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renegado del plástico

“Yo sé, y confío en el Señor Jesús, que nada es inmundo en sí mismo; más para el que piensa que algo es inmundo, para él lo es.”
Epístola del Apostol San Pablo a los romanos, XIV, I4.

Mordisqueando una brizna de hierba.

Hace un poco de viento mientras escupes hacia atrás y el viento te devuelve la mixtura de saliva gelatinosa en medio de la nariz. Te ríes. Te estás riendo. Estás levemente comprendiendo por un momento que reírse es el recurso más eficaz contra la rabia, el dolor, el orgánico olor a muerte de unos días que degluten las horas como si no fuera a haber otras jamás, para no acordarse luego de ellas en un sacrificio absurdo que convierte todo en nada.

En el centro de la nada más absoluta cierras los ojos mientras una lágrima idiota se licúa en el páramo de tu mejilla sin querer significar, sin tener nada que decir, sin dejar residuo alguno ni en la piel ni en la conciencia ni en la memoria ni en la mini historia de la vida que cuentas y te cuentas para centrar la comedia de la existencia. De la tuya. De aquello en lo que se ha convertido la tuya.

Tiras la brizna mordida y coges otra.

En el horizonte un perro corre entre la hierba y da saltitos de agujero en agujero, buscando conejos, o liebres o perdices, o cualquier cosa que se mueva.

Una vida sin residuos no es nada. Porque las cosas si no permanecen de algún modo es como si no hubieran existido nunca, carne de olvido. Y las cosas lo son un breve periodo de su tiempo: el resto son, de uno u otro modo, residuos. Restos.

Por eso detestas los guantes de plástico que te aíslan de los platos que friegas. Detestas la envoltura de plástico del sandwich que contiene el olor. Detestas los sistemas y los centros de reciclaje, la separación de basura, los plásticos al pintar que defienden al suelo de su propia historia, los guantes de látex de los médicos y todo su andamiaje de aislamiento en general, detestas ver el sol a través del cristal de la ventana y ducharte con desagüe, las velas anti-tabaco, las flores en los funerales, los ambientadores en el baño, las reglas de cortesía en las conversaciones y esas mañanas de domingo narcotizado por la Fórmula 1 y las tardes de viernes de cena y vuelta a casa. Detestas perder el olfato al fumar porque todo se vuelve de plástico. Residuo reciclado antes de tiempo, antes de llegar a ser residuo de nada.

Plástico, plástico, plástico.

Te sientes un hijo del plástico, y no hay cosa alguna que puedas llegar a odiar más.

El perro se acerca con curiosidad. No ladra. Tiene ojos acuosos que te miran con las orejas gachas. Acerca la nariz porque quiere olerte. Comprenderte. Configurar un símbolo de ti para engarzarte en su esquema mental. En un gesto mecánico le acaricias la cabeza, que es blanda y caliente y esta llena de pelos. El perro cierra los ojos y se deja llevar. Y tú también, y sigues acariciándole mientras topas con un bulto. Una garrapata. Bastante hinchada. No sabes si dejarla ahí o quitársela. No sabes qué es mejor, qué tiene más sentido. Esa especie de cangrejo pequeño y rechoncho que le está chupando la sangre. La arrancas.

Y una parte se queda en el animal, hundida en su piel.

Y tú tienes en tu mano un saco hinchado de sangre que se vacía.

Y ahora sí que no sabes qué hacer.

El perro ha dado un respingo, notando algo raro, y se aleja buscando más agujeros que rastrear.

Tú tienes ese saco molesto entre tus dedos. Lo tiras lejos.

El momento ha pasado.

Tiras la brizna, ya mordida, y coges otra.

Quizá los huevos de la garrapata estén bajando por tu esófago, camino al estomago. «Buena suerte, amigos, no es un lugar muy agradable por lo que yo sé». Te levantas y sigues el camino con la idea de ir al bar a darles una generosa ración de cerveza para el largo viaje a tus intestinos. Y lo que les sobre… pues para ti.

Es lo más que un hijo renegado del plástico puede hacer.

