Seis días impresos.

Día uno.

Pero como sobre todo
y por encima de todo
me encuentro sumido en esta especie de
letargo
inquieto
en el que los días no tienen más relojes
que los ciclos corporales
y las galletas María Fontaneda
y las idas y venidas al váter y
a la nevera a por agua fría,
como sobre todo
y por encima de todo
me duele que todo siga aparentando
ser yo no siento nada
y sigo sumido en lo inmediato,
en la cerveza y el picor del grano
de la espalda que me susurran
que este
letargo
inquieto
quizá sea lo que se
dice que es
seguir existiendo.


Y que decir que ni que decir
tiene que la risa es
un esfuerzo anodino que sin embargo
me daña las comisuras de la boca
y me sumerge en reflexiones que
no pueden indicar
camino alguno a algún camino,
y que si tienes ganas de
preguntarme qué está sucediendo
tal vez encuentre que no
encuentro ninguna explicación
para esto.


Tiene cojones que tenga
que forzar la vista para ver
cómo me desintegro,
que tenga que decir sí cuando
no quiero y que las cosas
tengan tantos y tan precisos nombres
cuando yo creo que
no podría ni soñar con
decir que esto que
me cierra es una puerta.


Y bueno tú sabes fui a tomar café y estaba vacío
el sitio vacío de gente vacío de peligros tú sabes
sin trampas ni cartones que me desmembren que me
llamen con las mismas miserables sensaciones que
no soporto y que me llevan
camino
abajo
hasta
no sé dónde que es donde termino cuando
normalmente salgo a tomar café como tú bien sabes,
pero esta vez fui o fue distinto y pude estar
allí y charlar de cine con el camarero que se
llama Goyo y es un buen tipo algo cansado algo
preocupado algo desencantado por la vida supongo
pero aún con las fuerzas suficientes como
para
abrir
cada
día la
cafetería. Abrir las puertas para tipos como yo
que van a tomar café como si fuera la misma vida y
piensan “cuánto tiempo podré estar aquí sin ir abajo,
ir y caer hacia abajo?” O, aún peor, abrir para tipos
que van allí solamente a tomar café como si eso fuera
lo más sencillo y lo más normal del mundo.


Tengo la sensación de que ésta no es
una buena forma de hablarte, de
explicarte qué sucede si es que algo está
definitivamente sucediendo. Tú tendrías mucho
que decir de ello. Pero te vas y
vuelves y de repente empiezas
a estar volviendo siempre, y uno no sabe
bien cómo agarrarte para que te estés quieta
y dejes de moverte y empieces a comprender
que esa no es forma de estar vivo, que no
puedes sobrevolar las cosas como si fueran ya
aburridas de tanto conocerlas. Y al
fin y al cabo da igual supongo pero
me gustaría estar aquí, en esta cafetería,
contigo enfrente, y me gustaría que
supieses exactamente
lo que me esta pasando por la cabeza. Es
algo así lo que me gustaría.


Voy saliendo por la puerta. Y
estoy
saliendo por la puerta. Lo
entiendes?
Veo las aceras y veo gente. Me siento
en el escalón primero del portal
y enciendo un cigarro y tengo
fuego de un mechero que Goyo me
dio esta mañana. Tengo
los dedos cansados y la espalda cansada
y estoy extensivamente agarrotado,
huesos, piel y cerebro. Tengo
unos pantalones que te hacen mucha gracia
y eso me gusta, pensar así en ti
mientras todo es inocente aquí fuera.
No de algún modo como cuando llamas
por teléfono y me dices que
vas a ver un concierto de Kiko Veneno,
entonces mismo todo se vuelve negro
y es entonces mismo cuando
no puedo. Quizá más adelante sí. Sigo
escribiendo, intentando encontrar el sentido
de esto que está sucediendo si es
que
algo
está
sucediendo.

Quizá es precisamente eso lo que falla.


