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rescate

Cuando desperté ya no estaba. Era temprano. Tenía que haberse dado mucha prisa. En la bañera, dispersas, gotas perezosas de agua cayendo al fondo, hacia el desagüe. Prisa y calma a la vez. Ya se había ido, pero se había duchado antes. Eso denota… un cierto criterio, un mapa de la situación que ella está leyendo perfectamente y… yo, por supuesto, no.

Volví a la cama para ver si me quedaba algo que pensar con este cerebro tan embotado por la cerveza a lo largo, ancho y profundo de los años. Encendí el ventilador. Puse algún capítulo de una serie en el ordenador. Me estrujé. Nada. No había nada.

No sé qué pensar sobre esto.

Sobre la silla del ordenador vi algo rojo, que al acercarme resultó ser su cinta para el pelo. Bien hecho, silla, gracias por retenerlo.

Ahora tenemos un prisionero.

Podremos negociar un rescate.

la linterna: la vigilancia

Esto es la maldición del sentido común. Uno ve un cuadrado y dice “mira, un cuadrado”. Y resulta que las normas sociales, lo políticamente correcto, los sistemas educativos, las carreras profesionales, en definitiva la humanidad entera parece estar edificada sobre el pilar de que aquello es un círculo y te lo tienes que llevar rodando, calladito y sin rechistar, con iniciativa y motivación propia. Y como se te ocurra ni siquiera mencionar que aquello parece cuadrado, miles de años de moral se te echan encima con la fuerza del big bang. Eres un radical egoísta soberbio anarquista conflictivo que cree ver un cuadrado por motivos de inmadurez, cobardía, odio a la humanidad, envidia, resentimiento.

La gente es así. No puedo precisar con exactitud por qué, pero tengo mis teorías. Lo que tengo realmente claro es que tienes que empezar a asumirlo si quieres hacer algo de todo esto que te rodea. Puedes convertirte en un anacoreta, por supuesto, pero eso te hará prescindir de algunas buenas conversaciones y de algún que otro polvo excelente. No abundan, pero los hay. Te toca a ti decidir si quieres prescindir de eso o no. O si puedes.

Es como es, y negarlo no va a servirte de nada. Desde el cerebro más primordial hasta las circunvalaciones de la corteza exigen, de algún modo, que todo continúe en el mismo tonto punto. Todos se resecan para conseguir las mismas cosas que no saben si quieren pero que necesitan. Ya sé, ya sé que no tiene sentido, pero las quieren sin saber realmente si las necesitan. Es más, muchas veces directamente saben que no las necesitan en absoluto y, sin embargo, las siguen queriendo igual, del mismo pertinaz y recalcitrante modo. Y eso sería anecdótico, sería una absoluta nulidad, si no fuera por la linterna. ¿Qué coño me importa a mí que todo el mundo escoja el modo de vida que le salga de los cojones? Nada en absoluto. Por mí como si se encierran. Evidentemente, estoy a favor de las drogas, de la eutanasia y de todo aquello que cualquiera escoja sobre sí mismo. Tengo derecho a hacer conmigo lo que me plazca.

Y, atención al requiebro, los demás también tienen ese derecho sobre sí mismos.

(Me resulta curiosa esa tendencia de cierta ideología política que defiende que cada uno es libre de hacer lo que quiera, pero pone el freno en ciertos condicionantes religiosos y/o inveteradamente morales, como si uno fuera libre de conducir con una botella de vino metida en su sed pero no de coger su coche y estrellarse contra un pino voluntariamente; literalmente y al pelo, eso es comulgar con ruedas de molino).

El único problema es la linterna, definitivamente.

Y es que, cuando uno se aparta aunque sea moderadamente del camino, empieza a notar que le iluminan constantemente con una linterna, y que se convierte en una especie de deporte de sofá esperar a ver que algo te vaya mal. Evidentemente, algo siempre te va a ir mal, lo cual me gustaría reformular diciendo que alguna vez algo te va bien. Son contadas las ocasiones, pero a veces todo te va bien. Y esa gente que ha escogido y tomado sus decisiones sin tomarlas en absoluto necesitan verte caer.

Dependen de verte caer.

Están esperando verte caer.

Y sólo porque te has apartado un pelín del camino.

Sólo porque no has firmado los mismos contratos, porque no gustas de las mismas argollas (arcaico que es uno al escribir, de cuando en cuando, qué le voy a hacer).

Y no se dan cuenta de que todo requiere tomar una decisión, todo absolutamente, meterse en un cuarto a tomar cerveza esperando que pase algo requiere tomar una decisión. Requiere un esfuerzo. Requiere dejar cosas de lado. Requiere reventarte la cabeza contra tu propia incomprensión, requiere un ejercicio de libertad cifrado en encontrarle un lugar a tu felicidad personal, ¡que sólo tú decides dónde está, por muy ridículo o valiente que les pueda parecer a los demás! Requiere mirarse un momento…

Mirarse un momento.