Quizá para San Pablo o para Jesús no había cosas inmundas, pero para sus acólitos sí que ciertamente las hay, y para casi todos los demás. Todos los sistemas morales que han existido alguna vez han programado sus concepciones binarias del mundo con ello: lo inmundo y lo que no lo es. Y es este maniqueísmo disfrazado de razón y cordura o de fé y enseñanzas el que configura el sistema de lo que es un residuo y debe ser reciclado y lo que no lo es y tiene permitida su breve existencia en calma.

Y tú estás pensando en San Pablo, nada menos, mientras bajas al bar con la garganta seca y el ánimo repentinamente despierto. Te preguntas si San Pablo se iba de putas, o si le gustaba follar, o si perdería la consciencia por una buena jarra de vino sin preguntas añadidas. Si después, borracho, se tiraría en medio de la calle a hablar del mundo y sus ficciones. Te preguntas si San Pablo se despertaría alguna vez en cama ajena con un tremendo dolor de cabeza e iría corriendo al huerto a soltar una cagada líquida de brea sobre la tierra roturada y fértil. Si después volvería y se disculparía por tener que irse tan temprano y saldría por la puerta con la cabeza doliente y el corazón lleno de vida por haberse follado a ese pedazo de tía borracho y pletórico. O si San Pablo engordó, perdió los dientes, se quedó calvo, o tuvo gota.

O si, y ahí el caso al que vas, pensaría que ese resto de mierda fluida en el huerto era un deshecho reciclable o simplemente otro modo en el que la naturaleza se expresa y sucede.

Porque el tipo dijo que no hay nada inmundo, más que aquello que alguien quiere ver como tal y sólo para él mismo.

Son cosas que te rondan la cabeza.

Porque recuerdas que tu madre te contó no hace mucho que cuando era niña sus hermanos dormían en otra casa todos juntos y se iban temprano a trabajar la tierra, y ella hacía las camas que más que seguramente apestaban a sudor y semen y mierda y orín, aunque ella te decía que entonces nada apestaba en absoluto, que era un olor como otro cualquiera el que se repartía en esas cuatro paredes, y de eso hace poco más de cuarenta años. Y te preguntas qué sentirías tú, como hijo del plástico renegado, pero hijo del plástico al fin y al cabo, si pudieras volver allí y entrar por la puerta mientras que tu madre niña hacía las camas.

Seguramente vomitarías. Un adolescente que trabaja dieciséis horas al día y después eyacula con el culo mal lavado sobre las sábanas deja un olor que en tus constructos mentales ya ha sido racionalizado como asqueroso. Reniegas de eso.

Eres un renegado.

Pero seguramente vomitarías pese a tus principios.

El camino no es corto ni largo hasta el bar, pero vas pensando en San Pablo y en eso. Y en el reciclaje, y en la separación de basuras. Y en la vida maniquea del esconder el olor como camino a una realidad sin puntos negros. Y en el perro. Y en la garrapata. Y en los huevos que van camino abajo hacia tu estómago. Y en las cervezas que te vas a tomar ahora. Y en cómo te gustaría salir de esta cristalización que te define y te ata y te subyuga al plástico. Y en la sociedad que está construyendo un mundo sin olor, sin sabor, sin tacto, sin ruidos, sin imágenes desagradables porque todos ellos son carne de reciclaje y, por ello, del olvido, cosas a manipular sólo con guantes de plástico. Una sociedad maniquea que puede decidir y decide lo que es y lo que debe ser renovado (asesinado, te dices, asesinado una y otra vez).

Y te preguntas si serás capaz de empezar este sendero que circula detrás del tapiz de la cultura, convenientemente esquinado. Te preguntas si tendrás los huevos para eso. Si podrás meter los ojos, la nariz, los oídos, las manos y la boca en eso. Si podrás sumergirte entero en la mierda, en lo que una sociedad que es la tuya tamiza de ese modo, si serás capaz de esquilmar las concepciones heredadas hasta tal punto.

No sabes si tienes tantos huevos. No sabes si estás lo suficientemente cuerdo para ello. No sabes si es un camino que merezcas recorrer. Pero el camino físico ha terminado, y estás en la puerta del bar. Y entras, y pides una cerveza, y te dejas llevar como un perro hasta la borrachera absoluta, y emprendes este camino de tu propio olvido intentando recordar el otro, el perdido, el esquinado bajo el tapiz de la cultura, el odiado, el reciclado. Y te deshaces en las tensiones entre tu concepto y el concepto esculpido en las circunvalaciones de tu cerebro.

