Kippel y cuentos.

Preguntar “¿Es auténtica su oveja?” era todavía peor que averiguar si los dientes, el pelo o los órganos internos de una persona eran genuinos. —¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Philip K. Dick.

Libro I:

Cien puentes en la cabeza (pack completo de juego).

Palabras dichas por N: “He pasado por la morada del rey. El insecto ibayt es quien me ha conducido (a ella). ¡Honor a ti que levantas el vuelo hacia el cielo, (tú) que iluminas la corona blanca, que proteges la corona blanca! ¡Seré lo que tú eres y llegaré a ser uno con el gran Dios! ¡Ábreme un camino para que pase por él!” —Fórmula para transformarse en lo que uno desee, Libro de los Muertos.

1.- Objetivo del juego.

Los días que no suceden.
Agual.
Anual.
Tú.
Ahí abajo.
Las cosas.
Fogón.


La bolsa dice: Yo vengo
como el arca do moré,
que es el arca de Noé,
que quiere decir: no tengo.
Garcilaso de la Vega.

Los días que no suceden.

Poder pensar,
sin miedo alguno a la
confusión que vendrá después.

Yo no quería nada más que
seguir mirándote reír. Tú no
evidenciabas tu esfuerzo en esas
sutilezas. Yo, tú... distancias.

Nos gustó vivir de alguna manera
juntos, más de lo que jamás nos
confesamos. No eran buenos tiempos,
yo tenía que andar de lado para
descansar los zapatos, las tiendas
mostraban sus fauces bien abiertas sin
estar dispuestas a tragarnos cuando
aún caminábamos, y los semáforos
jugaban a verde, ámbar y rojo.

Pienso que poco importa ya
que no tuviéramos regazo, que no
supiéramos tenerlo el uno con el
otro. De eso sólo recuerdo
los silencios, ya bien poco.

Nunca supe dónde dejé nuestro
mechero, aquel verde
que, al pulsarlo, erupcionaba
fuego en forma de llama
anaranjada, siempre
dispuesta a encender un cigarro,
un segundo o un mal comienzo.

Nunca sabré por qué te hablaba
como si tuvieras cinco años, por qué
ya no me quedan cuestas abajo o
por qué el sol siempre atardece
cuando empiezo a disfrutarlo.

No sabré ya jamás por qué guardabas
los zapatos con el tacón apuntando
hacia el techo del armario, por qué
no digerías el arroz ni abrías al
cartero cuando él te esperaba agarrado
al pulsador del telefonillo de abajo,
del portal, ese zaguán tan fresco que
siempre nos duchaba en verano.

Como puedes ver, ya bien poco.
Días esquematizados, articulados
en sus rutinas y sus manías que
en estos nuevos tiempos ni siquiera
suceden.

Y los días que no suceden a veces
se sienten mejor si se piensan
olvidados.

Agual.

Suena en la pecera el
crepitar febril de los peces,
ellos quisieran un aguacero
de primavera entre
los cristales de
su encierro.

Suena en la pecera
y cae,
golpea el suelo,
se afianza en los sofás de
cuero de plástico,
recorre el cristal
—de nuevo cristal—,
de la mesa que centra el
salón,
penetra lento en el
depósito de saliva y
envenena el café.

Pienso que en todo ello
debo encontrar un sentido, que
explique por qué vibro cuando puedo oír
cómo se desintegran los
mismos ceniceros.
Los ceniceros son parte del supuesto.

Anual.

Subimos,
sobramos,

golpeamos sin entender

demasiado los ojos desmesurados
del desdecirnos en unos
sueños tan voluntarios;
tan falsamente enhiestos.

Si pudiera decir
cómo son las cosas
sin ser demasiado coherente,
si pudiera ser lo suficiente
como para escribir algo
que no llegase a ser nada;

si entendiese cómo comenzaron
los años a caer rodando las
calles que no paseé,
si pudiera inundar de realismo
los recuerdos y no construyese
ciudades perdidas en paraísos
idílicos;

si, anual, concretase en lo que
fue lo que fui,
si animase mi cara que ya
no reza y pidiese por nosotros
a diosas distintas de la cerveza;
si todo eso sucediese quizá
mi espejo callase, al
encontrarle mirándome extrañado
cuando me asomo
a su ojos ciegos.

Tú.

Tú no entiendes nada,
no haces más que pedirme que no
haga nada,
que me esté quieto,
demostrando que no tienes ni
puta idea, que las cosas no son como
entiendes, que quizá
mi corazón piense que no
piensa pero que te

quiero

y tu no comprendes.
Para ti son sólo palabras.
Cosas que no asumes,
que te suenan a poema,
a NADA,
NADA,
NADA,
NADA.

Pero al fin y al cabo los tiempos
ya

cuajaron.

Y hoy aquí estamos sin saber
nada. Tú preguntas y
quieres saborear
y es difícil responderte,
porque los tiempos solidificaron y a ti esto
te parece

poesía.

Y yo me río.
No tienes ni puta idea.
Estás hecha una mierda por nada.

Eres imbécil.
No sabes nada y aún así gritas.

No me gusta que vengas aquí
y me abraces, porque quieres que
yo abandone mi ruina
por idiota y
entienda que la tuya es más coherente.

Y no hay mejores ni peores,
sólo necesidades (y aquí
me detengo ahora).

Y mejor no preguntarse demasiado.

Mejor no plantearse por qué.

Salen.

Y hasta las flores se salen.

Y ya estamos muertos, por muy
bien que nos entendamos

(que creamos entendernos).

Hay ruinas que florecen a lo largo de
los años.

Ahí abajo.

Está ahí abajo, en el salón,
contigo, mirándonos
con sus ojos torcidos,
espiándonos desde
sus
vientos y sus daños.

Él quiere vernos muertos,
y yo me voy dejando.

Este fin de semana
largo ha terminado,
de nuevo volver
volver
volver
a lo de siempre que
es lo único que no cesa.
Que no se decide a abandonarnos.

Se terminó este sueño que
no es sino una falsa vida.
Se termino todo y ya sólo resta
no suicidarnos demasiado.

Vernos en las cafeterías
de negro negro y combado
cielo mientras nuestras piernas
se van descosiendo,
punto por punto otra vez
nos desfiguramos.

Y va no quedando nada.
Todo lo que hemos construido este
fin de semana
comienza a pudrirse.

¿No lo hueles, joder?

Sí, por supuesto que sí.
Pero sabes que no es posible otra cosa.
De qué sirve —piensas—
volver a soportar esta
imagen inductiva que
incide en nuestros
soldados que ya no atacan,
no sobreviven.

Y volvemos a mirar con ojos ciegos
esta inveterada letanía de
sonreír a la puta
vida.

Abrazamos el juego.

De nuevo sonreír.

Es una mierda ser olvido,
para no olvidar. Es horrible que
seamos lo que con tanto
empeño nos forzamos a
obviar.

Sí, claro, no es posible
perfecto. Tengo ganas de llorar.
De rabia, creo. De horror.
De impotencia.

Tengo ganas de llorar de
ganas de llorar.

Tengo ganas de no volver a pensar.

Dime cómo.

Joder, haz que lo entienda,
que me entienda, que nos entienda.
Que entienda lo que con tanta
pulcritud nos está matando.
Que entienda lo que con tanta
profesionalidad nos devora,
lo que nos odia tanto como
para no dejar jamás que
seamos lo que somos.

Adán y Eva expulsados del paraíso.
Jamás volveremos a ser los mismos,
dejamos demasiado sudor en estas sábanas.

Las cosas.

Una cosa es escupir en el
cielo negro de tu grupa
inquieta, y otra cosa es desdecir
lo dicho embriagado por
el acre perfume del miedo;
una cosa es vomitar agua —litros
de agua— en este váter infecto,
y otra cosa es perpetrar el crimen
de eludir tu afable oquedad
perversa.

Dicen que una cosa es soñar despierto
y otra despertarse soñando;
una cosa es execrar tu
execrable destierro al mundo del
mundo y otra cosa distinta es
seguirte a él; una cosa es anaranjar
los sincretismos analógicos
al devorar libros, y otra cosa
totalmente diferente es penetrar lento
la cueva nombrada que recogen los
pilares de tus piernas.

Y todo ello es igualmente
sincero, en todo ello me escribo
cuando escribo y en todo ello me
desdigo desdiciendo lo dicho.

En realidad todo esto es lo mismo,
no me confundo, te lo juro,
quizá eres tú o esto que nos rodea
lo que intenta fabricarlo distinto,

separarlo,

para hacernos un soberano lío.

Y en realidad la realidad
naranja,
y naranja los pliegos de
los libros y de tu hontanar
húmedo, y el devenir que no
deviene jamás, naranja es el
cielo cuando te beso y
cuando te odio, naranja
cuando te mando a la mierda y
naranja cuando te persigo para
poder volver a hablarte,
a acercarte a este agujero negro,
diminuto y enfangado que es
mi eufemística cabeza.

Naranja naranja las cosas
son naranjas y de aquí no
me vas a sacar, naranja la ropa que visto
y el corazón del que me sirvo para
amarte;
o naranja el corazón que
se sirve de mí para enamorarte
y alcanzar las
humedades
que huelen a bodega
de buen vino y buen queso
y tarde perfecta en sus
profundidades,
que regalan
litros literales laterando
la melancolía y
condenándola a otra parte.

