Paralajes.

1. En casa.

Llevo... aproximadamente 24 horas en esta casa sin salir. Al principio pensé que quería matarme de hambre, pero no he hecho más que comer y ver la tele todo el tiempo. Estuve escuchando algo de música también, el viejo Umplugged in N.Y. de Nirvana. Estuve bailando, o más bien dando saltos como un loco. Con la respiración forzada me sentía como Dios, lo juro. Dando vueltas y vueltas, perdiendo la orientación y reventándome las espinillas contra todos los muebles disponibles, sin distingos ni selecciones. Es extraño, de verdad. No es que algo me cierre físicamente la salida, es simplemente que no puedo salir. Ya sé que parece ininteligible, pero de algún modo no lo es. No lo siento así.

Las cortezas de cerdo están muy bien, y mejor con una cervecita. Golpeo con las suelas de mis pisamierdas la alfombra y eso también me gusta. En la tele Faemino y Cansado me hacen reír como un cabrón. Luego llama Ana, me dice que si quiero quedar. Vaya, le cuento mi problema y me cuelga sin decir nada, creo que piensa que estoy jugando a algo para joderla. No tiene demasiada imaginación, la pobrecita. Desde que me dejó sólo queda conmigo para contarme las movidas con sus novios. Me toma por un maldito confesor, o algo así. ¿Qué le voy a hacer?

Enciendo un cigarro y no vuelvo a mover la mano, lo voy fumando viendo cómo cae la ceniza al suelo. Casi consigo fumármelo entero sin que se caiga —vale, hice trampa, lo puse en vertical para que aguantase más—. Aunque parezca mentira, no estoy preocupado. Podría ser peor. Podría no tener comida o cerveza. Un par de horas más aún aguanto. Pero al final pasan cuatro y sigo aguantando. Creo que me he convertido en una especie de maniático, o algo así.

A lo mejor tiene que ver con algo que he vivido. A lo mejor es una reacción ante un miedo o un fracaso o el miedo a un fracaso. Pero no puedo saberlo. Mientras tanto, enciendo el ordenador y juego a los Sims un rato. No mucho, porque me aburro y abro un libro. También me aburro y me tumbo en la cama, intentando dormirme. No lo consigo y me acerco a la puerta, por tantear. Nada, según me voy acercando un nudo en el estómago se anuda concienzudamente hasta que el mismísimo instinto inopinado me aleja, me tumba en el sofá, enciende la tele y me pone un güisqui en la mano aliñado con un cigarro.

Bueno, no es como para perder la calma. Llama de nuevo Ana, la muy maldita. Quiere venir. Ha terminado por aceptar lo de mi problema. Le digo que por qué no. Cuelgo, me ducho, me lavo los dientes y me visto con tesón para parecer lo más desarreglado que puedo. Llaman a la puerta. Me acerco y el nudo me recuerda, amablemente, que no estoy del todo en mis cabales y que no piensa dejar que me acerque al picaporte. Menudo lío. Se lo explico a Ana, que se ríe y me dice que le tire las llaves por la ventana. Que no ha venido hasta aquí para irse por culpa de un tarado. Se ríe y me dice que cuando yo voy, ella ya vuelve. No sé que pretende decir con eso. Creo que, pese a todo, sigue pensando que intento tomarle el pelo. Tampoco me extraña.

Salgo a la terraza, y cuando veo salir a Ana por el portal le tiro las llaves de casa. Yo me siento en el sofá y ella sube y abre. En una bolsa trae cerveza. Eso significa charla.

—¿Se puede saber qué intentas, tío?
—Te juro que nada, coño, simplemente cuando me acerco a la puerta un nudo en el estómago me detiene.
—Venga ya. Vamos a dejarlo, no quiero cabrearme, cabrón.
—Como quieras.
—¿Tienes unos vasos por ahí?
—¡Que preguntas! Sabes de sobra que sí.
—Ya sabes lo que quiero decir, ¿los vas a traer o tengo que ir yo a por ellos?

Bebo una par de litros de agua, para no diezmar con celeridad la cerveza, cojo otro vaso y vuelvo al salón donde Ana, la hijadeputa, está sentada en una silla con las piernas abiertas con una minifalda que podría ser perfectamente una riñonera. Está perfectamente depilada. Sé de lo que hablo. Las bragas son rositas, con algo de encaje y una tierna hinchazón allí justo donde... y agarro el freno de mano y miro a la tele sin ver nada.

—¡A tu salud!— brinda.
—Siempre a la tuya, Ana.

Bebemos quizá como entonces, cuando todo... era diferente. Sonríe y me mira y es casi... No, no es nada y lo sé. Fumamos unos cigarros y hablamos eludiendo ella el tema de mi problema y yo el tema de su novio de turno, y ambos eludiendo directamente el temita. Vamos a la cocina y preparamos unos huevos y unas patatas. Es curioso, las rutinas siguen impresas en nuestras vidas como una imagen muy brillante en la retina después de apartar la vista. Yo pelo las patatas y ella las trocea. Yo enciendo el fuego, pongo la sartén en él y echo aceite de oliva mientras ella sala concienzudamente. Echa las patatas al fuego y esperamos.

—¿Qué tal tú, loco?
—Bueno, tirando. Ayer dejé el curro.
—¿Qué dices? ¡Pero si eras fijo!
—Espera, voy a por las cervezas.

Cinco segundos, diez segundos, veinte segundos, treinta segundos y... aire en los pulmones.

—Sí, pero estaba un poco harto de lo mismo. Llevaba allí cinco años. Cinco años levantándome de lunes a sábado a la misma hora, tomando el mismo café asqueroso de prisas en la mesa de la cocina antes de salir, cinco años de coger el coche muerto de sueño y medio ciego por las legañas, de ocho horas teóricas que siempre eran diez, de volver a casa y abrir la botella y silenciar las preguntas en el confesionario de los catódicos. Cinco años creo que se me estaban haciendo demasiados. Así es.
—Yo en tú situación...
—Tú nunca en mi situación...
—Hubiera sabido reconocer...
—Tú nunca...
—Un buen trabajo...
—Tú...
—No hubiera hecho el imbécil...
—... —Y hubiera cambiado cualquier otra cosa.
—Tú... tú...
—De todas formas da igual. ¿Qué piensas hacer ahora?
—...En principio... intentar traspasar la puerta mañana o pasado. Me gustan los grandes desafíos. Después lo normal, buscarme otro trabajo.
—¿De charcutero?
—No, no creo.
—¿Y entonces?
—¡Yo que sé!
—Calma, calma, tío. Estas un poco chinado hoy.
—Dime tú cómo estarías en mi situación.
—Es igual, ¿otra cervecita?
—¿Acaso no es hoy viernes?

Volvemos al salón y le toco un poco el culo porque uno tiene sus debilidades, y ella se deja porque... se deja. La cosa no va a mayores, como nunca lo hace, y nos sentamos y ella habla.

—He dejado a Pablo.
—¿Sí?
—Sí, no aguantaba más. Parece que voy recolectando idiotas.
—Gracias.
—¡Oh, no, no me refería a ti, gilipollas!
—Vale.
—La verdad es que era un tío aburrido.
—¡Coño, se ha puesto a llover!
—¡Bien!
—¡Y una mierda, tengo toda la ropa en la terraza!

Salgo pitando y ella detrás de mí, echamos toda mi ropa en un barreño y cuando volvemos dentro, estamos completamente empapados. A ella se le marcan los pezones en la camiseta. Pezones duros como piedras. Le doy un beso y se retira. La agarro por la cintura y la acerco a mí, ahora no se retira nada. Nos mordemos por todas partes y nos volvemos del revés y nos vamos a la cama donde jadeamos uno al lado del otro hasta que todo termina y nos fumamos un cigarro.

—Tío, no quiero que pienses...
—Lo sé.
—Esto no cambia...
—Lo sé.
—Te he querido mucho y...
—Calla.

Me levanto y traigo la cerveza. La tomamos juntos en un silencio sin grietas y nos miramos. No sé muy bien cómo, ni lo que nuestras miradas quieren decir, pero nos quedamos así un buen rato. Y ella es consciente de que yo soy consciente de que la amo. Y yo soy consciente de que eso no importa ahora una mierda. Me tiende su mano y yo la atrapo, en el tiempo y en el espacio y en esa habitación y en ese mismo segundo y afino el recuerdo que debe litografiar esto de forma indeleble. Y no volverá nunca o a lo mejor cada día y será lo mismo y no dejo de saberlo mientras todo me va jodiendo profundamente. Cuando ella se viste y se va enciendo un cigarro y dejo que la ceniza se consuma sobre la sábana en una suave colina, en un tranquilo marasmo, en un tímido caos que de un soplido mando al suelo con algo parecido a impotencia en los pulmones. Y me levanto y me miro en el espejo. Y me miro en el espejo y me marcho hacia la puerta en un último esfuerzo cuerdo de sobrepasar toda mi confusión y mi ruina personal y mi comedia de vida, esta comedia en la que el actor principal improvisa porque hace tiempo que su papel se perdió en un paraninfo desangelado y polimorfo, en un vacío repleto de cosas y gestos y caras y esfuerzos que se revelan sin sentido, marchitos e inmarcesibles al mismo tiempo y en el mismo sentido.

2. Las cosas.

No me gustan las mañanas. Es demasiado inquietante ma­drugar. Cuando lo hago el café sabe distinto y las calles huelen distinto y todo parece diferente, no sé si me explico. Prefiero levantarme a mediodía, cuando todo recupera su sitio y las cosas son como deben. Llegar a la una y media a la facultad no es preocupante si uno no tiene intención de ir a clase. Voy a la facultad a pasar el rato, a charlar con gente... No te pienses que soy un vago, en realidad si te fijas verás que todo es distinto a las ocho de la mañana, otra cosa es que a ti te guste ese orden de cosas. Escucho Given to fly de Pearl Jam. Estoy corriendo para coger el tren, me descubro y me paro y que le den por culo al tren. Motivos más importantes habrá para correr, y tengo que estar des­cansado. Una mujer (¿chechena, checoslovaca, polaca, búl­gara?) está pidiendo con el niño en brazos. No me afecta. Lo juro. Pienso en Krasi, un búlgaro con el que trabajé una vez montando stands en IFEMA. Menudo bluff. Buen hombre, Casimiro o Krasi o como se llame en realidad en búlgaro. Aprendí a decir: (aunque no lo sé escribir) Ei, pe­derast!, ela tuka, lapei gulemia hui!, lo que significa: eh, maricón!, ¡ven aquí, cómeme la polla! Era divertido, y nos hacía falta reír.

Tomo seis o siete cafés en compañía de Dany, el camarero, que me entiende y me perdona estúpidas cuestiones como la del precio de las cosas. Leo Candido de Voltaire. Ese tipo sabía lo que le pasa a la gente por la cabeza. Esto es un maldito circo, en el que todos no hacemos más que nume­ritos.

Tomo un par de cafés más con Kike, que sigue opinando que soy burgués, pero ayer folló y tiene que contármelo. El sexo está por encima de la política y las ideologías.

Tomo un par de cafés con Oscar, que no está porque se ha ido a Inglaterra a vivir con su piba de toda la vida. Se le echa mucho de menos.

Tomo un par de cafés con Héctor, nos reímos sobre el Rena­cimiento justo antes de notar cómo se me duerme una pierna y todo empieza a brillar y de repente a oscurecerse...

Los hospitales son un asunto espeluznante, de verdad. Es­toy en urgencias, están esperando a que haya una cama en no sé dónde para subirme a planta. A mi lado está un buen hombre con un ano artificial a la izquierda del ombligo. Paso de bromear sobre eso, aunque lo dejen a huevo. (¿Se puede poner un piercing en un ano artificial?, ¿sería con­traproducente para algo?) Al otro lado tengo a un tosedor compulsivo, algo psicosomático, creo. El suelo está llenito de enfermeras. Hay algunos médicos, reconocibles por la inclinación ascendente de las cabezas, la misma que la de los actores de método. Tengo enchufado un aerosol. Huele bien. Resulta que tengo una crisis bronco-asmática. Se le coge cariño a todo, joder.

Estoy en la planta ¿...?, en una habitación de dos. De mo­mento no tengo compañero. Tengo una tele de monedas, esto es La Paz. Me lo conozco. Por las noches me fugaré a la planta baja en busca de las máquinas de café. De fumar nada, no, no. No sería sano ahora mismo, con tanto en­fermo a mi lado a los que no les vendría bien fumar a la pasiva. Leyendo Opiniones de un payaso de H. Böll.

Y claro, trabajando en Continente. Cuando me dieron el alta me dijeron que dejara de fumar y que no trabajara en sitios con mucho humo. Yo les pregunté por lo de la pierna dormida y la fotofobia. Ellos me dijeron que tenía cafeína suficiente en el cuerpo como para activar a un funcionario del ayuntamiento, que me cuidara si no quería terminar hipertenso (creo que era así, aunque la medica que lo dijo tenía un deje con olor a pija tal que quizá lo que dijo fue puedes terminar hiper tenso ¿sabes?, mega hiper super tenso de buen rollo, ¿sabes?). Cogiendo cajas de palés, abriéndolas y colocando botellas en estanterías. Botellas de suavizante.

Tenía un compañero peruano que mentía más que ha­blaba. Un día estuve en su casa, tomando unas cervezas y jugando a una consola que trajo de Japón y que aún no se comercializaba en España. Tenía un locutorio, en la parte de atrás su casa. Me agarré un trozo de la ostia, todo eran cosas dando vueltas y buen rollo. Fuimos a comer algo y se me cayeron tres platos de patatas bravas tres veces antes de que el camarero se hartara de ponérmelos definitivamente. Conocimos unas pibas que con el color de piel de Chechu no nos hicieron mucho caso. Fui a mear al baño y de re­pente entró una tía. Claro, me había equivocado de baño. Al principio pense que había ligado y que la iba a meter en caliente. Eso nunca me pasa. Salí y pedí una cerveza y me anegó a toda ostia la necesidad de vomitar. No la vi. No la vi. Vomité encima de ella, que aún estaba meando. Joder. Aún me estaba gritando cuando cogí a Chechu y salimos del garito disparados. Al doblar la esquina vi que nos esta­ban persiguiendo. Yo sólo me he peleado una vez en la vida, en el colegio, en sexto. Nos montamos en un bus que pasaba y, afortunadamente, desaparecimos del mapa.

En Plaza Castilla no sabíamos qué hacer. No teníamos nada que hacer allí. Cogimos un bus y volvimos a Alcoben­das, a seguir la fiesta, esta vez sin movernos de casa de Che­chu. La verdad es que no soy nada divertido.

Estuve esperando media hora el autobús de Madrid. Cuando llegó, llegó lleno a reventar y depie y aplastado no soy muy tolerante. Tampoco había nada que dejar de tole­rar. Lo único que se puede hacer en esa situación es ca­brearse y cabrearse paulatinamente hasta llegar al punto de ebullición. Fuencarral se hace interminable. Nadie se baja nunca hasta Plaza Castilla. Estoy tan rallado que veo in­cluso cómo los cristales de las ventanas del autobús se com­ban por la cantidad de gente que hay dentro. Cuando el punto de ebullición llega, uno no hace nada. ¿Por qué? Porque todos estamos igual de jodidos aquí dentro y los que tienen la culpa van en sus mercedes caminito al res­taurante. Porque no tiene sentido emprenderla con alguien que se limita a moverse como puede. Porque si nos quedara otra opción, seríamos tan estúpidos como para comprarnos un coche y hablar de los pobrecitos que tienen que ir en transporte público. En El camino del exceso, de Héroes del Silencio, Bunbury dice: ‘si no hay paraíso, ¿dónde reviento?’ Eso es algo que uno se pregunta a menudo.

Leyendo a Francisco Brines, Insistencias en Luzbel. En casa, tumbado en la cama, bebiendo un poquito de vino. Escu­chando a Extremoduro. Fumando tabaco de liar. Me gusta liarme los cigarros, me siento como cuando coloco un en­chufe, autosuficiente. Cada uno se engaña como puede.

Me voy a cagar y me llevo el libro. Lo dejo en el lavabo para limpiarme. Se resbala y se cae a la pila, allí se mojan las pastas de edición barata de Alianza Editorial. Me cago en Dios y lo mal seco con la toalla. Las hojas quedarán ondu­ladas como las matutano. Con la otra mano tiro de la ca­dena y esta se desengancha de su soporte. Intentando coger no sé el qué (el extremo libre de la cadena no se va a rom­per cuando golpee contra el suelo) suelto instintivamente el libro, que cae dentro de la taza y se llena de mierda. Joder, a tomar por culo el libro. Me subo los pantalones y salgo. Cuando me tumbo en la cama una sensación incómoda me hace darme cuenta de que al final no me he limpiado el culo. Ahora mismo no quisiera ser mi calzoncillo.

Vaya un día de mierda.

Limpio el libro como puedo y lo dejo en la estantería.

La habitación huele raro un par de días, hasta que lo que se tenía que secar se seca.