Tengo que ducharme, he quedado
con Luzbel Kike, satán para los más cercanos,
dios Baco del fin de semana sin
descansos de lunes o jueves o miércoles,
o martes. Y tú irás allí y estarás
en medio porque no haces más que volver
y pedirme que te quiera como si estuvieras
en tu derecho al destrozarlo todo sin darte
ni siquiera la más remota cuenta de ello.


De repente he recordado un verano lleno de
horas contigo como si no hubiera más
en este vacío que tú y tu cuerpo. No
estuvo mal y a lo mejor

sigues
allí,
y mirándome desde allí y sintiéndome a mí
desde allí y esperándome allí
te sientes sola
—tan sola como me dices que te sientes—
porque yo estoy aquí y si te veo
realmente es recordando y no hay otra
forma de que nos encontremos,
tú allí esperándome y
yo aquí sin poder verte.


Y sí, tú allí
gritando y no sabiendo con quién compartes
los cafés,
y me lo dices de cien formas
—nunca con palabras—
y yo no lo entiendo
hasta que no te recuerdo aquel verano
y me recuerdo a mí mismo metido
allí en medio, y me doy cuenta de que
aquél está muerto y bien muerto ya
y sé,
inmediatamente,
que es a aquél en mí a quien tú
estás viendo, a quien tú estás
esperando viviendo conmigo
sabiendo que no soy yo
el
que ha
de venir ya en cualquier
momento.

De algún modo sé esto.


Pero como sobre todo
y por encima de todo
sigo siendo algo humano, algo reloj,
algo patata y algo lechuza,
no puedo evitar ir a la panadería
y comprarme un algo sabiendo lo que
a ti te gustaría. Y
me siento en el escalón primero
de la escalera y cuánto daría por
tener fuego, por no haber perdido
no sé dónde el mechero de Goyo, el
que le tengo que devolver esta misma tarde.
No temo más que al ir abajo
a juntarme con todo lo oscuro y
quedarme quieto comiendo techo,
mirando el techo sin fuerzas para
levantarme sin fuerzas para ir a mear
sin fuerzas ni para tumbarme boca abajo
cuando ya todo el cuerpo me duele. Quizá
nada suceda y esa sea la raíz del problema.
Eso se me escapa, me huye, se
esconde detrás de las palabras para que yo
no lo encuentre y para que no haga una forma de vida
de este resquebrajar todo lo que he sido
y querido hasta ahora.

O algo así.

Día dos.

Y bueno aquí ando
un poco igual y más o menos
en el mismo tempo redundando
en esta habitación, tumbado en la
cama y a medias pensando y a medias
recordando y sobre todo
paladeando el benefactor y
rotundo olor de mi axila, saludable contacto
con la esfera de mi única
tangibilidad.


Y pienso que iré al cine
y sí iré a ver lo que me dice esa
terrible pantalla que tengo que
censurar tanto, nunca sé
a priori qué tipo de estado emocional
conseguirá inducir a mi maleable cerebro
que a pesar de todo y por
encima de todo sigue siendo
el controlador irrebasable de
mi universo al completo. No
estoy agusto aquí detrás de la puerta
pero al menos no hay trampas ni cartones
ni indicios que me extrañen y me
saquen de la facilidad de vivir
cuando uno es un circuito integrado
en el hipostasiado cachibache del
mundo.


A medias esperando una respuesta
y a medias únicamente sobreviviendo.
Hoy iré al cine cuando salga de mi
encierro cuando consiga satisfacer
el maldito ritual de atravesar
sin efectos colaterales
la puerta.


Sigues llamando con tus nudillos a puertas
siempre falsas: máscaras del ladrillo. Tomando
cerveza me cuentas que me amas y me
juras que yo a ti no: dices estar dentro de
mi cabeza. Algún imbécil descerebrado
inventó la prueba de demostración del amor,
los hechos cuantificables en grados
que le ponen una nota al sentimiento:
diez, ocho, seis, dos. Yo he
suspendido tajantemente. Si tú no
ocuparas tu cerebro con
todos estos cientos de memeces
te darías cuenta de algo:
dejarías de ser ciega. Ten cuidado con
lo que pides, los dioses tienen la
puñetera manía de ser condescendientes.
Sigues llamando con tus nudillos a puertas
siempre falsas, como no podría ser de otra
manera:
tus ojos mutan los ladrillos en verdades evidentes.