¿Dónde?

¿Y a nosotros qué coño nos importa?

Al fin y al cabo
naranja el ostracismo
y naranja el voluntariado del
olvido. Naranja la soledad
que no quiero y que tengo,
naranja el avión que te
mandará a otra parte donde
yo no estoy,
donde las cosas —y eso es
lo que temo, lo que me duele,
lo que me retiene debajo de la
cama cuando tú te vas— son de
nuevo azules y verdes y rojas
y cientos de otros colores y matices
que no recuerdo, porque ya no son míos.

Allí no-naranja aunque a veces
naranja pero es tarde,
no estoy allí,
y nada es como es.

Nada es como es.

Allí estoy perdido para la fe,
perdido para el recuerdo
—que no es más que un
bolígrafo y un papel o, en tu
caso, un Din A 5 y un
lápiz blando— perdido para
el futuro, ese devenir que no
deviene y por eso jamás nos
pilla en calzoncillos.

Tengo ganas de llorar de ganas de
llorar. Creo que es comprensible.
Al menos se deja ver.
Al menos se perpetra.
Incide. Coadyuva. Colige.
Es como una respuesta o
algo semejante. Replica.
Pulsa. Esputa. Vindica.
Deriva. Siempre deriva.
Deriva siempre. Nos lleva a
otra parte. No importa dónde,
estamos huyendo la melancolía.

El fogón.

Se apagó el fogón,
no funciona nada. No
encuentro el interruptor
que, recuerdo, alguna vez
me soltó una engañifa según la cual
siempre fue nexo.

Los conectores son cosas
malditas, no sabemos dónde,
jamás sabremos dónde,
dónde nos llevan. De momento
sólo cosemos y decimos admirar
los pantalones que,
asumimos,
van tomando forma de
pantalones.

Todo empieza a elongar tonos cobrizos,
tú me dices que atardece,

pero yo sé que la respuesta es
otra, o no lo sé, pero me lo creo.

Tiene su peculiar sinrazón este
colorido que nos envuelve,
tiene su singladura y
pretende evitar tanto
derivar, tanto perderse en tanto
mendigar un miserable
rayo de luz cuando

los ojos,

que no mienten,

saben dónde se encuentran todos

los besos que, ahora mismo,

no te estoy dando,

mientras tú estás abajo,
en el salón, y yo hago o juego o digo que soy
algo en este telar de letra.

Que es...
Telar de letra.
Letra de telar.
Taler de latre.
Later de trela.
Y muchos más.

Muchos juegos más,
mientras tú estás enferma en el
sofá y yo no puedo.
Yo no puedo mirarte y
me dedico a construirte,
construirme en un centro
sin centro,
demostrando ejecutar el más puro juego.

Qué cobarde me empantano en
este RETAL, por ejemplo.

No podía ser de otro modo.
Retal. Telar. Letra.
Muchos más.

Contenido del juego.

Las piernas cualquiera.
Mis manos.
El corazón.
La puerta.
Cigarros.

Seguro de qué, dime un poco, cuando yo, un pobre diablo con más pestes que el demonio bajo la piel, tenía bastante conciencia para sentir que todo era como una jalea, que todo temblaba alrededor, que no había más que fijarse un poco, sentirse un poco, callarse un poco, para descubrir los agujeros.
El perseguidor. Julio Cortázar.

Las piernas cualquiera.

Sincronizando podríamos
decir que no tenemos manos que
nos canten el silencio,
cuando nuestros pies se detienen
esperando un autobús
barriga-llena que siempre viene a
recogernos.

Busco,
en un infierno
de cafetería
perfectamente entendido
y consentido,
un lugar bajo
la barra donde no hable
cada cenicero.

Bajo las servilletas
usadas, los palillos,
los pelos, las cáscaras
de pipas, de pistachos,
de mejillones,
de caramelos, de
cigarros.

Observo un momento
el brillo fugaz de su
llavero plateado

tomando posesión
de la barra.

Quizá no tenga sueño
y piense siempre en estar
despierta. Quizá no
se adormezca porque
encuentra sugerente
el tiempo.

Quizá le invite a una
cerveza para comprobarlo.
De todos modos,
sufro pensando que quizá
no sea más
que un cerebro
desplastificado en cemento,
terminológica y facticamente
peor que muerto.

Pero al menos, al menos
eso creo, me quedarán sus piernas
para naufragar mañana cuando,
despierto, me avergüence de
haberla destripado para nada...

Las manos.

Sibilinas, silabeantes y
sifilíticas cuando no
están pulsándote,
recorriendo tu talle
atildado con el sudor y la
impetuosidad de la siempre
inquietante carne.

Tomo un cigarro,
amotinándome, le destierro
de su castillo de papel, albal
y plástico y me lo llevo
tristemente a los labios. Le
prendo fuego, aspiro, lo
alejo; apoyo la cabeza en mis
brazos, suspiro, tácito permito
caer una lágrima solitaria como
si no fuera capaz de percibirla.

Cojo la lata de lata de
cerveza y la desbordo en
mi boca, ahogo el mal aliento
de pardao descompuesto con
su blonda acuosidad indolora.

Enciendo el televisor y
pienso en romperle todos
sus malditos huesos eléctricos,
pero no merece el esfuerzo
que yo, de cualquier modo,
no podría concretar en
una acción determinada.

Resbaladizas, enfermas y
agostadas ahora que no
te encuentran; me miran
y piensan que no
radico en sitio alguno.

Que soy un muerto que huele
a muerto y que habla palabras
muertas mientras calla verdades
muertas que ya no significan
nada.

Siempre encuentro
otra lata de atún detrás
de la última, es un don
que tengo, una habilidad
especial después de años de
entrenamiento. La

abro,

le quito su concha de lata

de lata,
miro dentro y encuentro
atún sin ojos escuchando
por si cerca oteara algún
tenedor.

Pero yo soy más
listo, antes de que
se escape
meto el
morro
mientras
mastico
mucho.

El pobrecillo no llegó
a intuir nada.

Una circunvalación
de piel desgarrada y carne
abierta revolotea
sobre el centro maloliente
de mi buzón de tubo
digestivo,
allí donde las viejas marcas
—las cicatrices— se difuminan
y son autopistas de
sangre que unen nariz con
barbilla; y
los dientes observan inamovibles
aupados por las encías.

El corazón.

Me abro un poco el pecho,
justo lo suficiente para
comprobar si aún me
queda corazón como para
vivir un par de horas.

Como iba diciendo salgo,
contigo, a quemarlo.

Nos gusta ir por la acera,
en el asfalto ruedan los
coches y no les alegramos
cuando nos metemos en
su fría lava solidificada. Hay
que mantenerlos tranquilos en
su miserable parcela de tierra
en la tierra. Llevo un
cinturón de lata color
lata que tiene toda la apariencia
de estar compuesto de lata.
Así son las cosas. Nos sentamos
en una terraza, injustamente
empapada por
el casi imperceptible hecho de que
llueve a cántaros. Pido un
agua destilada sabiendo que
el sabor me lo traerá el cielo,
no soporto las cosas insípidas
cuando no me encuentro dentro de
mi cerebro. No hay forma
de encender un cigarro, por lo
que conjeturamos que debe
seguir lloviendo. No hay forma
de arder esta tarde y tengo
que conformarme con adornar
tus ojos con lágrimas de tristeza.

Te cuento que no
me encuentro y que por eso
estoy muerto. Tú me dices
que me quieres y yo te digo
que no lo entiendo. Tú
me llamas imbécil y yo
te contesto que la originalidad
no se compagina con la estulticia.
Tú quieres un White Label y yo
te digo que no tengo dinero.

Me dices que te estoy
destrozando y yo te contesto
que aún no te veo llover,
que no te quiero si no sangras
y haces aspavientos y gritas
mi nombre por siete océanos
sin lavarte y sin comer, si
no haces cien genuflexiones
y me besas los pies y me dibujas
en un papel con tus capilares, si
no cepillas mi pelo con el hueso desbastado
de tus huesos hasta conferirle
forma de peine orgánico,
saludable y benefactor
nácar de tus caderas o de tus piernas.

No te vas, porque entretanto
te até a la silla con mi dolor,
que no puedes dejar de percibir
atenazando tus muñecas y tus tobillos.

¿Si no de qué ibas a estar aquí
soportándome?

Me miras y enmudeces, noto
cómo la tensión y el esfuerzo
se van acumulando en tu rostro
contenidas en unas bolsas desagradables
que penden de tus mejillas. Con un
palillo realizo una punción y
miles de pequeños caracoles
bastardos se despeñan
en los barrancos de tu barbilla,
para rebotar en las clavículas
y terminar poniendo perdida la
mesa.

Bueno, de momento es suficiente,
aunque ahora tu glauca hermosura
parezca una botella verde translúcida.

La puerta.

Fumo un cigarro
saliéndome de la escena;
mientras coloco las manos
bajo los pernos del estanque
donde me ahogo, para
evitar que el agua se derrame
y me golpee la cabeza contra
las baldosas del suelo.

Suena el timbre de la
puerta en re menor bemol
y le pregunto qué le pasa.
Soy tan maleducado porque
estoy pensando qué.