Me meto en un garito. Lo malo de los garitos es que no tienen término medio. O me siento en ellos demasiado viejo o me siento demasiado joven. Me pido una cerveza. Es un garito que frecuentan lesbianas mod. Afortunadamente no es la única gente que viene aquí. No es que tenga nada en contra de cualquier opción sexual, pero reconozco rápido cuándo mis opciones son nulas. Hay que hacer las cosas estimulantes, aunque de cualquier modo el cómputo de mis posibilidades habitualmente da igual a cerito. No debo ser un buen partido. No lo entiendo. En cualquier caso me voy tomando mi cerveza a mi rollo hasta que un tío me dice que le estoy mirando el culo a su piba. Yo le digo que sal­gamos fuera. Él me dice que sólo quería avisarme, que sólo quería que yo supiera lo que no debía hacer. Yo le digo que vale, que salgamos fuera a dejarlo claro. Sé que este tío no se va a pelear, y es grato estar en el papel de acojonador, de vez en cuando. Él me mira y me dice que dejemos las cosas como están, apocopado. Yo le digo que se ría. El se ríe for­zadamente. Le digo que no estoy cabreado ni nada, que yo no sería capaz de pegar ni a un cacharro de esos de feria donde te dicen lo fuerte que estás. Él se ríe, esta vez de ver­dad. Me dice que eso está bien. Me invita a una cerveza y cuando nos las tomamos me dice que no tiene dinero para pagar, que si nos escabullimos. Yo le digo que vale.

Tres esquinas a la derecha. Asfixiados. No tenemos buen fondo. Nos pasamos la noche perreando cervezas. De ma­drugada le pregunto por la piba. Me contesta que no me­rece la pena cuidarla, que cuando la llame ella estará feliz. Le pregunto qué subnormalidad es esa. Él me responde que esa piba busca a un ‘poeta’, que los poetas en la retor­cida cabeza de ella hacen cosas así. Me cuenta las movidas en las que se ha embrollado para tenerla contenta. Nos reímos un buen rato. Joder, lo que tenemos que hacer a veces los tíos por tener un lugar donde meterla. Cada perro con su hueso y hacienda con el de todos. Los garitos no sé si son un buen sitio para encontrar pibas con las que sumar más de dos y dos, con las que poder charlar y ser sincero. Hay que seguir buscando. Dicen que merece la pena. Me pregunto si a este tipo le importaría que llamara a su ‘me­cenas’ mientras tanto.

Así son las cosas.

Algo despistado algo cansado escuchando a Pearl Jam en un walkman roto con las pilas gastadas. Llueve y el agua espesa empapa mi pelo y resbala por mi cara para morir en el elástico del cuello de mi jersey. Ríos de fondo de asfalto bordean las aceras anegando las alcantarillas y suena Brain of J. con insistencia en mis oídos mojados y no entiendo la letra así que tengo que mirar fuera. Y veo escaparates y gente enfundada en plumas cobijada bajo paraguas que son cabezas alienígenas poblando la ciudad muerta que es Ma­drid y que no brilla ni aunque le vaya en ello la vida. No sé dónde estoy, pero eso es lo habitual. No me gustaría hacer de estas calles algo conocido y perder así la única magia que aún conserva esto. Con la música parece que estoy metido en un vídeo-clip y cada estupidez que veo parece cargarse de un significado especial, de la importancia de algo gra­bado para algo, sí... parece llenarse de sentido, de uno di­fuso que no llego a entender pero, joder, ¡no puedes hacerte a la idea de lo que alivia solamente el hecho de que parezca tener alguno!

El otro día dos científicos, un físico y una astrofísica, habla­ban en el programa de Punset sobre los descubrimientos acerca del big-bang, sobre lo que sabemos. El físico dijo que la física en ese campo estaba dejando de ser metafísica. Pero añadió que sobre el sentido no se podía saber nada. Las cosas, parece ser, simplemente sucedieron. Eso es todo. A veces pienso que eso es bueno, que la falta de sentido deja campo libre a todo, campo libre absolutamente. Absoluta inexistencia de nada, completo poder de decisión para ser cualquier cosa. En el momento en el cual los fotones que­daron libres se hizo la luz. Se hizo algo, en cualquier caso. Las radiaciones que nos llegan nos muestran el universo en ese momento. Podemos verlo, como si de una máquina del tiempo se tratarán nuestros telescopios. Bendita lentitud de la luz.

Entro a una cafetería y pido un café. Alicatado hasta media altura en las paredes. Sillas de respaldo y asiento recubiertos de chapa imitando madera y patas de hierro pintado de negro. La astrofísica dijo que nuestro universo tenía una muy baja densidad de ma­teria. Eso es triste, un universo más que medio vacío.

Hace un frío húmedo que me congela los huesos, así que pido un coñac, que me sirven en una copa pequeña con una señal para llenarla, una copa realmente atávica. Miro los posos del café, y como no sé leerlos no veo nada. Me siento en una banqueta. El ca­marero habla con un cliente sobre no sé qué cuaderno azul en el que Aznar tenía apun­tado el nombre de los próximos ministros de su gabinete, sin querer mostrárselo a nadie. El Congreso es una guarde­ría para adultos. Entra un mensa­jero aterido y toma un anís. Enciendo los walkman. Em­pieza No way. Esta can­ción me encanta. El camarero limpia la barra con una vi­leda, el mensajero se marcha. Llega el momento, pago y me voy. Camino. Empiezo a recorrer calles que no quiero re­cordar para no conocerlas nunca. Siempre camino como extranjero. Nunca he estado donde ahora estoy. A lo mejor es que no quiero lo bastante a esta ciudad. Camino. Miro la hora en una cabina telefónica, las siete. Sigo caminando. Oscurece. Miro otra cabina, las dos de la madrugada y... camino. No puedo parar, no puedo entrar en ningún sitio, no puedo irme a casa, no puedo de­jar de caminar. Me due­len las piernas, tengo los pies en­charcados y no deja de llo­rar el maldito cielo. Camino. He perdido cualquier percep­ción que no sea visual. Los walkman callan hace algunas horas. No estoy buscando nada, sólo quiero no permanecer en ninguna parte. No un lugar donde caerme muerto. No sé lo que quiero y camino. Amanece. Todo se preña de rojo y existe gente que empieza a hacer lo que se supone debe hacer. Se abren tiendas donde se entra a comprar. Todo tiene su importancia, todo se desenvuelve como debe, bien engrasado. En forma.

Entro a uno de estos sitios a desayunar: café y porras y un paquete de tabaco. Mi disnea se encabrita, increí­blemente crecida. Me duelen todos los músculos del cuerpo. Mientras tomo lo que he pedido soy consciente de que, de momento, me he detenido. No sé por qué, por qué ahora. Tampoco hasta cuando.

3. El examen.

Lo sé todo, no habrá ningún problema, está todo perfectamente controlado, piensa mientras se levanta. Su padre se fue a trabajar ya, su madre duerme. Tranquilamente se acerca a la cocina, prepara la cafetera y la pone al fuego. Va al baño y se lava meticulosamente la cara, pensando descuidadamente en mil cosas intrascendentes que desfilan en su memoria como las formas distraídas de un caleidoscopio. Vuelve a la cocina y se sirve un café, que toma despacio, pausado. El recuerdo es traicionero, pero hoy no, no en esto. Se viste, mira el reloj, va bien de tiempo, camina hacia la estación.

Sucede algo raro, noto algo extraño en el ambiente. Sentado en el vagón sin reparar conscientemente en nada, sumido en el sopor de la concentración que pretende huir de los nervios. Necesito otro café. El vagón tiene el ambiente aséptico de las oficinas, impersonal y distante. Suena música clásica por los altavoces. En Nuevos Ministerios se sube toda un aluvión de gente que parlotea. Él escucha.

Han sido cinco años. Este es el examen definitivo, el último. Cinco años de silencio entre semana y ruido los viernes, sábados y domingos. El último.

Espero terminar cuanto antes, necesito acabar de una vez y descansar por un tiempo. Me noto desgastado, cansado. Las paradas se suceden, aunque demasiado despacio. Las voces de la gente se confunden unas con otras e impiden prestar atención a ninguna para pasar el rato que no pasa. La inactividad le está poniendo nervioso.

—Perdona, ¿tienes hora?

Enfrente, una chica le mira inquisitiva.

—¿Qué?
—¿Tienes hora?
—Sí, son las nueve menos cuarto.
—Gracias.
—¿Tienes un examen?
—Sí, tío, estoy muy nerviosa. ¿Tú también?
—Sí. De la vida en el medievo.
—Yo de lógica de enunciados.
—Ahá, ¿y qué tal lo llevas?
—Bueno, con la lógica nunca se sabe, tío. Depende mucho de las preguntas, de que coincidan con lo que he mirado...
—Eso no puede ser así. Hay que tenerlo todo perfectamente controlado. No hay que dejar nada al azar, porque ya sabes que si algo puede ir mal seguramente irá peor.
—Sí, pero es imposible. Es cuestión de caer en la solución o no caer.
—No creo.
—¡En serio! Te juro que no tiene nada que ver con lo que hayas hecho. Evidentemente, si no has estudiado nada no hay forma de aprobar, pero en el caso de que te lo hayas currado... bueno, nadie te asegura nada.
—Si cierras todas las opciones con el estudio no hay forma de que te pillen. Eres capaz de responderlo todo.
—Hombre, quizá en tu asignatura sea más sencillo, pero la lógica es cuestión de... cálculo. Si te equivocas en un signo...
—Empiezas de nuevo.
—Sí, pero los nervios...
—Los nervios no deberían contar.
—Pero cuentan.

Y no hay nada más que decir. Ambos se quedan mirando el paisaje, que consiste en un tubo enorme de hormigón que se extiende por todas partes ahí fuera, tras la ventana. Eso y oscuridad. Oscuridad y silencio tenso. El tren es un gusano blanco y rojo que vuela en un túnel que une un sitio y otro con un río de acero y madera.

No está nada mal la tía. Menudas piernas. Parece simpática. Siempre me sucede lo mismo, ojalá supiera cómo decir las cosas a tiempo. Podría haberla invitado a un café. Podría haber sido más simpático. Al fin y al cabo, ¿qué coño entiendo yo de lógica?

Y ella:

¡Será capullo el tío! Vaya jodienda. Seguro que es un sabioncillo. Me ha amargado toda la mañana, incluido el maldito examen. No tengo ganas de hacer esto. No quiero. No demuestra nada. Ojalá todo fuera de otra manera.

¿Estaré aún a tiempo de invitarla a algo?

Encima ahora empieza a mirarme, el imbécil. Espero que no me hable, estoy más que dispuesta a renunciar a cualquier tipo de educación si lo hace.

Parece nerviosa.

Parece gilipollas.

Menudos ojos.

Por ahí no sigas...

¡Ostias! Me ha pillado mirándola. ¡Dios! La ventanilla. ¿Me estará mirando?

Sigue ahí, cabrón, te has puesto colorado como un eccema... este tío es un tarado.

Y las estaciones siguen su curso habitual, su sucesión espacial, su ritmo cotidiano, hasta que la universidad llega y ambos se levantan, evitando posar la mirada en la mirada del otro. Tengo que decirle algo.

—Perdona, ¿quieres tomar un café?
—No puedo —dice ella, sonriendo levemente—, lo siento, empieza mi examen en cinco minutos.

¡Mierda! ¡Mierda, será idiota el tío! ¡Dios, como me jode tener que mentir!

Y ella acelera el paso mientras él la ve perderse entre la riada de estudiantes que se derraman por las puertas abiertas del tren, expelidos por la misma presión que el agua en la grieta de una presa. Bueno, lo importante es lo importante. Aún me queda media hora. Deja que todo el mundo llene los pasillos de la estación de RENFE y sólo entonces se dirige a la cafetería.

Pide un café. Bueno, ya está. Ya no queda nada. Vaya una mierda de brebaje que me ha puesto hoy Carlos. Está depié, apoyado en la barra. Termina el café y hojea el periódico sin verlo. Acelera el tiempo no prestándole atención, ni a él ni al hormigueo de su estómago. Tensión. No puede permitir que entre en escena la tensión. No debería estar tomando este café. Con uno bastaba para mantenerme despierto. Bueno, eso no me va a destrozar mi última convocatoria. Ni eso ni nada.

Ni eso ni nada. ¿Qué coño será lo que sucede? ¿Por qué siento todo tan extraño? No lo sé, joder. Paga, recoge su mochila y se marcha, directo al aula. Al llegar el típico remolino de voces nerviosas pulula incontroladamente. Eso a él no le importa, está por encima de eso. Lleva cinco años aquí y ya conoce los errores que no debe cometer nunca. Estos corrillos son usualmente para los que intentan salvarse a última hora. Se detiene en sus pensamientos un momento. ¿Por qué he pensado precisamente en esa palabra, salvarse? ¿Qué cojones tendrá que ver esto con la salvación? Supongo que serán los nervios, mejor que los canalice por ahí, así no molestan.

Aparece el profesor y entra. Detrás de él, todos. Detrás de todos, él. Encuentra un sitio en las primeras filas, que siempre quedan vacías. Mejor así, aquí delante no tendré que soportar ni un atisbo de sospecha de Luís Echandía, prefiero no tener una mirada vigilante encima. Ahora sí está realmente nervioso. Algo flota en el ambiente que le inquieta. No tiene ni idea de qué es lo que sucede. Un ayudante reparte las hojas de examen, despacio, sin prisa, como si el tiempo se hubiera remansado en esta habitación y no tuviera mucho sentido acelerar lo que no pasa. Se dictan las preguntas. Él copia. Fácil.... pasable... bien, esto va bien. Sin problemas. Empieza a escribir.

Un par de horas más tarde termina. Ha salido bien. Sale contento con el resultado y piensa en tomarse un botellín en la cafetería. Se lo toma, solo. Está mirando sin atención a la puerta cuando entra la chica del tren.

La mira. No puede evitarlo y se acerca. La saluda, ella parece reconocerle sin dificultad. De repente, sin más, él se acerca y la abraza con fuerza. Ella no sabe muy bien que pinta en medio de todo esto. Se pregunta por qué no se quita a ese tío de encima y le manda a la mierda. Pero es que de repente él ha comenzado a llorar.

Se ha dado cuenta de qué era lo que convertía a todo en extraño. Se ha dado cuenta de que todo se ha ido diluyendo, desluciendo, de que la realidad se ha desleído perdiendo el sentido. De que toda su cordura era un proyecto a medio plazo sin posibilidades de prolongación. Tras la última puerta no hay nada, sólo el vacío absoluto. Ahora... ¿qué?

Y ella le seca las lágrimas, sin entenderle ni a medias, y le lleva a la barra para pedir un par de cervezas. Y él puede ver como la gente entra y sale de la cafetería, con su vida normal y coherente de todos los días. Ella no pregunta nada, tan sólo habla y habla. De los programas del día anterior de la tele, de sus amigas, de intrascendencias. Y él no escucha más que el ritmo sereno y alegre de su voz mientras se va calmando.

Cuando ella piensa que es el momento, le anima directamente.

—No te preocupes, tío. Siempre hay más opciones. A cualquiera le puede salir un examen mal.
—El problema es que no me ha salido mal. He terminado. Ya no hay más opciones.
—No lo entiendo. Entonces... ¿has aprobado?
—Seguramente.
—¿Y...?
—Eso es todo.
—Estás loco, tío.
—No, no lo estoy. No tengo ni idea de historia. El problema es que... lo único que sé... ¿sabes?, no tengo ni idea de nada. Lo único que sé hacer realmente bien es aprobar exámenes. Me siento como si me acabaran de despedir. Ya no me queda nada por hacer. No quiero ser profesor, no quiero investigar.
—Bueno, tío. Lo siento pero... me tengo que ir al examen.
—Pero... ¿no vienes de él? En el tren me dijiste...
—Lo sé. perdóname. Te mentí. Tengo que irme. Nos vemos.
—¿Cuando?
—Otro día.
Ella abandona la cafetería con prisa. Ha pagado. Él se levanta. Otro día.

4. El tiempo contado.

Teníamos el tiempo contado y no podíamos eludirlo. Teníamos cosas en la guantera que aún no habíamos sacado, cada cosa a su ritmo y la música, disfrutando el encuentro con el ruido y la confusión. Estábamos más que hartos y habíamos roto nuestros contratos y nos habíamos fulminado en un instante. Pensábamos que ya habíamos tenido bastante y que el asco y las cosas son andamiajes paralelos y denigrantes. Pensábamos no seguir pensando, ni caminando, ni entendiendo, el tubo de truenos sobre nuestras cabezas fue un adiós justificado e injustificable. El tubo de truenos no es la cobardía, sino el convencimiento ineluctable de que todo tiene el cariz que detestamos, que da igual cambiar para más de lo mismo. Vamos.

No podíamos menos que mentir, que sonreír mientras el sonido les fue abriendo uno tras otro hasta cuatro. Y, mientras, un grajo regresa al nido con comida y cae la tarde, naranja como la portada de un libro de Compactos Anagrama. Yo lo veo todo torcido, soy incapaz de comprender por qué comprendí alguna vez, qué ganaba con ello. Y de alguna forma me siento triste por haber llegado hasta aquí, triste por mis padres, por mis hermanos, por mis amigos. Ellos no lo entienden y lo sé. No podrían comprenderlo ni en un millón de años porque ellos están dentro. En el orden he quedado el último. Luis dijo “adios, colegas” y apretó el gatillo. La ventanilla del conductor está llena de sangre y masa encefálica. Suena “Nevermind” de Nirvana. Ahora Antonio tiene la pistola en su regazo, la mira. Se está concentrando. Yo empiezo a sentir angustia. No sé muy bien por qué, pero de repente todo empieza a parecer muy triste. Debería estar contento por dejar esto de una vez por todas, contento de no tener que volver a uno de esos horribles centros comerciales, de no tener que volver a mendigar por un trabajo de mierda, de no tener que volver a sufrir la pesadilla estúpida y desenfocada de un examen inútil y sin sentido. Voy a encender un cigarro.