¡Tiene cojones! Respiro la vida,
me hago un llavero. Tiro absolutamente
todas las colillas al cenicero. Me acuesto
tarde, me levanto al mediodía. Hago la
cama con olvido y me lavo los dientes con
recuerdos amarillos. Pienso positivamente en
pensar negativamente. Adoro
un vagón de tren en el que tú viajas
huyéndome. Me tomo una cerveza. Caigo
al doblar una esquina, agotado
por el esfuerzo. También me esfuerzo
en no caer. Adoro las restas también.
Aborrezco la vida tal y como es
tendenciosamente malinterpretada.
Y la combato quedándome quieto e inquieto.
Busco un lugar donde no hable cada cenicero.


Odio: las grandes superficies, las señales
de stop y los semáforos: odio los fines
de semana y sus reglas, odio los
días laborables y su orden: odio
las mañanas y su productividad: odio
la maximización de beneficios
(que es nuestro exterminio como especie):
odio las estupideces
joder
las estupideces que me
debo tragar en cada paso que doy:

si quiero dar un paso.


Los taxistas acechan posibles víctimas,
los termómetros dicen 40ºC a quienes
aún les escuchan. En las escaleras de
los portales las puertas no se abren, guardando
el fresquito como titanes. Aún nos
quedan un par de horas y, como siempre,
no sabemos cómo ingerirlas sin
atragantarnos. Después, en la despedida,
vendrán las lágrimas:

es el único segundo en el que aún
estamos bien juntos.


Es sumamente sencillo empezar
a poner ventanas y sillones y cuadros
y abuelas hasta levantar un mundo
completo, es tan sencillo que
debo jurarte que ahí no radica el
problema. El problema
comienza cuando después
debo empezar con fuerza a
creérmelo.


Y fui al cine y no fue nada agradable y lo sabes
porque me viste cuando salía con
la cara pálida y la mirada desenfocada
y las ganas terribles de restaurarle
a la naturaleza la hamburguesa que
horas antes le resté. Y te digo que
me escondo porque no quiero
creer en nada no necesito un salvador
no quiero que nadie me libre de este
letargo
inquieto
asegurándome que su engaño personal
conduce ineluctablemente a las
Verdades Indudables que le obligan
a romperme la cara para encontrar
una fisura por la cual introducir sus panaceas
en mi cerebro. Es peligroso y no quiero
ni siquiera creer lo suficiente en mí mismo
ni en esto que escribo sólo quiero seguir
mi camino sin compañeros ni guías ni
cancerberos. Y sé que algo está
sucediendo aquí dentro y que se esconde
tras las palabras y me da igual,
yo sólo sigo viviendo. Sería soberanamente
imbécil hacer algo de esto. Lo sería hacerlo de
cualquier cosa.

Día tres.

Mejor mejor mejor no pensar no
llegar a descubrir las ramificaciones y
terminaciones nerviosas de esto que parece
estar definitivamente sucediendo, mejor
no porque cada vez más pequeño más
enfangado pierdo contacto con el
suelo. Y de las calles suben rumores
cada vez más ridículos cada vez
más risibles cada vez más inservibles y no
quizá sé bien que no quiero
no estoy dispuesto no podría soportar
esto. Agarro el cigarro como si ya
fuera el único asidero y no no puedo
más botellines más libros más
encierros solapados o descubiertos y hace
frío, hace un gran frío aquí dentro
cuando la puerta se cierra y yo
aún estoy vesánicamente desnudo.


Hoy estuvimos paseando y hablando con
Goyo y maldita la gracia de verte
llorar implícitamente lágrimas complejas
en forma de terribles silencios. Maldita
la gracia que me hace
esta forma de perder la vida a base
de intentar conquistarla, marcarla y herrarla
mientras elipsamos las cervezas que nos van
pareciendo incongruentes maneras de perder
el tiempo. Y tú y yo y las cosas
giramos en un huracan incompasivo
y ridículo ridículo ridículo y nos decimos
que avanzamos cuando en realidad no vamos a
ningún sitio. Círculos concéntricos sobre lo mismo.


