Cercos vacíos

Si te paras, entro en ti;
me jode ver rodar
azules lágrimas azules
mejilla abajo hacia
tu garganta.

Si no debemos hablar,
callaremos. Cogeré tus
manos con mi silencio
e iré arrancando las
telas que cubren tu cuerpo.

Si te paras yo sabré
que ya hablé demasiado,
que tus azules ojos azules
piensan todavía en
anegar este instante,
por y sobre todo y para
acallar mis pensamientos.

1. Los cuentos.

Cuentos (prólogo) me voy barrotes quietos el sacrificio de su cuerpo quietas calladas aquietadas la casa inevitablemente ineluctablemente suelo (ser) firme allí donde caer muerto desconchones en lo que veo dos caras pretendiendo mañanas cayendo dioses al pensar intolerable mercenario cercos vacíos pensarse muerto (conclusión).

Cuentos (prólogo)

Tú me pides vida y yo no tengo ninguna
que darte. Ardemos, inmortales en este segundo
presente, buscando la creencia que
haga de esto algo bello. Ahogados
en las miserias del ser aquí humano.

Aquí y ahora como siempre. ¿De qué
me sirven los gritos y las falsas vidas? ¿De
qué la risa y el sueño? Siempre
volvemos a este instante en el que
nos descubrimos muertos, aquí y ahora,
ahora y siempre.

El mundo ofrece sus dones en forma
de cadenas, sinuosas y deletéreas
y empapadas de connotaciones sardónicas.
Ríen, parece; pero sólo para esconder su
oropel, para hacernos creer que somos
afortunados de ser.

¿De ser? ¿De ser qué? Abrázame y
no me dejes. Deja mis ojos cerrados,
abrázame abandonado y abandónate
por tu cordura, como yo. Al menos,
no caeremos. No en más que en nosotros
mismos.

Y es que prefiero no odiarte. No aburrirme
de ti como de todo. El mundo pide actividad,
movimiento. El mundo pide “quiero” para
no dejarnos sentir el frío de este maldito
y constante invierno. El mundo pide un
Dios vacío que dé risa y dé bríos, que ame lo
nuevo como a sus apóstoles, los arcángeles
de su reino.

Prefiero no odiarte, no quiero entrar en la
caja y abandonarte con el tiempo. Prefiero
amarte, si es que entiendo lo que es eso.
Ya no lo sé. Ya tan poco sé. Abrázame,
deja que sangre. Engañémonos, pero
hagámoslo nosotros, vamos a contarnos
cuentos que nos calmen.

Sí, buscaremos en tanto viento un
amarre, una caja propia que nos anule y
nos encuadre. Un placebo de armonía
que termine haciendo sincera la risa.

A veces me preguntas, no sin razón,
cuál es la diferencia. La diferencia es
que yo amo mi, tu, nuestro infierno más
que cualquier otro. Pálida mascarada
que me hace pensar, pensar que aún resta
algo de algo llamado nosotros.

Preguntas y pides razones y las razones
no sirven. No me bastan, no más
que para inventarme ya muerto. Ellas sólo
son armazones de hierro y cemento,
intentos que sólo hablan de
sí mismos, malditos artificios
en los que me encierro para creer que algo
entiendo.

Y ya no creo, y creer no tiene razón, ni
la hay para dejar de hacerlo. Creer nace
dentro, en mi angustia. Podemos llorar
sangre y sangrar dentro como jamás
nadie rompió al hacerlo. Y eso jamás
lo hará un argumento, un mundo muerto.

Y aquí estoy, vivo y creyendo. Vivo. Y
creyendo. Ven conmigo, por favor. Juntos
gritaremos, soterradamente, para nadie. Y
esperaremos que nadie nos acompañe.

(Interludio.

Pensé escribir un poema cuando
venía en el autobús. Pensé porque
sentía, o sentí porque quise, enfoqué
o concreté o percibí el orden y
significado en un segundo de lucidez
que ya ni siquiera guardo.

Las rutinas nos engañan de vacío y
nos envejecen en nuestros panteones
de días y noches tan muertos.

¿Y qué? No les mata saberlo, ni
les espanta. Ellas siguen,
indolentes, cuajando los estados
debidos del alma.

Ellas no callan ni hablan, van
delimitando el tiempo, nosotros somos
espectadores, cuerpos de su
cuerpo).

Me voy.

Me voy y no me llevo ni un
solo recuerdo, ni una imagen ni
un sueño. No quiero un bolígrafo ni
papel muerto. Dejo mis ojos en
la cama, la nariz en su caja.

Diáfano abandono todo mi
cuento. Somos agua y fluimos en
los cauces en los que creemos (y
solamente en ellos). Puedo
dejar esto y perder algo que llamo
una identidad o un punto de
coherencia. Puedo y lo hago.

Me voy. Me levanto. Hago
la cama. Cada cosa en su sitio
con su conveniente olvido. Salgo,
el trabajo comienza temprano.

Barrotes quietos.

Escribo bolígrafo tintes azabache
en estos blancos yermos. La poesía
me retiene en mi sitio de Madrid
y azada y verano trabajando, mientras
se abalanza águila sobre todo
ello para revelar mi huida y mi
desespero.

Si llega y se abre yo me paro y
hablo mientras es ella la que
narra, ahora dice calla y yo
duermo con la fuente seca y la
resaca de sus amargos encuentros.
Besos agridulces de mi sustento
y mi veneno. Letanías críticas
que desencuadran y excentran
la mirada y la tornan agua
salada, que yo bebo en tragos
lentos del cáliz dorado
de mis barrotes quietos.

El sacrificio de su cuerpo.

Susana abre las cancelas
de su tímido, tórrido y
elocuente imperio.

(Ella en realidad no quiere esto, pero
el sacrificio de su cuerpo es
el único que entiende y el
único único al que estoy dispuesto).

Todos los cerrojos se liberan, y
todos aquellos que soy en sus umbrales
ahora franqueables saludan con
estentórea risa los horizontes
descubiertos.

Y cada uno de mis inventos
toma posesión de su reino.

Y cada uno de los juegos sale
de su caja y extiende el
tablero.

Tras largo tiempo, todo está ya
bien dispuesto.

Y corro uno aunando mis cuentos
para salvar aquel otro que ahora es
el punto cero de estas nuestras
distancias.

Tiro el dado, y cuento.
La partida ha llegado desde tu
infinitud transitable hasta todos
tus más renuentes escondites.

Te tomo la mano y lucho por
soslayar tu espejo, que es aquel
lugar donde tan fiel y
terriblemente me reflejo. Construyo
otro que me dice que soy el
señor de tu tiempo. El maldito
amo de nuestro universo.

Así puedo ver y veo
cuando Susana abre y
sólo sin ver lo que no veo
abrazar abrazar todo su
esfuerzo inútil e inmenso y
amarlo con fuerza y
olvidar olvido el sopor del
olvido y que todo y
la casa los gestos los
cuadros los rostros son sólo el
cristalizar de las reglas que
invento y aplico en un
cuento que cuento y me cuento
jugando cretino a vivir
en este como en cualquier.
En otro. Sitio.

En cualquier otro sitio.

Quietas. Calladas.

Arroz mojado de tus lágrimas
quietas, calladas.

(Es la soledad, que aferra y atenaza
y ya no quiere regresar a su celda).

Un café sobre la mesa, ahogando
cabezas en su pequeña ciénaga.

Un cigarro en tus labios
agostados de espera.

Una luna que alimenta,
carne desperdiciada.

Agachas la cabeza y
asesinas la calma.

La taza estalla contra el suelo
y derrama.

Arroz mojado de tus lágrimas
quietas, calladas.

(Piensas y recuerdas,
una calle huida.

Piensas e intentas,
una calle con luz.

Piensas y crees,
una calle que recorres.

Piensas y olvidas,
una calle que aplastas.)

Carne desperdiciada
de colores difusos.

Carne en lata de tu
cara y tus dedos.

Carne tenue y humeante
líquido bajo tus pies.

Negro charco donde el
arroz germina la nada.

(Y ya sólo las quietas,
las calladas).

Una habitación quieres
bajo la almohada.

Reciclar tu carne en
conserva.

Y sin embargo la luna
alimenta carne hepatitis, dorado
sol de tu rostro, único
amanecer que aún te
espera.

El pelo se suelta
y también derrama.