Sabe bien. El humo penetra en mis pulmones y se va, dejando nicotina y alquitrán. La segunda detonación me pilla de sorpresa y me hace dar un salto. Ahora las dos ventanillas de adelante tienen decoración a juego. La verdad es que no hablamos demasiado, sólo miramos. O ni eso, yo miro por la ventanilla. No me apetece el morbo. Abro el cenicero y tiro la ceniza dentro. Tengo ganas de que termine esto, porque no quiero pensar en ello y mi cerebro empieza a encender los indicadores de potencia.

Tercera. Alberto reposa con la cabeza destrozada sobre las piernas de Juan, a mi izquierda, con repugnancia le levanta y le apoya sobre el cristal. Me mira y me dice: sobrevivimos. Apoya el cañón sobre su sien derecha y aprieta el gatillo. Tiene la deferencia de caer sobre Alberto, de salpicar de inverosímiles porciones de deshechos al muerto. ¿Qué coño quiere decir con sobrevivimos, acaso no están todos muertos? Sí, pero sobrevivieron. Sobrevivieron ellos, y murieron todos los clones que podían haber representado medianamente en el día a día.

Cojo la pistola de su mano derecha y la miro. La miro con indiferencia, asépticamente. La miro y la angustia desaparece. Fueron buenos días, fueron buenos momentos los que vivimos todos juntos. Que todo termine así, que todo tenga que terminar así no deja de ser una jodida basura.

Quiero que me entendáis, tengo ese maldito vicio. Miro la pistola y no puedo conseguir pensar en algo, encefalograma plano. Podréis pensar que es mentira, que toda mi vida pasaba por mi cabeza, pero no es así, sólo vacío, sólo silencio, sólo nada y un para qué. Un para qué venir para esto. Un para qué todos muertos. Mis amigos sentados en los asientos, desencajados, como marionetas cuando el titiritero las deja sobre una silla con prisa. Música escanciando el tiempo un para nada respondiendo trepidante en el cerebro, que se resiste a la creación de un túnel que lo recorra diametralmente. Quiero todos mis versos a mi lado para quizá dejar un mensaje inteligible, un algo que me perpetúe en el tiempo y en el espacio acabado de estos días pasados. Echo atrás el cuerpo y me siento en el sitio del conductor. Arranco el coche y conduzco entre los árboles riendo. Me siento bien y en una cuenta atrás. Es cuestión de tiempo que me reviente contra un tronco. Con la pistola creo que no puedo. Es demasiado piadosa. Demasiado poca cosa. Quiero desencajarme hueso por hueso y vena por vena, quiero desmembrarme y dejar un mensaje bien claro o algo así. Con celeridad y sinuoso conduzco hacia la muerte sin remordimientos, con cuatro cadáveres como exquisita compañía y música, que al final es lo único que queda, es decir, lo único que es único. Una mierda de CD que tiene todo el mundo.

5. Un millón de cosas en que pensar.

Tenía un millón de cosas en qué pensar y ninguna gana de hacer nada en concreto. No tenía excesivas ideas en claro y, además, estaba cansado de indagar en todo para hacerme a la idea de que no tenía las manos tan silenciosamente vacías como de hecho las tenía. Como odio a esa gentuza que va por la vida como una locomotora: sin dudas ni recovecos. Esos enseguida están dispuestos a decirte cuál es tu problema y cómo resolverlo, y su solución siempre está relacionada con el aumento de las horas de trabajo o el uso de pastillas legales contra el absurdo y el caos. Jilipolleces. Es bastante sencillo caminar, al menos. Al menos nos quedará siempre eso.

Y ya estamos otra vez recorriendo calles disolviéndonos en ellas cruzando vidas como cuerdas en un telar que compone esta vasta sinergía a ciegas que es la vida. Y ya estamos de nuevo en los quioscos comprando el periódico y la soledad que tan cara nos sale nos recuerda siempre que no hay callejón que contenga la respuesta de algo. Y vamos perdiendo las ganas y nos vamos a casa y la tierna calidez del vino nos abotarga y nos endulza un sueño incómodo e intranquilo de demasiadas páginas abiertas en un mismo libro. Y cuando a las cuatro de la mañana despertamos de pura angustia la llamamos sed y nos bebemos un par de litros de agua como si con ello arrastráramos las morrenas que hacen cárcavas en nuestro suelo. Como si nada regresamos a la cama y damos vueltas y más vueltas hasta que el amanecer regresa repleto de promesas de cosas nuevas que jamás llegan. Pero eso sólo importará la próxima noche.

Yo, que estaba allí y no tenía ni idea de nada, que me había limitado a ir juntando personajes según el momento, que estimulaba un corazón experto en silencios y eriales, que tomaba cerveza como agua y güisqui como cerveza, que paseaba sin excesivas ganas los encajes de tu ropa interior, que había remoloneado en tus pezones hasta esbozar un pequeño mapa con tu geografía básica, que me había cansado más o menos de sufrir y de andar tonteando con la melancolía, que guardaba las manos en los bolsillos para no recoger nada de ninguna parte, que temía a la soledad y a la oscuridad como al odio, que encontraba tus sonrisas vida y tus labios calor, que no pretendí jamás hacer algo serio de esto, que sólo quería vivir pasando por encima de las cosas, sin rozarlas, sin pertenecerlas, que, en definitiva, estaba de vuelta de casi todo y hastiado de la mayor parte de las existencias más o menos existenciales, que no tenía un segundo de intimidad conmigo mismo porque sabía lo que era estar allí, cara a cara, remordimiento frente a remordimiento. Yo, yo, yo llevé mi maleta a tu armario mirando imbécil todo lo que estaba sucediendo sin pedirme mi opinión. Recuerdo que hiciste tortilla de patatas. Después nos echamos una siesta en el sofá del salón.

Por la tarde bajamos al bar de la esquina, supongo que es relevante cuando empiezas una vida en común. Te relajas, haces que te mire la gente y que te vayan conociendo acompañado, haces que empiecen a pensar en ti como mitad de una dualidad completa. Dos sin dos porque son uno. O alguna chorrada metafísica por el estilo.

Me pareció excesivo empezar algo tan serio borracho, así que pedí una cocacola y ella miró circunspecta y cariacontecida al local sólo para no demostrar su sorpresa, evidenciándola perfectamente con ello. Tras seis o siete refrescos malditos tenía el estómago tan hinchado que me parecía que iba a reventar en cualquier momento.

—Hey, tía. ¿Nos vamos?
—Como quieras, en cuanto termine mi cerveza.
—Bien.
—¿Qué tal estás?
—No lo sé. No tengo ni idea. Desenfocado.
—Yo estoy contenta. Creí... que tú también lo estarías.
—Aún no soy capaz de explicarme nada.
—Bueno, creo que... la razón está clara, ¿no?
—¿Sí?
—Me quieres... porque de otra forma...
—No lo sé. Primero tengo que tranquilizarme un poquito. No estoy en óptimas condiciones para la introspección.
—¿Cómo que no lo sabes?

Fue mi primera discusión de pareja de hecho. Ella se marchó del bar sin mirarme ni pagar y allí me dejo, a solas con mi cocacola pensando qué narices tenía de malo ser sincero.

Por la noche llegó, medio borracha y sin cabreo al verme aún allí. Se le esfumado, pero no había olvidado la cara de tristeza. No sé cómo me sentí, pero de alguna forma era culpable de aquello, así que intenté ser amable. Le había preparado la cena y había comprado vino, y me deshice en zalamerías hasta que la tristeza se largó y nos dejo tranquilos, de momento.

Ella no quiso sacar de nuevo el tema, así que nos fuimos a la cama y estrenamos nuestra primera noche de cohabitación con un buen polvo, desenfadado y despreocupado. Después nos dormimos como angelitos y sin sobresaltos.

Nunca me ha gustado demasiado comprarme ropa. Es demasiado cansado. Es demasiado angustioso. Es demasiado tiempo para algo que no importa en absoluto. Pero eso es historia de aquellos que viven vidas prestadas, aquellos que siguen las huellas que otros dejaron con una claridad nívea y reluciente, eso no es para mí. Yo me limito a entrar allí y comprar algo, rápido, antes de que se me acerque la escoria y me llene de impurezas. Me gustaría contar historias bonitas, de gente que se conoce y se enamora y todo eso, pero no puedo. Hay demasiado que contar que no tiene nada que ver con ello, y que es más importante. ¿Para qué? Para reventar.

Y esto podría ser sólo la historia de un borracho si no hubiera leído tanto, si no comprendiera tanto. No sé si me explico. No es necesario más diversión. Es hora de dejar de reír y hacer algo de una puta vez. Aunque sea emborronar huellas y trastocar caminos para destruirlos todos y sólo dejar praderas, para que cada cual vaya realmente donde quiera.

Me gustaría caer tan abajo como pueda porque allí existe el olvido como único remedio, porque allí existe la verdadera rabia, la verdadera voluntad que mueve la cadena y rompe el cerrojo antes de morir y extinguirse entre los efluvios de la mierda no disimulada —estamos abajo, aquí no hay remedios contra la pestilencia—.

Hace tiempo todo era diferente. Todo era, digamos, normal. Me levantaba cada día e iba al trabajo con una sensación de plenitud que dotaba de sentido cada movimiento. No me preocupaba más que sucintamente por nada más.

Ahora que todo ha sucedido y he recuperado su diario y sus cartas en distintas y azarísticas mudanzas, comprendo menos que nunca porque no quiero hacerlo en absoluto.

Hace tiempo yo tenía un buen trabajo. Hace tiempo yo era una persona con futuro. Hace algún tiempo yo era un perfecto estúpido.

Y entiendo cómo las cosas empezaron a caer y a llenarse de agujeros, entiendo cómo me di cuenta de la insulsez y la estupidez de mi empleo, de cómo estaba siendo manipulado mientras, al mismo tiempo, me engañaba a mí mismo cocinándome una vida con forma de ritual de movimientos perfectamente secuenciados y ordenados.

Y todo comenzó con la ventana de mi despacho, con la impresión de que toda aquella gente que tras ella desfilaba tenía un orden semejante y unas vidas que eran indiferentes a la mía, hasta tal punto que su desaparición no les afectaría en absoluto. Y eso me parecía extraño. Todos vivíamos en el mismo sitio y no lo hacíamos, al mismo tiempo. Todos inmersos en un telar de desconocimiento en el cual nuestros hilos se cruzaban y se alejaban sin registrar ni siquiera un nudo, un enlace. Todos férreamente mecanizados en sus movimientos cotidianos. Aquella ventana que me mostraba el mundo me enseñaba que lo fundamental de los vivos es estar muertos, antes de tiempo. Y terminé dejando mi trabajo y termine enganchándome a los bares porque allí la gente rompe los hilos momentáneamente y se abre, y se abre y te deja entrar, penetrar su coraza de acero para contemplar su blanda pulpa humana.

6. Diario.

22-6-00. Mañana.

Supongo que sabes lo que es tener encima a un cabronazo que no hace más que ponerte nervioso, consiguiendo que todo te salga torcido, la peor chapuza posible. Este cabrón me amarga el día de una forma increíble. Creo que me paso más tiempo mirando la puerta de su despacho —por si se abre— que atento a mi trabajo. Joder, es incluso mucho peor cuando bajo a tomar un café. Siempre pienso que va a llegar y me lo tomo en un minuto y medio, el tiempo justo que tarda en templarse. Después subo corriendo las escaleras y me siento de puntillas en mi mesa, frente a mi ordenador. Todos los días un infierno semejante, joder.

Nunca le he visto faltar al trabajo, nunca me he conseguido acercar a él para darle los buenos días. Nunca he conseguido que se fije en algo bueno que yo haya hecho. Entra y sale cada día, atravesando la misma puerta que yo, y aún así no le conozco ni un ápice.

23-6-00. Tarde.

Hoy ha echado a dos. Estaban simplemente hablando, cada uno sentado frente a su terminal, cuando él salió por la puerta de su despacho. No hizo falta más. A la puta calle. Maldito cabrón. Después volvió a entrar, como si nada hubiera sucedido. Y al día siguiente teníamos dos nuevos en la sección.

Joder. De nuevo tengo problemas con mis padres. Creo que no entienden lo jodido que es irse de casa. Si al menos tuviera algo de seguridad en el curro... pero con el malnacido este no hay forma de poner la mano en el fuego. Me he encerrado en mi cuarto para no seguir discutiendo. Estoy hasta las narices. Creo que voy a llamar a Susana para salir un rato.

23-6-00. Madrugada.

Hemos estado comiendo algo en un Burguer Kin. Después necesitaba algo de ruido, así que le he dicho a Susana que fuéramos al garito de Alberto. Ella tenía día de otros asuntos, pero de cualquier modo hemos ido. He tomado un par de litros de cerveza y me he achispado, he pillado el puntillo. Hemos hablado sobre móviles, ella quiere el 3210, a mí me parece que es una jilipollez gastarse pasta en esas cosas. Después he ido a mear y Susana me ha seguido. Joder, no hay nada que me dé más asco que joder en un baño lleno de meados, pero me ha violado. Después me he reído cuando ha ido a ponerse las bragas y estaban empapadas. Que se joda, lo comido por lo servido.

Al salir nos hemos sentado en el banco de un parque. Creo que yo intenté hablar de irnos a vivir juntos. Supongo que por compartir gastos. Bueno... creo que la quiero. O algo así. No soy bueno en esto. No tengo ni idea, sólo sé que cuando ella no está... bueno. No hace falta que me diga esto, en algún lugar de mí tengo claro lo que siento.

Es igual, diario de mierda. El caso es que cuando quise sacar el tema, ella abrió las piernas y me enseñó su interior sin bragas. Maldije las minifaldas. Cuando quise darme cuenta ya estábamos otra vez liados a muerte. ¡Y en un parque! No, si el día que pillemos una cama... Al terminar intenté comenzar de nuevo la conversación, pero Susi me dijo que tenía que irse a casa. La acompañé y camine por la zona peatonal hasta mi portal. Me senté y me encendí un cigarro. Joder, ¿por qué todo es tan difícil? Vaya mierda. El cigarro sabía a cartón, te lo juro, y me hizo reflexionar sin ton ni son. La cabeza se me fue, se me desbocó. No sé por qué coño me aleje en dirección al parque de nuevo. Me senté en el mismo banco. Encendí otro cigarro. Supongo que, de alguna forma, era como estar con ella otra vez, como si no hubiera tenido que irse a casa. Como si nos quedara otra opción que someternos a la tiranía de los relojes.

23-6-00. Madrugada otra vez.

No puedo dormir. Hace un calor pegajoso y jodido. He ido diez veces a la nevera, a beber agua helada. También me acuerdo de ella. Me acuerdo de todo lo que es ella. Soy un jodido romántico, supongo. No sé, no entiendo por qué todo tiene que ser así. Me quedan tres horas para volver a ver al maldito cabrón, y encima sin dormir. Joder.

Bueno, es lo mismo. Mañana será otro día. A lo mejor me sorprende y un día el bastardo cambia. No lo sé. Al llegar a casa he estado viendo una peli antigua que echaban por la tele. Después he puesto a cargar el móvil, me he lavado los dientes y me he acostado. ¿Te interesa esto, cabrón? Con angustia. Pero creo que ya me voy acostumbrando a ella, de algún modo. Siempre viene cuando estoy a punto de acostarme, cuando el día se agota y todo ha seguido su curso normal, normal y equivocado, equivocado e ineludible. Nada cambia, creo que lo que más me jode es no tener opción ninguna de cambio.

Podría dejar el curro. ¿Y entonces qué? A la mierda la posible independencia con Susana. Ya, pero si no lo dejas te vas a quemar. Ya, pero encontrar otro así es bastante jodido. Ya, pero te está encabronando a toda prisa. Ya, pero... tengo que aguantar.

Y nada más, diario idiota, mañana te cuento.

24-6-00. Tarde.

Bueno, todo como la seda. No le he visto la cara en toda la mañana. Se rumoreaba que había bajado a la cafetería y no había vuelto, pero eso a mí me parece imposible. Ese hijo de puta no es capaz de faltar a su puesto ni aunque se esté muriendo. El caso es que he trabajado como dios. Ni un solo fallo, ni una duda, ni un rato de nervios. Joder, sería de puta madre que este tarado no apareciera nunca más por allí.

24-6-00. Noche.

He salido de nuevo con Susana y, hoy por fin, le he comentado lo de pirarnos juntos de casa. Bueno, podría haber sido peor. Después de hacer el amor en el baño de un Seven Eleven nos hemos sentado en el mismo banco del mismo parque. Antes de que se recuperara del todo se lo he soltado.

Venga, hijoputa, ¿qué crees que ha dicho? Pues que va a decir, que es todo tan inestable... Y tiene razón.