Y hoy estuvimos paseando y sonriendo
hasta que al momento le dio por
hacerse presente y nos sorprendió en
una estación de tren de la cual tú
partías con dirección diamentralmente
opuesta a mi cama y mis brazos y
mis besos y mis consuelos.


Me gustaría fijar el momento, tomarle
una instantánea: tú en aquel cacharro diabólico
mirando por la ventana mi sonrisa idiota y
fatalmente resignada y yo,
mintiendo,
pensando que hoy no es un buen día
para ser mortal ni para ser gilipollas y
que debería olvidar puente abajo siendo piedra
todo este maldito desengaño,
constante y alucinante,
de verte escapar cada noche de mi lado,
mientras los días nos huyen
asustados por el vacío que observan en
nuestros ojos
cansados, que llevan inscrito dentro la hora
de Sus Esperpénticos Relojes, Sus Indecentes Tiempos
que nos encadenan a la rotación de la tierra
de tal modo
que el tren arranca y yo
me quedo.


Y de nuevo aquí ando
un poco igual y más o menos
en el mismo tempo redundando
en este garito, sentado en la
barra fumando escribiendo vaciando
la información registrada menesterosamente
por mi cerebro, panel de control de
mi universo. Ah, sí... pero no me des
tu consuelo que me estorba no me digas
mañana no me digas el día de mañana,
no
me
digas
que es normal, porque si eso es cierto has dicho
lo único que podría terminar de
derribarme. No me hables de pasitos cortos
y programáticos no me llenes los bolsillos
con tu logorrea y mejor paga esta cerveza y,
si la compasión te alcanza,
la que pienso destripar ahora con las
manos en la cabeza y la cabeza en
Las Zorreras.


Hay algo en la cerveza, te juro
que
hay
algo,
algo dentro de la botella destapa máscaras
mientras se evapora,
y yo no tengo fuerzas no puedo moverme
estoy destrozado y es la mismísima vida
(vida... cómo reflejarlo de otro modo)
quien rige los ritos funerarios,
sé que yo la hice pedazos y que ella,
vengativa,
me mira mientras ritualmente me entierra y
ríe aquello de que
la curiosidad mató al gato.


Camino a casa me detengo y pido un café
y estoy
pidiendo
un café y no me metas prisa alguna que
no es sencillo armonizar todo lo necesario. Y
perdemos la vida intentando merecerla lo que nos
dicen que es merecerla nos está destrozando
cruelmente y yo ya tengo trabajo y tú ya tienes
párpados y es ahora mismo cuando ya no
sabemos dónde cojones estamos.


Somos grises y giramos. Renuncio a lo prometido,
que alguien detenga esto, ya tengo suficiente ya he
comprado en vuestros espeluznantes supermercados
he visitado vuestras casas os he abrazado os he
dado la mano he visto un coche por dentro he
firmado una nómina y ha sido un cheque en
blanco en el que habéis inscrito mi vida y bien
os la estáis cobrando. Somos grises y giramos.
Aún tengo mi bendito mi irreal
letargo
inquieto
y a él me abrazo y a las María Fontaneda
y a mis idas y venidas al baño,
y si veis un cartel de no molestar y sois
algo listos le haréis caso.

Día cuatro.

Hace un calor insoportable
e insoportablemente me pregno
de mi propio olor que es
como
flores anafroditas polinizando el
aire que respiras.
Hoy tus tíos me prohibieron volver a
su casa cuando ellos
no estén, porque los vecinos dicen
que hicimos ruido y los sofás chillan
que les manchamos de fluidos parcialmente
viscosos. Yo me pregunto cómo
no saben tus tíos todavía, teniendo ya
un crío, que ciertas cosas sólo se pueden
hacer gritando y manchando, que así
es como dios manda cuando la cabeza se
evade de la realidad para instalarse
cómodamente
en otra parte.