Y todas las líneas del
espacio-tiempo confluyen.

En tu alma. Y arroz mojado
de aquellas quietas, aquellas calladas.

Aquietadas.

Aquí como en cualquier otro
sitio, rompiendo la cabeza
para morder su pulpa fresca.

Y aquí como en la
mañana, aquí como
en la noche o en la casa
o en tu espalda,
aquí como en la nada.

Rompiendo la cabeza a base
de mentiras, para recomponerla
con fábulas bonitas.

Rompiendo...
(¿a quién invocas?)
lo roto...
(¿a quién?)
de nuevo...

La casa.

En esta casa todo rememora
tus voces.

(Aguanta...
te espero...
cerdo...
¿vienes?...
café...
eso son sólo palabras...
olvida...
loco...
te estás matando...)

En esta casa tus fantasmas ríen
desde sus cuencas vacías, y con tu
cuerpo la risa es aún más cruel,
más terrible y melancólica.

Abro la cafetera, y los posos al
cubo de los desperdicios con
tantos y tantos sitios; cierro la puerta
pero siempre entras y miras triste
mis fragmentados despojos.

Y me digo que esta casa son puertas,
muros, muebles... e intento no
mirar los ojos amargos los ojos
que pueblan las paredes y cada
rutina, cada palmo de mi
vida.

(Enciendo un cigarro en el baño,
vacío la bolsa de lo inútil,
los despojos despojos que no puedo
ser ni unir ni con todas las

lágrimas del saco de mis
patrañas.

Vacío y parezco limpio pero
con ello aparece la carencia,
la indigencia de ser idiota,
la falta de algo vital que
yo envío aguas abajo hacia
tu preciado océano.)

Me quedan silencios y yo los
amo por ello.

Me queda huir y no volver,
volver aquí.

Pienso que quizá...
y no pienso.

Recojo las fichas y tiro el
dado dentro. Ahora ya no
hay juego.

El inmortal está aquí.

Cuántas veces odiaré
su nombre. Cuántas
intentaré morderle.
No lo sé.

La casa es puertas y muros y
muebles. La casa no es mas que
cosas muertas y neutras. Creo que
a veces incluso podría jurarlo
por ti.

Inevitablemente.

Vamos de bares y aceptamos agradecidos
sus ofrecimientos, pasaportes a otros
lugares donde risa y felicidad
cobran sentido.

Vamos de bares, nos gusta
aburrirnos juntos. Tomarnos
de la mano y tocarnos
en los parques. Compartir
saliva juntos, intercambiando
lenguas y verdades veladas y
espuma de cerveza.

Allí, al fondo, nos espera lo
que llamamos mundo. No
tenemos prisa, de nada sirve
acelerar lo inevitable.

Ineluctablemente.

Ineluctable realidad de nuestro
carácter efímero. Lo encajo
bien, uno se cansa de todo tarde
o temprano.

Ineluctable realidad de nuestro
carácter arbitrario. Vaya, eso
ya duele. "Caminante...",
construye tú mismo desde
tu cimento vacío.

Lo que puede ser cualquier cosa no
es propiamente nada.
El humano inventa el
juego, su divertimento de
valores y juicios.

Jugamos a dioses venidos
a menos, y jugamos las reglas
con puntualidad exquisita.

Caminos de cera.
Toma mi mano y aprieta. Haz
que duela. Que me llame por
mi verdadero nombre y recuerde:
el hambre, la sed, el sexo...

Más allá de ahí y así,
sin matices, sólo quedamos
nosotros contando cuentos en
nuestro invierno.

Ineluctable realidad de nuestro
carácter arbitrario. Trae pronto
un inmóvil, me estoy
desangrando.

Suelo (ser) firme.

I.
Me lío un cigarro de "Golden
Virginia". Es mi
tiempo-libre.

También puedo ser esto
(melocreomelocreolojurolocreo).

Puedo tener objetos que
decoren mi único suelo, la
tierra a que pertenezco, mi
patria de salóncomedorcocinabaño
y un sofá acogedor. Gracias
a esto puedo:

comer,
beber,
dormir,
excretar
y
vegetar viendo el televisor.

II.
Anoto:
"Estoy cansado.
Pero no puedo parar no
debo si quiero mi patria
amada de 65.000 al
mes cada mes y
contigo y la cama,
donde estoy contigo".

III.
Y todo esto da igual,
son detalles concretos de un
devenir absurdo y enfermizo.

Sé, lo sé, por supuesto
lo sé, sólo creyendo...

...la paz estará
conmigo.

IV.
Hijo de todos mis muertos.
Quietos, callados. Recordando
con su elocuente silencio su
cualidad de ancestros.

Hijo de aquellos mal
enterrados
("dumba etna", canta
en la noche la flauta
sin agujeros de mi
espalda rota)
allí donde asoman las
manos sin carne, sin sangre;
sólo huesos.

Canta la tierra que les
cubre su amargo canto
de Robe:
"no funciona nada",
repiten.

Por ahí no, los agujeros están
en el alma...

V.
El tren repiquetea desde las
traviesas, yo escucho la radio
para no oírlo.

Eso y las conversaciones ajenas,
que hablan desde sus
andamios apuntalados en
la nada,
aseverando ser la única
vida.

Posiblemente tenga sueño.
Quizá llore aquello que humedece
mis labios.

Yo sólo deseo encender un
cigarro, buscarme un lugar

en el armario donde jamás
llueva.

El tren, indolente, repiquetea
sobre las travesas.
Suelo firme debajo de mí.

Allí donde caer muerto.

Cabeza abajo en el metro.

Tierra coronando el viento
y las nubes
donde apoyo mis pasos.

K.C. golpea mis oídos,
porque quiero ser dolor
inane.

Salvador colapso de mis
sentidos, letargo imbécil
de un mundo imbécil que
huele a sudor y perfume,
mezclados,
abriendo los esfínteres que
van lanzando fuera todo lo que
me callo.
Atrás dejé mi último verano,
agotado.

Cojo un lugar, un mundo al que
llamar mío, y ya están todos ocupados.

Espero mirándome al espejo
y mojándome la cara. Cuando
por fin entro con la llave
dorada de 25 pesetas el artificio
está ya hecho.

Y huele fuerte a otros alientos,
todo me dice lleno, vete, aquí
no hay ya sitio para tus
zapatos.

Saco la caja y encierro mi
nariz dentro. Vuelvo
mis ojos hacia el centro de
mi cabeza. Las
manos a los bolsillos.

Y ahora
todo es perfecto.

Desconchones en lo que veo.

Realidades desconchadas me
dicen mis ojos. Yo les
vigilo, pues son ellos quienes a
veces rompen las cosas cuando me
descuido.

Pábulo de nicotina directo
a los alvéolos, suero de 40 grados raudo
al fondo del estómago. Poemarios
que
excentran mi rotundidad ineluctable
cotidiana, en intravenosa reforzada
al cerebro.

Parece que sopla viento.

(Y me duele, no hace más
que parecerlo hasta
que la bola gira y...
todo
comienza
de nuevo).

Mañana más y la vida
equivocándose de nuevo conmigo.
Ahora sólo hay que sacar
el tablero, y
conseguir meter todas
las fichas dentro.

(Me tomo un café en Plaza
Castilla, leyendo el periódico y
un poco a Lorca. Hace
frío aquí dentro. Tengo
dinero para pagar esto, estoy
contento).

Realidades desconchadas cuando
quiero
decir
(y lo juro lo intento)
realidades con dos caras.

(Mis ojos juegan a situar
centros
de ejes de coordenadas,
ahora todo gira alrededor de
la estación de metro).

Es molesto no saber jamás
dónde poner el cuento, parece
que no encaja y que no
entiendo, y es
que llama la sangre
que sabe listísima mi pasado
y mi futuro,
lo tiene escrito dentro.

Y no daría un ápice por conocerlo.

“Dumba etna”,
gritan las sillas de mi
despacho
en este portal desierto.

Dos caras.

A veces entreveo
entre tus silenciosas caras calladas,
entre tus veloces coches sin destino,
entre tus grises rotos y maculados,
entre tus almas heridas de asfalto,
el andamiaje de hierros que
sustentan tu único rostro.

A veces entreveo y
(de repente)
no entiendo nada.

Saco la cabeza y la
hundo en el suelo. Donde el
más devastador vacío y
el frío. El terrible frío de
tu aliento sin viento, tu
inefable halitosis de cristal
y cemento. A veces
salgo fuera y
miro desde lejos.