Pero, quizá, si lo intentamos...

Joder, a lo mejor sale bien.

Me ha dicho que tenía que pensarlo, que no quiere irse para tener que volver a casa de sus padres a los dos meses con el rabo entre las piernas. Comprensible. Bueno, pero podía haberse emocionado.

Después le he contado lo del hijoputa, y por fin me he acordado de su nombre —en realidad lo apunté en un papel esta mañana— y se lo he dicho. Joder, resulta que lo conoce del instituto. Entonces el maldito no es tan viejo. Conociéndole, le he preguntado a Susana si le hizo alguna putada. Ella me ha dicho que no, que simplemente le conoció. No he querido insistir, pero la cosa se ha quedado en el aire como humo de tabaco. Después hemos ido al garito de Antonio y ya está. Jueves.

25-6-00. Tarde.

Hay momentos en los que me gustaría tener una afición desmedida e idiotizante por cualquier cosa, cualquiera que me despegase de esta mierda de vida y me hiciera pensar, aunque sólo fuese por un rato, en algo que no tuviera nada que ver conmigo. Me gustaría que me gustase el fútbol, por ejemplo. Susana me ha dicho que hoy no podía salir por no sé que tonterías del trabajo. Delante de mí se extiende una tarde yerma de no conseguir sacarme de la cabeza lo difícil que es todo.

25-6-00. Madrugada.

Al final ha llamado Susana y hemos ido a tomar algo donde Antonio. La he notado silenciosa, y me ha dicho que estaba hasta las narices del trabajo, que no era nada más. No hemos hecho el amor. Simplemente hemos escuchado música de forma hipnótica hasta que la he acompañado a su casa, sin abrir la boca. En su portal me ha dicho que cree que va a tener que trabajar bastante en casa desde ahora, por lo que nos veremos menos. Vaya putada. El mundo es una mierda bien gorda. Estoy cansado, tío, no puedo entrar en más detalles. Hasta mañana.

7. Cinco años.

Lo que más recuerdo de todo es el silencio. El silencio y dormir. Lo que más recuerdo de lo que más recuerdo es la mirada perdida y ensoñada frente al espejo. No me importa que me cuenten cosas de críos y me hablen de un pueblo, o de un valle donde veranear. No me importan los relatos de la típica amiguita de incipiente sensualidad (que al final siempre tiene que irse a otra parte, bien porque se acaba el verano o bien porque trasladan al padre o...) , porque una cosa son los hechos, que permanecen, y otra cosa es la verdad, que es moldeable.

Así que lo que yo alcanzo a ver cuando miro hacia atrás es la increíble capacidad de dormir, relajado y sin tensiones. Si algo me lo impedía era siempre una ilusión, no un temor. Quizá mi infancia fue relajada de forma especial, pero no lo creo. No puedo creerlo. Estaba sometido a la imaginación, la imaginación desbordante de quien aún no ha probado sus propias fuerzas y no se ha golpeado con un muro repetidas veces.

Me estoy afeitando, no puedo más que repetirme que la diferencia que encuentro en mi rostro no es más que un cambio en la piel, en los músculos, en los huesos, que no tiene nada que ver conmigo, con mi interior. Vale decir con mi alma, si queréis. Vale decir mi personalidad. Me corto, me cabreo, intensifico la ración de after shave en ese punto y me olvido. Salgo a la calle y cojo el metro, salpicado de anuncios que no me dicen nada especialmente.

Tumbarme en la cama, reventado por una tarde en el parque jugando al baloncesto, y dormir. Las cosas cambian sin que nos demos cuenta y las capacidades se diluyen imperceptiblemente hasta que, simplemente, se esfuman. No tengo demasiada idea de por qué esto es así, aunque sé que tiene que ver con este mundo inventado en el que no nos queda más remedio que vivir. Uno de crío quiere ser bombero, pero luego resulta que es bajito. Uno quiere ser pedagogo, y luego no entiende qué tiene qué ver la pedagogía con lo que está aprendiendo en la universidad. Cosas que suceden.

Paso la tarjeta de mi abono transportes por los torniquetes de entrada y me meto en dirección Gran Vía, para hacer allí transbordo a la línea uno. En el andén se agolpa la gente que, como yo, va a alguna parte y se impacienta. Se impacienta yendo a alguna parte con sorprendente facilidad, a lo mejor no entienden por qué van donde no quieren, a lo mejor tienen muchas ganas de llegar. No tengo ni idea, la verdad. Si ellos supieran que en metro no vamos a ir a ninguna parte por un tiempo, ahora mismo, ¿qué pensarían? Porque ninguno de nosotros ve a la mujer que está pegada a la vía, esperando tranquilamente. Ninguno la ve dar un pequeño paso justo cuando en tren se acerca, sólo oímos el chirriar de los frenos y, después, los gritos de quienes comienzan a darse cuenta de lo que ha pasado.

Por un momento todos se preocupan por ella. Luego es sólo un retraso molesto.

Yo me siento extraño, quizá sólo por ello escribo esto. No tengo ninguna intención, ninguna moralina que ofrecer. Transcribo y no pienso, para no pensar transcribo. No he ido al trabajo, no he llamado. Me da igual, después de vomitar el desayuno sólo me quedaba vomitar el resto. Lo siento.

Ahora, al terminar, cojo mi cuerpo desconocido y lo levanto, le arrastro a la cama y lo tumbo. Lo hago todo por instinto, sin razonamientos ni intencionalidades más o menos espúreas, lo hago todo y me duermo, vacío, algo esperanzado, sin problemas, renacido o revenido, transliterado o engañado.

Como un angelito de cinco años.

8. Un verdadero profesional.

Todo comenzó sin afición, casi como un juego. Un amigo suyo estaba harto de soportar las palizas de su padre y le pidió el favor a cambio de los cromos que le faltaban en la colección de Willie Fog. Él deseaba tanto terminar la colección que le dijo que sí y dos días después tiró el casette en el que el padre escuchaba a los Eagles a la bañera donde se estaba bañando. Fue espectacular ver retorcerse a su primera víctima. Y su primer trabajo supuso también su primera desilusión. Cuando volvió a la habitación de su amigo y le contó lo que había hecho, reclamándole los cromos, este empezó a llorar como un condenado y se fue al baño gritando. Avisó a su madre y a su hermana y todos lloraron mientras él esperaba pacientemente su salario. Tenía ya cinco años y no se iba a dejar engañar por ningún tipo de excusa.

Gracias a su abogado todo terminó bien, porque éste convenció al juez de que había sido un accidente, de que sólo había intentado agarrarse a algo mientras el padre de su amigo le cogía de la cabeza para que le diera un besito en el pajarito, soltando la habitual retahíla de frases hechas: que si esto es un secreto entre los dos, que si nadie lo entenderá si lo cuentas, que si al pajarito le gusta así, etc, etc. Pero al final se quedó sin cromos, y eso le marcó para siempre. Por supuesto, no volvió a hablar a su amigo, no estaba dispuesto a tratar con impresentables.

El instituto supuso una gran acumulación de odios y de gente, lo que le abrió un gran campo profesionalmente. Descubrió a su gran aliado: el miedo. Nadie le delataría jamás. Seguía sin conseguir cobrar sus servicios, todos le ponían la misma excusa, como si se extendiera por todas partes una gran epidemia de bromistas. Él debería haber aprendido de eso, pero por aquel entonces ya le había cogido gustillo al empleo y no pensaba abandonar lo que le daba sentido a su vida por ese tipo de menudencias.

9. La curva.

1.

La carretera retorcida no le permite aumentar la velocidad, por lo que los kilómetros se difuminan despacio mientras él tiene tiempo para mirar el paisaje sin cambios: el escaso verde sobre los ocres pertinaces a ambos lados coronados por el azul piscina del cielo. Aún es temprano y hace fresco fuera, así que apaga el aire acondicionado y baja las ventanillas oprimiendo el botón adecuado del cuadro de mandos. Siente cómo se despeina. Ha cogido el coche escapando escapando de una casa en alquiler que no puede pagar y escapando escapando de una relación imposible y escapando escapando de un mundo en el que, desde hace quince días, se siente un paria.

No entiende cómo pudieron llamarle a aquél despacho para decirle aquello, no entiende cómo si fue el mejor vendedor hace seis meses, con una diferencia abismal. Seis meses y ahora esto. Le llamaron y acudió sonriendo, acariciando la posibilidad de un ascenso. Fue al baño, se peinó y se lavó la cara, comprobando que nada estuviera fuera de su sitio, y todo para que le dijeran “debemos apretarnos el cinturón, Luis, sé que lo entiendes perfectamente”. Agachó la cabeza y dijo que sí. Qué otra cosa podía decir. Otra cosa es lo que le hubiera gustado decir. No podía creérselo. Después Susana. Susana le dijo que no estaba dispuesta a pagar ella sola el alquiler del piso, le llamo estúpido, incluso. Estaba perdiendo el norte a un ritmo frenético. “Susana... ¿no podrías intentar animarme un poquito?” y Susana podía, pero decía que las cosas no se pagaban solas, que no era el momento de andar con ánimos, sino el de quedar aplastado por las preocupaciones. Y Susana espoleaba y espoleaba el día uno, el día dos, el día tres... hasta que el quince él no pudo más y pensó en un respiro en cualquier parte, en coger el Mercedes que ya no puede pagar y volar a cualquier parte. Quince días de Segundamano y de patear las calles en busca de un trabajo infructuosamente. Quince días de angustia continua a todas horas y angustia multiplicada en el momento de meterse en la cama y quedarse solo consigo mismo. Quince días de tensión e impotencia.

Volvió a su mesa y sacó del último cajón del escritorio la caja doblada de cartón que pensó no utilizar nunca. Con cinta americana reforzó las juntas después de montarla y comenzó a llenarla con las cosas de la mesa: la fotografía de Susana, los bolígrafos y cuatro insignificancias más. Si reparó en las miradas de sus compañeros fingió no darse cuenta, como si estuviera solo en aquella habitación. Como si a su alrededor una cúpula opaca le excluyera de aquel ambiente irrevocablemente.

A su izquierda un grajo se deja llevar por el aire sobre el verde de lo que él cree son olmos. Hay gente labrando la tierra en los campos, agachados, con el azadón hendiendo el suelo incansablemente. Pone “Binatural” de Pearl Jam en el casete y se deja llevar por el ritmo picado de la música.

El verano pasado estuvo en una casa rural con María, la peor decisión de su vida. Si por algo la perdió, es consciente de que fue precisamente por aquellos quince días sin televisor rodeados únicamente de campo sin centros comerciales. Con ella paseaba cada tarde cuando caía el sol y la besaba detrás de los árboles y jugaba a perseguirla aún cuando ella jamás corría. Decía que podría torcerse el tobillo con un mal paso y tanta piedra. Después volvían a la habitación y él intentaba hacerle el amor, mientras ella echaba el pestillo del baño cuando iba a mear.

—¡Menuda hija de puta estúpida! Tendría que haberlo supuesto, joder. Nunca debí llevarla a un lugar donde el único servicio de peluquería lo ofrece el veterinario. ¡Ja! ¡Y me hubiera gustado haberla visto en sus manos, hubiera pagado por ver su cara mientras la esquilan profesionalmente!

Una curva cerrada le obliga a prestar atención a la carretera, la gravilla salta bajo la rueda trasera izquierda y culea el coche levemente. Sonríe, la adrenalina descargada le hace sentir bien por primera vez desde que salió de casa hará una hora. Recuerda haberse desviado en Jadraque, haber cruzado unas vías y después haber tomado la izquierda.

—¡Y la idiota me dejó dos meses después! No pudo encontrar una razón lo suficientemente sólida hasta que no volví borracho a casa una vez. Subnormal. Me alegro de que entendiese que no tenemos nada que ver. Hizo un mundo de aquella borrachera, la capulla, sin contar con que encima me hizo sentir como un enfermo, cuando lo cierto es que ella no quería compartir su vida con alguien que no idolatra a Loewe. Bah.

Caliza, a la derecha del asfalto caliza cortada por las máquinas que levantaron la carretera. Aunque por aquel entonces las máquinas que más trabajaban eran las manos. Un mes de trabajo y podías comprarte un traje para ir a las fiestas como un señor. Dejar el campo un mes para levantar una carretera innecesaria en cierto modo, porque los mulos van mejor por el camino de tierra que, además, es más corto. Pero un traje bien vale una carretera. Y aquí queda, asfalto sudor sangre que acercan.

Curva cerrada a la izquierda, sorteando el monte y María en el espejo retrovisor retocándose los labios.

—Ya verás cómo te va a encantar, mujer.
—Lo sé, Antonio, se que va a ser estupendo, tan chic...
—Levantarte temprano por la mañana para dejar que el rocío que todo lo cubre te refresque, tomar un café enorme con bollos y pasear antes de que apriete el calor...
—¿Qué tipo de bollos?
—¿Cómo?
—Si, ¿qué tipo de bollos?
—Pues no sé... de los grandes y estriados de pueblo.
—Huy, no. No pienso venir aquí a ponerme como una vaca, sólo quiero ver vacas.
—¡Venga, coño!, ¡son quince días!
—Es lo mismo.
—Tú verás.
—Por la tarde... ¿iremos al cine?
—¿Al cine?
—Sí, supongo que habrá un pueblo grande cerca, ¿no?
—Sí.
—Ah, ¡que alivio!
—Pero no tiene cine. Tiene una piscina, lo ponía en el folleto.
—¿Qué?
—¡No me digas que quieres irte allí para meterte en el cine! ¡Para eso no tenías que moverte de Madrid!
—¡Tendrán por lo menos un pub para ir por las noches!
—Tienen... bueno, será mejor que lo veas por ti misma.

Y Susana que aparece en el asiento de atrás, sonriendo.

—Siempre te dije que María era estúpida, Susi.
—Lo sé, Antonio, pero creo que...
—¿Quién coño es esta?
—Es Susana, María, la chica con la que vivo ahora.
—Ay, encantada.
—Igualmente.
—¿Lleváis mucho tiempo?
—Unos ocho meses.
—Nosotros estuvimos dos años.
—¡Qué barbaridad!
—¿Que coño hacéis las dos en mi coche?

Es demasiado tarde. Todo se esfuma y se abre paso la oscuridad.

2.

Cuando recupera el conocimiento el morro del coche está empotrado en la caliza. Se llama idiota ritualmente un par de veces e intenta sin conseguirlo poner en marcha el motor. Abre la puerta, sale y comienza a caminar. La carretera es estrecha y está destrozada en sus márgenes, mostrando la piedra debajo del asfalto y, aún más abajo, la tierra, el soporte último de este escenario. A lo lejos se muestra un pueblo. Un lugar en ninguna parte. Un buen sitio donde empezar algo.

10. Cansancio.

Ahora sí es de noche, ahora se puede empezar a escribir. Me gusta la tranquilidad. Todo el maldito día entre la gente en la cafetería, todos parlotean como cotorras y no callan. Me gustaría decirles basta ya pero no puedo. Me gustaría salvar al menos eso. Me gust

11. Párpados, frases, respuestas.

1.

Obviamente te preguntarás que hacía yo allí, aquí, entonces, ahora, escribiendo. Es obvio porque tú siempre intentas comportarte como si fueras tú misma. Yo sólo tengo que esperar a que se cumplan mis predicciones, de otro modo eres intratable.

Ante tu futura impaciencia, que será presente y patente cuando leas y pasado cuando anudes entre sí los cordones de mis zapatos y me lleves a pasear —tomándolo por venganza—, te responderé para los tres tiempos que es muy sencillo colegir que me siento solo. Sí, he mirado alrededor y, a: no hay nadie en las cercanías y, b: mi gesto facial se ha delineado tal y como sólo hace cuando nadie mira. Evidentemente eso no es una razón necesaria aunque sí suficiente, por lo que no te queda más remedio que justificarme aunque te pese.

Así pues descorrí los cerrojos que negligentemente colocaste en un armario, para encerrar el bolígrafo y las hojas de escribir para escribir, y me dispuse o me he dispuesto a hacer líneas. Tú ya conoces mis manías, de izquierda a derecha y a base de letras. De otro modo me cuesta.

Por supuesto no olvido-olvidé acumular la suficiente desgana y apatía como para que el negro no deje de surcar el blanco en un buen rato.

Ayer, ya entrando en el no-tema central, quedé con Azucena, que hizo el esfuerzo por lo poquito que le suponía en ese mismo esfuerzo. Como llovía nos cogimos de la mano y nos quedamos depie bajo un andamio, que olía a las usuales y feraces sudoraciones de los saltimbanquis y los funambulistas que en ellos germinan su trabajo. Tú dirás “vaya cosa”. Pero es que quiero ir despacio. Después fuimos a tomar café (y ahí ya siento como tus uñas se abalanzan camicaces sobre tus dientes) a una frutería que no servía café pero se dejaba atender por una dependienta amabilísima, que supo entendernos perfectamente a la primera y sin ironía. Huelga decirte que no había ninguna librería cerca donde tomar un buen café aguado bayo claro, enmohecido por la humedad de los falsos libros de los estantes y tenue y satisfactoriamente edulcorado por la melaza de las tapas golosas por motivos del marketing. Si no, ¿de qué la frutería? Pero las cosas suceden frecuentemente como les da la gana ir sucediendo. Ya sabes que yo no soy muy bueno dictatorialmente hablando.