Es lo de siempre es
lo mío
lo tuyo
lo suyo
y lo nuestro,
y de ahí no podemos salir
y nos sentimos bien cómodos en
nuestros dominios porque tenemos
derecho,
que es una cosa muy seria en la
que nos podemos amparar para cometer los
mayores delitos, mucho más importantes
que fumar un porro en la calle
o tocar en un parque. Tengo derecho
a dejarte fuera porque ya
me he puteado bastante para conseguir
esto, firmé sus jodidos papeles y me obliteré
para poder decirte ahora:
eh, tío, no hay ni habrá sitio
para ti en esta parcela de mundo
manchada por mi sudor y mi muerte,
por ella perdí todo lo que era y ahora sólo puedo
decir que soy charcutero y dueño
de este pedazo de universo en el
que tú no cabes porque
aún
no
te
has
puteado
lo
bastante.


Y aquí estamos ahora, en
la calle. No tenemos derecho a nada
porque nos empeñamos en lo nuestro:
tú dibujas, yo escribo esto. No tenemos
derecho a café ni a tabaco, sólo
a seguir caminando sin hacer mucho ruido.
Yo vuelvo a no tener trabajo, tú,
solidarizándote, te has quitado los párpados.
Me gustas cuando eres capaz de verlo
todo, cuando no quieres ahorrarte nada,
cuando, como ahora,
eres un manantial eximio de
palabras acertadas. Aceradas.
Me gustas cuando me acompañas,
contigo no me siento en absoluto solo
aunque el resto del mundo se empeñe
en demostrarme que no tengo
sitio en ninguna parte. Me gustas cuando
callas y tus silencios no significan sino
que no tienes nada que decir por
el momento.


Ayer te llamé frígida porque
no querías y a mí me dolió que
en la ventana los coches aullaran
y yo no tuviera una caverna donde
silenciar todo este maldito ruido.


Íbamos buscando el suelo,
íbamos lamiendo el suelo,
íbamos sentados en el métro,
íbamos buscando el suelo,
íbamos temiendo la despedida
y nuestros ojos perseguían al suelo
para no encontrarse mutuamente,
nuestros ojos jugaban al escondite
de elquenovenosiente.
Íbamos buscando el suelo,
íbamos lamiendo el suelo con
nuestros lagrimales
(perdían un rastro acuoso que
enseguida era pisado por
cien pies indiferentes). Estábamos a fin
de mes y a nosotros sólo nos quedaba
el derecho a llorar,
mientras que
a Ellos aún les sobraba el dinero
suficiente como para evitarse el mal trago
de vernos.


Quiero manchar sin que por ello
me deba sentir culpable cien años y
quiero reír a tu lado sin vecinos
que puedan destrozarnos todos los
momentos futuros que ya jamás serán
momento alguno.


Quiero gritar contigo y estar contigo
sin que mientras tanto alguien me esté
recordando que vivimos momentos prestados,
que en realidad tú duermes en Las Zorreras
y en realidad yo te espero y ansío en Alcobendas.


No quiero filosofar más no quiero
leer más y estoy a punto de decir
que me han vencido, porque lo ponen
muy difícil saben bien cómo manejar lo que
tienen entre manos y saben bien los muy
malditos que yo, sin ti,
no soy más que otro agujero en
un mundo taladrado.


Y ello y todo se han transformado
de víctimas en cuñas que están agrietando
y descuajando todo lo que alguna vez
tú y yo hubiéramos sido. Y no, lo siento,
no me conformo con quemar el fin de
semana ni con las migajas de civilización
que no hacen más que reforzar mi dependencia,
no puedo admitir que estén haciendo de mí
algo como esto que algún día
será cuña que le dirá a algún,
aún,
humano:

así son las cosas cuando no son
de otra manera: firma y tendrás
siempre mi mano tendida. Mi precio
fue la misma vida. No puedo permitir
menor diezmo en tu caso.