Y preguntarse, ¿ahora qué coño quiero hacer?

Llegar a una conclusión.

Y hacerlo.

Si tú estás feliz dentro de tus propias decisiones no deseas que a los que han tomado decisiones distintas la vida les reviente el recto, no estás deseando que la vida les destroce para reafirmar tu decisión de suicidarte voluntariamente eludiendo lo que realmente quieres.

Ese es el juego de la linterna. Yo lo llamo la vigilancia, y a encontrarse en esa situación estar en estado de vigilancia, y a vigilar ejercer la vigilancia, y a los que lo hacen los vigías. Un deporte de sofá. Una implicación a distancia.

O estoy muy equivocado o todos, realmente todos, sabéis de qué cojones estoy hablando.

En realidad no importa qué es lo que quieras. Importa que te pongas en camino para ello. Importa que lo asumas y empieces. Importa que te busques y, aunque no te encuentres, te mires. Echarte un vistazo, colega. ¿Te has tomado alguna cerveza contigo mismo últimamente? Pues siempre es recomendable. Hazlo. Sorprendentemente te dices cosas que no les dices a los demás.

Hay cierta gente que ha tomado decisiones motivados por motivos externos a sí mismos (joer, qué blandito soy cuando quiero). Y que para sentirse menos tontos necesitan que todo aquel que no haya hecho lo mismo se estrelle contra un muro ineludible. No se sienten tontos por haber tomado malas decisiones, se sienten tontos por haber tomado la única decisión de dejarse llevar.

No, no, no. Por ahí no. Por ahí no se llega a ninguna parte.

San Agustín dijo, hablando evidentemente (o no) de otras cosas: ama, y haz lo que quieras.

Ámate. Y haz lo que quieras. No me vengas con milongas ni con jodiendas, no es tan complicado. Échate un vistazo, ten una charla contigo mismo. Date un abrazo, que nunca está de más. Compréndete un rato.

Ten el valor de escucharte.

Y haz lo que quieras.

… termina en lunes

Pero, ¿qué era justo? ¿Ha habido alguna vez un instante de justicia para los pobres? Toda esa mierda sobre la democracia y las oportunidades con la que los alimentaban era sólo para evitar que quemaran los palacios. Claro, de vez en cuando había un tipo que salía del vertedero y lo conseguía. Pero por cada uno que lo conseguía había cientos de miles enterrados en los barrios bajos o en la cárcel o en el manicomio o suicidados o drogados o borrachos. Y muchos más trabajando por un sueldo de miseria, desperdiciando sus vidas por la mera subsistencia.

La esclavitud no ha sido abolida, solamente se ha expandido para incluir a nueve décimas partes de la población. En todas partes. Santa Mierda.

Bukowsky. Acción. Hijo de Satanas.

1.

Reclamar cuando pierden tus maletas en el aeropuerto, poner la mesa cuando comes en casa de tus padres, tirar la basura antes de que empiece a apestarte el piso entero, firmar cuando pagas con la tarjeta, fichar al llegar al curro, salir con Cristina los viernes.

Esas son cosas que tienes que hacer a menos que tengas asumidas las consecuencias de antemano y decidas jugar a negro o rojo, sabiendo que siempre sale negro. Esa es la única consecuencia siempre.

Quedar aquí, directamente en el bar, y para cuando ella llegue tener un par de litros preparados, nada serio, sólo para ir calentando. Nada verdaderamente profesional. Saludarla con un beso en la boca de un par de segundos y sin lengua, con carne queda mal y precipitado. Tener dispuesto el resorte de una gran sonrisa al retirar tu cara y acto seguido un “qué ganas tenía de verte” lo suficientemente sincero como para que cuele, para que no levante sospechas, para que suene medianamente creíble. Preparar el escenario, claro.

Todo esto es opcional. Nada te obliga a hacerlo si quieres quedarte con el negro.

Pero a nadie le amarga un dulce.

A mí tampoco.

Al menos hoy no.

Seguirle la conversación, aparentar interés. Tirar de memoria para hacer preguntas oportunas y que parezca que el hilo de su maldita vida es el eje sobre el que gira la tuya. Ir presentándole los litros, pedir algunos chupitos. Entremezclados con la conversación, claro, como si fuera casual. Como si los vasos aparecieran por arte de magia y no porque tú lo mandas. Pero mandas. Tienes que mantener el objetivo entre sus ojos porque te va la vida en ello. Si en algún momento te notas flaquear, mírale las tetas con disimulo. Bendita hinchazón. Bendita piel suave rematada brutalmente en pezones duros como nueces. Cuando vaya al baño mírale el culo. Piensa en el momento en el que la mirarás a ella desde ahí. Si eso no te vuelve rematadamente loco y no te hace focalizar el meollo del asunto, finge que te duele algo, despídete amablemente y lárgate. Si no te sientes como una bestia es que hoy no es el día. Es que no te interesa follar lo suficiente como para aguantar toda la maldita mierda que viene antes. Si sientes que el calzoncillo está jodiendote la polla, estás en el camino correcto, justo en el lugar donde tienes que estar.

