Las espirales y el aire.

1. La necesidad de título.

1.

Algo despistado algo cansado escuchando a Pearl Jam en un walkman roto con las pilas gastadas me encuentro con Kike en la cafetería de la facultad y pienso que hoy no es el día perfecto para andar con esto. Me hago el despistado y pido un café —pero no me marcho— y estoy removiendo el azúcar cuando algo me da un golpe asesino por la espalda y comienza:

—¡Buenos días, coño!

Ante lo cual no me queda más remedio que rendirme a la evidencia y aceptar que hoy es mañana Kike. Esto es la evolución, la ostia de años desarrollando la pesadez hu­mana que ahora va a descargar en mí y casualmente tengo las vigas carcomidas y mal cimentadas y sin demasiada confianza en sí mismas y pasadas por agua.

¿Qué tal en tu casa nueva, coleguita?

No puedo responder rápido porque tengo demasiadas neuronas en baja momentáneamente, levanto las velas de mis carabelas desarboladas y pienso un galimatías signifi­cativo que proferir con más o menos consistencia.

"Bien, tío. Joder, bien, tío." "Me alegro. Oye, ¿me invitas a un vinito? —lo que no significa sino darle la cartera, la tarjeta de crédito y la virginidad de mis hermanas." "No puedo, tío. Este mes voy muy justo." "¡Venga, no me jodas, tú tienes ingresos!" "Cabrón, no me jodas, sabes que no gano una mierda." "Joder, ¡yo no gano nada!" "Tío, estafas a tu padre cada día, no me jodas..." "¿Qué coño te supone un vino?" "No puedo. No, tío. Yo tengo tres talegos a la semana para tabaco y fiestas. Tú recibes por nada más del triple. Tú lo sabes, y sabes que yo también lo sé. Lo fascinante es que aún así tengas la cara de pedirme un vino." "Estás tope aburguesado, tío. Has pegado un cambio brutal en sólo un mes. En serio me preocupas, cam­peón. Has abandonado la senda. Te estás convirtiendo en tus padres, tío."

Efectivamente: mal lee a Bukowski, lleva tres semanas afi­liado al PC y se siente tan especial y superior a la bazofia urbana y rural que no le preocupa equivocarse nunca. En nada.

—Me piro, tío —dice con cara de haber ganado algo—. Que te vaya bien con tu nueva vida.
—Lo intentaré.

La calma.

Respiro un rato, recuperando los niveles normales de rabia. Le doy un sorbo al café. No me gusta ser el pariente rico de un imbécil más rico que yo. Pago el café y me pido un vino que no pienso pagar. Alguien se larga y deja una banqueta libre, la cojo y me siento. No hago nada, miro al suelo y cuento colillas pisoteadas. Busco constelaciones, encuentro la de "tía tragando un sable" y "mujer con perrito en un par­que público". El vino es malo. Pido otro. Pienso en ir a clase y tras un corto intervalo de esfuerzo sobrehumano dejo de pensar. Levanto la cabeza. Un par de tipos con pinta de profesores discuten sobre la trascendencia de lo inescrutable en Hegel, con aspecto de creer que saben de lo que hablan. Una piba buenísima toma un frutopía de plátano y habla con Dany, el camarero. Es embriagador que las cosas sigan sucediendo.

El vino sigue siendo malo, enciendo un cigarro que es como nitro­metano en mi cuerpo al acecho de una nada interesante. Cosas que suceden aunque sean estúpidas como pegarle a una puerta con los nudillos desechos. Lección fundamental sobre la vida: no busques y no te desencantarás. Es mucho más efectivo aceptar algo como dogma y ser consecuente y no plantearte revisar nada. Una creencia útil lo es si no tiene resquebrajaduras, si las tiene es que la has metido hasta el fondo. Y a seguir viviendo, y a ver cómo. Miro el reloj y no veo la hora. Pido un vino, que empieza a mejorar. Repaso las constelaciones de colillas a mis pies.

