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welcome on board (parte I)

1.

Pasaron días y días. O meses. No sé si pasaron años. Después de todo yo no era más que un invitado y la vida no se concede el lujo de recordarte ciertas cosas convenientemente. El mundo sí lo hace, y sólo para eso inventó las estaciones, los solsticios y equinocios y esas cosas. Para que no te despistes y seas consciente de que está pasando algo: el tiempo. Pero no aquí. No aquí desde luego. En un mundo sin ventanas no hacen falta ni cortinas ni persianas. No son necesarias. Hay gente, de entre los de mi generación, que a veces se vuelve loca y cuelga un paño de la pared en cualquier parte a la vista. Supongo que para hacer todo un poco menos cruel. Pero no creo que les ayude en nada definitivamente. Es mejor deshacerte rápido de lo que ya no vas a tener jamás. Es lo más lógico, coherente y útil al final.

Lo demás son llamadas al pasado simplemente para que no se vaya del todo. Para que no lo haga definitivamente, que es lo que ya ha hecho lo quieras tú o no.

En la Unidad de Fibrilación nos ocupamos de los apagones, por supuesto. Todo el mundo pasa tarde o temprano por esa fase: se apaga. No tengo muy claro si es por la monotonía o por la tremenda estupidez de dar vueltas y vueltas sin sentirlo, pero se apagan. Y nosotros, que estamos monitorizando a todos, lo recibimos en los sensores y les aplicamos una pequeña descarga mental de reactivación. Algunos nos lo agradecen y otros nos odian, pero eso creo que se puede decir de casi todo en todas partes. Después siguen con su vida hasta el siguiente apagón.

Yo no he tenido ninguno todavía. No sé muy bien por qué, la verdad. No es demasiado estimulante tener delante un panel de lucecitas y hacer click con el ratón en una de ellas cuando se apaga. Hay días que no se apaga ninguna. Y semanas. A veces incluso meses. No es muy fácil estar aquí diez horas al día sin nada que hacer sin más que mirar luces persistentes que no tienen ganas de apagarse. Mirar a los compañeros. Un segundo. Después al panel de nuevo.

Al principio los paneles emitían un sonido cuando una luz se apagaba, pero pronto descubrieron que eso fomentaba que la gente no estuviera mirando. Que diera vueltas alrededor del puesto. Que saludase. Que conversase. No sé exactamente dónde estaba el problema, pero a alguien no le gustó en absoluto y retiraron las alarmas sonoras. Desde entonces miramos fijamente hacia delante todo el día.

2.

Cuando termina mi turno voy a mi cubículo y pongo a Mozart en el reproductor. No es algo que quiera hacer, pero todo el mundo está más tranquilo si saben que escuchas algo de clásica o yazz mientras disfrutas tus horas libres. Al fin y al cabo, Mozart es el que menos me molesta de todos de los que dispongo. Tenemos alcohol manufacturado químicamente de algo, que parece cerveza y huele a cerveza pero sabe a algo indefinible que uno quiere olvidar pronto. Afortunadamente según vas bebiendo cada vez es más y más fácil no percibir sabor alguno. El caso es que en algún estudio que nadie tiene a mano el hecho de escuchar algo de música clásica o yazz se interpretó como una buena señal, y desde entonces es casi obligado hacerlo. Eso es lo que quería decir con todo esto.

Aunque tú no oigas la música los de fuera sí lo hacen y se dicen: «eh, todo va bien con este tipo», y así nadie avisa a nadie y todo es más sencillo. Todo es mucho más sencillo que acudir a los cursos de rehabilitación de los que todo el mundo vuelve mucho más tranquilo y condenadamente sonado. No por exceso, por Dios, sino por defecto. La gente vuelve de allí reducida a la mitad. Mucho menos. Más tranquilos, menos de todo lo demás. Uno no puede tener un amigo rehab si no ha pasado por rehabilitación, no es capaz de soportarlo. Muñecos de trapo con gestos mecánicos. Ojos aún más vacíos que los de los demás. Los rehab, sin embargo, se llevan bien entre ellos. Hacen bien su trabajo. Tienen los hijos que deben cuando tienen que. Son tremendamente productivos, a efectos prácticos.