Parloteamos de todo y de nada, incluso un poco más de nada que de algo, tema que también se tocó en la charla. Ella estaba preciosa porque se había atildado su nombre desleído con un tipo de letra absolutamente desconocida para mí, de tal modo que “Azucena” trinaba algo así como “apetito”, palabra que una vez fue calificada por alguien como hermosa y así se quedó instalada de por vida en mi cerebro. Eso ya lo sabes porque te lo estoy contando, así que no merece la pena, formalmente hablando, insistir en ello. Ella dijo vaya ideas que se te ocurren mira que invitarme a pasear sin más porque sí y sin motivo. Vaya, voy a tener que ordenarlo.

—¡Vaya cosas que se te ocurren! —dijo ella— ¡mira que invitarme a pasear sin más, porque sí y sin motivo!

(Un diálogo en forma de diálogo es siempre algo extraño).

—No lo siento en absoluto, diría yo —dije yo—. Creo que me siento bien, huele misteriosamente a fruta y eso me invita a trasladarme a un huerto en las afueras de Murcia donde creo recordar que pasé mi niñez, aunque las pruebas documentales en contra no me permitan aseverarlo sin duda alguna.

En ese momento la frutería se evaporó con un intenso sonido de evaporación, debido al terrible enfado que le produjo a la fruta mi descortés mención de su olor personal. A nadie le gusta que le apunten que se difuminó el poder encubridor de su desodorante, en este caso de manzana y naranja y así sucesivamente.

El caso es que, de repente, nos encontramos sentados en una tapicería horrible que concentraba a su alrededor todo un salón femenino de belleza para mujeres. Aun así quedó pregnado en el aire (que decidió quedarse) el tenue perfume de las frutas —causante de la discordia—, en forma de una leve lluvia que prendó en las alfombras marcando surcos amarillos y rosados, tal que limones exprimidos incrustados en carne de sandía despepitada, cruzándose mientras recelosamente afeaban la ya de por sí horrenda peluquería. Afortunadamente Azucena y yo somos de aquellos que tienen párpados y sólo con cerrarlos pudimos dejar de ver aquel lugar inefable.

Seguimos hablando en una obscuridad absoluta, imaginándonos en otra parte; por otra parte, es lo que solemos hacer casi todo el tiempo. Ya te imaginas el tema de conversación: de todo, de nada y de algo.

—Joder —casi declamó ella— ¡qué fuerte, tío!, mira que llamarme hoy, sin un interés preciso...

Después se limitó a repetir la frase anterior. Yo estaba intrigado, creí suponer que aún le quedaban cinco, lo que hace un total de siete frases completas y coherentes. ¿Qué me dices de eso? Motivos no te faltan para empezar a rascarte ese diminuto lugar de tu frente que te rascas cuando no te faltan motivos. ¡Estimulante!

—En realidad —mientras hablaba yo iba desplegando el tablero de juego que andaba tanteando— , en realidad te quiero, Azucena. No puedo evitarlo, he intentado lavarme el corazón con jabón, asesinar de una vez al maldito estudiante del quinto, beber agua hasta agotar el grifo; he intentado todo esto y más y lo he conseguido, pero aparte de distraerme un rato no ha servido de nada, no he podido llegar a impedir que mi corazón siga impertérrito deseando irse a vivir con el tuyo a Algete, Tres Cantos o Leganés. En ningún momento ha hablado de nosotros, así que quizá quiera escaparse mientras duermo y secuestrar tu corazón y no volver jamás. No sé qué haría sin él, le conozco desde pequeñito, así que intentaré acompañarle vaya donde vaya.
—Joder —respondió, aunque no me valía, puesto que sólo era un apócope de la frase anterior.
—Es cierto. Te juro que no me gustas especialmente, lo digo con la mejor de las intenciones. Pero ahora mismo siento cómo se agita este infame ante la cercanía de su homónimo.
—Es... ¡terrible! —justo cuando ella terminó de decir esto me encontré fumando ese ubicuo cigarro que se excita tanto cuando soy feliz, porque ya tenía en mi mente tres de las siete frases de aquella alma que estaba examinando microscópicamente.
—¿Qué podemos hacer al respecto? —tenté con una frase pisoteada y llena de huellas, porque la sorpresa me cortó el aliento vital de la imaginación— ¡Dime! ¿Qué?
—Bien... —¡anuncio irrevocable de la cuarta frase del almanaque de sus frases personales!
—Sigue, por favor.
—Es... ¡Vaya cosas que se te ocurren!, ¡mira que invitarme a pasear sin más, porque sí y sin motivo!

Debí habérmelo imaginado, la muy taimada no podía dejar de empezar a conjugar sus frases descubiertas; es, como debes saber ya, algo puritana, y no quería dármelo todo el primer día. Yo ardía de rabia hasta tal punto que la tapicería, que se había escondido, con nosotros encima, en un rincón —abandonando su lugar central para darnos intimidad— empezó a gritar hasta que llamó la atención de un bombero que pasaba curiosamente por allí, y que nos apuntó con su manguera de paisano para atemorizar mi fuego y mi rabia. Le di las gracias en sobre lacrado, por si acaso, y me enfrasqué de nuevo en el juego, ahora tranquilo.
—Todo esto carece de interpretación plausible —sentencié—.
—Bien... ¡sin motivo!

A mí me empezó a parecer que estos puzles que ella practicaba no eran más que desmembramientos de muertos para construir grandes y horrendos Frankenstein, impresión que aún hoy no consigo explicarme.

2.

No es mi objetivo darte celos, aunque te esté escribiendo precisamente para eso. En definitiva quiero decirte que estaba harto del salón de belleza, así que ofendí su buen gusto alborotando mi lustrosa barba recién afeitada, que llevaba por casualidad en un bolsillo. Otra vez el sonido de evaporación, producido por la evaporación acuosa de las esencias y el alcohol y los secadores y las peluqueras y, en fin, de todo eso que bochornosamente siempre se encuentra en un detestable salón de belleza del intoxicado tipo de aquel.

De nuevo de repente nos encontramos en otro sitio, al final de una barra larguísima y achatada por los polos o por los pelos —lo siento, lamento no ser exacto, pero sufro de un lapsus terminológico justo en este momento que ya ha pasado— vestidos de payeses, debido a que nuestras ropas inexplicablemente también se ofendieron y se disolvieron en sólidos rayos beta que atravesaron el suelo y, consecuentemente, desaparecieron en él. El que las ropas fueran filogenéticamente payesas es un hecho que guarda la misma relación con lo inextricable que su cabreo con lo inexplicable.

La barra larga y achatada pertenecía a un bar minúsculo y coquetón que veía reducidas sus dimensiones por el factor gente, que se apretujaba dulce y cuidadosa sobre sí misma, confiriendo una sensación de paz y sosiego a las personas que la formaban. Como no tenía ganas de darme detalles me quedo con las ganas de ofrecértelos a ti ahora, entonces, después.

Yo sentía, y aún lo siento cuando siento algo identificable con lo de entonces, que andaba descuidado y en baja forma, por lo que empecé a saltar a la comba, lo que no sorprendió a nadie porque nadie aún no había llegado. Le pedí cortésmente a Azucena que me hablase de lo que quisiera, con el fin lúdico de conversar, y ella me respondió con una sonrisa a bocajarro que no me esperaba, por lo que empecé a conjeturar que era sorda. Con la sonrisa aún coleteando en mis tímpanos me fui al baño, que afortunadamente estaba donde debía y no me obligó a irlo buscando. Dentro hallé una taza de váter color blando que me tendía su boca inmensa, cumplidora. No pude menos que no despreciarla con mis mojigaterías, aunque yo había ido al baño únicamente por si encontraba a alguien, que ya me estaba haciendo falta. Mientras rociaba su garganta con un extraño fluido que me nacía abruptamente de dentro —nervioso y caliente como un potrillo juguetón dispuesto a comerse el cielo, de aperitivo, antes de la hierba dietéticamente ubicua para los equinos en cuestión, es decir, para aquellos que no comen otra cosa— recordé que alguien siempre llega con nadie y juntos se alegran la tarde convirtiéndose en alguno, que nunca se entera por donde vienen los tiros que no vienen.

Agradecí a aquel complaciente váter su dedicación y profesionalidad mediante conexión telefónica directa, que además de evitar indeseables confianzas es más barato que el transporte aerotransportado terrestre. Salí de aquel estupendo lugar abriendo la puerta para después cerrarla educadamente, siempre detrás de mí. Soy extremadamente vulgar en estos casos, pero no conozco otra forma de salir de los bellos lugares sin ventanas y cerrados por una puerta.

3.

Como la posibilidad del diálogo se me parecía inopinadamente imposible, tras pedirle que abonase la cuenta pulsé a Azucena en el justo lugar, donde radica su botón de apagado y vuelta a casa con piloto automático, y observé cómo sus nalgas la conducían fuera marcando un paso marcial. Buena cosa eso de las nalgas prietas en mujeres como aquella, buena cosa que sean dos y perfectamente amoldadas a su continente del pantalón. Cuando aquel, tan querido para mí, culo traspasó el vano adintelado de la puerta, imaginé que el resto del cuerpo lo habría seguido y, por tanto, pude sacar sin temores un paquete de tabaco del bolsillo interior de mis calcetines. Pedí una cerveza a una cara vagamente conocida que las servía incondicionalmente, y en ese preciso momento comprendí dos cosas: que tendría que pagar mi tercio y que la cara pertenecía casualmente y por contrato de seis meses, renovables, a la frutera amable de los cafés. Lo primero me resulto espeluznante, lo segundo algo mejor.

—Hola —me dijo—, usted me suena.
—Es algo más que probable, nos vimos hace tan solo un par de momentos y establecimientos.
—¡Ah!, ya recuerdo. Usted es el joven acompañante de aquel nombre desleído pero delicioso por su letra.
—Ciertamente —estaba empezando a interesarme, y era trabajoso y cansado hacerlo— , y usted la frutera.
—Temí que no se acordara de mí, somos tantas en el gremio... Le noto esforzado y enrojecido, ¿no estará, por casualidad, empezando usted a interesarse?
—Lo lamento, me avergüenzo de ello, pero así es.
—¿No estará eso de algún modo relacionado con mi persona?
—Más bien, de momento, sólo con su cuerpo.
—¡Estupendo!, es la primera vez que me sucede.
—En realidad, eso es fascinantemente consecuente con el estado de la fijación de interés en los humanos varones de la sociedad actual.
—¡Dígamelo a mí!
—No a otra si no a usted le hablo.
—¿Podría tutearme? ¿Podría darme un cigarro? —y en sus ojos ciertos brillos relataban un cuento de brujos y hombres saltando alrededor de una fogata, lo que me enterneció hasta tal punto que no pude evitar descruzar la pierna derecha de la izquierda para cruzar esta última sobre la primera.
—Intentaré ambas cosas —dije.

Y lo del tuteo fue sencillo, mientras que lo del cigarro se vio complicado por el miedo de éste a irse con una desconocida que mostraba sinceras ganas de fumárselo. Al final conseguí convencer a sus hermanos de que no correría ningún peligro y se lo tendí a la ahora preciosa camarera; para no perdernos, recordaré que anteriormente era una frutera vieja, gorda y sensacionalmente fea.

Ella encajonó el cigarro en el almacén, especializado en objetos cilíndricos y alargados, que tenemos los humanos entre la oreja y el cráneo, con un gesto descuidado que por serlo tiró al suelo ocho botellas de vodka y treinta y siete paquetes de hielo.

—Deberías tener cuidado con tus gestos —le recomendé— no parecen muy atentos.
—Lo sé, me tienen harta, pero una vez me dijeron que mis gestos descuidados eran los que más contribuían a mi belleza. Y por ello en este asunto estoy atada de pies y manos y con una manzana en la boca.
—Hermosa manzana.
—Dificultza el fabla.
—No se nota nada.
—Si cambizamzos de azunto se notzará menoz.

Estaba empezando a interesarme por su aparentemente inagotable repertorio de frases, lo cual produjo en mi rostro una serie de contracciones y erupciones cutáneas múltiples que no pudieron menos que ser observadas.

—Creo que tu interés —me sonrió hablando entre sonrisas— aumenta, muta o se permuta.
—Así es, estoy desolado. Me temo que empieza abarcar todo el conjunto de tu persona.
—Bueno, si te desola, hablemos de otra cosa.
—Restringimos demasiados temas, tus gestos despistados y mi interés patente.
—Es igual, no nos conocemos de nada. Ahora mismo disponemos, en potencia, de una serie infinita de buenos motivos de conversación.
—Tienes razón.

Sus ojos me miraban desde debajo de las cejas, parapetados en ellas y jugando a lanzarme oboes fuertemente lascivos. Ojos violáceos como el color violeta que, grandes y ovalados, mostraban unas pestañas decorativas largas y rizadas que sólo podían significar que ella también tenía párpados. Agradable. Justo entre los dos ojos nacía una nariz pequeña, en horizontal y hacia abajo, que moría en dos agujeritos como dos leves pinchazos de alfiler en un corcho blanco. Un poco más arriba, sobre sus cejas, partía hacia el nacimiento de su pelo una frente despejada y lo suficientemente amplia como para permitir grandes pensamientos, frente que se fruncía bellamente cada vez que ella vocalizaba la “o” y la “s”, y lo hacía formando surcos rectos y simétricos que no se metían a invadir el terreno de ningún otro, por lo que la paz en aquel trozo de su hermoso cuerpo estaba asegurada. Su pelo gris ceniza o plata —poca luz existía en el bar en aquel momento como para que yo pudiera matizar precisamente— se descolgaba cabeza abajo por su cuello, y más tarde se deslizaba en su tórax en tranquilas ondulaciones sin pretensiones que se dejaban llevar con indiferencia por la suave corriente del aire acondicionado presente, que acondicionaba afectadamente el local para un gran resfriado que se suponía podía sobrevenirnos ya en cualquier momento. Las ondulaciones se transformaban en circunvalaciones a la altura de sus senos, y fue allí mismo donde pude encontrar sus pechos perfectamente dispuestos en posición erguida y rematados por sus puntas o pezones. La ropa que llevaba dejaba al descubierto su ombligo, que ostensiblemente demostraba su frío vibrando sucintamente el baile de los siete velos y vaciando constantemente combinados de Cointreaux con Licor 43 en un vano intento de entrar en calor. A los lados de este borracho agujerito encontré dos curvas praxitelianas que eran puentes uniendo el minimalismo de su cintura con la rotundidad de sus caderas. De ahí hacia abajo me sorprendió no encontrar más que una barra de madera, aunque luego, al verla fuera, comprendí que también tenía piernas, y ella me dijo le era más cómodo dejarlas en un armario cuando trabajaba para no mancharse las medias. El resto de los detalles ya los iré exponiendo.

—¿Qué sucedió con la dama del bonito nombre? —me preguntó, perfectamente consciente del reconocimiento exhaustivo al que acababa de ser sometida.
—Oh, poca cosa, provocó mi más fuerte desinterés. Supongo que son cosas que simplemente suceden.
—Posiblemente.
—Pero no hablemos de ella, estando tu presente.
—¿Por qué?
—Es de mal gusto.
—Ciertamente.

Cambié de conversación rápido, lo que produjo un musical chasquido en mi aparato fonador que la dejó embelesada, me lo confirmó más tarde. Como es difícil hacer brotar un tema interesante sin llevar las fichas encima, me decanté por preguntar por ella a ella misma.

—¿Qué tal la hostelería?
—No del todo mal, no puedo quejarme. El sueldo es miserable y la jornada devastadora, pero tengo un lugar donde tomar refrescos gratis y conocer gente nueva constantemente.
—¿Y la respuesta de verdad? —le pregunte capciosamente.
—Una mierda. Es una mierda. Lamento la respuesta anterior, a veces no puedo evitar que la costumbre me lleve a decir cosas que, en mi cabeza, constituyen el lado oscuro y poderoso de la fuerza bruta.
—Comprensible, estás perdonada.
—¿Tú de qué trabajas?
—El caso es que llevo años intentándolo, pero nunca he conseguido quedarme más de una semana en ningún trabajo. Me da mucha rabia, pero me es imposible. A los dos días de empezar, a mas tardar, empiezo a acumular en ingentes cantidades una sensación de estupidez que me ata a la cama. Y así ya me dirás quien puede ir a trabajar. Me despiden por absentismo laboral cuando, en realidad, yo no tengo culpa alguna. Deberían juzgar esa sensación, previa extirpación, y condenarla a trabajos forzados.
—¿Te ata con cuerdas? Podrías injertarte cuchillas en las muñecas.
—Lo intenté, pero entonces cambió a las esposas.
—Supongo que no podrás integrar en tu sistema orgánico un soplete, además de que podrías chamuscarte algún miembro importante...
—Oh, no, ese está más abajo, bastante más...
—Sí, lo siento. De todos modos, es algo preocupante.
—Coincido contigo en eso, me tiene absorbido.
—¿Otra cerveza?
—Motivos económicos me lo impiden.
—No lo creo posible.
—De acuerdo entonces.