La puerta se enfada y
se atranca los cierres para
demostrar su fuerza.

Yo sigo con mi cigarro y con
qué; es obvio entender que
no se me ha perdido nada
más allá del dintel que me
cierra.

—No comprendes —me
dice ese perverso trozo de
madera—, sentencio tus
ojos a emponzoñarse
aquí adentro. De
por vida. La tuya.

—Tú sí que no comprendes —le
esputo— mi vida está aquí,
no me da la gana salir y
abandonarla mientras se adocena
tomando cerveza.

Hace chasquear su mirilla
y vuelve a entonar con voz
de soprano su tedioso re
menor bemol. En un virulento
gesto hace saltar la pintura,
que se agrieta dejando salir
bellas virutas de madera,
astillas como púas intentando
encontrar mi pierna.

Estoy acostumbrado, así
que vuelvo a salirme de la
escena.

Ahora ni luces ni coches ni
aceras. Ni pensamientos ni
soledades ni amores. Sólo,
extrañamente, un caparazón rosado
de tierra color leche
haciendo cola en la despensa.

No sé cuanto tiempo, mientras
estoy sintiendo qué. Los inocentes
tonos del crepúsculo
anuncian el concomitante
atardecer,
un cielo cerúleo como
el pan recién enmohecido
destaca, en la despensa de hombres,
viejas ventanas aleccionando
a las novatas, ancianas
persianas enroscadas cálidamente
sobre sí mismas, aceras
que hoy se engalanan
atildándose con papeleras
de diseño
y brillantes papeles de
caramelos descafeinados.

No sé cuánto tiempo, mientras
voy percibiendo qué. Asumo
la letanía del Libro de los Muertos
y me desperezo
transformándome en
cenicero,
para ir dejando en mí
los cigarros y no quemar
la mesa, la alfombra, el sofá,
objetos que impasibles arderían tontos
hasta
desintegrarse en cenizas.

No sé cuánto espacio entre qué
y que. No me importa demasiado.
Ni siquiera la mismísima puerta —señora
de los cerrojos— es capaz de hacerme
olvidar que únicamente malcubre
un vano en la pared,

una oquedad por donde
la luz entra y mis pensamientos,
ingrávidos e incorpóreos,
se van decantando fuera
para encontrar otros mortales
que quieran contenerlos.

Cigarros.

Dejo los cigarros consumidos en
cualquier parte. Ellos te hacen carantoñas,
intentando enamorarte, y
no saben que tú no puedes verles.

Eres espectacularmente indolente.

Así que, refunfuñando, los
vas reuniendo con el lazarillo
de tus manos y los depositas
en una bolsa negra con asas
de cierre, para que
jueguen tranquilos sin molestar a nadie.

Claro, los cigarros chillan y
lloran y ruegan el auxilio del
tostador y el ordenador, de la
cafetera y los cientos de vasos
con los que yo les incito a
estar habitualmente.

La casa se convierte en un
crisol epifánico de voces
que se ufanan en encontrarse.

Y yo te miro el rostro,
perfumado con un toque
de olor a satén almidonado,
y observo como tú no eres
capaz de escuchar nada,
aunque dices que sí
los coches que rumorean fuera,
sí los graznidos del altavoz
de la cadena de música que
afónica se desgañita,

el
leve
trino
acuoso
de nuestros
labios
cuando
se acercan
para intercambiar
un
chasquido.

La verdad es que
eres espectacularmente indolente.

Porque en la cocina,
bajo la encimera,
tras la puerta cerrada
del armarito
que Atlas la pila,
tras los mistoles y los ajaxpino,
las bolsas negras de autocierre,
debajo de capuchones
esmerilados de látex
y latas de atún ensangrentadas,

los cigarros te piden perdón
y te regalan zalamerías,
serviles y condicionados,
esperando verte rescatarles
de su olvido
en el corredor de la muerte.

Todo lo que allí
entre termina, tarde o
temprano,
fuera. Donde
ya no hay puertas
que cierren.

Y luego me dices que
por qué me escondo.
No puedo soportarlo.
A veces quisiera matarte
con un poema armado hasta
los dientes.

Tengo escalofríos.

La vida es tan cruel a veces
que mejor negarla y
esperar otra en el andén
de las vidas circulares, pasan
cada cinco minutos y
tienen direcciones fijas
e invariables.

Montaje del juego.

Ejes de coordenadas.

  1. Los brillos.
  2. Analogías.
  3. Es decir: etc.

Rituales.

Conclusión.

Cauta, si no engañosa, procedió la naturaleza con el hombre al introducirle en este mundo, pues trazó que entrase sin género alguno de conocimiento, para deslumbrar todo reparo: a escuras llega, y aun a ciegas, quien comienza a vivir, sin advertir que vive y sin saber qué es vivir. Críase niño, y tan rapaz, que cuando llora, con cualquier niñería le acalla y con cualquier juguete le contenta [...] Véese metido en el lodo de que fue formado: y ya ¿qué puede hacer sino pisarlo, procurando salir dél como mejor pudiere?
El Criticón. Baltasar Gracián.

Ejes de coordenadas.

1. Los brillos.

Recito de memoria
las mil formas de sonreír
tímidamente pretendiendo
estimular una conversación
animada, fluida, cortés
y conveniente.

(No, ahora no es cuando
maldigo y practico la rebeldía
afónica del inocente, no
es ahora ni ya nunca).

Las mil formas.
Vaya cosas. Vaya cosas.

Me he ido del tema a
otra parte, pensaba en otras
cosas de múltiples formas.

Y, sin embargo...

me gustaría besarte, acercar
tus labios de plata y sangre
a mis ojos,
ver la luz que explendes
cuando vibra el timbre
taimado del microondas.

Café caliente.

Y después vuelves, sin ese
brillo, pero con otro. Después
también existes.

No deja de parecerme
sorprendente.

Después los besos, sin ese alma
pero con un corazón de regalo.
Soy idiota, no tengo empeño
para nada, todo se apaga
medianamente en mis bolsillos.

Y tú vuelves y no dejas de
volver y cuando me voy aún
sigues volviendo, es algo que
no sé decir en modo alguno.

Joder. Digo que vuelves y
no traes los calcetines pero
entre los dedos de tus pies
traes un sicomoro
grandioso,
que crece abrazando tus piernas
y serpenteando en tus caderas
y esculpiendo tu pecho
y esbozando tu rostro que

es tu rostro pero ahora
es otro y tan solo un solo
beso los aleja, separa y diferencia.

(Y llamarle sicomoro no es
una necedad, no más que nombrarle
nogal, manzano, o
peral,
pues algo hay que
brilla y no sólo en tus ojos
y refulge en
diminutos rayos
que rebotan haciendo un
ruido fascinante
en

mi resaca,
mi disnea,
mi sonrisa,
mi petaca,
mi pesantez,
mi Golden Virginia,
mi espalda cargada).

2. Analogías.

Este año es un silencio,
o este baño es un invierno,
o este caño es un misterio,
o este alud es una
patata frita.

Las patatas se fríen con flores
o aceitunas machacadas, las
flores tienen pétalos y crótalos y
estigmas, o sólo algunas, o
todas, o ninguna. O me
estoy desintegrando en tanto
engaño. O llamo a la puerta
y no estás, o es que me estoy
equivocando.

O es que somos dioses.
O es que tenemos nombres para
todo y para nada, o
es que alucinamos en el estanco
cada día o cada día es un
paquete de tabaco.

En cualquier caso, esto es un
verso y como tal una mentira,
no sé si pistón o manguito
pero parte de algo así, parte
de un lucifer así, parte de
un cañón apuntando a mi cerebro
sí que es. Negar no niego
mientras tanto.

Es pecado todo esto.
No me engaño, sólo me
miento.

3. Es decir: etc.

Es decir: etc.

Rituales.

Podíamos haber olvidado
esto.
Lo sabes.

Los poemas son prosa fragmentada
al igual que los sentimientos,
los versos lo son porque tras
ellos adviene cualquier cosa.

Cada línea es un camino
inconcluso, imposible de concluir.
(Gracias, Kike).

Y eso es lo que más jode,
porque podíamos haber olvidado
aquello y no lo hicimos.
Pero tampoco lo recordamos,
sólo está ahí,
entre nosotros,
desquiciándonos.

Destapamos el bote de los
rituales, comodidades en las que
guarecernos,
quiddidades de nadas,
de imperios de
cientos de palabras
sin referente alguno
(excepto el juego tomado excesivamente
en serio).

Pero prefiero otra cosa...

Y tú comenzaste
a decirme hola
sin pretensiones,
fustigamos nuestros
sexos con el fragor del
roce
y nos dispusimos a querernos.

Las sábanas,
temerosas,
intentaban la posibilidad
de un armisticio,
la luz de la lámpara
pendulaba del amarillo,
cuando teníamos los ojos abiertos,
al negro,
cuando los cerrábamos.

El aire embravecido
se perfumaba con las
esencias del sudor
y del polvo lascivo
que tentábamos.
Olisqueamos las
piernas, que eran
torreones de batalla,
y nos fuimos quedando
allí mismo retorcidos,
allí mismo derrotados,
allí mismo miradas,
allí mismo silencio,
allí mismo gemidos,
allí mismo sangre,
allí mismo luz,
allí mismo pavesas,
allí mismo destrozo,
allí mismo excentrados,
allí mismo mierda,
allí mismo sueño,
allí mismo terror,
allí mismo agua,
allí mismo año,
allí mismo fogón,
allí mismo sin sucesos,
allí mismo promesa,
allí mismo, Tú y Yo.