Miro tu otra cara,
(la que no existe)
la que no habla.

(Y allí no hay calles ni Dios
ni rincones donde meterse a
salvo. Y busco una gramática
que me aclare algo, o un buen
diccionario, pero aquí no
existen, no tienen objeto.

A veces entreveo tu doblez
taimada, tu insufrible estupidez
vestida de dogmáticas costumbres
cotidianas).

Aquí estoy solo, no me
acompaña el tiempo, el
tabaco, ni categorías ni
colores ni sueños hablan en
este inhóspito yermo.

Y no hay salidas, ni un buen
despertador. Sólo angustia. Una
Cuenca vacía al fondo de un
corredor. Cimientos de los
cuentos que corren al otro lado
del telón. Aquí nadie puede
esbozar un buen olvido.

Demasiado acostumbrado a creer
único tu único rostro.

Pretendiendo.

Pretendo pretender todo esto
de alguna siniestra forma que
me atrape insoslayablemente.

Y al rato me doy cuenta y
ceso.

De nuevo quiero insulsamente
acelerar lo inevitable, lo
que espera porque sabe.

Y todos los ojos mirando
mis pasos lentos,
apaciguados.

Una mañana como cualquier.
Otra.

Mañanas cayendo.

Y caen en calles donde voy,
estalla y suena tu risa.

(Declaración de intenciones:
en esto me abstengo de
cualquier terminología precisa).

Probamos una noche construirnos un
hogar en una pensión barata, pero
lo compartimos con demasiados
sexos, con demasiadas caras
mojadas. Al día siguiente
llovían mañanas.

Y eran todas las que
quisimos ser y no fuimos
en aquella y otras
vidas truncadas.

Suena tu risa amarga a
mi lado, risa tersa del
remordimiento, del sentir
ser humano y carne y deseo
y todo ello terrible.

Risa reía el camarero
mirando tus piernas, risas
punzantes de los de copa,
café y puro de la
barra. Yo tosía y
aguantaba la rabia con
indolencia, las espadas
con las vainas de grilletes
de indiferencia.

Pero dolía aquello,
dolía y sangraba muy
dentro.

Herían las tostadas que
yo sentía fagocitar en el pan
y el sudor de tu pelo.

Asesinaban las entrañas
que pedían muerte y temblor,
rescoldo de la vida, de cuando
vivía.

Quemaba mi té mis brazos
exangües atados a mis costados
por...

(Un cuento que muere y
otro que lo asesina).

Y caían, caían mañanas
en calles donde aún voy,
mañanas asesinadas nonatas que
ya jamás sucederían, estallaba
y sonaba campanas tu risa fatua a
mi lado. Rodábamos acera
abajo, mezclando palabras
confusas que velaban
la necesidad de gritarlas.

Dioses.

En tu cuello una
mano de hierro
que habla.

Cogemos el metro en
Tribunal. Trasteamos abajo
en los andenes de negro,
negro y combado cielo.
La sagrada cúpula de
nuestro reino.

Acompañados de todos
aquellos donamos libaciones
a nuestros dioses:

Resaca,
Invierno,
Silencio,
Angustia.

Ellos no son ciegos,
nos miran desde el
trasfondo donde no
son nada; a
nosotros, pobres creaciones
atrapadas en su imperio.
En tu mano un
cuello de hierro
que habla.

Libaciones de cerveza y
espuma espuma nívea,
refulgente nácar desde
el cristal que nos abre
su efímera pulpa.
Sentados en el suelo,
esquivando agua y
vómito y mierda mierda
mierda, tanta que uno ya
no sabe si la tiene dentro
o realmente sólo existe fuera.

En tus ojos un
velo de hierro
que habla.

Al pensar.

Cuando pienso...

A veces pienso...

Cuando a veces pienso
pienso el trigo que rumio
en el estómago y que
nutre mi alma y mi
devenir cotidiano.

Pero a veces...

A veces pienso...

...en ahogar mi
locura desvirgando el salto
de un puente, hendiendo
el aire y las corrientes,
siendo piedra.

Bah...

pienso...

...y pienso que pensando voy
cerrando los bares, que así
las calles se transforman en
la noche en lugares de nadie:
que todos los ojos duermen.

Nadie vigila.
Ahora ya no necesito
altura para romper
los aires.

Y pienso...
sí, a veces, cuando aún pienso...

...pienso que sólo solo
puedo continuar siendo nadie,
para así pulsar las calles sin
tan siquiera rozar sus epitafios.

Intolerable.

Intolerablemente amarga
es tu risa. Uno se va dando
cuenta de cómo, quieta,
calladamente,
te desangras.

Y no hablemos si no
podemos de tus dones apagados,
de tu voz velada,
no contemos la vida que
escancias en las tortuosas
sendas de mi alma.
No digamos. No disloquemos
esto hasta hacerlo algo parecido
a un
verso.

Intolerablemente retuerces la
daga en mi brazo, con tu
sola presencia y tu risa.

Amagos de un cuadro renacentista.

Soledades neutras e higienizadas
de un poeta por impostura, de
un mercenario de la letra.

Hablemos del día, del
tiempo, del cadencioso fluir
de las noches.

Pero nada pensemos de
aquello. De lo otro.
De lo nuestro.

Mercenario.

Aguanto cosas que no debo decirte
cuando creo que debes oír. Cuando
pienso es cierto y el charco
siempre ahoga después, cuando
ya es tarde, cuando
tomaste el avión y el
cielo no es aire sino
distancia; fría y cortante,
áspera y lacra inmundicia que
llena de llantos la tarde.

Quién sabe, quizá mañana
vuelva la calma. Quizá
no venda letras a
nuestra tranquilidad, que
disfruta sufragando costes
con un fondo de huida constante.

Quizá no calle y te ladre
y tu llores y te desesperes
y entonces nos amemos en
Cuenca o en Toledo sin fin
ni recónditos lugares que no
visitemos en la gran fiesta
del amor sincero.

Quizá.

Cercos vacíos.

Las cosas... hay cosas peor
que muertas, ausentes, que dejan
marcas como cuadros arrancados
de las paredes.

Uno observa su vida y va
intentando olvidar el legado
de lo desplazado, sus bocas
pobladas de dientes.

Dientes que aún muerden desde
sus nuevas realidades en otros
malditos sitios.

Te exilias de mi vida
amándome y yo juro
trastear con otras bocas y
robarles su ropa interior de
preferencias e intentos, sus cosas
vivas que las tornan inevitablemente
ellas mismas.

Juro pisotearte, mancillarte y
violarte con la cuchilla usada de la rabia
sobre la lívida carne del recuerdo.

Juro y me dueles cuando río.

Suena la Gran Vía en la gran
cavidad de mi cabeza. Suenan
los cafés. Suenan y caen cuerpo
abajo hasta detener perfectamente
mis pasos.

¿Cuánto dolor cabe en
un verso? Sólo digo...

Que las cosas ausentes, desplazadas,
dejan sus cercos en las paredes cuando
se marchan. Y desde su oquedad hablan
retumbando sus cuencas vacías.


Brillantes aristas de cera
esbozando las sendas... me
confundo cuando las observo
tan diversas... me alejo...
el milagro se produce...
la providencia diabólica...
se transmutan...
ahora son una sola...

... ciegos, con orejeras...
... caminos diversos...
... un solo paso...
... una creencia...
trastocar la espera en
actividad...
para una vida más plena...
este valle vuelve a estar
completo de nuevo...

Pensé escribir un poema...

CONCLUSIÓN.

Pensarse muerto.

(Pon carita de pena, que ya sabes que haré todo lo que tú quieras).

I
Penetro el infinito, puro y desfigurado
por el conocimiento. Esquilmo sus taras
hasta hacerlas desaparecer por completo.

Pienso que soy, y sigo siendo. No por nada más me siento vivo. Por nada
más que por no pensarme muerto.

Sin nombre. Una oquedad. Un
elemento sin forma. Una imagen
esbozada en algunos cuadernos.

II
Las verdades son como puños, las palabras
como los cigarros, se esfuman con el tiempo
y el espacio...

Las dudas contrastan la pugna,
el hombre perseguido y el
soñador empedernido. La imaginación
desbordada por el fuego y el
sentimiento. Viejas amigas circulando en
un océano de músicas indias y
espejos sin luz. Viejas cosas ya
inodoras, ya evaporadas.