Lentamente fue arrastrando su tocón de madera hacia la izquierda, hacia la cámara donde acicalaban mi cerveza. A mi alrededor la gente se había disuelto en personas que remoloneaban aburridas jugando al paddle de mesa. El suelo contenía ya una buena proporción de colillas y cáscaras de pipas, por lo que uno sólo podía andar con incómodos pasos sonoros. Saqué un cigarro y le prendí fuego, haciendo caso omiso de sus gritos, por la fuerza de la costumbre de la que antes ya habíamos hablado ella y yo. Mis pensamientos callaban, escondiéndose detrás de los nombres en mi cerebro para que yo no pudiera localizarlos. Menudo plan, y yo sin ganas de andar buscando.

La segunda calada fue tan intensa que dejó inconsciente al cigarro, por lo cual ya no pudieron irritarme sus irrisorios grititos de dolor atroz.

Ella estaba volviendo. Me temía lo peor. Apoyaba las manos en la barra y con un pequeño esfuerzo se arrastraba un poquito hacia delante, y volvía a empezar de nuevo. Llevaba mi cerveza entre los labios, y la chapa le hizo un minúsculo corte en las comisuras del cual manaban avisos tremebundos de peligro en siete idiomas, en forma de una delicada gotita de sangre roja que embelesaba y atraía hacia sí todos mis besos, y de entre ellos los mas tiernos, y de entre estos los más suaves, y de aquellos en especial los más perdidamente enamorados.

4.

Como la noche es noche y tiene sus exigencias, terminamos los dos en una cama inmensa, repleta de sábanas, donde nuestros cuerpos se entrelazaron jugando al mikado. Contentos por no estar solos, fumábamos y tomábamos café y disfrutábamos del bingo de miradas que, en estos casos, siempre toca. Salí a comprar algo de comer y en Cuenca encontré una barra de pan y una lata de atún de oferta. Como el regreso a Madrid fue largo pude ver llover en el tren cortos ríos rizados de agua, cristal abajo en la ventana. Más tarde dejó de llover y las gotas se fueron a sus casas, entristecidas.

El revisor llegó como siempre y me preguntó como siempre y se enfadó como siempre. Buenas noches. ¿Billetes, por favor?

—Sí, ya lo he pagado.
—Me alegro, eso agiliza enormemente los trámites, ¿podría comprobarlo?
—Efectivamente, pero que usted podría es un hecho que ambos conocemos ya de antemano, por lo que confirmarlo no añadiría nada nuevo a nuestro cuerpo de conocimientos.
—Tengo que estar de acuerdo con usted en su apreciación, pero, en un plano distinto, no puedo dejar de observar que se trata de mi trabajo.
—Correcto, así es.
—Entonces...
—¿Sí?
—¿Su billete?
—Estupendamente, gracias. En mi bolsillo.
—Quisiera verlo.
—Le entiendo.
—No creo. Su billete, por favor.
—Me niego.
—¿No lo tiene?
—Acabo de asegurarle que sí.
—Entonces...
—¿Sí?
—¿Podría enseñármelo?
—Oh, nada más fácil, sólo tendría que sacarlo del bolsillo.
—¿Y?
—Me niego.
—¡Oh, me está calentando las manos! Si de hecho lo tiene, ¿podría indicarme el porqué de su negativa a mostrármelo?
—Por supuesto, no puedo molestarlo porque está descansando.
—Me está tomando nada sutilmente el pelo, el papel no descansa jamás.
—¿De quienes?
—Ah, así que usted es de esos.
—De los que no reconocen a las cosas sus justos derechos...
—No siga.
—Entiendo que se sienta culpable.
—En absoluto, lo que sucede es que no quiero perder más tiempo. O me enseña el billete o le echo a la calle ahora mismo.
—Pero... ¡aún no he llegado a mi destino!
—Por eso mismo mi anuncio es una amenaza.
—Terrible.
—Sin duda.
—¿Qué quiere que le diga?
—Absolutamente nada, simplemente enséñeme el billete.
—Ya estamos...
—Ahora mismo.
—Le repito que está descansando...
—Y yo le insinúo que no me joda, hoy no tengo un buen día y usted me está enervando. El billete. No me obligue a ser cruel...
—¿Con el papel? Le ruego que no le menosprecie, mi buen dinero me ha costado.
—De nada le servirá si no me lo enseña.
—Oh, qué insensible, me sirvió para comprarlo, para tenerlo a mi ladito...
—Me está cansando, le aseguro que esto va a terminar mal.
—En cualquier caso mal únicamente para mí, usted seguirá en el tren.
—¡El billete!
—Es inútil, esta es mi parada, de nada sirve ya que discutamos por un trozo de árbol machacado.
—¿Será posible? ¡El billete!
—¿Qué hará, echarme? ¿No acabo de decirle que aquí me bajo? Tranquilícese, hombre, le aseguro que los vagones están repletitos de billetitos como ese que usted anda buscando, así que sea bueno y vaya a divertirse encontrándolos.
—¡Alto! ¡Seguridad!
—Pobre hombre, ya era tarde. Nada más bajar del tren corrí tanto que antes de llegar a casa tuve que desincrustarme los ojos del cerebro, para no atemorizar a la linda camarera que, como recordarás, allí me esperaba.

5.

Ya estaba en el portal y me di cuenta de que algo era sumamente diferente, lo cual dejó de ser extraño cuando comprendí que era el de ella y rotundamente no el mío. Como no me había llevado sus llaves tuve que utilizar las mías y mi poder de convicción para abrir la cerradura, ante lo cual la puerta recapituló y me dejó libre el paso. Con la puerta del piso el orden fue más o menos el mismo.

Ella estaba despierta y vestida de María Antonieta. Llevaba una bandeja de coca-cola con vasos de coca-cola llenos de cerveza Día.

—Estarás cansado —me dijo con ojos tristes.
—Efectivamente, y tú hambrienta.
—Oh, no creas, me preparé algo de la nevera.
—Me dejas de piedra —y de hecho mis huesos se petrificaron visiblemente.
—Puedo verlo, es sorprendente.
—Sí, algo que escapa a la racionalidad en, al menos, tres de sus infinitas versiones.
—Siéntate, amor mío.

Y lo hice acompañado de un sonido de goznes petrificados. Me quité los zapatos, que se pusieron a pacer en la alfombra solazados y con gran parsimonia.

—Toma tu cerveza.
—¿Tienes algo para picar?
—Por supuesto, en realidad tengo de todo.
—Bueno, pues cualquier cosa.

Se fue a la cocina acompañada de un terrible fru-fru producido por su vestido. Yo dejé la bolsa con el pan y el atún encima de la mesa, encendiendo el televisor con una mano y rascándome la cabeza con la otra.

Me sentía imbécil por algo que jugaba a la guerra de guerrillas con mis neuronas. Apagué el televisor, me había equivocado y había puesto uno de esos canales en los que alguna emisora se complace en turbiar la relajante imagen nevada con sus estúpidas tonterías. Era ya casi de día, era ya casi otro día. Otra eternidad rampante, otro sueño atento y crudo exigiéndome luchar por cumplirlo.

Escuchaba el sonido del abrelatas al perforar la lata de la tapa de lata de la lata, del cristal de botes chocando entre sí o con la encimera, de los “pofs” de tapas de botes abriéndose y dejando escapar el vacío, que inmediatamente volaba libre a conocer la mezcla gaseosa de la atmósfera que, siempre y en cualquier sitio, le rechazaría. Si el maldito vacío supiera eso no saldría tan rápido, tendrían que ir allí a echarlo para poder meter sus cucharas. Movimientos peristálticos jugaban con mi disnea a desquiciarme y, atinadamente, ambos lo conseguían.

Me quité la cabeza y me miré de frente, como sólo puede hacerlo uno con uno mismo. Me desagradó lo que vi. Una barba recién nacida berreando, unos ojos casi recién desincrustados. Pelo graso pajizo y largo. Una boca amurallada de dientes amarillo-nicotinosos, por el café y la mala vida.

Tú ya sabes lo que sucedía, ¿verdad? Mis misterios en ti se desenturbian y lees en mi saliva como en un chiste sin palabras, a golpes de vista. Me da igual, aquí estoy, escribiendo, burlándote al hacerlo.

¿O no?

6.

Ella volvió y nos sentamos taciturnos en el sofá. Pasaron algunas horas y todo seguía igual, apenas nos habíamos movido. La comida lloraba intocada sobre la mesa.

—Tendrás que arreglarte —le dije— ¿a qué hora empiezas a trabajar?
—No te preocupes, pedí 730 días libres antes de salir ayer.

Al oír esto desaparecí 729 días de su casa y volví el 730 a las siete de la tarde. Ella estaba en la misma postura, casualmente, esperándome a medias y a medias únicamente depilándose.

—¿Qué tal? —me dijo.
—Bueno...
—¿Has descansado?
—Algo. No era fácil.
—Lo sé. —¿Qué hacemos? —Dímelo tú. —No he traído respuestas. —¿Vamos a la cama? —Será lo mejor.

Y tú lo sabías, es decir, lo sabes. Tú ya sabías que su nevera estaba llena, que terminaríamos en la cama porque las palabras no hablan cuando no les da la gana. Sabías que aquella gotita de sangre me avisaría y, a la vez, me atraparía. Y por eso encierras mis bolígrafos. Es pequeño el dominio de los párpados. Aún más reducido es el de las frases. El de las respuestas es decididamente el más angosto.

Te preguntas qué hago escribiendo, cuando me lo tienes prohibido estrictamente. Por supuesto, no me puedes negar que también eso lo sabes.

7.

Al día siguiente comprobé que el sol salió sin retraso en su horario. Fui a la cocina a quemar pan y escaldar café para hacer un desayuno decente. Ella se levantó tras de mí y chocamos los labios, piel sutilísima sobre carne que roza piel sutilísima sobre carne. Se me viene a la cabeza hipóstasis, pero mi cráneo es duro y su ciudadela aguanta el asalto. Se me viene a la cabeza obliterarse, pero es demasiado sencillo elipsarlo.

Echamos el café en dos tazas y el pan en dos platos pequeños, extendimos mantequilla y mermelada sobre las tostadas, que agradecían el frío contacto en su costra abrasada. Las tostadas las comimos, el café lo bebimos. No sé cuántos cigarros se sacrificaron en aquella mañana. No sé cuántas miradas no encontraron otra enfrente en la que apoyarse.

A la hora de rigor me dirigí al baño para tomar una ducha, con la soledad encorvando mi espalda y el desayuno luchando a codazos por hacerse un hueco medianamente cómodo en mi estómago. Abrí el grifo, me quité el calzoncillo y metí la cabeza bajo la alcachofa metálica profesional en escupir el agua como se debe.

Salí fuera completamente raspado y dejé que ella me curase, era algo. La acompañé al trabajo y le di un sonoro beso que reverberó en los tejados, aún medio dormidos, con el sonido inquietante de algo delicado de vidrio que se hace cien mil pedazos y, una vez cuerpo roto, cosa rota, ser roto, relampaguea en el recuerdo como único efecto de su estúpido destrozo.

12. Acerca de las intenciones elevadas.

Un cuarto.

Un hombre contando y contándose una historia. No es que dude de mi honradez, pero es que no tiene nada que ver en este asunto. Quizá no confíe en mi memoria, o en mis soterráneas intenciones al hacer las cosas, y con ellas estas páginas. Supongo que no puedo evitar intentar luchar contra los cuentos, que de una u otra forma nos dulcifican los acontecimientos en el recuerdo. Digamos que soy un hombre, digamos que estoy en un cuarto que casualmente no es el mío. Digamos que me encuentro solo, aunque sólo un poco. Digamos que he corrido hasta el bolígrafo y lo he abandonado por el ordenador, único capaz de dar cauce a la explosión que se ha desencadenado en un segundo, crepitando en el interior de mi cabeza. Es un mal momento, no concedo demasiada seguridad a mis planteamientos, ni al lugar donde me llevan cuando me los creo. Pero eso es otro y diferente asunto. De momento, digamos que intentaré ser claro, hacer esto con la mayor presteza y el mejor desenvolvimiento. Y no es poco para comenzar cuando uno no sabe por dónde comenzar. Bonita frase, pero en este caso no es falsa aunque estética, sino que reúne ambas propiedades por más que me pese. El caso es que estoy hecho un lío, un puñetero lío del cual no sé salir. Se supone que no debe ser abrupto el comenzar de la historia, que debe disgregarse levemente de este comienzo para comenzar a formar una relato. Voy a prepararme un ron y me lo voy pensando. Estoy solo en casa, lo cual es una suerte para sentarme en el ordenador a estas horas de la mañana. Vuelvo con el ron únicamente. Igual de perdido que antes.

Esperando.

Nuevas formas de expresión artística. Parece como si. Pero no. Tal vez de alguna manera sea. Aunque probablemente (consecuentemente) no. Llevo una hora esperando en los torniquetes de esta estación de metro. Esa mujer fumó y fumó hasta que apareció aquel guardia de seguridad. Si la prohibición no lo es, la coerción que la sujeta de las axilas alzándola —visible y temible— sí. Las dos juntas son una buena fuente de tolerancia y respeto. No, no piensen mal, yo sí fumo. Respeto porque no quiero problemas de esos, pamemas. Cosas de malotes o de pulmones insatisfechos de puro viejos y adictos. Ignorancia o inevitabilidad. Cosas de malotes, atacar el sistema, dicen. ¡Ja!, y nuevas formas de expresión artística. Supongo que cuando el contenido es siempre el mismo simple y vacío hay que variar alguna vez el excipiente, confundir el paladar teniendo a buen recaudo al estómago; es el que importa y no opone resistencia, al fin y al cabo. Aquí, esperando. Me saca de quicio esta terrible inanidad ante la volubilidad del tiempo. Ahora, despacio. Quisiera hacerlo fluir como cuando disfruto, como cuando soy. La lentitud es promiscua y juega siempre en contra nuestra. Juega a rojo, creo. Rojo sangre de los segundos que voy ineludiblemente perdiendo, esperándote porque te amo. O me lo paso bien contigo, en los espacios que juntos creamos, parcelas de la gleba que nos presentó y nos hizo amados, amantes, dioses idiotas, dioses esclavos. Vaya, ¡cómo estamos hoy!. Estamos sincronizando, y tú tienes dificultades en hacerlo, quizá las ordenadas y abscisas espacio-temporales no quedaron claras. ¿Dónde pusimos el centro del eje de coordenadas? Quizá estés en lo que crees tu sitio, allá en Tribunal o Bilbao o Príncipe Pío. Es el problema de tanto numerajo, a veces son muy traidores; pero es que son infantiles, niños jugando a ser padres cuando los padres están ausentes. Tengo que avanzar, hacer algo. Buen hijo de mi tiempo, de mi-nuestro Socrates y Kant sé distinguir entre forma y contenido, ¿de cuál hablo ahora? De un sitio, el mismo en una vuelta de la larga del reloj. El seguridad se va, la señora busca compulsivamente en su bolso. Buena fuente. Allí apareces, al fondo. Me miras y sonríes. Estás preciosa. Confundente y contundentemente preciosa. Sincronizamos, desde ahora, compartiremos las coordenadas y las palabras. ¡Qué cosas! Momo (ya os hablé de él en otro sitio) silva admirado bajo su escalera, observando tus piernas con verdadera dilección.

El metro.

Yo llevaba algo más de una hora cuando ella apareció. Nos cogimos de la mano y nos dirigimos a la salida, yo pensando en fuentes de tolerancia como resaca de la espera y ella fingiendo no darse cuenta de nada. En el último escalón comenzó a hablar:

Joder, tío. No entiendo cómo no nos damos cuenta de lo estúpidos que parecemos a veces. En Chamartín bajé al pasillo que lleva al metro en la entrada de la vía cinco, como siempre. Delante de mí una señora, enfrente un ciego, caminando en sentido contrario al de ella. Justo al pasar el ciego, la señora vuelve la cabeza y yo casi leo en su cara “¿sabrá llegar a dónde va?, ¿le llevo?”. Pero enseguida miró de nuevo hacia adelante y siguió su camino. Pensó hacer y al final su timidez o lo que sea le impidió hacer nada.

Quizá temió ofender al ciego con su ayuda. Ya sabes, a veces los ciegos tienen un sentido de la independencia exacerbado. Bueno, supongo que como todo el mundo. Existe ese tipo de gente, que no quiere jamás que se le tienda la mano. Y más si uno lleva escrito en el cuerpo algo así como: “¡eh, que no puedo valerme por mí mismo!”. Creo que les debe joder inspirar lástima a cada idiota que se cruza con ellos.