Y entonces descubres que pese a detestar a la iglesia católica del Papa al último monaguillo, adoras a San Pablo cuando tuvo los santos cojones de decir que no hay nada inmundo excepto lo que lo es para alguien, y sólo para él.

Porque eres un hijo del plástico, renegado pero hijo del plástico al fin y al cabo, y aunque no puedas traspasar el umbral del que es tu cercado sí eres capaz, para mayor dolor y sin embargo, de ver a los que están al otro lado.

Y de pedirles que te esperen, por favor, un rato. Que lo estás intentando.

(Despiertas en medio del campo con un gran dolor de cabeza y cagas allí mismo y vas a casa, y te das una ducha con desagüe porque no las hacen de otro modo y te vas al trabajo, donde eres tan productivo como puedes, tan idiota como debes y tan sufrido como el color de las cortinas que escoges en Ikea regularmente).

de forma regular

“Nadie se entiende, ¿sabes?, nadie se comprende. Todos se miran desde sus propias vejigas humeantes y lloran de pena o se abrazan con pereza, todos golpeando la mesa desde el filo de sus inexactitudes pretendiendo sermonear algo grandioso y grandilocuente cuando no son más que babuínos empeñados en el ejercicio de seguir sentados, pese a todo y a todos seguir sentados en su propia mierda, abrazándola con cuidado como si fuera todo, como si fuera lo único, como si fuera el todo de lo único relevante.”

Habíamos estado en el cine viendo cualquier absurdo. Ellos habían dejado a sus hijos con alguien y venían a disfrutar de un rato de libertad o algo parecido, a vivir un momento intenso y grande. Ese tipo de estupideces existen siempre y en cualquier sitio. Parece que a la vida haya que forzarla para que sea vida, aunque la vida nunca deja de serlo. Otra cosa es que la perdamos de vista. Ellas se habían ido después de la película a mirar algo de ropa y Eduardo y yo nos pedimos unas cervezas y nos sentamos un rato en una terraza soleada de media tarde.

“Y no se dan cuenta de que esa mierda, esa mierda suya, les aniquila, les deglute, les envenena y les paraliza. ¡Joder, están tan llenos de su mierda que no hay forma de hacerles comprender que hay mucho detrás, después, antes y por todas partes! ¡Están tan enfermos de sí mismos que dudo que a estas alturas alguien pueda encontrar un remedio para devolverles al ciclo temporal!”

Está cabreado, no tengo muy claro contra quién dispara, pero está cabreado. Y así podemos seguir toda la tarde, hasta que vengan ellas. Después se tranquilizará y hablará de biberones con la mayor normalidad del mundo. Con soltura. Sin esfuerzo aparente. Se volverá otro. Sin grandes despliegues. Sin forzar el movimiento de tropas. Y a mí me seduce esa facilidad, ese trasunto de volverse otro de un momento para el siguiente. No es difícil embaucarme: dame un pequeño tirón y me tendrás contigo para siempre. En su trabajo seguramente tenga ideas bien informadas sobre política, economía, actualidad, tecnología… sobre cualquier cosa. Es una persona creativa. Hace un uso sorprendentemente creativo de la información de la que dispone.

“Y desde ahí mismo, siempre en movimiento dentro del estancamiento, las manos se entrecruzan en un apretón que no existe, ¡porque las manos están a kilómetros de distancia! ¡Es verdad! ¡Las manos no se han encontrado, son las cabezas las que presuponen que están compartiendo un mismo espacio! ¿Qué conversación es posible así, dime, qué conversación? ¿Es posible que alguien hable de algo? ¿Es posible que alguien entienda algo del otro, que mastique algo de otro, que meta la nariz en la axila del otro para poder llegar solamente a olerle?”

