. Yo mismo hice un estudio en el que demostraba que el problema era el tránsito: no puedes pasar de una sociedad ocupada a una desocupada (en obligaciones) sin generar conflictos, sin que las personas reaccionen con una sensación de vacío. Teníamos que hacer una función de conductores del tránsito, revelándole nuestros pacientes que el hecho de no tener que ser productivos les facilitaba el poder ser productivos como quisieran.

Y funcionó… en gran medida.

Cinco.

El tren llega, con su zumbido y su morro. Espero pacientemente en el andén marcado con luces de entrada y las puertas me detectan y se abren. Dentro hace calor, un confortable calor que agradecen mis manos entumecidas aun dentro de los guantes. El roboasiento me recoge con cuidado y mi ordenador personal se conecta con el tren para informarme de los tiempos de destino, que son los habituales. En la compuerta B del reposabrazos escojo té y un vaso caliente sale del vano.

Y miro por la ventana.

Hubo un porcentaje de la población que jamás ha sabido reaccionar.

Sólo un porcentaje.

Cuando los demonios atenazan, es mejor quedarse quieto. Pero no es muy factible. Nadie puede quedarse quieto cuando te están aferrando la boca del estómago y todo te pide huír. Escapar. Salir lejos. Ir al primer bar y emborracharte con cualquiera que comparta barra y destrozarte entero en ello. Reventarte. Follar hasta hacerte daño con alguien al que ya le estás haciendo daño mientras te lo hace a ti mismo. Correr. Herirte. Herirte porque el vacío que son tus propios demonios hacen aún más daño si te quedas quieto.

Uno no puede sobrevivir a sus demonios: los demonios siempre viven más que tú. Puedes aprender a vivir con ellos, pedirles el pan tostado en el desayuno, que te pasen el gel en la ducha, pero siempre van a estar ahí.

Y el vacío es aún más gelido que esta mañana de sábado de febrero, ese vacío tiene ojos que no dejan de mirarte mientras te desvaneces en cualquier sustancia que te permita evadirte lo justo para escapar del momento. Ellos son los amos y tú eres una marioneta llena de hilos y llena de miedos y llena de ganas de escapar y correr y huír a alguna parte donde no estén ellos. Pero siempre están. Te ven llegar con una sonrisa en los labios. Te preguntan si el viaje ha ido bien. Y de nuevo el frío.

El terrible frío implosionando de dentro a fuera.

La Demonología es el estudio del vacío, de ese tipo de frío. De los demonios de cada uno cuando llegan a ese nivel.

Mis propios demonios me han enseñado mucho sobre este cero absoluto.

(El cero absoluto es el lugar en el que ninguna partícula tiene la suficiente energía para moverse, un lugar de máxima entropía, y del que seguro apetece huír antes de llegar).

Mis demonios son los que destrozan mi vida. Los que le quitan el sentido a todo. Los que me mueven, por supuesto, y los que hacen que cualquier movimiento carezca de sentido.

Pero estoy en este tren camino de la clínica de reconstrucción génica. Me van a dar algo parecido a la vida eterna, accidentes y suicidio aparte.

Todos los defectos debidos a la radiación o al envejecimiento van a ser subsanados. Volveré a tener la construcción original durante un tiempo.

Y todos mis demonios, los que me impelen a no estarme quieto y a destrozarme a mí mismo, van en este tren conmigo.

Nadie sobrevive a sus demonios.

Es un hecho. Puedes pedirles que no hagan mucho ruído, y ellos harán lo que les de la gana. Están ahí para eso. No sé en qué punto de mi evolución cultural se presentaron, pero lo hicieron para siempre.

Y aún así, escojo esto. Vivir para siempre.

Cuando el tren se detiene me pongo los guantes de nuevo y salgo por la puerta.

La vida eterna. Me coloco el gorro sabiendo que ellos están esperando dentro. Con su mejor sonrisa.

El sol aparece tímidamente entre dos nubes y mi piel se activa brevemente y me dice que siempre hay una palabra mejor que el silencio.

Y sólo entonces entro.