Husmeamos nuestras axilas
y aprendimos
a dejar el empeño para
los valientes o los ingenuos,

que los tiempos no son sinceros,
que la soledad es tortura,
que el invierno no nos deja cuando
asoma,

que esquinar tanta ironía
nos sale caro,
que perpetrar tanto
olvido es una temeridad
ingrata,

que verte como puedo
no es un atardecer en un valle
verde claro,
que la cerveza es el reino de
lo indoloro y

tu cuerpo
me reza
al oído:

“¿cuándo...?”

Nunca. Siempre. O cuando quieras.

Conclusión.

Y una vez sentados los ejes de
coordenadas y los
rituales concomitantes,
podemos empezar a representar.

Nadie debe impacientarse,
la conclusión es inminente.

Preparación del juego.

Inútil
fue recorrer senderos,
buscar tu nombre. Inútil:
no lo hallé.
Y recé una oración
por ti —¿por ti o por mí?
Después te olvidé. Sean
los muertos los que entierren
a sus muertos.
José Hierro.

En la terraza.

Estabamos en la terraza,
injustamente empapada
por el casi imperceptible hecho
de que llovíamos a
cántaros.

Tú dirás que estábamos enfadados,
que debíamos indagar en
puntos oscuros que nos
corroían para anegarlos de
luz fuerte y clara,

pero yo sé que la respuesta es
otra, o no lo sé, pero me lo creo.

El velo inmarcesible
de la tarde pintaba
de verde el suelo.

Verdaderamente eres
espectacularmente indolente,
con toda tu afectación y por
ella, con todo tu dolor
inútil y por él mismo.

En los corazones teníamos
un espectro amarillo que nos
iba gritando las palabras que
debían salir a tomar aire fresco,

y a
herirnos

los costados sangrantes,
los rostros compulsivos,

las manos crispadas,
los cigarros extintos,

las soledades hablando
cada una desde su muralla,

desde su esfuerzo infinito
para no sentir

un sonrisa catárquica escurriéndose
laringe, o faringe, o

¡yo qué sé!,
camino arriba hacia la boca.

Todo estaba ya preparado.
El escenario.
Las coordenadas.
El ritual.

El contenido éramos
nosotros mismos.

Y el objetivo...

Alzaste un segundo
tu vaso, sonreíste al hielo
que flotaba veraniego
sobre la naranja
que tomabas.

Naranja...
(Guiños crueles
del desatino).

Tus labios parecían
valles cárdenos del
crepúsculo,
piel sutilísima
sobre carne endurecida,
una fina película de epidermis
cubriendo la roca pétrea
de tus músculos.

Tu pelo ondulaba
expectante cubriendo por
pudor tus senos.

La tensión se acumuló
en tus mejillas...

en forma de...
y yo realicé una punción
desesperada,

que no sirvió de nada...

Y me equivoqué,
no fue suficiente.

Los torrentes que se
desencadenaron
hicieron presa en nuestros
andamios y fueron,
sin prisa,
cansina y vorazmente,
trasteando en ellos
hasta hacernos sentir
el más absoluto vacío,

el de nuestros
ojos ciegos
mirando a quién sabe,
yo no,
yo sólo estoy aquí,

yo no conozco ya,
ya no sé,
ya no puedo saber,
me repugnaría intentar.

Alguien está enfrente. Nada más.

El juego.

—Sin embargo... [...] uno siente que en la vida ha colgado el péndulo en muchas partes y nuca ha funcionado, mientras que allí, en el Conservatoire, funciona perfectamente... ¿Y si en el universo existieran puntos privilegiados? ¿Aquí mismo, en el cielo raso de esta habitación? No, nadie lo creería. Tiene que haber ambiente. No sé, quizá siempre estemos buscando el punto justo, quizá esté junto a nosotros, pero no sabemos reconocerlo, y para reconocerlo sería necesario creer en él...
El péndulo de Foucauld. Umberto Eco.

1.

Una mano se desintegra en la roca
y es, calmadamente,
viento seco azotando la
cálida arena de la playa.

Viento seco.
Lucidez enferma.

En un principio fue
el deseo,
en el comienzo fue:
el dormitar tranquilo
en tu regazo
y la luz,
la ventral luz de nuestras
historias
pretendiendo ser instante.

Grandes orlas blancas
desmenuzan el juego que
no quiere jugarse a sí mismo.

Grandes peces van devorando
a los pequeños,
estampando sus firmas
en el idéntico desenlace
de los ciclos.

Tú y yo, más de lo mismo.
Tú y yo... distancias.

Pienso en las
veces que me fui
rodando a mí mismo
en tantas vueltas,

pienso en los círculos,
en los intentos
de hacer tangente
el movimiento y
caer de costado a tu
lado cuando,
a media noche,
el calor y no el odio
o
el odio
y no el calor

nos separó
y nos hizo dos
entidades distintas
en una misma cama.

2.

Vacío, el intento de
subrogar el infierno.
O al contrario.

3.

Tormentas de juegos
ridículos nos saludaban
al pasar una y otra vez por el mismo
error.

La soledad se hizo noche, dejó
de llover y nos
seguimos estúpidamente
odiando.

Tu pelo lanzó ataques
virulentos a mis ojos y
me dejó ciego.

Podía oír,
dentro de ti,
la necesidad de
volver atrás,
de dejar de ser
infierno.

Podía y era tarde.

No tengo más intentos.

4.

Caracoles bastardos
se despeñaban en el
barranco de tu barbilla.

Podía oír la intensidad
de nuestros
vacíos
resbalar sin calma
en nuestros pechos.

Quise abalanzarme sobre
ti y marcar mis nudillos
en tus pómulos.

Quiero que comprendas,
esto ya no es poesía,
esto es un pretender
hacer algo con esto,
con esta muerte,
con este entierro
privado que me
ata

a una mano que se
desintegra en la roca,
yo sabía

que estábamos jugando.

Tomándolo en serio.

Yo sabía
que no significaban
nada los gritos,

el odio,

la necesidad de marcharme
de allí y no volver a
verte jamás.

Sabía y supe.

Tonterías.

5.

Una mano que es mi mano
se desintegra en la roca
del tablero que ambos recreamos.

Estamos jugando.

Mucho tiempo nos
llevó llegar aquí.

Sin darnos cuenta
preparamos este
momento
concienzudamente.

Y ahora nos damos cuenta
de que

es tarde.

Estas somos las fichas.

Y aquí la bendita partida que buscamos.

No quiero saber más.

Terminar esto.

6.

Roca que nosotros
forjamos de la dúctil
tierra...

7.

...roca ahora
inexpugnable...

Ganador.

Lluvia, palabras muertas y una despedida.

Kovrin volvió a creer que era un genio y un elegido de Dios, recordó vivamente todos sus coloquios anteriores con el monje negro y quiso hablar, pero de su garganta brotó un chorro de sangre que le cubrió el pecho.
El monje negro. Anton Chéjov.

1.

Tú sabes,
siempre has sabido,
de qué forma quisiera avejentar
las soledades que nos
esculpen.

Estábamos en Tribunal,
alzando la noche de su apatía
sin pretensiones ni promesas,
fingiendo amar
el transcurrir insolente de los días.

Acabamos las copas y
salimos a la calle, tú corazón
era un estanque con
filtraciones que no nos
permitía seguir
espaciando la despedida.

Tú sabes, siempre has sabido,
que lo que inevitablemente debía suceder
finalmente sucedería.

2.

Tu beso alcanzó mi rostro
con un sonoro ruido de vidrios
rotos, cinceló un sendero
de mi nariz a mi frente,
y con el perfume
melancólico de lo ya extinto
se fue apagando en mi pelo.

Tú y yo,
dos realidades que se funden
y se confunden
y se van relatando iguales.

3.

Apunto a un cielo estrellado
con el tacón desleído de mi zapato.
La ciudad vomita su sodomía
de luces nocturnas.

Mientras, yo, amanezco en tus promesas.
Lo demás me estorba sinceramente.

4.

Así de extraños.
En la cama me preguntas
si me apetece una manzana.

Te leo en los ojos,
susurro algo inconexo,
inconscientemente te muerdo,
calmo, los dedos.

Te leo los labios,
me resguardo en tus caderas
mientras vamos eludiendo la mañana,
mientras vamos sudando espera,
mientras aplastamos los cigarros
contra el cenicero azul
del sótano.

5.

Me invitaste al cine, a
ver una película, creo.

La sala era perversamente
oscura, las butacas
ritualmente incómodas.

Abrimos unas cervezas,
acariciamos como gatos
nuestras piernas y nuestros respaldos.

Y del suelo salía un humo
verde, que translucía el
indeseable espacio entre
nuestros ojos y las demás
cabezas.

6.

Retozamos solazadamente
en el sofá del salón.
Acabas de asesinar la
última palabra.
De la cocina llega un murmullo
de Bach, del vecino
escuchando a Bach,
recordatorio de lo que nos molesta
por extraño e innecesario.