Y no sé qué responderle, por supuesto. Primero porque en realidad no me está hablando a mí, y segundo porque hace tiempo dejé de visitar ciertas habitaciones. Habitaciones que son como plantas carnívoras y, si no te andas con mucho cuidado, se cierran sobre ti y te atrapan para siempre mientras te digieren obsesionándote. Te inoculan sus jugos gástricos y te van asimilando transformándote en la pulpa del trauma en el que te vas convirtiendo. El trauma indistinto que se adueña de ti, como de todo. El trauma sólo tiene una esencia, pero muchas formas. Y al fin y al cabo lo más importante es vivir, y parte de ese proceso consiste en no pisar minas, en esquivar trampas, en no caer en las redes. En no entrar en ciertas habitaciones.

“Son los desconfiados, los putos desconfiados de los que más hay que temer. Esos que quieren convencerte, esos que te exigen pruebas de tus convencimientos, esos que discuten hasta quedarse afónicos, esos que jamás ceden un paso, esos que asquerosos llaman a tu puerta e intentan asediarte con la verdad que existe en sus pensamientos. Esa verdad, esa única verdad que les ha llegado de otros y ellos han metabolizado hasta hacerla indistinguible de sí mismos. Se han convertido en la verdad y la verdad en ellos, ¡porque la verdad sólo vive gracias a que ellos la reproducen como un gen traidor y vicioso que se multiplica! ¡La única verdad es que no hay verdad alguna! ¡Y ni eso es verdad! ¡La única verdad es inalcanzable, y por tanto no existe a efectos prácticos!”

La verdad es una puta palabra. Una puta, al fin y al cabo. Habitaciones. Veo mis pasos caminar en esta niebla. Entretenimientos de tarde con cerveza. Me aburro. Como una mona. He estado aquí antes, ya conozco este lugar. Esto ya lo toqué ayer. Y no tengo muchas opciones, callarme y dejar que pase el chaparrón, darle la razón y proseguir la conversación mediante la masturbación mutua, llevarle la contraria y entrar en un bucle estéril, pegarle fuerte con el vaso hasta que pierda el conocimiento, o cambiar de tema. O resumir.

Y digo.

“Solipsismo, es la teoría que buscas. Más o menos es: si algo existe, no se puede percibir, si se puede percibir no se puede comprender, si se puede comprender no se puede transmitir. Mezclado con un poquito de Pirrón, por supuesto, porque al fin y al cabo el solipsismo es una forma de escepticismo, o escepticismo depurado, o escepticismo actualizado, o el escepticismo moderno. Se dibuja una dicotomía entre el yo y el mundo, intuida en que sólo tengo los sentidos para conocer de forma inmediata lo que me rodea, pero los sentidos ya son un medio en sí mismos. Uno, no sé si algo existe porque lo único que me habla de ello son mis sentidos, que son míos, no el mundo en sentido estricto. Por tanto lo único que yo sé es que hay algo excitando mis sentidos, pero no sé si es el mundo o algo empecinado en excitar mis sentidos. O mis sentidos excitándose solos. Dos, si asumo que el mundo existe porque me da por ahí, al fin y al cabo lo que sé de el es que puedo verlo, oírlo, tocarlo, saborearlo y olerlo, reconocer imágenes, sonidos, texturas, sabores y olores. Pero yo no sé si el mundo se agota ahí, si eso es todo lo que es el mundo. ¿ Y cómo puedo pretender conocer algo a lo que sólo accedo de forma parcial? Tres, si presupongo que eso es todo lo que es el mundo y que lo he comprendido, cuando intento explicártelo me vuelvo a encontrar de lleno con la aporía de que tú eres parte del mundo, y por tanto de nuevo mis sentidos y los tuyos median en la interpretación y es imposible, por definición, que lo que yo sé se traslade a ti de forma exhaustiva. La gente se aferra a su propia mierda porque es lo único que realmente tiene. Y no ve más allá porque no puede. Pero la gente necesita la verdad tanto o más que la verdad necesita la gente para existir. Todo el mundo vagabundea hasta encontrar su sitio porque quieren tener una vida con sentido. Cualquiera, el que sea, Roma si fuiste romano, el Real Madrid si te gusta el fútbol y ese equipo, la reencarnación si tu ego te mola, la salvación mediante el Dios de turno si el sentido lo estableces en vivir para siempre de algún modo. O escribir una novela, o componer algo que cambie el mundo. La gente se aferra al sentido con los dientes porque el sentido justifica sus vidas, y contra eso no se puede argumentar ni discutir ni razonar (y eso en el caso dudoso de que sea factible realmente argumentar, discutir o razonar). Una vida sin sentido es una mierda pura, porque te aseguro que es un agujero tan frío que no hay forma de encender una fogata ahí dentro, de entrar en calor, de ponderar nada, no es un sitio al que puedas ir en vacaciones para luego volver a tu vida cotidiana, te aseguro que te destroza entero y te da la vuelta y te llena y te vacía hasta defenestrarte y convertirte en una masa babosa que repta por el suelo pidiendo una muerte rápida e indolora. Y lo del dolor da igual. Y lo de rápida también. Una muerte, la que sea, te bastará. No quieres entrar ahí, así que deja de hacer el imbécil.”