A veces me pregunto por qué no nos rehabilitan a todos de una vez y acaban con este extrañamiento. Y sé la respuesta, además. Sé muchas cosas que no debería saber, pero que sin embargo sé. Y eso es por la cuestión de la perspectiva. Yo, debido a todo lo que pasó en su momento, tengo una perspectiva muy amplia de la situación. Por eso nunca podré ser más que un invitado en un mundo sin ventanas.

Eso no ayuda demasiado, la verdad.

Los rehab no sólo parecen volverse mecánicos, sino que lo hacen. Es por eso por los que no pueden rehabilitarnos a todos. De cuando en cuando siempre sucede algo que requiere de un poco de creatividad, tomar datos y reconfigurarlos para componer un crisol nuevo. Eso no puede hacerlo un rehab. Se quedan bloqueados y empiezan a hacer movimientos compulsivos. Si el problema fuera (simplificando mucho) un botón que no funciona, el rehab seguiría allí accionando el botón esperando una jodida respuesta diferente, que todo vuelva a hacer lo que debe en el siguiente movimiento de encendido del botón. No le quitaría el sentido. No le parecería extraño. Simplemente seguiría apretando el botón hasta el fin de su turno y después se iría a su cubículo sin ningún testigo impreciso en el cerebro. Eso no es muy resolutivo, la verdad.

La música me mantiene lejos de las miradas curiosas de la mayoría, pero el nivel de consumo de alcóhol me pone en vigilancia de las miradas de esa minoría que sabe más y tiene mucha menos confianza. Hay grados de confianza en la misión, por supuesto, y como casi siempre son inversamente proporcionales al nivel de información poseído. Uno no puede saber mucho de esta locura y estar confiado. Uno, si está cuerdo y no es un rehab, no puede saber mucho de toda esta gran tontería y estar tranquilo en el sillón disfrutando del rato. Es imposible.

No puedo hacer mucho más con el tema del consumo de alcóhol, porque es lo que me mantiene cuerdo. Quizá es lo único que ha hecho que no me apague hasta ahora. Eso y la duda, por supuesto.

3.

Llaman a la puerta, así que abro. Es una rehab que me dice que le han informado de que estoy libre para sexo. Le digo que sí, que es cierto. Pasa y me da dos besos y me sonríe como un becerro que no tiene ni puta idea de dónde está el matadero más cercano, inocente y pura como un guijarro. Exactamente como un guijarro. Me pregunta si quiero empezar ya y cuando le respondo que sí empieza a desnudarse y se tiende en la cama boca arriba, aplicándose lubricante en los labios. Cuando termina me dice que está lista. Me tumbo encima y comienzo a bombear. Podría besarla si quisiera, o decirle cosas hermosas, pero todo ello sólo tendría alguna utilidad para mí si la tuviera, porque para ella sería igual que el sonido de un grifo abierto en medio del motor central: algo imperceptible.

No me emociona lo más mínimo follar en este momento ni de este modo, pero cuando alguien rechaza una cópula pasa automáticamente a nivel uno de vigilancia. Tengo que hacerlo. El problema es que ella tiene el lubricante y su cerebro lobotomizado, pero yo no tengo nada para ayudarme. Follar con un rehab es como la masturbación asistida. Un puto rollo. Podría pedirle lo que me viniera en gana y ella cumpliría con exactitud milimétrica, pero después de follar tiene que redactar un informe con pelos y señales. Y la creatividad está bien vista en un no rehabilitado, pero uno nunca sabe qué tipo de creatividad puede ser considerada una conducta remisible. Hay que tener cuidado, mucho cuidado con eso, así que lo mejor es pensar en glorias pasadas o en lo que sea hasta conseguir una correcta y bien formada eyaculación en su vagina. Como el proyecto manda y aprueba. Por eso no puedo emborracharme antes. Porque quizá la imaginación perdiese el control un momento y me convertiría en carne de prerehabilitación. Ese es el proceso de rehabilitación que sucede antes de un apagón definitivo, y no es tan infrecuente.