7.

Tus caderas ondulan
rompiendo en la arena de
mis labios.

Y tú sabes,
la noche no importa.
No importa que esté ahí fuera.
Es superfluo indagar si existe
algo que no contenga
este dormitorio.
Abre el whisky,
regálame un poema,
tú sabes
que el vacío son sólo historias
cuando sincronizamos el tiempo,
cuando lo prendemos y se hace instante.

8.

Tras la ventana la ciudad,
escupiendo sus malsonantes nombres
conocidos y a la vez extraños,
abriendo las cafeterías con sus
fascinantes borrachos,
enmudeciendo cuando canto
tu nombre, al paladear
el doliente perfume de tus
recuerdos.

9.

Y ahora...
un coche me aplasta
la pierna contra el gélido
asfalto. Grito.
No sirve de nada.
Duele.

Otros coches se adocenan
mirando, como si substantivamente
les importase
algo.

10.

Me arrastro hacia el sucio
trabajo que paga la casa y
los botes de mermelada.

Y la luz y el agua.
La puerta y las ventanas.

Qué poco de hombre permanece
en esta carcasa
enmohecida.

La luz y el agua.
La puerta y las ventanas.

11.

Un dibujo, un esbozo es
un poema. La poesía no
es extensiva.

Es una vaca torpe y gorda
saltando a una vía oxidada.

12.

Estábamos en otra parte.
En otra terraza donde el agua
orlaba la mesa de
blandos cristales incoloros.
Estábamos entre nosotros
como un muro. Ambos,
tenaces, pretendiendo ser
Nosotros: Tú y Yo.

Estábamos fumando
recuerdos que prendíamos
con palabras. En otra
terraza donde el agua
empobrecía la mesa con
inútiles lágrimas tersas.

Estábamos entre nosotros
como un abismo infranqueable.

Hubiera sido tan fácil,
tan sencillo
asesinar los que no somos,
los que seguiremos siendo...

13.

Panteón de nuestras almas,
abre tus puertas.

Que se vayan y no vuelvan
a esta coraza de carne en
la tierra.

14.

Tú pones tu mano en mi
brazo, en un solo
gesto luchas, vences, te
agostas...

Yo ya sólo puedo mirar,
impasible.

15.

Hubiera sido tan fácil
resucitar nuestro lugar en la tierra,
tan sencillo llenar las almas
plenas con el sabor proclive de la sangre,
tan simple elevar montaraces segundos
sobre el frío glacial de la hierba...

Hubiera sido tan fácil
sostener tu sueño en mis manos,
tan sencillo afianzar las
cosas rotas sobre nuestros cuerpos cansados,
tan simple ser el deseo que
deriva su singladura
en los recovecos de nuestras venas...

Hubiera sido tan precioso
almorzar en tu vientre,
tan cálido escandir sin horas
los días,
tan simple besar tu espalda
como si no fuera ya infinitos fragmentos,
dispersos míos amados...

16.

Cogiste una taza y serviste café.
Yo vomitaba el alcohol sobrante
de la noche que huía, como un perro,
con el rabo entre las piernas.

Me abrazaste fuerte y
me llamaste imbécil.

Yo no podía evitar creerte.

Encendí el primer cigarro de
la recién estrenada mañana. Tu
sonrisa se escabullía tomando
confianza en una lenta huida.

Y en tu cara tus ojos intentaban
no expresar nada. Y en tu luz
tu sombra caía fragua sobre
los campos agostados de
las palabras.

17.

Odio casi todo.
Las llamadas nerviosas de
teléfono, la obscuridad
manifiesta, la forma
que tienes de obliterarme
esquinando mis
dulces sucios llantos cansinos.

No lo niego,
odio casi todo.

Con la espeluznante sensibilidad
del herido.

18.

En el yunque de mis
ojos vas informando
la tristeza y la soledad,
con el lento e
ineluctable golpear
de tu despedida.

19.

Ahora que los días no suceden
me materializo en cualquier cosa,
me desperezo convertido en
cenicero, sólo cenizas
cubren y conforman la
gris tumba de mi
cerebro.

20.

Llamabas al Fénix que
siempre hallabas en mi
cuerpo. Yo leía a Lorca y
a Neruda tomando una
cerveza indolora.

En el sofá siempre
la lucidez me esperó
a deshoras, a destiempo.

A desgana.

21.

Apunto a un cielo estrellado
con el acero nucido de mi barbilla.
La ciudad impone sus
calendarios bastardos de
arquetipos esquemáticos humanos.

Rasco el bolsillo,
saco papel y tabaco.
Concienzudamente me lío
un cigarro y pido auxilio
a la Cabeza Roja Pulsante.

De mi costado a
mis labios, de mis
pensamientos a concentrarme

únicamente

en seguir aspirando.

La verdad es que lo
demás me estorba bastante,
casi demasiado, casi lo
suficiente como para estallar
en relucientes gotas de estaño
sobre mi lecho de hierba glacial.
Acostado.

22.

Tú me lanzaste un abrazo
en mitad del pecho que me
sorprendió despistado, me diste
un beso en la boca con
sabor a alegría.

En algo,
permites que los días
no me duelan demasiado.

23.

Estábamos en otra parte,
casi en un suelo propio
que pisar sin pies ajenos,
casi en un universo
formado solo y perfecto
por nuestros cuerpos.

Estábamos en otra parte,
en un lugar donde llovía
fuerte luz de tonos claros,
astillando todo lo
imposible, lo doliente,
lo insincero.

24.

Panteón de nuestras almas,
abre tus puertas.

Jamás encierres lo que
sufre en tu invernal manto
de inmovilidad eterna.

25.

Tú me dices perdón o
algo semejante y yo me
esfuerzo, te juro que
me esfuerzo para no
mirar el mundo
desintegrarse.

26.

Tú me dices perdón y
te muerdes el labio inferior
distraídamente.

Bajo mi nariz el café
aún arde. Todavía pronto,
demasiado pronto para
esconder mi mirada en él,
me conformo con no
elongar excesivamente el
transido crepitar de
un universo demoliéndose.

Demasiado pronto. O demasiado
tarde.

27.

El camarero vociferaba pidiendo
una ración de callos. El
intenso olor a grasa que despedían
sus cabellos se arremolinaba
en círculos perfectamente concéntricos
sobre su cabeza.

La realidad se trasladó a otra
parte desde donde ver mejor
tu cara.

Yo mordisqueaba una culpa.

Un chiquillo aspiraba
coca-cola en la barra y
deglutía patatas.

En las paredes había fotos
de toreros. Plazas de arena
hablando confusamente
con el cenicero de
nuestra mesa.

En el suelo cuchicheaban
curiosas las cucarachas.

Nada encaja. No sé qué tenemos
que ver nosotros con aquello.

28.

El café terminó por enfriarse,
aburrido de la poca atención
que le prestamos. La vida
también,
más o menos
por lo mismo.

29.

Pedimos la cuenta y
pagamos. Tú te adueñaste
de la izquierda y yo seguí
derechito, derechito al
cementerio. Como siempre
hube caminado, como
nunca con la pesantez
del desterrado.

30.

Y, sin embargo,
hubiera sido tan fácil hacer
callar a los que hablaban,
tan sencillo ensordecer
las mentiras que indolentes
trabaron,
tan simple acordar,
a sus espaldas,
un nuevo encuentro casual en
un momento cualquiera...

Pero llovía a cántaros,
palabras muertas y una despedida
definitiva.

Nosotros sólo
mirábamos.

Libro II: Canción de cuna para un borracho.

Porque todo es igual y tú lo sabes,
has llegado a tu casa, y has cerrado la puerta
con ese mismo gesto con que se tira un día,
con que se quita la hoja atrasada del calendario
cuando todo es igual y tú lo sabes.
Luis Rosales.

Estanterías...

La libertad consiste en elegir el propio ser. Y esta elección es absurda. —Sartre.

Una risa, un sonido,
el movimiento nocente
de un ombligo re-
torciéndose cruelmente
en la distancia.

Veo sal, sol,
embriaguez, paredes,
veo montes exprimidos
y con ventanas
y terrazas
que ofrecen su canto negro
al aire, estancado,
plomizo, abatido
al caer la tarde.

Veo la poesía,
circunvalación regional de
lo vivido,
tomando sus negros trazos
de todo esto que es
ya algo somero,
escrito.


Vitriolo azufre
crítico, palidezco mis vísceras
con un refresco amarillo.

Inmovilidad...
giro las palabras
como si fueran imágenes y
la desenfoco:

—Sin ti ni la tarde ni
plenilunio ni salvaje,
sin ti
quietud.

Humedezco mis labios,
respiro,
y un viento amalgamado
puebla los rojos ladrillos
de polvo.


Un lago, una figura
borrosa que se esboza en las
duras aristas geométricas
de las calles de ciudad
dormitorio.

Tras ello asoma
la noche,
que se desboca
y me saca fuera.

Palidezco de estío,
fumo un cigarro casualmente.

La luz fuera,
dentro las fotografías.

La noche me alza,
yo me adormezco sin

sin sin

sin ella.


Por si acaso
encendamos una vela,
no apetezco de los rigores
de la luz eléctrica. Sí,
ahí está bien, vela
tu rostro de diario y
entresaca el otro,
el de los días de fiesta,
el de las noches ebrias,
el de los cristales rotos.