Salgo a la calle, creo que esquinas, bares y
asfalto son mis amigos. Creo que
con ello hablo. Intuyo que no me
queda nada más. Intuyo que no soy
nada más. Creo que
me he perdido. Fundido en negro,
en miradas, en tus labios.

Y son ellos los que hablan, yo,
al fin y al cabo, estoy ya muerto.

Y todo lo que he sido no es ya sino
cuadernos apolillándose en algún sitio...

III
Desciendo hasta la última calle, donde
el último día te besé
(allí donde me miraste por última vez,
despidiéndote),
fuerzo a mi alma para verte allí
donde te dejé, cuando huí de ti y
tu verdad a mi tumba (las
verdades son como puños en
nuestras mandíbulas...)

Yo ya estoy muerto, lo sé, pero tú
sigues allí, en el mismo sitio, diciendo:
“joder, no soporto
más esto”.

El tiempo
(que no ha dejado de avanzar)
es una frase ininterrumpidamente
poblando tu garganta;
yo, esperando,
recolecto cuentos
que, como hojas secas,
se deshacen sólo ante
mis ojos.

No comprendo demasiado bien los
hechos, me temo; quizá, si
pudiera sortear estas manos y
perderlas de vista un rato...

No,
las escenas son silencios expuestos
al velado.

No pretendo abrir,
sólo quiero no seguir cerrando...

IV
Tú mirabas al vacío, como si pudieras
abarcarlo todo con la mirada. No creo
que entiendas el daño que me causas.
Si así fuera, creo que serías otra, y
sería el fin del cuento.

Desplazabas los actos a fuerza de
palabras, todo tenía un nombre y, cada
nombre, un adjetivo. Todo pertenecía a
un sitio, una patria, un lugar de nacimiento
o de vida. Todo es así tan fácil
que hiede a febril.

(Pero tu mirada pendiente del
vacío, como si todo en ella
cupiera, nunca dejó de estar
ciega.
Si fuera de otra manera ya
no podría reconocerte).

Tú siempre creías poder llegar. Y
siempre llegabas. De ti, yo sólo
conozco tus palabras...

Tu alucinación fue la mas bella, la
más perfecta. Me enamoré de ti entre
cigarro y café y frases y arrebatos. Fue
así, de un segundo a otro y

te miré, como ahora te estoy mirando
(desde el otro lado, donde no brillan
tus remansos),
creo que lloré, que exprimí mi alma
exprimida para decirte algo. Dije: “¡joder!”
y todo y nada y el mundo fueron
juguetes en nuestras manos. Y

no hizo falta nada más; aún hoy
te sigo mirando... no sabes el daño
que me causas, si no, estarías llorando.

V
Los días son las olas en esta nuestra
singladura circular. Subimos y bajamos,
perdemos el rumbo y nos encontramos.

Quizá pudiera llegar a romper
el ritmo, salir de estos giros sin
sentido.

VI
Una vez muerto abandoné el mundo de
los vivos casi por completo. A veces una risa,
una lágrima o un recuerdo me traen de
regreso. Pero esto dura poco tiempo, porque
ahora ya no pertenezco a este incesante
carrusel. En cierta forma, soy eterno, fugitivo
ya ni ayer ni mañana, ni proyecto
ni recuerdo. Sólo un segundo que no
muere, un presente que no entiende de
minutos ni franjas horarias.
Condenado a fumar eternamente este
cigarro que encendí justo después
del último beso, condenado a
quemarlo eternamente mientras
se van alejando eternamente tus pasos.

Mi cuerpo sigue vivo, lo sé y le
entiendo, le cuido y le alimento. A
veces le siento doliente o placentero,
pero cada vez menos.

Muerto, sólo existo para mí mismo.

VII
Muerto.
Las hojas caen y por fin conozco mi
último invierno, el único definitivo.

Sí, el invierno es un pensamiento huido.
No sabes el daño que me causas, si no,
estarías aquí conmigo. Pero tu mirada
y el vacío tienen una extraña conexión.
Quieres abarcarlo todo y no puedes ver
nada; de otro modo, no serías mi daño,
no serías cosa alguna. Al alma llegué por
el dolor, a él por tu ceguera.
No sé por qué a tu risa.

(Creo que cigarro y café,
frases y arrebatos. Pero, claro,
eso es como callar, como mirar con
ojos ciegos una realidad que no
sabemos si diminuta o inmensa nos
engaña con su grandilocuencia).

2.- De tiendas.

(En tres actos).

A veces sueño que sueño, y
estoy soñando que recorro escaparates
donde la gente se me ofrece expuesta.

Pulso con mis yemas el botón
dorado de la compra escogida:
soy algo. Ya me puedo dar
nombre, entenderme de algún
modo.

Tras el cristal las formas, las
maneras de ser.


Encojo las aletas de mi nariz
cuando recorro ciertos estorbos, me
paro y me contengo porque algo
siento: la atracción del vacío.

Buscando el sentido de semejantes
acechanzas discurro el tiempo
de un whopper y medio.

(Primer acto)

La mañana lo es porque en
algún momento del día debo
tomar café y no vino. Salgo
y paseo mis ojos entre los
transeúntes idiotas enfundados
en sus caras y sus desayunos.
Entre los portales y las agencias
de seguros desfiguro tu risa,
la moldeo hasta hacerla mía.

La mañana es a veces perfecta y
a veces tediosa e insidiosa: pienso
fluida, coherente y rectamente. Por ello
tarde o temprano siempre consiento
en asaltar mi cerebro con el ariete
volátil de los fermentos y la carne
grasa de bichos muertos.

Tic-tac, escando el tiempo y
hablo de segundos, aparcelando el
día desde el sol a la luna, la
luz a la sombra.

No quiero saber quién es ese
del que hablas aseverando que habitó
mis mismos ojos.

No quiero seguir sudando lo que
con tanto trabajo conseguí ingerir anoche.
Triste es borrarme por el alcohol, pero
aún más triste es hacerlo sobrio.

Sigo caminando: la panadería. Compro
algo y lo traslado a mi refugio,
para así comer agusto. Voy a mear y
llorando sigo perdiendo el elixir de
la eterna juventud que ayer tragué hipando.

Sueño algo de unas tiendas y me
doy un golpe en la cabeza, no
es bueno dormirse depie al lado de
la encimera. Cierro los ojos y
hago más café. Por no estar allí,
cuando se suponía que sí, lleno
el cacillo con sucedáneo y de
lleno introduzco los dedos en el
fuego. Cosas.

Arden mis labios, parece ser que de
amor (aunque también olvidé
que el café se enfría con el
tiempo). Me arde todo el cuerpo.

(¿Tú eras así? ¿Algo tan ígneo y
tan dentro? ¿Poseías tú la cualidad
de enrojecer mis miembros, cada uno de ellos? ¿Podría encenderme un
cigarro e ir a otra cosa? ¿Tenías
tú mis ojos entonces, pudieras aún hoy tenerlos?)

Tú eras así, siempre llamando
al Fénix que ineludiblemente decías
encontrar aquí dentro. Tomabas
mis manos, las besabas, y producías
el sortilegio: sin más yo tenía
algo que decir. Yo lo llamaba
tomar cuerpo. Tomar tu cuerpo era otra
cosa. No siempre igual a mano. A veces
es triste. Más triste es sobrio. Esta
creo que es una máxima inalienable.

En la mañana no hay marcianos,
nadie viene a recogerme.

A veces aún a veces pienso que a
veces la vida se equivoca conmigo.
Es siempre así, tan confuso. No sé
bien lo que digo, pero cabrón hablo.
Hago la cama y tengo la extraña
sensación de no hacerle ningún favor
con ello. Creo que me mira mal ahora,
tan estiradita. Ya no tiene sitio
donde esconder sus mentiras, las
mismas que las de todo el mundo,
perdió los entresijos donde siempre
uno halla la enjundia, la pulpa
fresca de cualquier alma.

Así creo que me siento desde que
te fuiste: estirado. Parece que,
bien mirado, no existe Fénix
sin tu mandato. Es jodido.
Aunque también es la mañana,
el momento del día en el que el
café y no el vino me mantiene
vivo.