Eso no tiene nada que ver. Un ofrecimiento es simplemente lo que es y no tiene por qué ofender.
A ti.
A nadie.
Vale.
Pues a otra cosa.
De acuerdo.
Pero, ¡joder!, ¡es que no es así! ¡Siempre nos cerramos en banda! ¡Cuando no es la timidez o el temor al ridículo son tonterías como esa las que nos impiden hablar con el tío que tenemos sentado cada día enfrente en el tren!
¿Y a quién le importa el tío del tren? ¿Para qué quieres hablar con él?
¿Qué quieres decir? Es importante hablar con la gente que nos rodea, uno siempre puede aprender y disfrutar con y de los demás. Si este mundo es una mierda no es directamente culpa nuestra. La felicidad empieza por uno mismo, debemos hacernos más feliz el día a día, cambiar está en nuestras manos. Así visto el tío del tren tiene mucha importancia, ¿no crees?
¿Para qué? ¿Quieres avinagrarte los días con otro “buenos días, ¿qué tal? ¿te hiciste la ortodoncia al final?, ¿sí?, ¡ah, es muy dolorosa!, tengo un primo que...”, y tú tragando y tragando el falso o verdadero interés de otro personaje de tres cosas desveladas e indiferenciadoras que te detiene en borregueces cada mañana.
Estás gilipollas, ¿crees que la amistad puede empezar por otro sitio? ¡Qué romántico lo otro!, pero la amistad la mayoría de las veces viene por extraños y nada atractivos caminos. Por esas tonterías puedes acabar salvando el piso o algo así.
Eso no me gusta nada. No quiero conocer gente para que resuelvan mis cuitas en un próximo y posible futuro. Prefiero no conocerlos si esa es mi motivación.
Bueno, perdona. No quería decir eso exactamente. Quiero decir que cuanto más rico es uno en su torrente de relaciones personales mejor es y se desenvuelve.
Una crítica a mi caudal periclitado...
Bueno, no conscientemente, pero sí. Últimamente eres un islote mal comunicado.
Metáforas...
De acuerdo. Te estás quedando solo, tío. Creo que sólo te quedo yo desde hace rato. Te has empecinado en ir moviendo la onda energicamente, haciéndote hueco a tu alrededor, para luego ir ampliando lentamente los márgenes.
¿Lentamente?
Bueno, la paciencia es larga cuando une el pasado.
Yo sólo soy como soy.
¡Ja!, ¡y no puedo evitarlo!
No, no merece la pena pagar el precio para comprar una amistad mentirosa.
Ya...
Pagar nada por nada...
Sí...
Y luego, un día, ser como uno es y que todos te digan que les has estado engañando...
Hipócrita.

Habíamos llegado al Retiro. No me voy a poner a describirlo porque no me apetece y no tiene nada que ver con la historia. Nos gusta ir al Retiro, pasear por allí mientras hablamos o no. Supongo que eso del campo nos estimula, aunque no sé que tiene que ver un parque con el campo. A lo mejor el aire puro, aunque en medio de Madrid. ¡Yo que sé! La cosa es que nos gusta y por eso vamos. Ahora no estoy para concatenaciones causales, abandonémonos a la casualidad o a las cosas de lo emotivo y lo placentero. Nos sentamos en un banco, eso, de los verdes y de madera con estructura de hierro negro, aprovechada para formar los reposabrazos. Un buen diseño, alguien se habrá hecho millonario por esto, quizá. El día era soleado de verano. Sí, ella me había hecho algo de daño. Uno siempre está revisando sus andamios mentales y cualquier cosa simula ser un tornillo flojo. Nos quedamos sentados un buen rato. No se equivoquen, lo pasamos bien juntos. Pero aquel día no hablamos, sólo estuvimos mirando al suelo y a nosotros y al suelo de nuevo. Después llegó el crepúsculo y nos abrazamos, así, de medio lado con su mano en mi cintura y mi brazo en su hombro. Y aún sin hablar nos besamos, lentamente, como tantas veces habíamos visto en las series yanquis en nuestra temprana y con todo eso curiosa adolescencia. Da igual. La cuestión es el temblor de mis labios y lo diáfano del discurrir de mis pensamientos cuando la beso como aquella tarde la besaba. Un abrazo es fusionar dos cuerpos en un solo, efímero y cruel encuentro. Siempre llega la disolución. De repente, de nuevo dos. Y no saben cuánto me jode lo sólo que entonces me siento.

Olvidando.

Olvidando lo que olvidando juré recordar. Una terrible frase de un poema de José Hierro, ¡claro!, terrible por cierta. ¿Es bonita? Sí, lo es, aunque no importe tanto como para ser lo único que importe. Supongo que tengo un “yo mismo” en algún lado, despistado, intentando sacar un cigarro de un paquete vacío. Últimamente no le envío muchos suministros. Qué poeta, este José Hierro. Aunque a veces leer poesía sea como mirar una lámina de 3D o un cubo de Necker, ahora lo ves, ahora ya estás equivocado y no entiendes nada. No ves más que palabras ordenaditas en un poemario. El bestiario de Cortazar-Rayuela que dice que escribió para no terminar en el Sena ahogado; o quizá dice que gracias a escribir no pensó en ahogarse, no lo sé bien. Pero sí sé que ya es algo.

¡Ah, los recurrentes y recurridos viejos temas! El devenir cotidiano, las rutinas, los cepos de la jerarquía social carcelaria, las sonrisas macabras de las argollas... El mundo también puede verse desenfocado, es decir, no verse en absoluto. Dinero, de Martin Amis (gracias, Fabián) o el jugador del amigo Fedor M., algunas visiones bien enfocadas de visiones bien desenfocadas (y los hilos se van hilvanando...). ¡Dios a muerto! —se desgañita Nietzche— y nos ha dejado su legado de valores que se bambalean, mal apuntalados porque se cimentan en un desolador vacío. Casi cualquier cosa puede ser hoy un valor (igual que antes, pero distinto desde el entierro divino[¿mármol?, ¿suficiente?], cayó Atlas, y con él nuestras bonitas realidades, generadoras de sempiterna confianza), un buen cuento que contarse en este inmortal (¡ah, ojalá simplemente eterno!) invierno. Más bien no hay forma de enfocar este puñetero mundo. Podemos confiar en la ciencia, la ley y el número, hipótesis que condicionan y acondicionan los experimentos que, rizando el rizo, corroboran las hipótesis (¿hemos ido a algún sitio con ello, salimos de nuestros constructos mentales, de nuestros jueguecitos de intelectuales?). No, cualquiera sabe qué barbaridad podrá demostrarnos mañana la ciencia. Al morir Dios (y yo creo que se quedó bien muerto, puesto que su óbito nos mostró su relación con lo relativo por convenido, por arbitrario, lo cual hasta el momento se nos presentó aparentemente lejano a su esencia; adiós argumento ontológico retrete abajo), digo, al morir Dios se abrió el hueco a la pregunta. Y cuando ella nació del útero que malamente intentamos cubrir con nuestros torpes cuentos lo hizo para siempre. Eso es el invierno. Olvidé cerrar las puertas, y eso que juré no olvidarlo jamás, desde aquella vez que astisbé el frío de allí dentro. Ella entró y perdí lo que yo era, y no era un mal cuento el pábulo de mis trasiegos. Ahora no creo. Todo es factible de ser un cuento. Sentimientos diluidos. Otro día hablaré de qué es eso. Percibo el vacío. A veces salgo a la terraza y miro el cielo. Busco la armonía de las esferas, o un punto inmóvil e invariable, algo tan firme que permita clavar un clavo para construirme desde allí un mundo. Y todo porque un día, olvidando, olvidé lo que olvidando juré recordar. ¡Oh, José Hierro! Tío grande. Ni vosotros podréis ya devolverme mi sitio, mi cuento, a mí mismo. No hay más culpable que mi olvido, agridulce, salvador y verdugo (¡je, qué poético y bonito!). Ahora todo lo que es puede ser fácilmente de otra forma. La historia es una brújula rota, descompuesta con rabia desde aquel día por mentirosa.

Clase.

Antes de todo esto, del verano, transcurría una estación que nos gusta nombrar época lectiva, que comprende parte del otoño, del invierno y de la primavera, a su vez consiguientes divisiones de la división que llamamos año. Podemos decir que en una vida la primavera es la infancia, el verano la juventud, el otoño la madurez y el invierno la vejez. No importa la vida de quién o qué se trate. Un bic llega a la juventud cuando el nivel de su tinta radica en el pequeño punto que hace las funciones de respiradero, a la madurez cuando se acerca al comienzo de las letras BIC y a la vejez cuando las abandona, muriendo cabalmente cuando la tinta se agota; eso si no es antes asesinado a mordiscos en un verdadero acto del denominado bolifaguismo compulsivo crónico, terrible cuadro sintomático indicio de no sé cuantos títulos de capítulos de cualquier libro de psicopatología. Mi actual bic es de mediana edad, y se nota. Su trazo es continuo, firme, seguro, fiable, confiado. Yo lo agradezco y tengo con él una buena relación, no suelo encerrarlo en estuches oscuros cuando no me es útil ni exponerlo al sol directamente o al calor de los bolsillos. Su verano fue difícil, la rebeldía inherente a la adolescencia se mostró en él de forma tardía, pero, con mano firme, las caricias de mi callo del estudiante y mimo, he logrado asentarlo adecuadamente en este su otoño glorioso. Somos colegas. Se puede decir que sí. El autobús es un recinto en forma de polígono rectangular, con asientos en los que ordenadamente nos sentamos. Los amigos de dos en dos. Los desconocidos solos hasta que la escasez de sitios les obliga a compartir un par de asientos de plástico. Es algo incómodo, pero necesario si queremos optimizar los recursos del transporte...

...hace sueño hoy aquí, no debe ser sano levantarse tan temprano...

...y un enigmático y mudo personaje nos lleva en su barca a algún lugar laguna adentro, donde espera el cancerbero...

...vaya, esa agencia de seguros ha cerrado, que extraño... joder, que sueño... hoy tampoco me entero de nada, ni llego a primera, ni a segunda, a lo mejor a tercera sí. Ana dijo ayer pero no puedo estar siempre atando cabos para nada y perder el tiempo que se va y no quiere luego saber nada de nosotros ah un café con Dani a ver qué se cuenta si quizá mejor que tercera y dejar a Ana para luego. Cuando más despierto. Y a ver si...

...de múltiples cabezas que va presentando cada hora...

...me despego estas dos pestañas Romeo y Julieta de dos párpados enfrentados y opuestos. Vaya qué pantalones yo me dejaría matar antes de decir tanto y presumiblemente tan falso y gritarlo tan alto que ensordece mis ojos que se defienden con esta súbita oleada mental de asco que me obliga a mirar ineludiblemente a otro lado...

... seis martes y viernes y siete miércoles y jueves...

... me podía haber traído un libro para esconderme y no ver o no ser visto aunque claro también me gusta que me vean así: intelectual y diferente. Diferente. En el fondo igual que todos, consumido por Ana y ¿quién será su Ana?, ¿le gustarán sus pantalones? Supongo que sí. Uno siempre encuentra su remanso, su media naranja tortolita, quien le dice quién, quién es el mejor, el más apuesto o sensible o fornido o intelectual o fuera de sitio o sensual...

... y los días los organizamos en este invierno trabajador y este verano hibernador, hormiguitas de cielos azules e infantiles preocupaciones...

... vaya sube Sonia y yo sin preparar creo que me puede dar un infarto si no se baja la falda un rato lo veo todo y lo peor lo que no veo lo intuyo perfectamente en ese cacho sin méritos siquiera para que le llamen trapo... a estas horas de la mañana no no no tengo aguante teaguan anteagu otra cosa otra cosa pensar en otra cosa Ana y el amor y a la mierda yo quiero, adoro, ambiciono ese cacho de muselina que la abraza mostrando lo que abraza a los ojos ambiciosos de recién levantado...

¡Qué tal, tío! ¡Joder, hacía un huevo que no te veía en el bus! Últimamente no se puede decir que vayas mucho por clase. Bueno, en realidad te entiendo, es un coñazo, yo si no tuviera a mis padres encima como perros tampoco iría allí mas que de vez en cuando, para fotocopiar apuntes y todo eso, ya sabes. ¡Vaya corte de pelo!, te queda de puta madre y grtyhg njklioep hunehoihj igohjataj iogfjaojf ighaoijgf´oatujapj magvlm ajfaj ajajf hfañijn faijfñ...

... mis manos son máquinas de fotocopias, con un modernísimo alternador sonico-corpóreo que recoge las ondas de las voces del ambiente y las fija como un amanuense en un papel, mediante un curioso aditamento mecánico que creo que está en el meridiano pasado de su vida (¿y eso qué significa?), curioso instrumento alargado que escupe racionalmente en un plano su contenido graso...

... ¿qué dice? Vaya unas piernas que tiene con rodillas rodillas que se doblan en el punto justo para conseguir una enervación aquí abajo donde me arde mucha ropa quizá seguro la ropa que es mucha y ya no estamos en verano y el calor ambiente no es. Entre sus firmes muslos delimito el canal que promete promete y llevarme al centro de todo ello donde nacen las piernas de aquel manantial salado que casi o sin casi puedo oler a jabón y flujo bien mezclado y condimentado para esparcir en el aire las feromonas o lo que sea que entra en mi nariz y me dice ataca y no pierdas tu verano. Por encima (lamento dejar aquel lago pero no debo perderme el resto del paisaje abominable que me ofrece quién) de todo ello la curva la famosa curva que surge de repente y tiende puentes a la cintura estrecha y de nuevo más puentes a las tetas gordas y puntiagudas, mal afiladas —pues siempre siempre está más abajo del centro proporcional de la almena terrible, incitadora al saqueo de la fortaleza expugnable—, mamas dadoras de leche a las nuevas generaciones de hominidos homo sapiens afarensis australopithecus erectus habilis neanthertalensis sapiens lupus, (hoy más erectus, menos homo más deseando habilis) son buena señal buena bienvenida a la tierra y el sudor de los días de la gleba, así sí, pero dura poco. El destete y la primera crisis nihilista o de valores es decir “¿qué coño hago yo aquí ahora?”. Sin mamar teta. Vaya, se le ha caído el carrito de la compra, espero que alguien le ayude a recogerlo de en medio de la acera. Ese hombre se acerca. Al fin y al cabo afortunada de ser ama de casa guapa. Sonia, Ana y la señora. Las mujeres componen mi vida...

No sé si me estas escuchando.

Lo siento, no estoy acostumbrado...

...fijar con la intención de procesarlo para reescribirlo sin chuleta un día señalado de antemano...

...joder, joder, joder, me ha cogido dibujando con mis ojos su adorable saco...

... a levantarme tan temprano...

¡Ja! —risa sarcástica deliciosa que pone en funcionamiento todos los dientes, músculos y labios de su boca, risa que me hiela la sangre y de nuevo la calienta en la esquizofrenia de te follo pero no te hablo por que no puedo soportar de ti eso pero si puedo joder sí puedo anhelar lo otro... — ¡ya te digo! Mi padre rápido te pone en una zanja a picar doce horitas...

¿Para qué?

Ya sabes, hacerte un hombre. No haces nada y aún así no te levantas para hgasoj foaihjgj igojañofaj ioagjañiojf´p oaiehjgao igoajgfa hgaoñijtfaj no quiero esto, yo quiero su saco y su risa sí su risa y su saco en una entrega urgente para este amigo turgente que no siente nada nadita de asco aunque a mí esos rollos me parecen una gilipollez, ya sabes, cosas de otros tiempos, como la tele en blanco y negro.

Sí —menuda estupidez, ¿de qué serial la habrá sacado? La tele en blanco y negro... —. Yo creo que son maneras de vivir, cada uno necesita entender la vida de alguna forma, nos mandan aquí sin un plano o un manual de instrucciones y tenemos que agarrarnos a algo para entender esto. No creo que haya formas mejores que otras, sólo son esquemas que cumplimentamos como vamos pudiendo, según va pasando el tiempo.

Pero hombre, ya sabes, ellos están equivocados.

Sí, y nosotros somos los buenos...

Quiero decir que todo eso lo han sacado de las películas de Burt Lancaster y todos esos.

Sí, el hombrecito español y el sentimiento patrio.

Vamos evolucionando, afortunadamente ahora ya no nos matamos trabajando como necesidad... ya sabes, como valor moral o algo así.

No, ahora ya no...

A lo largo de la historia hemos ido entendiendo mejor la vida, piensa en lo de las tiranías y todo eso, en los pobres de las dictaduras suramericanas, atrasados aún... Algún día todos seremos más felices y más libres. Cada vez habrá menos injusticia y más solidaridad...

Y seguir y seguir repitiendo frases de las sesiones de aprendizaje durante el sueño en un mundo feliz. Frases y frases que se aprenden como el padrenuestro y se creen y se les otorga seriedad sin dudar un momento. Hay que seguir riendo. Momo, como siempre en estos casos, se ha presentado raudo a la llamada.

Sí, tía, pero ya sabes lo difícil que es, con tantos intereses en juego y tanto maldito dinero —las palabras justas para incitar y atraer más condicionamientos órficos—, todo sería más fácil sin él. A las empresas no les interesa que se les acabe el chollo del mercado del subdesarrollo total o parcial.

Hombre, es un proceso lento —Momo me da un capón para que abandone el juego y disfrute de la hermosa vista— , pero cada vez estamos más cerca. Sólo hay que seguir luchando por un mundo feliz para todos.

Eso, un mundo feliz para todos.

Nosotros, los privilegiados, debemos hacer el esfuerzo que otros que no están donde nosotros no pueden hacer. Tenemos medios para repartir lo que hay y seguir teniendo de sobra para vivir. El tercer mundo se muere de hambre mientras en cada casa se tira comida todos los días. Al mínimo problema con algo, vamos a la tienda y compramos otro, y tiramos. Tiramos mucho. Eso no puede ser. Derrochamos. Esta es una sociedad del derroche, ya sabes, ¡ala!, sin más problemas.