No, no puedo desnudarme,
no aún, aún demasiado de lo
no dicho quiere hablar
en mi boca
para trasmutarse después
en olvido.
Sí... ya sé,
pero así se conforman los
momentos, por
ellos mismos.

No pretendo continuarme,
hacer algo eterno de esto,
la vela se apaga. Tenemos
otra.

Pon
los vasos
sobre la mesa. Más
hielo. Sigamos hablando,
que aún queda. Sí,
las palabras apestan,
pero poco más nos queda. No,
no intento entristecerte,
valga la luna un mundo,
aunque sea ahí arriba
(ahí atrás),
aunque sea tan lejos...
(tan imposible ahora...).


Los hechos son pura
nieve, hielo de otoño.

Ni eso. Sólo hielo,
icásticamente hielo.

Espolea la creencia. Lentos
han caído los años. Y
no se han ido solos. Lo
sabes, lo sabemos. Y
es igual.

Y es igual y enciende la
vela. Pon
—los vasos—
sobre la mesa. Echa hielo,
renueva el frío.

Como si no se perpetuase
a sí mismo.


Salgo cansado las esquinas las horas los
quioscos me hablan y no es su mensaje
nada bueno nada humano nada
hermoso

sólo estanques de asqueroso légamo
que penden de mis mejillas mientras
me visto de camarero o alguna
otreidad semejante

en las esquinas las horas los
quioscos me están hablando desde sus

estanterías

Parterres...

Cabizbajo, rompí por la puerta,
día penumbroso, violento,
nada se sonríe y menos aún yo,
¿lágrimas, llanto?
No, era suficiente con llovizna,
un día más de existir por existir,
ser piedra, lenteja, qué sé yo,
mierda, estropajos, basura,
ya llegaba tarde.
—Luzbel Kike.

Pies y puentes.

Que no tengo pies,
que te juro que los ando buscando,
que los días,
que entienden de esas cosas,
me van configurando alado
según se alergizan mis ojos,
según se embellece con
trinos asmáticos mi respirar,
según pienso que
no poseo sentido alguno,
utilidad alguna,
necesidad alguna,
que todo es una pamema.

Que no encuentro en mi cenicero
el significado de este
esfuerzo,
que cada vez caigo más bajo
y pierdo, al mismo tiempo,
más el contacto con el suelo,
que ya me queda poco para
llegar a ser la iniquidad que,
aunque en estado inocente,
siempre fui.

Que nos han engañado,
que sí, podemos construir con cristal
nuestros labios, nuestros brazos;
pero siempre y, únicamente,
al final el ruido,
al final el final.

(Hay finales más terribles
que la muerte).


La vida es un despropósito
que nos golpea en el pecho
con sus olores de tabaco,
con sus intentos de soborno,

con su lucidez terrible
y ensordecedora, depresiva
y constante sobre todo lo que
intentamos.

Tomo mis manos
y escribo con ellas este poema,
no hay nada restringido,
nada oculto,

la vida no tiene piernas
y no las quiere,
me hace ver lo que no veo
como he de verlo,

me hace ser lo que no quiero,
abanderar lo que no pretendo.
Me conduce inexorablemente
hacia sí misma.


Voy rodando los puentes
que tiendo con mi cerveza
sobre la barra,
con la ceniza y la espuma
formo una pasta
gloriosamente densa
y resistente.

No tengo sueño
que aplastar esta noche,
debo conformarme con mirar.

A mi alrededor la gente
y las conversaciones,
hoy no es un buen día
para ser mortal ni para ser
imbécil,

pero aquí estoy
fumarrajeando un cigarro
con mi logorrea y pensando
vayaunamierdadenoche,

Y la culpa es mía,
porque hoy no es un buen día
para ser homo sapiens ni para
ser tan estúpido
como los
ojos,
que lloran cuando no
viene a cuento, así,
mojándome por entero.


Cuando la mañana se acerque por aquí
la voy a mandar de una patada
a Saturno por lo menos.

No quiero ni verla, no me dice nada bueno,
siempre pergeñando un infierno distinto
en el que colocarme,
un infierno de culpa que
no tiene nada que ver conmigo,
un infierno de el-que-no-soy
hablando con el-que-jamás-he-sido.

Cuando venga yo estaré bien aletargado,
bien alucinado, bien enfermo, bien
sano, bien cuerdo bebiendo locura en
este
tiempo
cansado,
que ya no me sostiene,
que no puede sostenerme,
que no tiene lo que hay que tener
para sostenerme.

Me da igual que
suceda si así es.


Mi bandera es
atiquénaricesteimporta,
algo desleída, lo reconozco,
pero así son las cosas
cuando no son de otra manera.

Sorbo zumo en el dormitorio,
el carácter no etílico del mismo
produce un rechazo en mi organismo
y la cosa termina,
como siempre en estos casos,
en el mismo sitio,
en el mismo váter.

Mi bandera ondea
al viento libremente
más allá de las mareas,
de la devastación del creyente,
está colocada mucho más allá
de sus guerras santas y sus conquistas
de almas.

De sus formas de hacer
cabezas con máquinas,
de sus rituales imbéciles
destacados, pedantes y melifluos,
de su sonrisa, de su mezquindad,
de su ruindad, de su
triste y ubicuo carácter infantil,
de sus flatulencias intelectualoides
y sus afectaciones esquizoides,
de sus inmarcesibles neurosis
que pintan de colores
las cosas que no los tienen,
produciendo horrendas
combinaciones
que me tengo que
tragar,
junto con el desayuno
y el autobús, al ir a trabajar
o a una facultad en la que
me matriculo,
los inviernos,
para no pasar frío
fuera.

Y ellos son constantes
y alucinantes,
siguen viviendo a fuerza
de hacer un jardín del
mundo, con sus parterres
y sus centímetros exactos de
césped,

en él me ponen a mí
y a otros en su
justo lugar, y nos
riegan, y sueñan
con vernos crecer, y
con que no demos
problemas, y con que
no nos metamorfoseemos
en malas hierbas;

pues es cosa de mal gusto ser mala hierba.

Ojos y botellines.

Que no tengo,
asimismo,
ojos tampoco,
que te juro que busco
unos que me
expliquen y me hagan
querible,
que me voy configurando
alado con cada desayuno
que trago,
con cada pesadilla
que asimila mi organismo.

Tomo un cenicero y
no tiene reposabrazos,
debo dejar
los míos dentro;
en estado latente siempre
fui un genio de
la lámpara del
no-estar-aquí
cuando
no-quiero-estar-aquí.

Alzo los brazos a la tierra
de tierra del suelo
y les hago brotar
flores,
flores de carne
bajo el estanque
de corrupción
que son mis propias lágrimas,
mi propio sufrimiento,
mi propio cajón,

donde duermo.


[(Lectura encarecidamente opcional)

Fuera de todo, fuera del tiempo del
libro, en una habitación secreta,
se habla desde otras miradas:

Entiendo,
esto puede ser
difícilmente comprensible
si no enciendo la mañana y os cuento.

Esto no es
un
poema sino un relato cortado
de mis manos sangrando
(¡eso es romanticismo!)
que duele joder que duele
no quiero determinaciones
pero tengo algunas propias y
un poema no es bonito sino que
es una putada que sangra y me
sangra cuando lo leo, cuando lo
escribo, cuando tú lo lees y
te vas introduciendo en
todo
mi
marco
de
pensamiento.

En mi atmósfera mi
contexto mi perfume no
intentes declamar esto
no nació de esa manera
olvida lo que sea la
poesía y pregúntate

¿por qué muere
aquí precisamente
el
verso?

¿Qué está gritando este
bastardo?

Quizá te parezca que
sólo escribo
juntando palabras que
no necesitan significante porque éste es
vacío.
Y te equivocas.

El significado es el vacío.
Y eso,
tajantemente,
no es lo mismo que no hablar de nada.
]


Íbamos lamiendo el
suelo sólo por el gusto de
hacerlo. Cogí un segundo
y un tercero y les
cerré la puerta en las narices,
que quedaron aplastadas y
saturadas de astillas de madera.

Vaya, seguíamos sonriendo
pese a tener los labios tan
juntos que te confundiste
y besaste con los de ambos
los de otros
que pasaban por allí,
yo te gritaba que no
y tú me pedías perdón
de esa forma tan dulce
que te sale como la miel
del corazón. Melifluas
parecían las otras
salivas en comparación con la
mía, exiguas
y, en definitiva,
tan poquita cosa,
tan indefensas,
tan indefendibles...

Yo puse mi mano en una
farola, que agradeció el contacto
y se tendió tiernamente a mi lado,
supurábamos ambos fluidos eléctrico-gaseosos
que lloraban en nuestras gafas.
En su ojo los llantos
provocaban lindísimos
cortocircuitos como
fuegos artificiales en domingo,
mi farola se retorcía de dolor
disfrutando de lo
agusto que se
abraza cualquiera
conmigo.

Tomamos unos botellines
que sonaron a cascada
en sus intestinos de
cobre y plástico,
se despidió de mí
con dos mil
voltios en mi pecho
y murió.

Caían resquebrajados trozos de yeso del
techo.