(Segundo acto)

Devoro el alimento mientras me voy humedeciendo por el esfuerzo.
“Gracias”, musito. Y corriendo
voy al baño y sonoramente voy
y vomito. Joder, qué bien. Con
el antebrazo limpio los hilos
que cuelgan de mi boca y mi
perilla, agradecido. Ahora soy
distinto, así que abro el tapón
del vino.

Y rojo cálido rojo voy templando
el ánimo con rojo rojo vino. Decía
que siempre es más triste sobrio, y
así ahora todo se metamorfosea y es
alegre.

Tengo una colección de Fénix esperando
tu palabra, todos quieren saltar a
la arena y asesinar la convención,
que aburrida cabecea.

Me trago una piscina de rojo, rojo
sangre que sí es sangre y no aquella
de serie con que me lanzaron al mundo.
Tomo valor y busco un hueco, vomito
de nuevo y voy acumulando el agrio
olor de mi propio cuerpo. Huele
a flores anafroditas polinizando
el aire que respiras, huele a sudor
pero más fuerte y es mi propio e
inconfundible olor.

Mío es y yo lo quiero.

En la calle ya no importa que los
rostros tengan una boca funcional, soy
osado, me acerco a una y le
pido un cigarro. Y si vuelve a
decir “sí” así la beso.

¡Ja! Quiero respirar y lo hago.

Vino y más vino trago mientras
ando y voy contando las veces
que me quedé callado.

Y con el sopor la bendita
estulticia, el valiente
continuar lanzando al aire
todo el inmenso abismo
que ofrezco.

(Tercer acto)

Caemos y vamos rodando
mil muertes en esta única
muerte que es nuestra
coherente vida.
Esquizofrénicos en estas mil
mentiras que intrabables
vamos desgajando de nuestra
mente enferma, presos de
este patibulario que llamamos
días y rutinas cotidianas.

No merece la pena.
No consigo creer en nada.

Lleno de alcantarillas me
voy subsumiendo en el papel
que interpreto y voy calmo
interiorizándolo.

Y un día descubro inquieto
que ya no se puede salir, que estoy
atrapado. Se hace difícil
respirar este aire enrarecido y soy
odio y más odio
en el último camino.

Piezas de puzles distintos que
intento conformar en una sola
imagen de mí mismo.

Llueve y llueve y llueve y
llueve en la puta calle. Y estoy
harto de ir hasta a cagar con
un libro por si se me ocurriera
pensar demasiado. Por si
sonara demasiado adentro y
retumbase el hueco que tengo
entre patilla y patilla, oído y
oído.

Y me voy gestando de
sentimientos diluidos, me hago
humano, social, bien castado.

En la calle la lluvia cae y
va limpiando el frío asfalto.

Me fumo un cigarro en el
escritorio y miro a un punto inventado.

Una lata de coca-cola y el diccionario
de la Real Academia. Lorca y
Machado, Hierro y Rimbaud y
Apollinaire.

Y rijo sangre alcohol, océanos
enteros.

Bajo mínimos el pensar de
lo que importa, números rojos en
el sentir que no siento
aquí al lado, en la cara oculta
de tu único rostro.

3.- Conejo azul.

Prólogo tren las cosas de cómo se ponen las cabezas... amores, perfumes y pantanos conejo azul.

Tú me amas, yo
te amo...

Los años tienen la peculiaridad
de ir pasando, corroyendo
nuestros cuerpos. Torreones inexpugnables
de un segundo que suceden
encajados en compases
métricos.

Tú me amas, yo
te amo...

Lenta suena la melodía
de fría melancolía huida; ya
no es presente, pero quedó
atrapada en nuestras percepciones
y la mantenemos seca, bien a
salvo.

Bien mirado...

Observo un desconchón del suelo,
debajo de la baldosa ahora sé
que hay cemento. La realidad
muestra dos caras cuando menos
y siempre escapa, se escapa
cuando pienso...

Y tú me amas, yo
te amo...

Bien, no es posible
perfecto. Te acaricio el pelo
y te doy un beso. La libertad
de ser así escancia este
fin de semana en el que vivimos,
y mañana...

Tú me amas, yo
te amo...

Ya, y tú me amas, yo te
amo, tú me amas, yo te amo,
tumeamasyoteamo una
y otra vez desde nuestros labios.

Los años tienen la peculiaridad
de ir pasando. Nosotros sólo miramos.

Tren.

Cogimos un tren en Atocha
cuando aclaró el domingo. Vestíamos
nuestras sonrisas y llevábamos
un saco lleno de instantes.

(Un saco de instantes no es
nada despreciable, pero son volátiles,
sólo existen en promesa cuando
la vida parece que se abre).

Con tanto peso íbamos lamiendo
el suelo, suelo de gris chicle caramelo,
opuesto siempre opuesto al cielo enfermo
que, nos dijo uno que vendía cupones, está
a veces ahí arriba, donde ves el techo,
que es eso que nunca puedes pasar con la cabeza.

Pero no, eso fue luego...

Con tan poco peso íbamos rozando
el cristal azul manchado de borrones
blancos que, a veces, va y nos llueve. Sí,
lo recuerdo porque tú ibas vestida de
color lata y a veces no podía verte, tú
ibas buscando mi mano y yo las
había dejado trabajando en la barra.
Yo intentaba decirte que no había nada
que pudieras aferrar de mí, pero tú no
entendías mi gramática y, además,
te aburre toda aquella saliva
que yo suelto cuando no sé decir y
quiero.

Así que nos fuimos en el tren
y corriendo nos desvestimos dentro,
era tanto el corazón que nos olvidamos
los calcetines y tuvimos que empezar de nuevo.

Ah, sí... y luego...

Luego nos pesaba tanto el saco,
que entretanto se había llenado de
malos ratos, que nuestras lenguas
lamían el piso, iban recogiendo
su siembra de suelo gris chicle caramelo,
sus epitafios húmedos de quién sabe
qué chismes, qué calendarios. Pero
ya no podíamos abandonar la bolsa,
que entretanto se había hecho cuerpo
en nuestros cuerpos, justo debajo del brazo
izquierdo.

(Un saco de sombras no es
nada despreciable, pero son peligrosas,
estampan sus oleajes en las
pieles que les acogen).

Las cosas.

Un café es una rosa, una rosa es un
cigarro que se descapulla. Una
pierna parece ser lo que me transporta,
y lo que me lleva parece ser la otra.

Parece que, según dicen, una
persona es esta cosa que los demás
se empeñan en llamar tú,
es decir, ‘yo’ si lo digo yo, o ‘tú’
si lo dices y me lo dices a mí,
o ‘él’ si me hablas y no estoy, o
estoy y hablas con otro de mí,
o algo así. Es algo confuso y
tengo que recogerme —tengo un
perro lazarillo— para no perder mis
pedazos, lagrimales, brazos, para
que cuando me llamen —¡tú, eh, tú!—
esté entero y no dé miedo.

Así yo (¿yo?, ¿tú?, ¿él?, ¿Miguel?)
responde a tu (¿de quién?)
llamada y dice: sí, soy yo (¿tú?...).
Lo entenderás fácilmente, es cuestión
de centrarse.

Y así verás que un café es un café, una
rosa es una rosa, un cigarro que se
descapulla es un cigarro que se descapulla
(si y sólo si es un cigarro y efectivamente
se descapulla), y esta pierna de hecho me
transporta, siempre ayudada de la otra.

Y un ‘tú y yo’ no es una vida,
me confundí con un maldito
mantel para dos.

De cómo se ponen las cabezas...

Sí, fue un fin de semana
rabiosamente enloquecido
y perdí la cabeza.

La busqué en un océano de piernas
de saldo en Continente y
compré dos jamones de paso. El
jamón a mil quinientas no
es una cosa baladí y ya me
dirás tú, sin nariz a ver quién
se daba cuenta...

Al final dio igual que estuvieran
rancios pues ya te digo que eran
de paso y terminaron en casa
de Paco. Dio igual porque ya
sabes que soy gorrón y fui allí
a comérmelos, aunque sin
boca era algo desagradable
(supongo) ver cómo los introducía
en finas lonchas en la oquedad
cavernosa que tira cuello abajo por
dentro, por dentro del cuello.

Fue una digestión novedosa,
porque así, nada masticaditos,
entraron enteritos en mi estomaguito
y luego en mis intestinitos,
para terminar, pobrecitos,
cayendo inmaculados en la
blanca taza que para ser taza
es muy grande y además no tiene
asa.