Sí, hasta luego.

¡Eeeeeeeeso! ¡Justo! No puede ser así. ¡Tenemos que hacer algo!

Pero es tan difícil, tenemos tanto en contra encima de nosotros.

Aún así, hay que intentarlo. Que curioso, no sabía que estuvieras sensibilizado con estos temas, ya sabes, con esto de ser mejores humanos —como si alguien no estuviera sensibilizado con todo este escenario— , no es que me cayeras mal, pero siempre pensé que eras un insensible, frío, indiferente. Me alegra saber que vamos siendo más los que estamos cambiando el chip y pensamos de una forma más... —inevitablemente, me temo, aquí debía venir esta palabra— evolucionada. Estoy en una ONG que ihgfjzñ iogjsñgojfn iogjszoijg ioshjgsogj ogjsoñ iosgjso...

...conducidos en esta laguna tristes ánimas que dejaron sus cuerpos y sus vidas allí en las sábanas de la cama...

... semáforo en rojo, ronroneo en la oreja. Me voy despertando, y creo que he aparecido en escena en un mal momento. Un café con Dani será lo mejor y Ana Ana Ana para luego cuando más despierto aún, cuando ya no quede nada de mis sueños y pueda Dios mío pueda retener en el muro de contención del cinismo tanto dolor. Será lo mejor. Avanzamos, semáforo en verde. Ya queda poco, creo que estamos llegando, más o menos. Las calles están mojadas, ha estado lloviendo desde los servicios de mantenimiento del ayuntamiento. No, no puede ser, es tarde. Quizá el agua venga de otro sitio, de las nubes lo mismo... Joder, Sonia no para de hablar. Su cuello está perfectamente dispuesto para un beso, para mis labios abiertos y sus sonrosadas profundidades de lengua y saliva. De nuevo dibujo y empiezo por el principio. Simetrías sin aristas, líneas curvas de sus rodillas al trapo, del trapo a los puentes que unen las caderas con la cintura en una deliciosa luna allí abajo, donde todo se asienta. Novena puerta de Apollinaire, coronando el imperio de lo oscuro el ópalo iriscente de tu grupa. Puentes de la elipse que pasa por tu ombligo hacia los conos tensados que se bambolean en tu pecho, hombros, cuello y ojos, nariz y labios, orejas y párpados. Tu pelo en cascada que vierte oro en tu espalda brillando sol amaneciendo en tus omóplatos. Piel es tu piel tersa, amelocotonada, donde yo quisiera rezar mis rosarios...

... Y estaba pensando que tu controlas de esta clase, ¿no?

Sí, claro —atontado por la partida veloz de Momo y por el Cuerpo, uno responde cualquier cosa a cualquier pregunta, aunque esta sea desconocida— , claro.

Pues estaba pensando que este fin de semana podrías venir a casa e intentar explicarme algo, ya sabes, de la asignatura y todo eso.

Bueno, este fin de semana... y en tu casa...

Ya... es decir... mis padres no estarán, así que no habrá nada que nos distraiga...

Sí, pero...

No queda tanto para los exámenes, y la verdad es que estoy perdida. Anda... hazme el favor... no te quitará mucho tiempo...

Mi yo de serie yanqui estaba recontando los posibles beneficios. Solos, en una casa, con un Cuerpo, con una excusa perfectamente legal... Se sentía un hombre, realmente, este yo con tan delimitados objetivos. Maquinaciones perversas de ropas en otro sitio y duchas y alcohol y “¡Dios mío, eres una máquina, cariño, sí que eres realmente el primero! ¡Nadie así, te lo juro, nadie así!”. Pero en la democracia participativa de mi cabeza-zoológico sus razones no sólo a él le motivaban. Las distintas facciones se fueron aliando según sus intereses. Empezaron a producirse pequeñas escaramuzas, encuentros sin importancia. Las secciones fueron aumentando para convertirse en partidos mayoritarios, comenzó a nacer y pedir derechos una forma primitiva y sencilla de burocracia, en forma de nexos. Las batallas sangrientas se prohibieron y comenzarón las disputas dialécticas, las toneladas de retórica y la manipulación de los argumentos. “Oye, chico, si a la chica le hace falta...”, “al fin y al cabo, ¿tú que pensabas hacer este fin de semana?”, “un favor es sólo un favor”. La resistencia estaba condenada, y lo sabía. Quemaba sus últimos cartuchos apelando a la tranquilidad de espíritu: “ya veras como después no pasa nada y encima tienes que aguantarla toda una tarde”, “te meterás en un lío, llegarán sus padres, tendrá algún novio...”, “más tarde o más temprano te dará complicaciones esta historia...”, “seguro que sin tanto adorno pierde mucho”. Ya, están verdes aún cuando las puedo coger y ver que están bien en sazón, bien maceradas. Imposible por ahí. El amigo de abajo entro en lid con su rudeza, la fuerza de su libido y su capacidad de convicción. Los segundos estaban contados. De repente, sin más, terminó todo con los aún renuentes atados y encerrados en el lugar más recóndito de las mazmorras del congreso.

De acuerdo, te ayudaré —¿qué asignatura?, ¿qué importa?— mañana hablamos y si quieres ya quedamos.

Ya, ¿y si no vuelves por clase hasta la semana que viene? Anda, dame tu teléfono y ya te llamo yo y te digo la hora. Mis padres no se van jamás a la misma, depende de lo que echen por la tele ese día. Prefiero que no sepan que vienes allí a estudiar, no creo que lo entendieran y se cabrearían posiblemente. ¿Estarás en casa el sábado?

Si quedamos —¡sí!, ¡sí!, ¡sí!— sí, estaré.

¿Bajas del autobús o te vuelves a Alcobendas otra vez?

Habíamos llegado. Al final ni romanticismo ni pelotas, tan sólo la posibilidad de encajar en algo mi jodido trasto orgánico de felicidad instantanea a mansalva. Ni historia ni brújulas rotas, sólo Momo mirando satisfecho la escena perversa de verme desde mi ático de palabras en las alturas humanas haciendo lo que hago. Me escucha, me entiende, y por eso no deja de notar que al final las hojas siempre caen en septiembre, al final siempre es la imposibilidad quien vence. Dejarse llevar... uno hace lo que puede.

13. Pasos largos.

Está sentado al borde del acantilado, sus pies arrancan con el tacón pequeñas cascadas de tierra de la ladera. El aire huele ventralmente a sal y a su propio cuerpo, una suave brisa atusa la escasa hierba encrespada. Llegó hace un par de horas, hace alrededor de un año que le gusta este sitio, sentarse en el filo con las piernas tentando al vacío. No deja de repetírselo con cierta satisfacción: “al otro lado, al otro lado”. Le gusta observar el aire desde la roca o la roca desde el aire o a él mismo en la cuerda floja, con cada una de las mitades de su cuerpo explorando las dos partes de esta realidad rota.

Las gaviotas planean y parecen tocones de madera suspendidos de las nubes con hilo invisible, el mar se mece calmado preparando a sus legiones de olas para romper hoy discretamente en la arena de la playa, ahí abajo. “Estar sentado aquí es como dominar el mundo, tener todos los cabos al alcance de la mano”. Lentamente rebusca en el bolsillo de su abrigo y atrapa un cigarro casual que, arrugado, escapó de la quema de la noche anterior. Negocia con el viento, que se empeña en no dejar brotar la llama del mechero, y aspira una calada honda que parece adosar lucidez a su cerebro. La ceniza cae, remoloneando, al abismo.

Él está allí para verla, toma conciencia de su descenso y de que jamás volverá a la concinidad de la roca donde él confiado se sienta. Se dice afortunado por estar en disposición de ambicionar ambos lados, por no tener que escoger en ese mismo instante que pasa, distraído, sobre la sal y el mar, la soledad y la roca. Hace un repaso mental de su vida presente: le gusta “La Tertulia”, un buen sitio donde ganarse la vida; le gusta su piso alquilado, sin pretensiones ni sobrecargos; le gusta su tostadora escrupulosamente limpia y su pijama de los Picapiedra; le gusta Ana... Sí, sobre todo le gusta Ana.

Anoche, cuando él salió de trabajar, supongo que salieron de tasca en tasca acumulando cerveza tras cerveza, risa tras risa, besos encontrados en una barra o en una espera, en un cruce yendo y viniendo del aseo o en un universo paralelo que brilló enorme tan solo un momento. Presupongo que bebieron más de la cuenta, que ella dejó las llaves de su falda sobre la mesa y que él, perspicaz, se lanzó al rumor de sus aguas nada quietas, nada cristalinas. Casi puedo ver en casa de Ana el cenicero estrellado contra el suelo, unas medias colgando en una posición imposible del respaldo de una silla, dos vasos aún medio llenos de vodka y dos bultos abrazados bajo la colcha de la cama.

Lo sé, puedo ver el rubor de ambos cuando se despiertan y se encuentran, piel con piel, pecho con espalda en un segundo extraño que parece aparecer de la nada, sin haber sido invitado... “Bien... esto... David, ¿qué tal?, ¿te apetece un café?”, dirá Ana mientras se da cuenta de que está desnuda y se cubre con una manta antes de abandonar el calor de las sábanas. Sé que mira incrédula esa cara sonrojada sobre la almohada y casi quiere comprobar que no habla, que es una ilusión grotesca de su mente necesitada. “Buenos días, Ana... sí, café, claro, gracias”.

Sé que cuando ella abandona la habitación él se centra en un paquete de tabaco que está sobre la mesilla. Se pregunta cien veces si esto es algo que continuará y otras mil cosas estúpidas. Sé que en el baño le parecerá terriblemente agradable el leve olor a sudado de su sobaco, que en el espejo su reflejo le parece más vivo que ayer y que mirará con ilusión su cara de viejo oso un millón de veces apaleado, diciéndose afortunado mientras se propina un cariñoso y suave derechazo retórico en la mandíbula y se guiña un ojo.

Sé que en la cocina la conversación derivará sobre una periferia de cosas intranscendentes y, sobre todo, neutras. Que ambos se concentrarán concienzudamente en remover el café con la cucharilla, en humedecer las tostadas compulsivamente y en encontrar la manera de introducir un “y ahora qué” en tanta nadería. Y soy consciente de que ella encontrará su campana al decir que debe ir a su trabajo, y entonces es cuando David vuelve a su abismo, donde, como vimos, reafirmará su decisión de mantener el culo a este lado de la línea, allí donde “La Tertulia” y el alquilado y Ana, sobre todo Ana.

Con mucho cuidado se desliza hacia atrás y sienta los pies en la tierra, hace un pequeño esfuerzo con las manos y se pone de pie. Arroja la colilla del cigarro al acantilado y piensa “poder estar sentado aquí es dominar el mundo, tener todos los senderos al alcance de la mano”. En ese preciso momento sabe que ya no tiene sentido continuar allí, y se aleja alternando eficazmente una pierna tras otra. Su cabeza está llena de felices presagios o, al menos, siempre en cualquier caso de pasos más largos.

14. El banco.

¡Dios!, ¡qué cosas de mierda! Estoy sentado con los pies en el asiento de un banco de un parque de mierda. Tengo un litro de calimocho en las manos y delante de mí está Carlos, “el patriota”. No sé cuando comenzó la discusión, ni a quién le toca ahora pedir perdón. Ni siquiera sé si alguien tiene ganas o necesidad de pedirlo. Sólo sé que odio que me traten así, que me cojan la cabeza y me la revienten contra una rodilla, ¿quién puede estar cómodo de este modo? Y encima lo de perder el sentido, que es una cosa completamente inútil, ¿para qué quieres vivir, si no te enteras de nada? El muy animal seguro que termina dejándome en coma, este hombre tiene la inteligencia de un tocón de madera.

Vaya, ¡encima ahora saca la navaja! Esto ya me lo conozco. Bueno, por lo menos no me quedaré en coma. No tengo demasiadas cosas pendientes, excepto algunas deudas y algunos besos despistados a la causalidad del destino. En realidad no creo tener nada con nadie que no se pueda resolver dentro de algunos años, en el infierno.

Bueno, parece que duda. ¡Qué cosas! Parece que en lo que no tiene indecisión es en lo de destrozarme la cara. Qué gracioso. ¿Por qué no lo deja ya?

Tío, déjame ya, estoy reventado.

Colega, te has pasado, a mí nadie me habla así.

Ya lo sé, tío, ahora ya lo sé.

No me gusta.

A mi tampoco tener la cara como me la has puesto, cabrón.

Ya... supongo. Bueno, yo me abro.

Estoy en tumbado en el asiento de un banco de un parque de mierda, con el cráneo roto y el cuerpo dolorido entre unas cosas y otras.

Estoy confundido, a ratos me duermo y a ratos estoy muy lúcido.

En realidad creo que ahora pienso que tengo tanto que hacer, tantas cosas que decir, tantos sueños que realizar... que estoy demasiado absorto para pensar en otra cosa o incluso para darme cuenta de que he muerto en un banco de un parque insignificante en un momento francamente estúpido e incoherente. Así estamos.

15. Paralajes.

Diferencia entre las posiciones que en la bóveda celeste tiene un astro, según el punto desde donde se supone observado.
—R.A.E

Podría mirarte a la cara si no tuvieras esos ojos tan opacos. Podría pillarte de sorpresa, mientras mirases a otra parte. Creo que podría abrírtelos mientras duermes, pero estoy casi seguro de que sería inútil.

El otro día rompiste ese absurdo silencio que ha optado por imponerse entre nosotros dos. Me dijiste que querías dinero para tabaco y a mí me pareció algo. Después volvió y me quedé con las ganas de saber más sobre tu estado anímico.

Otro día me pediste una cerveza en un bar sin que yo siquiera lo sugiriera. Casi me pongo a gritar de felicidad, pero no pude hacerlo porque tenía la boca llena de confusiones y lacrada por la voz imponente del pasado, que no hacía más que decirme que eso no mejoraría en nada la situación ambiental de estos últimos desencuentros.

Alguna vez comimos juntos en un restaurante y casualmente coincidimos en el postre, y eso sí que está bien saturado de recuerdos de buenos momentos del pasado. Pero al final sólo pagabas y seguíamos a lo nuestro viendo la tele o jugando a no ver al otro en todo el rato.

Sé que hacemos el amor con las luces apagadas y cada cual a lo suyo, tú sabes: gritos por aquí y por allí y caricias casuales que no van a ninguna parte. Sé también que después enciendes la luz para leer porque has aprendido que los libros son un más que mediocre laxante mental y, de paso, un buen coercitivo para paliar mis constantes intentos de aproximación táctica.

Un día rompiste a llorar mientras íbamos en el metro y susurrabas: ¿qué nos ha pasado, por favor, que nos ha pasado?, y ese por favor me espeluznaba demoliéndome por dentro porque estaba muy bien puesto ahí al haber sido completamente casual y espontáneo. Después debiste calmarte y retiraste mi brazo de tu hombro y sacaste un kleenex y te enjuagaste los ojos y aunque parezca mentira tanto dolor debió terminar en la papelera, porque después en la fiesta a la que estábamos invitados no hiciste más que reír y reír mientras yo no podía evitar sentirme estúpido y como amoratado.

También sé de una vez que nuestras manos coincidieron en el picaporte de la puerta de la cocina y se nos rebelaron y se apretaron muy fuerte mientras nosotros disimulábamos nuestra extrañeza —y de algún modo, pienso ahora, un cierto incipiente e irreverente asco— delante de los invitados. Fue un momento mágico hasta que recuperamos el control absoluto de nuestros movimientos y simultáneamente las retiramos. Mal jugado. Volvimos a ello los dos de nuevo. Nueva retirada inevitable. Como soy un caballero, al momento te cedí el honor perfectamente discutible de abrir por fin la puerta. Tú, pese a las curvas en tu contra, también debes ser un caballero. Con un requiebro de muñeca fui por los pelos más rápido que mi sombra y salí de aquella escena idiota.

Pero de momento las cosas siguen pasando y no terminamos por decidirnos a coger los trastos y marcharnos. No tengo ni idea de por qué esto es así. Me lo pregunto de vez en cuando, no muy a menudo, cuando estoy en la cama y no duermo. Todo sería muy fácil si no fuera porque no lo es sin duda alguna. Pienso que podría mirarte a la cara si no tuvieras esos ojos tan opacos. Pero, por si acaso, ya no lo intento. Me esfuerzo en eludir su condenado frío y su maldita insubstancialidad y sobretodo seguramente las verdades tan crudas que se destaparían sólo con descorrer el velo, inviable y mordazmente eficaz, que de forma tan atinada — o no, o qué sé yo— te colocas en el cristalino aproximadamente todo el día y cada uno de ellos, inexpugnable y resignada e invertida y desenfocada. Como yo.

Índice.

  1. En casa. 7.
  2. Las cosas. 17.
  3. El examen. 29.
  4. El tiempo contado. 39.
  5. Un millón de cosas en que pensar. 45.
  6. Diario. 55.
  7. Cinco años. 65.
  8. Un verdadero profesional. 71.
  9. La curva. 75.
  10. Cansancio. 83.
  11. Párpados, frases, respuestas. 87.
  12. Acerca de las intenciones elevadas. 115.
  13. Pasos largos. 139.
  14. El banco. 145.
  15. Paralajes. 149.