Cuando vuelva del baño acompaña un nuevo beso con un par de chupitos más. Ella sigue hablando pero cada vez más confusa. Sus gestos se ralentizan. Meterse un mechón detrás de la oreja le lleva medio minuto. Empieza la fase interesante.

Háblale de algunas canciones que le gustan. Pide que te pongan una en el garito. Cántala con ella. Agárrala del culo mientras los dos berreáis y mete la lengua hasta donde te apetezca. Si te apetece. Bota, bota con ella. Fúndete con ella. Antes de que esté completamente noqueada sácala del bar y llévala a su casa.

Y fóllatela como quieras.

Después, cuando se duerma, si no se ha dormido antes, saca la carta que llevas en el bolsillo de la chaqueta y déjasela en la mesilla. Arranca una hoja de su libreta para el poema de la semana que viene. Los poemas también son el escenario.

Vete a casa esquivando los coches.

Cambia de idea y vuelve al garito. Encuéntrate con unos colegas que hace mucho que no ves.

Emborráchate. Aleja el mundo de tu cabeza.

El mundo volverá mañana y es inevitable. Pero hoy se mantendrá lejos porque sabe lo que le conviene.

No recordarás cómo llegaste a casa.

No recordarás cómo abriste la puerta.

No recordarás cómo te metiste en la cama.

Y, al fin y al cabo, no importará una mierda.

2.

Los sábados por la mañana son el momento del reencuentro. El momento en el que el mundo quiere entrar de nuevo en tu cabeza y lo hace haciendo mucho ruido, metiendo caña, dándole duro. Te levantas mareado y echas una buena ración de tierra humeante en la taza, haces un buen trabajo. Te esfuerzas, gimes, echas todo fuera, tiras de la cadena. Evitas mirarte en el espejo porque el tipo que está al otro lado está completamente desvencijado. Te quitas la ropa de anoche, la metes a la lavadora y te metes en la ducha, haciendo que el agua hierva. Frotas bien. Te la cascas acuclillado. Te secas a medias y te pones una camiseta y unos calzoncillos. Buscas un vaso que no esté demasiado sucio y viertes la leche que te tomas de un trago, junto con un ibuprofeno. Coges la bici y te vas a exudar el alcohol sobrante y la rabia que aún queda. Pedaleas. Pedaleas como si pudieras dejar cosas atrás. Pedaleas como si te siguiera una legión de nazis. Pedaleas como si quisieras llegar a alguna parte. Las calles se convierten en un túnel. Pedaleas como si pedalear tuviera sentido, como si algo tuviera sentido. Como si pedaleando pudieras darle a todo por culo. Pedaleas porque le estás dando a todo por culo. Le das a todo por culo y te vas calmando.

Al final te paras.

Escupes.

Hueles la camiseta y apesta a toda cerveza que has sudado.

Tu cabeza te va a estallar, lo presientes.

Vuelves a casa y limpias y ordenas como si fueras el tipo más normal del mundo.

Dejas todo bien arregladito una semana más.

Abres un libro y una cerveza al mismo tiempo. El libro no te interesa lo más mínimo.

Comes.

Te echas la siesta.

Rechazas un par de llamadas de Cristina.

Se va haciendo de noche.

Vuelves a abrir el libro, que te sigue diciendo lo mismo, pero aún más bajito.

La noche cae.

Empieza la locura.

Das vueltas por el salón, como un animal enjaulado.

No sabes dónde quemar tanta energía.

Enciendes un cigarro.

Coges las llaves.

Sales por la puerta.

3.

Domingo es sinónimo de angustia. Se ha terminado todo. Ya no hay nada que hacer. Anoche estabas en la cresta de la ola bajándote los pantalones en el garito y pidiendo guerra. Pero eso ya ha desaparecido. Hoy es hoy. Domingo. Coges la bici, pero ya sin fuerza.

Vuelves a casa y buscas algo que ver. Ves algunos capítulos de algo que no te interesa. Miras al techo. Comes algo. Te pones nervioso. Te levantas, te sientas, enciendes un cigarro. Se te pasa por la cabeza llamar a Cristina, pero sabes que eso no funciona. Al menos sabes que nunca ha funcionado. Reclamar cuando pierden tus maletas en el aeropuerto, poner la mesa cuando comes en casa de tus padres, tirar la basura antes de que empiece a apestarte el piso entero, firmar cuando pagas con la tarjeta, fichar al llegar al curro, no llamar a Cristina los domingos.