Me tiende un cigarro, con una sonrisa en la boca. Pide más cerveza.

Está poniendo la mesa.

Sacando el mantel, no sé si me explico, colocando los cubiertos, los vasos, los platos.

“La vida no tiene sentido…”, me dice, “universal. No es unívoca. Pero todos esos sentidos son válidos, mientras no los lleves al extremo, mientras puedas ponerlos en duda constantemente y repensarlos con cada nueva información que tengas”.

Entro en el juego. Le ayudo a poner la mesa. Le doy una calada al cigarro que hace temblar a una mariposa en Pekín.

“Arte figurativo”, contesto.

“Puede”.

“Simplemente arte figurativo”.

“Eres un enfermo, has pasado el punto y no sabes volver a casa”.

“No tengo casa a la que volver”.

“Por eso mismo”.

Sonríe de nuevo y pide orujo de hierbas. Está anocheciendo y el aire huele levemente a humedad, a noche y a la cerveza que se está resecando en las bandejas de todos los grifos de los bares. Ese olor es tan denso que no consigue cortar el aire, sino que lo empuja, haciendo el vacío.

“No tengo casa a la que volver, porque no hay duda ni pensamiento”.

“No… en sentido universal, amigo, sólo si en el fondo sientes nostalgia por la Verdad puedes perderte. Sólo así”.

Asiento, doy un trago.

“Esa Verdad cuya unicidad es parte de la definición. La verdad para uno no es Verdad ni es nada”.

Asiente, da un trago.

“Pero puramente no hay otra cosa”.

“Entonces no hay nada”.

“Se consciente de lo que la Verdad limita. No de lo que te suma, sino de lo que te resta. La verdad, con minúsculas, es mucho más flexible. La Verdad se agota en sí y no deja otros caminos”.

“Lo sé”.

“¿Y no te importa?”

“Claro que me importa. Pero no puede, ya no”.

Vuelven ellas, y pedimos una ronda más. La noche es más noche cuando me pierdo entre tus besos y razonablemente nos despedimos y nos vamos a un bar Eduardo y yo y empezamos tras la barra a aclimatar el cuerpo a la nada. No hay mucho que decir, nada más de lo que ya se ha dicho. Soy un enfermo, evidentemente, y mi propio mal impide mi propia cura. Ya dije que hay habitaciones que son como plantas carnívoras y, si no te andas con mucho cuidado, se cierran sobre ti y te atrapan para siempre mientras te digieren obsesionándote.

Y no fue hablar por hablar.

Yo ya estoy dentro.

Mirando cómo los días suceden uno detrás de otro. Uno tras otro.

De forma regular.