Cuando termino ella permanece acostada porque es parte del protocolo. No sé cuántos hijos tengo, cuántos de ellos están correteando por ahí. Sé que tengo algunos, porque si no fuera fértil no seguirían mandándome cópulas. No les gustan los actos vacíos, como a un filósofo irredento pero sin ser ni semejantemente lo mismo. Ella mira al techo y empieza a contarme cómo le ha ido el día. Pertenece a algún servicio de limpieza y me comenta los detalles de su tarea en la nave. En realidad no hace más que pensar en voz alta. Ni quiere mi opinión, ni le interesa. Es como un loro que a aprendido a decir «bastardo» y lo suelta cuando le llega. Como una grabación que se reproduce a intervalos irregulares en un cacharro roto.

4.

Cuando se va empiezo a darle duro a la nueva cerveza (se llama así, aunque sea un nombre idiota). Al igual que en todos los cubículos hay un mando junto al del agua, pones el vaso debajo y lo llenas. Y todos tan tranquilos. La gente se apaga en un momento dado, y eso es lo que nosotros intentamos paliar con descargas sinápticas. Y funciona un tiempo. Pero siempre llega el momento en el que deja de funcionar, y entonces envían al tipo a rehabilitación. Y el tipo deja de ser lo que era de algún modo radical y empieza a ser otra cosa.

A nadie le pilló preparado la revolución cultural. Mucho menos a los estados. Es un hecho. Nadie supo por dónde salir. Alguien en alguna parte decidió que al planeta Tierra le iría mucho mejor sin nosotros, y que si había que envenenar el medio para ello pues habría que hacerlo. Se lanzó un aviso y se supo que nos quedaban seis meses hasta el final de nuestra estancia allí. La nuestra y la de casi todas las especies, bajo la idea de que la Tierra sobreviviría pese a todo. Fue una época preciosa de vivir, porque se folló y se bebió y se gritó más que en toda nuestra historia. El ser humano sin mañana es una especie que tiende al hedonismo y al carpe diem que desprecia generalmente. Fue una época que yo no viví.

Se pusieron en órbita las partes que terminarían ensamblándose en esta nave, y se escogió a la gente que formaría parte de la tripulación. No sé qué criterios se siguieron, porque el caso es que no había tiempo para ningún criterio, pero los seleccionados nos acercamos a nuestra nueva casa sin ventanas y empezamos este viaje, que nos llevará a otra parte donde un mundo nuevo está listo para recibirnos. O todo lo listo que podemos percibir a través de años luz de reflejo. Quizá al llegar no existiera más que un agujero negro cerca. O ni siquiera nada.

Pero claro, eso no es más que el principio. Porque estaba esa espinosa cuestión de la distancia y la convivencia. Las generaciones que tendrían que sucederse unas a otras durante tanto tiempo que era imposible realizar predicciones. Una suerte de globo sonda, que es lo que envías sin importarte una mierda para conocer el estado de las cosas que no puedes ver desde donde te encuentras, se convirtió en la única solución viable.

Los gobiernos tomaron decisiones, la gente vivió como no había vivido nunca, y yo mientras tanto me pudría jodido en una prisión de máxima seguridad mientras mis últimos momentos (o los que yo pensaba que eran mis últimos momentos entonces) se reían de mí en el espejo, dejándome tanto tiempo para pensar que la duda se instaló cómodamente en el sofá de mi conciencia como un gato que, al caer la tarde, se sube al tejado y se lame las garras mientras el sol va desapareciendo en poniente.