Tú,
arcoíris tendente de piedra,
de frío cristal,
resordas en mis articulaciones
acompañando el leve rumor
del agua rebotando
en la barandilla de la terraza.

Espera la soledad
su entrada triunfal
en esta puerta.

Nos vamos dejando los
nudillos en no
pensar demasiado.

Te cojo un cigarro,
un halo de vida para quemarlo.
Te presto un
beso que se marcha
hacia tus labios.

Podemos figurar que
al agua, la piedra,
el corazón, los días,
los nudillos y los pensamientos
son olvidos que
simulan adioses,
sinecuras,
poemas mediocres
recibiendo
un sol sin luz
sin calor que
espera el viento
fuera,

donde la levedad,
donde las distracciones.
Ahora da igual,
te juro que es inexacto pensar
que algo se quemó
dentro,
seguimos cogiendo el mismo
autobús, el que nos lleva a los mismos
sitios, con los mismos asientos
ocupados o no y
el mismo conductor deprimido
o imaginándose en un efe-uno.

Nos emborrachamos cuando nos lo permiten
las autoridades gubernamentales y sanitarias
(viernes y sábado en el periodo comprendido
entre las diez de la noche y las tres de la
mañana, tres cervezas a lo sumo para no atentar
de forma desmedida contra nuestros
organismos), así, sin hacer mucho ruido o
emplear demasiado la imaginación, no sea
algo que no sea conveniente se despierte en
nuestros calcetines y así,
de repente,
peguemos el espaldarazo de darle la
vuelta al mundo.

“Estad tranquilos”
(eso parecemos decir con cada trago)
“todo seguirá según el
orden establecido”.

Y nuestros ojos ya no importan,
no es demasiado preocupante, nuestros
ojos-botellines-ETT son aciagos
y sus cristalinos son incapaces de diferenciar entre un oso y un madero,
les da igual la muerte que el camarero

(cuando con manos ávidas se acerca a saldar la
deuda que agoniza, ya medio digerida, en los
estómagos).

De verdad en serio los ojos dan ya igual y
nodesperdiciaremosnuestrasvidas y seremos
quienes estamos llamados a ser porque
noqueremosseralcohólicosnidesechos
y queremos el paro y el pisito en Algete
(a pagar en treinta años, en toda una vida)
y tenemospadresquedebenestarorgullosos
y no vamos a joderlo ahora con
yacasiterminadalalicenciatura
en cualquier mentira aburrida que
harádenosotroshombresseriosymujeresmodernas
no pienso fracasar cuando

ya

tengo

la

soga

al

cuello.

Y si el movimiento no está en el programa aprieta,

te juro que aprieta más con cada paso
en falso.

Uno mismo...

En todas partes buscamos lo incondicionado, y lo único que encontramos siempre son las cosas.
Novalis.

Atravieso el aire
dulcificado en sus corrientes.
No, hoy no existen televisores,
ni fuentes, ni calles, ni perfumes
ni hedores, ni respuestas
ni paradojas.

Hoy acojo el aire que
icástico me cubre, blanda
pero férreamente, enorme
y diminuto, irreal y
tangible; hoy aprisiono
el segundo y reniego de
nombrarlo, escojo el camino
que no se traza en ningún sitio.

Atravieso el aire
dulcificándome en sus corrientes.
Embriagado, formulo una
admiración y respiro:

por hoy, estoy salvado.


A la luz de la tarde
aún pareces más hermosa. Digo,
y no yerro. Espero sentado
en la cama a que resucites del
sueño,
amarillo y avejentado,
de esta tarde de cera y
cuerda que nos abre, cálida,
su efímera pulpa inmortal.

Podemos invocar a las cosas,
y decir: sábanas, besos, caricias;
podemos pero sabemos
no hacerlo.

Y así nos vamos desvistiendo,
sin etiquetas, sin códigos de barras
fonéticos, inocentes y malditos,
plenos y vacíos.


La tarde cae, pesadamente,
sobre las banquetas grotescas
de la cafetería. Negro
y combado cielo anudando
nuestras sonrisas, compulsivamente,
en un pañuelo arrugado sobre
la mesa.

Aquello existía, porque nos
importaba, porque lo hacíamos
importante. De otro modo
se hubiera disuelto en el olvido,
en lo que no existe, en lo que
no existió jamás. Hasta que
otra preocupación lo materializase
ex nihilo. Hasta entonces,
nada.

Y la tarde embarraba, plomizamente,
los cafés, la conversación,
mientras tú y yo contribuíamos
eficazmente a la invención
de un mundo torcido que sería,
desde entonces,
instante.

Inocentes y malditos,
plenos y vacíos.


Nada existe porque sí. Cada
cosa
necesita una conciencia
que le dé cuerpo.

Hablamos y sonreímos,
quebramos la
luz con la palabra y
abrimos,
ruidosamente,
una puerta allí donde
jamás antes la hubo.

Nos enseñoreamos
como si siempre hubiéramos
conocido esto que
inventamos.

Palos de ciego. Que sentimos
necesarios.


En un principio...
no sé.

Después nacimos al abismo
y sentimos la luz crepitar
sobre nuestros propios huesos,
sentimos el alma y un
grito atroz de dolor saludó
en él mismo la primera
palabra.

Y no sé, no puedo saberlo,
pero creo que entonces fue el
llanto, el terrible llanto
de sentirse uno y nada en
el mismo centro del silencio.


Lo llamaron Dios. En las calles
empezaron a llamarlo. Cómo se reían
los borrachos, borrachos.
Aquel fantasma de tenue y
pobre voz fue macerando,

tomando una consistencia imposible
en los labios que, calmos y
aquietados, no cesaban de
nombrarlo.

Y fuimos olvidando aquello,
el principio, cuando ni voz ni
camino, ni luz ni sombra
aguardando en cada mañana,
cuando las estrellas no eran
sino brillos remotos que orlaban
la noche. Cuando Tú
y Yo eran olvido y no pertenecían
a ningún sitio, cuando esperaban,
dormidos, una palabra que se alzase
para despertarlos.

Y fuimos olvidando. Excepto los borrachos.
Su horda lúcida nos ha acompañado,
desde entonces,
transcurriendo en el estricto margen
de nuestros caminos torcidos.


Estamos en Plaza Castilla
y observamos
caras borrosas, que semejan
tantas otras que jamás
miraremos.

Estamos allí como en un
sueño, admirando lo que tan altivo
se yergue sobre tan volátiles
cimientos.

Tu fumas “fortuna” y yo
“golden virginia”, reconviniéndonos
nos besamos, haciendo concesión
al espacio. Tus pantalones
vaqueros nos miran estúpidos
desde tus piernas. Las lenguas
se abrazaron, anudándose con
el permiso tácito de los labios.
Las sonrisas, que nacieron luego,
crecieron tullidas por el desencanto.
Y la lección bien aprehendida: creencia,
ilusión, pasión, acción. Y
los zapatos bien anclados al sólido
asfalto. Y los cigarros bien
menguados ya. Y el autobús. Nos
veremos. Mañana. En el mismo
sitio. Nos esperamos ahora, aun mientras
nos marchamos. Cada uno es el
discípulo fiel de sus propios pasos.


A veces regresamos a aquello. Sobre
el azar de los edificios el azar
de la vida, rizando el rizo.
Estamos inseguros de estar seguros
de no equivocarnos. Estamos
semiilusionados, semimalditos,
semivacíos.

Aún preferimos el azar del
gato y, felinos, ronroneamos. Por
nada en concreto, sólo por el
gusto de hacerlo. Yo
te acaricio la espalda y
tú maúllas paulatinamente tu
inmediata satisfacción.

Es casi lo único que queda,
casi lo propio.

Y sigue siendo quietud, creencia
sin creencia, pasión sin pasión
cuando las luces se apagan y
la elección del camino es
absolutamente indiferente.

A veces me pregunto si no fui yo,
o tú, quien cegó
el resplandor inmenso del brillo
tenaz en los ojos.


Sentí no necesitar ya más lo superfluo
—¿qué dios, qué satán produjo tal sortilegio?—,
poder caminar seguidamente sin los cadáveres que,
afianzados en mis costados,
golpean mis caderas cuando ando.

Sentí ser aire sin dueño volatizando
mis muertos —¿qué ángel, qué espectro
llamó a aquellos mis fracasos?—,
poder atravesar muros feraces de cemento
con el solo hálito de mis labios.

Sentí la levedad, la alegría desmedida
de lo liviano, aéreo, lo que emerge
de un suelo enfangado y busca el
pulsar vital de lo elevado.

—¿Qué imbécil, que genio quiso desbastar
de tal forma mis pasos?


No es el fango más que fango
y la tierra más que tierra. No somos
dioses, ni bastardos, ni humanos.
Marihonestas bien educadas que juegan
enfermizamente a disimular sus propios
hilos. Tomo café en un
buen escenario. Me diluyo. El
buen borracho bebe para hacerse
un hueco en el mundo (él está en
el margen del camino). El borracho sabio
no huye, demasiado paralelos y alejados
vuelan ya sus pasos. Demasiado
extrañas resultan sus voces:
las a veces acíbares,
las a ratos dulces.
El verdadero borracho desespera
en los relojes y envidia, ama a aquel
enredado sin esfuerzo
en los entresijos del
mundo.