sin darme mucha cuenta

La sociedad entera estaba enfrascada en ese jodido soliloquio que no ha dejado de sonar en los oídos de los que escuchan desde el principio del pensamiento. La sociedad, ese bicho sin cabeza pero con muchas manos, ese bicho sin manos y con un par a lo sumo de cabezas, encontrando su nidito de amor o destrucción a tres centímetros de su ombligo y perpetuando la farsa del esclavo libre: el que llama a sus argollas abalorios y se dedica a otra cosa un segundo después. Todos debían estar ahí mirando de algún modo mientras en el río nos dedicábamos a hacer ranas con piedras lisas lanzadas en perpendicular al agua: un saltito, dos, tres, chof. Agua. Risas. Doce años, quizá, no no sé cuántos. No puedo saber cuántos porque ya no estoy ahí. No es difícil de comprender. No creo que requiera mucho esfuerzo. No estoy ahí. Y aunque me traslade en un ejercicio mental no deja de ser mental y por tanto mentira. No falsedad, es cierto (y no lo es), pero sí recreación. Recreación, claro, pongo mi cabeza allí y me imagino que tengo diez o doce años y estoy haciendo ranas en el río. Y que la niña que me gusta y que despierta cosas que no entiendo pero me aceleran el corazón me sonríe y me dice: «hala, ¡seis ranas!», mientras yo tengo ganas de tirarle del pelo y hacerle un poco de daño de algún modo y acercarme y notar el único contacto físico que, ayer por hoy, soy capaz de percibir. Después vendrán otros más pacíficos, pero no hoy. Pacíficos, creo.

Estamos en el río pasando la tarde. Nos hemos traído los bocadillos de la merienda y andan metidos por el medio Lucas y Santi, junto a Ana, siempre Ana. Ana de mis sueños anárquicos y más vacíos de razón y plenos de sentimiento. Ana recreación y cuento, la única Ana que hoy tengo. La Ana que me invento, porque poco queda ya en mi recuerdo de la ella real que debió existir hace más de veinte años, en ese sitio concreto de Guadalajara en el que estábamos en ese momento dado. Esa Ana que estaba allí conmigo y que ha seguido derivando en su vida de tal modo que quizá ni recuerde al chico de las seis ranas, de la tarde en el río cerca del pueblo. Esa Ana precisamente que sólo puedo ubicar en un eje de ordenadas y abscisas imposible: 1. espacio lugar concreto de Guadalajara, 2. tiempo hace más de veinte años. Es imposible regresar allí. Lo ha sido siempre desde entonces. Como una especie de trampa temporal los personajes están ahí anclados y siguen representando su Tarde En El Río Haciendo Ranas.

Es así de jodido.

Ese extraño paralelismo con las fotografías, en las que puedes ver el tiempo que se fue pero no puedes modificar nada. Me gustá mucho hacer fotografías, pero no sé por qué, no entiendo el motivo. Jamás vuelvo a verlas. Las descargo en el disco duro y las dejo ahí, reposando tranquilas. Me dan miedo. Me producen grima. Sé que con dos clicks puedo volver a ver lo que fue y ya no es y sé que no seré capaz de participar absolutamente en nada. Es un modo de ver la vida a través de un cristal absolutamente aséptico, definitivamente separador. La realidad está y no está al mismo tiempo. Lo que sucedió vuelve a suceder de algún modo pero yo ya no estoy en ello, más que como mero espectador. Sin embargo, cuando sucedió yo era una fuerza en lo que estaba sucediendo, ¡yo podía cambiar las cosas! Ahora no. Entonces, no ahora. Nunca luego. Ese era el momento. A veces, por trabajo, tengo que hacer algo con algunas fotos y me veo obligado a editarlas con Photoshop. Es verdaderamente estresante. Un horror. Un puto infierno. Un infierno miserable. Mucho mejor si no salgo en ellas. Mucho mejor si las tomé borracho y no me acuerdo del momento. Mucho mejor. Más tranquilo. Respiro. Todo va bien. No pasa nada. Tranquilo.

Ese día en concreto, en el que la sociedad ya cristalizada en lo de siempre estaba mirando seguro, yo andaba como loco con mi bici nueva, una bici de paseo mucho más grande que la anterior. Hice decenas de kilómetros antes de volver a la plaza y de que Ana me dijera que la acompañara al río. Y entonces, sólo entonces, en una conjunción macabra, Lucas apareció con su nueva bicicleta de cross y dijo que también venía y su lugarteniente asintió con la cabeza y se apuntó también. Qué ironía. Todo el día sintiéndome orgulloso de mi bicicleta nueva con un plato más grande que me hacía correr y correr hasta casi volar y el asunto de la satisfacción desaparece en un tic. En un tac. En el tiempo entre un tic y un tac. En un segundo solo. Ironía… o el costumbrismo de la cruda realidad.