Eso sí, es de porcelana.

Y ya me dirás tú con qué cara
me presentaba en mi casa y
significaba mi trastorno metafísico-abisal
en términos deícticos simples,
para ser comprendido.

Ya sabes, tampoco conozco el
lenguaje de las manos (siempre lo supiste,
tú y yo... ¿un mantel para qué dos?), y
aún de luto por mi último bolígrafo
fagocitado no podía (el
corazón es cosa seria) ponerle
los cuernos al pobrecito difunto.
De todas formas todos comprendieron
nada más verme (fue algo casi místico)
lo que me sucedía, y me dijeron que
mi cabeza la trajo un policía urbano,
pero que en la comisaría la pobrecilla
no podía fonar por no tener pulmones,
y así le engancharon a la traquea una
bombona de butano, para que, con aire,
pudiera decir algo. Y lo primero que
hizo la tonta fue encenderse un cigarro,
y mi perilla y la cocina y los tres
pisos de encima del tú y yo de la ley
se chamuscaron un poco, pero sólo
hasta que llegaron los bomberos a sofocarlos.

Amores, perfumes y pantanos.

El atardecer oteaba la tarde desde
su sillar de refulgentes ocres, la
vida rediviva se aprestaba al sueño,
cediendo el turno a la turgente noche
con sus misterios velados.

Yo, solitario, fumaba un cigarro
malísimo que a veces dulce, a veces amargo,
arrancaba mis más melódicas toses,
mis más bellos esputos.

Puedo recordar y recordando recuerdo
recuerdos recordados en esta noche de recuerdos
para recordar.

Fue ayer cuando me besabas en estos
mismos páramos, con tu carmín a granel
desbordando tus labios y tus perfumados
pies, que aún hoy despiertan todavía mis
más fuertes y sentimentales arcadas,
mis más sinceras náuseas evocando
tu nauseabundo olor humano, vivo,
revenido; sí, quizá algo exagerado,
pero embriagador como el pescado
congelado, los guantes de látex o el
más fino y sutil perfume de caballo.

¡Oh, sí, noche errabunda!
¡Oh, sí, noche explendorosa!
¡Oh, sí, noche filosófica!

Deambulo entre tu follaje oscuro
y ensortijado y me digo que
ayer mismo... en este pantano...
nos dimos la mano... me dio
asco... la solté... asustada tropezaste...

Y aquí vengo, vida mía,
a mirar cómo te pudres en las aguas
que te acogen, te mecen en tu eterno
descanso en los olores ya, por fin,
sin límite, poderosamente putrefactos.

En esta calma orilla te vi desaparecer
de mi mirada, como si de una aparición
fugaz se hubiera tratado tu presencia.
Recuerdo que me limpié tu sudor frío de mi
mano (en un desesperado gesto romántico),
encendí un cigarro con el encendedor
que te había robado (fetiche material
de nuestro breve pasado), besé las aguas y
te recé nuestro último rosario.

Desde ayer aquí yacerás, insigne
adalid de los que, como yo, desamparados,
aún evocan la sólida pestilencia
de cuando abrías los brazos para
amar. Amor mío, jamás distancia alguna
será suficiente como para permitirme
olvidarte.

Conejo azul.

Tengo un maldito conejo azul y
nadie se entera. Lo llevo todo el
día en la solapa y nadie se
da cuenta. Le tiro al suelo,
chilla el condenado y nadie le oye.
Cuando compro pan pago con el
conejo, y el panadero lo mete en
la caja registradora y nadie lo saca.
Cuando meo tengo cuidado de no
mancharlo y nadie me lo agradece.

Si lo lavo, nadie lo ve limpio. Si
lo mato, nadie lo impide. Si lo
consigo, nadie lo resucita. Si lo
escondo, nadie lo busca, si lo vendiese
nadie se apresuraría a comprarlo.
Si me olvido de él, nadie lo echa
en falta. Si le quiero, a nadie le
importa, nadie se pone celoso. Si
lo imprimo, nadie va a leerlo, si
lo televiso nadie pagará el abono
mensual por verlo.

Parece que nadie es el único que ama al puto conejo. Y...
que nadie me acompaña a todas partes.

4.- Piernas abiertas.

Piernas abiertas conversación perlado síntesis conversaciones putas (el poema que nadie entenderá jamás) gente.

Piernas abiertas.

Es como si.

Parece que odio el crepitar
noctámbulo de las
cosas que arraigo en mi cerebro.

Continúo la danza de
los sueños, aunque no deje
de saber que intento soñar
que sueño.

Digiero las miradas torcidas,
las miradas equivocadas
de los que dicen saber qué
hay “aquí dentro”.

En el bar los minis saludan
entre tumbos y risas forzadas
las bocas excitadas que les
piden su cuerpo.

Salgo a la calle y es inútil,
todo sigue girando.

Vuelvo dentro para ver
sin sentimiento piernas abiertas.
Bien mirado, parece que es la forma
que tiene uno de ganarse la vida,
que todo te empuja a ello.

Piernas abiertas que
te reclaman, que no te entienden.
Es el destino de uno,
puedes ver crecer tus amistades,
tu relevancia, tu corazón
y hasta tus huesos.

Nadie entiende y preguntan
por qué. Sabiendo lo calentito
que es estar allí dentro, parece
imposible que prefiera
seguir bebiendo.

Al menos bebiendo...
no sé, supongo que es
lo mismo, más de lo mismo en
uno mismo.

En la calle San Vicente
las farolas deslumbran la
noche acojonada, que se
retira por momentos allí
donde tanta máscara no llega.

Piernas abiertas a cientos
que te dicen:

“Tengo un sitio en mi
oquedad para ti,

tengo néctar de caramelo
para regalar tus labios,

tengo las más perfumadas
sudoraciones, bellos cantos,

tengo en un puño tu maldito
ego, ven conmigo,

yo te diré lo que eres,
lo que los otros ven en tu

cabeza descolorida, pecho
destartalado, gafas de capullo,

ojos cangrenados, cerebro pastoso,
lunar exótico,

piojosos dientes, anacrónicas
intenciones, sórdido semen

estancado y putrefacto,
polla dura de pensamientos

idiotas saltando el charco,
2.000 kilómetros de polla

es demasiada para un alma
tan infecta, tan odiosa”.

Necesitas unas piernas abiertas,
me dicen. Las piernas sin cabeza
despreocupadamente se pasean,
llevan en su interior su maldita
prestancia, su rotundidad compacta.
Ellas tienen en su vello público
todas las respuestas, yo sólo debo
completar el círculo, ser útil de nuevo,
asesinando mi pretensión de no ser gilipollas.

Conversación.

Si desboco el talud de cigarros
que se me viene encima no estoy
mal del todo. Si pienso que
existo ya estoy bebiendo y
más de lo mismo.
Un amigo me tuvo en un
parque con cerveza y frío,
la luna alimenta carne hepatitis
mientras me cuenta su vida.

Supongo que lo considero
algo afectuoso, eso de verter
tus medianas desdichas sobre
la mirada borracha de alguien
que no te escucha.

La misma historia recorre
el mismo círculo que Nietszche
llamó del eterno retorno,
el mismo espectáculo circense
de abrir piernas y conseguir
mantener un trabajo.

Amparado por la estupidez
suprema del desencantado ya
puedo escuchar, todo realismo
es un argumento barato
de segunda mano en el rastro.

Pero la luna, la hijaputa de la luna...

(Ella esta ahí arriba, a
salvo de toda salpicadura,
me dejó en la mierda que
rebota en mis manos, en mi
cabeza, en mis pasos. Ella canta
y yo la oigo y me hace
envidiarla.

Donde no hay salpicaduras.
Donde no hay salpicaduras).

Al fin y al cabo
no debo preocuparme. La mañana me
dice que se acabó, el momento
ha caducado, ya puedo ir a casa
y vomitar tanta bilis, limpiar
bajo la alcachofa de
la ducha mis más donosos
regalos, las salpicaduras
salpicaduras

salpicaduras

salpicaduras

salpicaduras

(Como en una canción, prueba a
añadirle música, este poema
termina en un estribillo que
se va reproduciendo a sí mismo
cada vez más débil,
cada vez menos convencido).

salpicaduras

salpicaduras

salpicaduras

salpicaduras

Perlado.