Esas son cosas que tienes que hacer a menos que tengas asumidas las consecuencias de antemano y decidas jugar a negro o rojo, sabiendo que siempre sale negro. Esa es la única consecuencia siempre.

Pasa el mediodía. Tomas un café.

Enciendes la tele.

La apagas.

Coges el libro.

Lo dejas a un lado.

Bebes agua.

Estas no deberían ser preocupaciones de un adulto.

Pasan las cinco de la tarde.

La situación comienza a ser desesperada.

El tiempo pasa.

Sales. Una vuelta a la manzana con un cigarro.

Entras.

Escribes el poema para Cristina.

Deshojar tu cintura, moldear tu torso con mis manos, encontrar la lucidez de tu mirada, admirar el viento que pasa entre tu pelo y hacer de él mi respiración, mi risa, mi aliento, mi voz, mi único pensamiento.

O alguna chorrada semejante.

Has terminado pronto.

No son ni las ocho.

Ves un telediario.

Vas entrando en la rueca temporal.

Cuando te metes en la cama, ya tienes cabeza de curro.

4.

El despertador nunca te coge prevenido. Siempre suena antes de tiempo. Siempre jode. Siempre te recuerda que tienes que hacer algo que no te importa y te quita la vida y te paga el techo. Buscas una taza medianamente limpia y viertes la leche que tragas. Cagas, te duchas, te vistes, te largas por la puerta.

Coges el coche, pones música. Aceleras.

Llegas tarde.

Un montón de simios hacen sus cositas, se sonríen unos a otros, se cuentan sus fines de semana de mierda mientras toman café. Se dan palmaditas en la espalda. Parecen felices, los cabrones, y parecen encontrar divertido que su vida sea una pasa reseca y vacía. El día que a todo el mundo le dé por desayunar plátanos será el más feliz de tu vida. Todo encajará más y mejor. Los simios han aprendido a ignorarte porque saben que no se te da bien hablar de estupideces. De cuánto tiempo estuvieron limpiando el coche, o de cuántas películas oligofrénicas han visto, de cuántos polvos no han echado a sus mujeres o de cuántas veces sus hijos les tomaron por idiotas.

Los críos son los únicos seres vivos que quedan. Son los únicos que hacen lo que quieren cuando quieren. En una sociedad de padres fofos mentalmente los niños hacen lo que les viene en gana. Se les va metiendo en vereda con el colegio y sus horarios. Se les regala el primer despertador. Se les va concienciando de qué es lo que pueden esperar de la vida. Pero mientras tanto ignoran a sus padres y hacen lo que les sale de los cojones, lo que les va apeteciendo. Son libres como mosquitos en un campo de fútbol. Van de aquí para allá y viven.

Los padres hace años que no saben lo que es eso.

Han aprendido a amar el despertador.

Les encanta que les digan lo que tienen que hacer.

Tienen el cerebro tan apolillado que si tuvieran que tomar alguna verdadera decisión estallarían.

Están completamente arruinados. Muertos vivientes. Menos que nada.

Les veo ir y venir y cumplir con su trabajo como partes móviles de un robot.

Han perdido la habilidad de pensar.

Sólo saben ser idiotas.

Y sonríen.

Lo más patético es que sonríen.

Se juntan alrededor de un menú al mediodía y siguen hablando de estupideces.

El otro día un tipo estuvo hablando durante una hora entera de todos los modelos de segadoras de césped del mercado. De los pros y contras. De las ventajas de cada una de ellas. De lo que se puede esperar. De las garantías. De cómo funcionan. De los diferentes tipos de alimentación. Del cubicaje de la cesta.

Tiene diez metros cuadrados de jardín. Lo sé porque estuve bebiendo gratis en una barbacoa en su casa.

Al final se compró la que recomendaban en una revista.

No podía ser de otro modo.

Nos trajo hasta fotos, él con su segadora en plena acción en su mini-jardín.

El tipo parecía feliz.

Estuvo hablando de segar el césped dos semanas.

Es todo lo que le queda.

Estas no deberían ser preocupaciones de un adulto.

Después nunca más se supo de la segadora.

Supongo que está tirada en el garaje.

Y su mujer le tiene que joder durante horas para que él ponga la máquina en marcha y corte el césped.

Esos diez metros cuadrados.

Justo dos semanas después de comprar la segadora encontró otra preocupación más acuciante.

El coche ideal para su vida.

Vive a cinco minutos andando del trabajo.

Se compró el que recomendaban en otra revista.

Un cochazo que se le olvidó más o menos otras dos semanas después, o quizá más tarde, no me preguntes por qué otra mierda.

A la hora de pagar, sin importar lo que escoja del menú, siempre me siento estafado.