Es fácil resolver eso: ironía cuando lo cuentas, cruda realidad cuando lo vives. La ironía es un particular modo de conformismo en el que puedes evitar el volverte enfermizamente loco. No es nada más. No hay que darle más valor. La ironía es una puta mierda. La ironía es la pastilla de Prozac del realista. Sí, ríete. Pero es cierto. Es jodidamente cierto. Dosificación: justo después del trauma. Ironizando encubres e ironizando ocultas que estás bien jodido. Te mantiene medio cuerdo y hace reír a los demás. No se puede pedir más. No hay nada que te dé más por menos. La locura es mucho más cara. Créeme. Lo es. Lo sé. Tienes que creerme si puedes. Jodidamente más cara, a corto, medio y largo plazo. Nadie vuelve realmente nunca de la vesanía. La vesanía no es un estado temporal, es un rasgo. Si realmente quieres conocer a alguien, aunque sea sólo por curiosidad, detrás de cada ironía busca un daño. No hace falta escarbar mucho. Busca. Empieza a fraguarte un tipo de sitio en lo que te rodea mirando detrás de las máscaras de exposición. Da más trabajo, y realmente no es más satisfactorio. Es simplemente un camino a escoger entre otros muchos. Cuidado. Mucho cuidado. Si eliges esta opción jamás podrás escoger otra, y no te dará ninguna ventaja mágica. De las normales tampoco. Tómate tu tiempo para decidir.

Después de las ranas tú y yo nos quedamos charlando mientras el capitán y su lugarteniente hacían el ganso con cada bicho vivo que se encontraron. Yo intentaba que tú no te dieras cuenta de nada, así que procuraba moverme de tal modo que tú mirases justo al otro lado siempre. Eso fue una carnicería, querida Ana, una verdadera matanza. No sé si lo hubieras soportado. Desde luego, mi Ana de la imaginería del recuerdo no lo hubiera hecho. Con mecheros y pisotones destrozaron vidas que no les pertenecían hasta hartarse. Pero no se hartaron, simplemente los seres vivos se acabaron o huyeron a otra parte más segura y tranquila.

Y entonces focalizaron. Les vi venir, pero no podía hacer nada. Estaba intentando que tú no fueras consciente de nada.

Lucas me bajo los pantalones.

Y gritó: ¡mira, tiene pelos!

Y tú, Ana, estabas allí delante y no sabías que hacer. Roja como un tomate evitabas mirarme mientras yo, con la polla fuera, mostraba mis cuatro pelos al puto mundo estratificado que estaba mirando como si con él no fuera la cosa.

Porque nunca va con él la cosa.

Mis cuatro pelos y tu primera bajada de cabeza, un reflejo normal de las cosas que suceden. Y después el rubor, y después el silencio, y después yo corriendo alejándome de allí sin mi bici nueva, llorando y tropezándome porque ni siquiera fui capaz de subirme los calzoncillos mientras corría. Mientras huía, estaba huyendo de allí. Estaba negando el mundo que existía para estar lejos, muy lejos, donde esas cosas no pasan o, al menos, no han pasado todavía.

Y llegué después de colocar toda mi ropa en su sitio, llorando y sin mi bici, a casa. Y mi padre terminaba de cargar las maletas en el coche y sólo quedaba el hueco para mi BH nueva de paseo en la baca. Y mi padre me pregunta por qué lloro y dónde está la bici, como una ametralladora inquisidora nerviosa por irse de allí. Y yo uno dos y dos y digo que lloro porque me han robado la bici unos gilipollas de otro pueblo.

Y mi padre, que se había pasado el agosto entero mirando un televisor sólo dos canales, VHF y UHF, con el rabillo del ojo puesto en mi madre dijo: «vámonos, vaya una mierda de verano, joder».

Y yo fui feliz alejándome de allí, mientras el recuerdo iba tomando el cariz tenebroso de una fotografía sin darme cuenta. Mientras Ana se iba convirtiendo en una página de un libro que no iba a ser capaz de pasar en toda mi vida, mientras el falso robo de la bici se iba consolidando como un eficaz argumento para no volver allí jamás.

Mientras Ana se iba desdibujando de una vez y para siempre tras el cruce de vías, Jadraque, Guadalajara, mi realidad, mis días.

Mi vida.

Busca la ironía y canta bingo, porque desde luego tienes más que línea.