Sobre tus caderas
encuentro el mensaje que
me legas: una oquedad abierta
es mejor que doce depresiones,
el polvo a tiempo te permite respirar
de nuevo, conductos destupidos por el
reconocimiento, un coño en tu boca
limpia las palabras obscenas
que utilizas:

encuentro,

cadena,

sacrificio,

entrega,

amor.

¿Qué es el amor sino
la tranquilidad de espíritu?
De otra forma es un atentado
contranatura y antihumano,
algo tan basto no tiene lugar
en este barco.

¡Limpia tu alma periclitada!
¡Olvida tus naderías!
¡Te ofrecemos una forma
legal de sentirte tú mismo!
¡De sentirte bien!
¡De ser humano!
¡Admira como tu autoconfianza crece!

¿Magia?

No, es lo pactado.

Se abre tu cuerpo perlado
con el solo contacto de mis manos,
tus caderas al fin consoladas
me introducen gustosamente en la
humanidad, de la que no debí
—piensan— salir jamás, que
cálidamente me acoge.

En tu puerta dejé lo
que yo decía más preciado.
Era fundamental, era un jodido
carajo molesto. En tu puerta
ya no me espera. Lo han recogido
los servicios de limpieza
del ayuntamiento.

Síntesis.

Si sumamos todas las
sudoraciones que han permanecido,
consecutivamente en el tiempo,
en esta silla alta, obtenemos
una mezcla heterogénea y compacta
que unos llaman mierda y, otros,
altruistamente, necesidad humana.

No es indiferente a mi
moralidad la diferencia entre
ambas, no es indiferente ni
siquiera a mi forma de mear,
de recoger las cenizas que queman
el edredón, ni siquiera de llorar.

Si aditamos a la mezcla cada una
de las veces que espanté
la soledad con músicas yermas,
cada una de las veces que el
cola-cao caliente de la vida
me hizo un agujero en el culo,
cada uno de los trabajos y los
días, cada uno de los sudarios,
de las piscinas, de las estanterías,
de los crucifijos, de las palabras,
de los besos, de las fluoraciones
dentales, de los espejos, de
los papeles suaves de váter,
de las patrañas, de las malditas
patrañas que inocente creí,
si añadimos todo esto me queda
en las manos la perentoriedad indecorosa
de mi puño instalándose en tu rostro;
no te equivoques, no es nada personal,
sólo impotencia.

Conversaciones.

Salgo cansado esquivando los
proyectiles asesinos que
intentan traspasarme con
sus finas agujas.

Estupideces las estupideces
que retumban en mi cabeza hueca
pretendiendo instalarse en
tanta tierra virgen y fértil.

Dices que te hago daño, y no
imagino cómo podría ser de otro
modo. Dices que te duele cuando
hablo y que sangro tus venas
sin conmiseración alguna.

No es fácil conservar la lucidez
en este cementerio silabeante,
muerto pero móvil, acabado pero
activo. Dices que te hago daño
y yo me pregunto cómo esquivar
estos proyectiles que no me
encuentran pero me ríen, que no
terminan de penetrarme pero me
componen. Dices que daño y yo sé que estás
tan lejos que ni así me perteneces,
te pertenezco.

Sólo a los días, sólo a los
desatinos de esto que algunos aún
pretenden llamar vida.

Quisiera violarte para que me
odiases, o algo así, quisiera
penetrarte con la verga fría de
mi descontento para que me
comprendieses, tengo esa manía,
ya sabes. Nadie es perfecto.

Pero tú sigues sin entender nada,
riendo y siguiendo el juego
estúpido de pensar que aún
algo significa algo, cualquier cosa,
por mínima que sea.

Desconfía, perdona nuestros
pecados así como nosotros partimos
la cabeza a nuestros deudores,
esnifa algo para matar el picor
del coño y sitúa tu cabeza tan

alto que

nadie pueda tocarla,

nadie pueda mancharla,

nadie pueda convencerte de
que lo que te hace falta es
tan estúpido que no merece una
lágrima.

Taimados de pacotilla vendiendo
su imbecilidad en los bares,
escupiendo hermosura por los
cuatro costados sin merecer
ni una segunda mirada, ni acaso aún
la primera, ni siquiera la misma vida...

Es idiota escribir esto, tú estás a
cien mil kilómetros de comprenderlo.

El viejo carrusel esculpió en
tus huesos los nuevos dogmas, las
nuevas formas de atar tu cerebro.

Tocan a revelación en el
telediario, sube el volumen,
no podemos perdérnoslo.

Putas (el poema que nadie entenderá jamás).

Cuando la conocí aún no era
puta, y eso de por sí ya constituyó
una novedad. De algún modo
todavía no lo es, pues no lo cree y
yo no soy nadie para prevalecer.

Y si las calles te toman tú reza.
Si las calles acuden anestésiate
con la cerveza.

Ellas son putas (y no lo saben),
ellas hablan de su propio camino
cuando

el esclavo mejor encadenado es aquel
que llama a sus argollas
como si fueran sus propias
piernas.

Ellas no son putas por naturaleza,
en eso anduve equivocado cuando
los sueños no conocían la pereza ni
el desengaño, algún capullo les
ha enseñado a tener las piernas abiertas,
el cerebro menguado, la frente estrecha,
el coño mojado.

Al fin y al puto cabo
ellas sólo sueñan... hacen
lo que pueden... se estorban
cuando van andando...

Tonterías. El pelo se encrespa
bajo el efecto de un calmante vitamínico,
el pan se paga en dinero y la
alegría con abandonos, la sangre
corre menstruada por el agujero
infecto del ideal roto, y si el
aditivo de la individualidad es
una farsa no puedo ni escupir un
cerrojo, una envidia, un
caramelo.

Ellas no son nada, como nosotros,
sólo marionetas bien educadas que
juegan a disimular sus propios hilos.

“¿Has visto mi afecto por los servilleteros?
No, lo juro, tú eres así, sólo tú
y porque sí. Es un juramento, te
aprecio”.

Vamos a jugar a idiotas,
tú pones la cama y yo la
sensación de paz.

Gente.

Los cigarros recorrían
soñolientos la habitación cerrada,
podíamos palpar la vida en
otra parte y jugábamos a
enseñarnos cómo seguir viviendo
en esta muerte lenta de irnos

disolviendo.

La lenta diosa marihuana
tenía preferencia por el
vino rojo sangre vino que
nos introducíamos con prisa
en la garganta.

Alguien recitó un poema y
le marcamos al rojo con el
hierro de la ostra,
le ninguneamos, le nulificamos,
le vaciamos y nos gustó
verle así, piel inflada
exudando pus negro donde
siempre estuvieron sus huesos.

El silencio corría tan generoso
como el tiempo y las meadas
en el servicio parecían cálidos
paraísos de hacer algo por uno
mismo.

Yo salí ahí fuera y decidí
divertirme... o lo que sea que hago
cuando hago a la gente y a mí mismo
reír hasta hipostasiar nuestros músculos
faciales.

Es tan fácil como olvidar lo
que tan fácilmente olvido.

Tú no me crees y me cuentas que
precisamente esas migajas son la
vida, que ahí estamos cuando estamos
vivos.

Y una mierda.

Ni de coña.

No me camines más de lo
mismo.

Tú sabrás a qué Roma te
llevan estos caminos.

Reír, ¡es tan sencillo!
Sólo con esto tu vida tiene
sentido, sólo con esto
los días tienen justificación
para seguir

disolviéndonos.

Está bien, te creo.

Pero ahí afuera los
sentimientos aún no han sido
diluidos. Lo que llamas sed
no es sino capricho, lo que
llamas inmensidad no más que
un agujero.

Joder jodamos y jodiendo
sabremos lo que somos. Eso me cuentan
desde todas partes y calculo
que dentro de mil años será más
o menos lo mismo. Tan sencillo
que parece extraño.

Es cuestión de conformarse.
La perspectiva cambia. Todo
parece más pleno.

La calle me pregunta por ti.
Le he dicho que estás jugando
a un juego por ahí. No lo ha
entendido la pobre, es tan simple...

5.- Epílogo.

El café digresión: cristalizaciones recuerdos lluvia.

El café.

Tomamos café los veranos,
los otoños, los inviernos,
las primaveras.

En realidad casi podríamos
decir que no hacemos otra cosa,
destemplados entre sillas y
mesas, caras borrosas que se
van decantando puerta afuera.