Y tú no lo entiendes y me pides
que me ría cuando salgo y que disfrute
y esté agusto cuando Leti se va a
Alicante y nos deja su casa, me pides
que cubra de olvido el hecho de
estarme asfixiando y no entiendes
que soy el agujero de un taladro
medio terminado. Y eso puede
conmigo.


Estribillo:

Un poco igual y más o menos
en el mismo tempo redundando
en este dormitorio. Son las tres de la
mañana del día cuatro y más o menos
ya sabéis que
algo
está
sucediendo.
Podéis olerlo. Y aunque no creáis en
hordas ni revoluciones
quizá os gustaría no firmar tantas
multas tantos cheques tantos contratos
no soportar tantos golpes
que, coherentemente,
nos están doblegando de forma
irreversible.

Día cinco.

Me encuentro algo desfigurado
hoy.
He dejado salir al gato, con la
esperanza de que no regrese.
Se han terminado las patatas,
el café, el atún, las galletas y el tabaco.
No tengo fuerzas para atravesar
la puerta.
Estoy vesánicamente desnudo en
este calendario.


Una hormiga se está encargando,
con sus amigas, de la limpieza
de mi cuarto. Quisiera conocer su
lenguaje para pedirles que me comprasen
al menos tabaco. Hoy he descubierto
que los libros tienen ojos, que son
vendedores a domicilio y que me
miran insistentemente.

Afortunadamente tengo párpados.
Los cierro y por fin descanso algo.


Hoy cero de lirismo. Picor insistente
en la axila, lo que me produce una
tremenda satisfacción. Gemebunda
necesidad de tabaco, tiemblo de
emoción al pensar en el momento en
el que consiga hacerme con un cigarro.
He perdido el contacto con las horas,
algunas me so­brevuelan y otras
se tienden cariñosamente a mi-la-do.
Me dejaste porque, según tus palabras
—que son las de todo el mundo, aunque si
cualquiera me las dijera el efecto no sería
rigurosamente el mismo—,
no te necesito. Sentí la puerta menguar y estrecharse
según ibas hablando. Hoy cero de lirismo.


Las ocho de la tarde remolonean a mi
alrededor desde hace, según creo,
algunos días. Las necesidades aumentan en
intensidad:
esfínteres de variados desagües temen reventar,
boca seca, estómago osezno,
una mitad del cuerpo dolorida
(pero, lo que es yo, no me muevo),
hedor corporal que no siento
(sólo imagino)
por su constancia y contundencia. Son las
ocho de la tarde desde hace un buen rato.


Son las ocho de la tarde. Las hormigas
han terminado su trabajo y han salido,
supongo que de bares. Focalizo un cenicero
repleto y busco en él consuelo.
No hay ninguno lo suficientemente largo
como para no quemarme la perilla.
A las ocho de la tarde me quemo la
perilla. A las ocho de la tarde destripo
treinta colillas y me lío un cigarro. Al
encenderlo el efecto es mayestático,
lo que me lleva a satisfacer mis
otras necesidades, en orden decreciente
de dolor físico debido a la contención
y el recato. Siento como
la puerta de impenetrable madera
se va convirtiendo en
una de cartón-piedra, nada
amenazante. Y salgo.

Día seis.

Conmigo lo percibes, está sucediendo,
las cafeterías se pueblan de nuevo y
mis ojos refulgen con mil brillos distintos.
Abrazo la acera y no la abandono,
le ofrezco al sol mis manos, mi
sudor, mis pasos.

Voy comprendiendo. Cuidado. Quieto
e inquieto estoy definitivamente
caminando porque, sobre todo
y por encima de todo,
me encuentro sumido en esta especie de
letargo
inquieto
en el que los días no tienen más relojes
que los ciclos corporales
y las galletas María Fontaneda,
las idas y venidas al váter y
a la nevera a por agua fría;
porque, sobre todo
y por encima de todo,
me duele que todo siga aparentando
ser y yo
sigo enraizado en lo inmediato,
en la cerveza y el picor del grano
en la espalda que me susurran
que este
letargo
inquieto
quizá sea lo que
dice qué es
seguir existiendo. Y con ello salgo.