Desespera y ama cuando anhela
su porción de mundo.


Sopla viento en la casa azul
del perfecto durmiente. Revolotea
en los platos, los sofás,
las mesas, los cuadros estúpidos
y las sombras de las cortinas.
Juega a campana con la cadena
del váter, que cuelga zumbona
de la cisterna blanca,
allí arriba, sobre las cabezas.

Sopla viento y voy temiendo
el desenlace. Me callo, pero es
tarde. La palabra adora
su ritual de sangre. Yo soy
a veces el viento. Yo a veces
barrunto en mis ojos la enemistad
con la carne, con el espíritu,
con el beso y el pensamiento.

Enciendo un cigarro, dejo hacer
al aire. No puedo reprimir un último
ruego agonizante. Y digo:

(Viento).


Pudimos, tú y yo,
eludir
la
tarde
y
el
hambre.

Pero Tú y Yo no pudieron,
tú y yo sabíamos callar,
supimos hacerlo cuando estaba
todo a punto de que la nada
sucediese; cuando,
volátiles,
sumábamos aire en nuestros esfínteres.

Pero Ellos no supieron reír, no pudieron.
Y las noches asemejaron cárceles, enemigos
los soles y sus ejércitos las noctívaras
estrellas; amándose Tú y Yo no supieron
desbrozar de la llama el calor
y ambos se agostaron,
vencidos finalmente,
en su flamante infierno
inocente y maldito,
pleno y vacío.

Y tú y yo aún nos amamos
en alguna parte.


Amamos los hechos. Nos emociona
decir:

“la ventana está rota”.

(¿Y qué es “ventana”?
¿Qué es “rota”?)

Miramos el diccionario y asentimos.
Todo está apodícticamente claro.

Y seguimos sin decir nada
cuando hablamos, y nos embriaga
aún así la logorrea que nos
atraviesa. Sómos sólo el
cobre conductor de la nada,
el dúctil filamento de la bombilla.
Estamos presentes cuando las cosas suceden,
nos emociona decir:

“Esto ha sucedido”.

(¿Qúe significa “esto”?
¿Qué hemos visto, oído, vivido?)


No hay historia que contar. La
historia es parte del supuesto, como la
felicidad, o el desencanto. Lo
real es ataráxico, la epoge
finaliza cuando el
encefalograma plano adviene.

Y ya sólo miradas, miradas de ojos
vacíos que rítmicos repiten:

¡Qué curioso! ¡Qué curioso!


Necesitaría escribir:

“Tu cerveza, helada, se dedicaba
a acristalar con turbio velo
el vaso. Desnuda eras una
diosa tiritando sobre la silla
de plástico. Tus piernas se
entrecruzan
(¿ahora?, ¿antes?, ¿alguna vez acaso?)
en sí mismas y
desvanecen el resto del mundo,
que empalidece ante tus rotundas
rodillas, espinillas, gemelos,
muslos, tobillos, dedos,
vello.

Vello rubio y aterciopelado
que cubre tu piel glauca de
inusitada ternura. Semeja un
tapiz de terciopelo verde,
el único lugar donde reposar
mi cabeza para elipsar la tarde
que se aleja, como una puta neófita,
con su jornal de olvido,
con su horror ante el segundo que aún se despide,
con su indefensa taciturnidad
de lenta mentira huida.

Y detrás el vacío.”


Necesitaría escribir:

“Sobre la somera duna de tus senos
un torreón corona, regio,
su esquiva soledad erguida.
Lo tomo y lo muerdo y entre mis labios
solidifica y ruega,
al aire,
que la piel no cese, que no se
congele la sangre, que los labios
continúen y no mueran y
extiendan a todo el universo
su fina película protectora.

Factor 13.

Para así no pulsar la
podredumbre que es escoria
y nos rodea. Equivocar
lo necesario y, ya
sólo posible,
alzarlo como desconocido y
así destruirlo.”


Necesitaría beber:

“Botellas tras la barra enseñan
ahora sus benditos contenidos, nos
golpeamos los pechos sangrantes
y no tememos decir:

ni dioses, ni hombres,
ni bastardos...

Aún quedan
—y no son ilusiones—
buenas razones para asesinar
cualquier razón. Todo es un deshecho
de sí mismo obligándose a perpetuarse
a sí mismo.

Buenas opciones para no elegir
nada, buenas alternativas que no
difieren en nada: más de lo mismo.
Buenas corduras esquizoides y neuróticas
a las que aferrarse cuando,
sin dinero en los bolsillos,
salgamos fuera y estemos
solos, hambrientos, sedientos
y vacíos.”


Necesitaría entender:

“Dónde queda el norte, cuál es la
cruz que sangra sanguijuela
llevándose mis días en su carcaj
ya repleto.

Dónde queda lo que ya es olvido
cuando se olvida, dónde la tierra
cuando replica
y así plica
las horas construyendo réplica
maldita de vida.

Dónde los cigarros,
en la foto viven cuando ya no
son cuerpo, sino recuerdo casual
que
—abro los ojos—
está y
—cierro los ojos—
no está.

Vamos, contesta. Esconde
Tus Relojes y habla,
silencio,
no me dejes pendiente de este crisol
de desengaños que es
—siempre y únicamente—
uno mismo.

Puzzles...

En la vida, lo esencial es formular juicios a priori sobre todas las cosas. [...]En realidad, sólo existen dos cosas importantes: el amor, en todas sus formas, con mujeres hermosas, y la música de Nueva Orleans o de Duke Ellington.
—La espuma de los días. Boris Vian.

Si quieres nos vamos, si piensas que
va a servir de algo. Si lo prefieres, tomaremos
aquí otra cerveza, estoy sentado, no
estoy tan mal. Sólo otra, de
verdad, después pasearemos o haremos
el amor en algún parque, o nos
pediremos perdón o dormiremos hasta
que el frío del rocío nos despierte,
ateridos, en un césped verde de
gritos no escuchados.

Pues gritamos, eres un ángel cuando
duermes, pero gritas, tan alto que
no hay música que lo cubra, que
lo silencie. Lo sé, por ello no
quiero irme de aquí, al menos,
no tengo que hablar, o que escucharte.

Aquí, al menos, puedo callar y mirar
al vacío sin que parezca un problema,
una preocupación, una culpa.

Una cerveza más, lo juro. Después,
seré tuyo hasta donde pueda, el resto ya lo
desearás tú bastante. Seré tuyo
como soy de todo, del barro que me
cubre, de éste o de aquel otro. Seré
fuego, si tú quieres, seré estanque,
si prefieres llorar. De todas formas,
da igual. Puedo ser divino o maldito,
borracho o calculador o economista o
amante, da igual. La noche es joven,
y nos ofrece sus dones.

Tan sólo una cerveza más.
Lo juro.


Siempre debimos llamar ayer al ayer, y no
recuerdo. La lluvia caía, tomábamos
café, tú jurabas algo, me besabas las
manos. Yo caía, caía. Como las horas o
los sueños al despertar. Como los días
que no puedo y que sonríen sin volver
luego. Yo caía. Como el café, desde la
mesa al suelo o el silencio o la broma
del momento. Tú me jurabas algo, yo
asentía, fumaba, pedía la hora mientras
caía. Tú llorabas, llovías, de la tierra y
la lluvia el verde, y de mí y tus lágrimas
un solo silencio.


Sentado, dormido y meditabundo me
hundo taciturno en la similitud de las
caras, de los gestos, de las rutinas cotidianas
que articulan el día.

(El otro día nos miramos,
pensamos cesar en intentarnos...).

El café hirviendo, las lentillas y
la madeja de pelo empegostada por la
gomina de la noche anterior, el aliento
de tabaco, un calcetín y otro distinto,
me siento cansado y desgastado
pero aún sigo, por ti o por mí o por ambos
o estrictamente por
ninguno.

(El otro día hablamos, y aunque las
lágrimas no se infiltraron en
lo que
no les importa, bien sé que
les hubiese encantado).

La primera clase indescifrable y el café y la
segunda mejor y el café y la tercera audible y
el café y la cuarta desvanecida y café y
la quinta imposible y el autobús y dormir...

Y la ducha y el cansancio, el afeitado
rápido y la gomina y el
desodorante y la colonia y el aftershave,
correr al trabajo con retraso y despedirme
de Sonia que no dice nada pero piensa
otraveztardeotravez y
el café y el zumo de naranja y clientes y
Montse o Ana y clientes y el zumero y
clientes y la cafetera y clientes y las cámaras
y clientes y barrer la moqueta y nadie
y limpiar por dentro y nadie y la caja
y un cliente y las bolsas, fregar y el
cubo, las luces, el cierre y adiós hasta
mañana nos vemos cuídate el catarro
que duermas bien y mañana tal vez salgamos
antes.

Llegar y la tele o el verso o el libro y
dormir algunas horas con suerte hasta
el día siguiente, en el que me encuentro
sentado en la parada del autobús.
Y me hundo taciturno en la similitud
de las caras, de los gestos, de las rutinas
cotidianas que articulan el día.

(Mandarte a la mierda no sería suficiente,
aunque no tengas culpa
alguna. Mejor no verte
y no pensar y conseguir
un segundo en el que todo sea nada
y pueda amarte como siempre).