Tomamos café y nos
agotamos, van redundando
nuestros ojos en las clónicas
escenas que, ya casi,
parodiamos, representamos.

Una eternamente retornante
cucharilla no se extraña
jamás de nuestras manos, y
lentamente fumamos y
devoramos los escasos
motivos de las conversaciones
que nos ocupan.

A la cucharilla le es
indiferente la estación
del año, ella brilla con
la lluvia y con el buen día,
con mi alegría o con mi fracaso,
ella es la medida
que ordena la diferencia
en una misma tarde eterna.

Entrar... salir... reír...
tomamos café los veranos, los inviernos,
las primaveras, los otoños.

[Digresión: cristalizaciones.

1.- Las piernas.

Ella entró retroalimentando
la puerta y miró largo mi
indiferencia. Ella sabe
que soy humano y que sus
piernas no me dejan de
piedra, así que se dio
media vuelta y se largó.

Volvió luego,
pero yo ya estaba borracho.

Ya. Yo consumí la espera
agujereando una servilleta,
maldiciendo mi negra maldita
transparencia. En la barra
se difuminaban botellines
bayos que, misteriosamente,
terminaban casi siempre
en mi garganta. Yo hacía un
relato corto para luego
partirlo y parir un poema.

Y pensaba que sus piernas
consiguen mi reacción tanto como
mi disgusto, que florecen
de purulentas yagas mi alma
ultrajada.

Las almas se ultrajan con
bajezas más elaboradas que
las del cuerpo, pero más disponibles,
más terribles, más presentes.

La servilleta tronaba su
desfiguración y mi alma callaba,
pasaba la tarde ninguneando
y, secretamente, apetecía
con dilección aquella soberana
melancolía.

2.- Ana.

I.
Ana miraba la puerta y
callaba. Crípticamente hacía
y deshacía nudos en una
cuerda. Habíamos
discutido, Mucho ruido.

Sentados en la alforja
de días que habíamos
traído, perceptiblemente
nos desintegrábamos.

Tú dirás al leer: rutinas
cotidianas. Más de lo mismo.
Esto no merece un poema.

Pero tú no viste sus ojos. Se
abrían como bricks sorprendidos,
con un tímido pof que
de repente te encontraba llorando.

Pero tú no viste sus ojos. No
viste jamás
derramar océanos de amor
imposible en unos brazos tan
impermeables como los míos.
No viste nunca a nadie
anhelar tanto una puerta, que
sólo espera tu patada para
sacarte fuera. No la viste
claudicar al comprender y
no fuiste testigo de su muerte.

Eso sí, fue una muerte discreta,
sin gritos, sin resistencia. Un
dejar de estar continuo con
el haber estado, ni línea ni
carajos sino sólo
inercia.

Tan poco vivió que no percibió
la diferencia.

II.
Ana molía la vida a fuerza
de vivirla. La recuerdo
pelando patatas convencida
de su responsabilidad, encantada
de tenerla, de que yo se la diera.

Afuera tomábamos martini
en la escalera. Ella traía la
botella y yo el día, ella los
hielos y yo las palabras.

Jo, qué gusto estar ahí sentado,
dejando laxo que el sol hiciera
su trabajo. Si sólo hubiera
podido ser así siempre...

Pero era demasiado, yo entonces
ya lo sabía y puse en marcha
el cronómetro. La vida es
terriblemente promiscua y le
encanta dejarte colgado. Así,
mientras te lavas los dientes
o vas al trabajo insufrible de
turno. Ella ponía las horas
y yo las contaba. Yo sabía.

Sentados a veces nos gustaba
besarnos sin pensar en la cama.

III.
Nadie vio sus ojos. Todos
suceden demasiado rápido. Las
minucias gustan de presentarse
despacio, al cabo de los años.

Es difícil comprender. A veces
basta un susurro, un suspiro
subterráneo. A veces no.
Mis días se acabaron, teníamos
el martini pero no con qué
tomarlo. Todo se fue resquebrajando.
Cada vez más empantanado.

Ella empezó a mirar a la
puerta exigiéndose algo que no
se podía conceder. Fue algo
espantoso. Hubiera dado todo
por no ser tan hijoputa. Lo
juro.

Abalanzándonos sobre lo de
por sí inevitable ya no nos
besamos. Le pedí un cigarro.
Me dijo que no podía. Ya no
quedaba nada más. Se
había acabado.]

Recuerdos.

No me fío. Te juro
que ya no intento creer
lo que en mi cabeza habla,
lo que me dice. No intento
ni siquiera imaginar lo
que se calla.

Cuando vuelvo atrás
tengo la sensación de no
haber regresado, de recorrer
un sitio distinto, de estar
allí donde jamás estuve,
de hollar con pies más viejos
nuevas tierras pretenciosamente
conocidas. Tendenciosamente.

Barrunto que soy presa
de mí mismo y, para eso,
no encuentro depredador
más terrible, concienzudo,
tenaz, insobornable.

Así que, cuando vivo
en un universo sin pasado,
tengo mis dudas sobre estar
olvidándome de algo.

Lluvia.

¿Cuántos poemas no han
empezado del mismo modo?
Tengo la sensación de no
dejar de recorrer un mismo
círculo irrebasable. Esa es
la insoportable cantinela del
café.

Sí, pues sí, de nuevo hoy
llovió. La tribu de los
cabezas-paraguas tomo las
calles, con sus tonos multicolores
o apagados, sus puntas
pinchantes amenazando arrancarme
los ojos.

Supongo que baldosas rojas
y zapatos de cuero
con grasa de caballo,
pantalones vaqueros y
apuntes apuntados bajo el
brazo.

Supongo que cara mojada y
pelo en coleta, lucidez
aletargada y maletas vacías;
hoy cayó la lluvia sobre mi
rostro y no borró nada.

No lo consiguió.

Mi máscara, a estas alturas,
es tan impermeable como
el más sincero plástico.

(—Toma tu viento,
llévate a otro lugar. Bajo
el silencio o sobre él, bajo
el miedo o sobre él, bajo la
luz irresquebrajable o sobre
ella; bajo la estación de metro
o pasando frío fuera.

—No puedo. Olvidé dónde
puse mis zapatos. Tengo un
agujero en el pecho, no puedo
ir a ningún sitio sin zapatos.
Sin zapatos no. No sin zapatos.
Si los tuviera... pero así no. No
de esta manera, no ahora, dame
tiempo. Los encontraré. Entonces
sí, lo aseguro. Te lo aseguro. No
puedo sin zapatos. No puedo.
No sabría. No resistiría. Moriría.
Es comprensible.

—De hecho, ya te estás
muriendo.

—Eso no es cierto. No lo es. No
señor. Nada más lejos. No te creo.
Esto es sólo un mal día. La
lluvia. ¿No leíste los otros poemas
de días lluviosos? Lo hiciste.
Entonces ya sabes, es lo normal.
Así es, lo normal. Te lo juro. ¡Je!,
tú sabes que no miento, que
no sé mentir, que no puedo...

—Coge tu viento. Llévate a otro
lugar.

—En realidad ya da igual. Lo
sabes, ¿verdad? Con o sin zapatos
es imposible moverse cuando...
cuando ella nació lo hizo para siempre).

Uno nunca debiera poder
mirar más allá de
las sonrisas o los
gestos sardónicos, de

las caras

que llueven

rodando gotas

mejilla abajo

hasta el cuello

donde resbalan

para ser

absorbidas

por el elástico

del jersey.

Uno se va equivocando almacenando
los pensamientos equivocados en sitios frescos
y salvos. El surgimiento de la extrañeza
no acude hasta que el

círculo vitando

(que son nuestras manos,
¡Dios!,
¡nuestros brazos!).

refleja descuidado todos
sus viajes estúpidos a ninguna parte,
todas las veces que hemos vuelto
a empezar.

(—Mentira. Que hemos nacido
de nuevo iguales. Cada una
de las veces sin saber que
hemos vivido.)

A veces es la lluvia. En uno
de sus múltiples reflejos enseña
otras realidades que se escapan
a la luz directa. Más bien creo
en la melancolía. Salir del ahora
para comprobar
que jamás hubo otra cosa.

El café. Las primaveras.
Los inviernos. Los veranos.
Los otoños. La lluvia.
Otro poema de lluvia.
Otro poema de otoño.

Otro bonito recordatorio
para olvidar.