Estoy esperando. No viene nadie. Mareado levemente, un poco de disnea, algo de sopor irresistible. Empieza a llegar gente. Miro el reloj: la una. Hora de cambio de clases. Em­pieza a haber trabajo. Cuando los camareros están al cien por cien me largo. Nunca se dan cuenta. Hasta que todo termina y alguno se acuerda de mí. Entonces ya es tarde, ya estoy en otra parte. Y mañana será otro día y tendré que inventar nuevas formas. Eso, o pagar. Si puedo. Si no, soy bueno en disculparme. Lección fundamental sobre mí: soy un despropósito —definición de Ella— y un contrasen­tido —definición mía propia—, no intentes forjar conmigo un modelo, siempre sale difuso y movido. Si me ves beber y eso te parece bien, no hagas una filosofía de ello o proba­blemente me parecerás estúpido. Con cuatro líneas no ha­ces un buen cocido. Si me ves beber y escribir no construyas un cuerpo conductual básico de acción inmediata, proba­blemente me parecerás un tarado. Con garbanzos no haces algo que prenda. Si me ves beber, escribir y tocar la guitarra no te pienses que ya tienes un nombre, el título se oculta bajo demasiadas cosas que no cuentan y no aparecen de ninguna forma evidente. Si al leer esto te parezco un gili­pollas, no es un mal comienzo.

Salgo, me cierro el abrigo y paso por un banco camino del tren. Me siento a fumarme un cigarro. Todo ha sucedido razonablemente lento. No estoy descolocado.

2.

Estoy en Continente, intentando averiguar el nombre de las agencias de trabajo temporal que llevan allí el trabajo. No tengo una maldita gana de trabajar para ellas, lo cual es desplazado por la necesidad de dinero para pagar mi eman­cipación. Cambian las cosas, todo tiene su precio. Pierdo mucho tiempo mirando libros y encontrando algunos que nunca debería haber encontrado. Pedro Páramo, de Juan Rulfo. Cuando tenía dinero me dijeron en la Casa del Libro que era inútil pedirlo porque estaba agotado, es estúpido verlo aquí. Me lo compro y así ando, a cero. Veo un repo­nedor y le pregunto, para justificar el viaje y la compra. Me dice que su agencia se llama R.P.V. (nada menos que Re­cursos en el Punto de Venta), que el sueldo es malo pero al menos pagan los domingos de primero de mes, cosa que otras no hacen. Trabajadores gratis, debe ser porque el do­mingo es día de descanso y sería pecado pagarlo. Me da la dirección, está muy lejos en la línea seis de metro. Me abu­rro y me marcho.

3.

En el tren. Camino de casa. Pienso en la botella de vino que voy a abrir cuando llegue. Al menos aún hay dinero para eso. Bueno. Pienso en el otro día. Cuando es­tuve con los del grupo hablando de mi reingreso. Dejé la movida por un asunto estúpido relacionado con mi libertad para tocar donde me dé la gana. Es la oferta y la demanda: buscaron otro cantante, no les convenció ninguno, y me llamaron de nuevo. Allí estaba Pepe, el hermano de Abe, uno de los guitarras, con su ropita de la Moraleja, sus poses de la Moraleja y su estúpido cerebro de la Moraleja inten­tando arreglar mi vida a base de decirme cuánto me estoy equivocando. Al principio el tema no dejaba de hacerme gracia. El pardillo asalta padres —que con quince talegos semanales de paga ha llegado a deber trescientos talegos en farlopa— dando lecciones. Un puntazo. Pero luego se puso peor. Llegó a tocarme las pelotas. No me quedó más reme­dio que decirle que no quería verlo más en la vida. La tole­rancia está muy bien, pero perder el tiempo es una putada. Ya volveremos a hablar cuando tenga algo sólido que de­cirme, aunque sea lo mismo que dijo, pero sólido. Es así, supongo. El caso es que no me viene nada bien escuchar cosas así cuando el que me habla no tiene ni idea de lo que está hablando. Me gustan las críticas, no las estupideces. Yo ya llevaba unos vinos y unos dycs de más y tenía el cerebro sereno, lúcido, observador, al cien por cien. Lo mandé a la mierda y me largué de allí. Después me vinieron a buscar a la parada del autobús, dicién­dome que lo del grupo no te­nía nada que ver con esto, que una cosa es lo personal y otra... Vaya mierda. Lo personal es lo fundamental en un grupo de colegas que toca. Lo otro es un contrasentido. Después escribí unos poemas en el bus, nada serio, para pasar el rato. Leí Las afueras CO-2251-K de Pablo García Casado. Al llegar a casa me pareció todo una maldita putada.

4.

Al día siguiente era otro día y, para más destrozo, otro día de facultad. No me parece mal del todo lo que hacen allí, aunque pienso que no pueden evitar rebozarlo todo de una pedantería insana e institucionalizada que hace las clases más bien amargas y con olor a viejo. Eso tampoco me pa­rece mal por sí mismo, pero cuando algo se convierte en forma es fácil­mente imitable por quien no entiende ni papa de lo que se trata el asunto. Y entonces ¿qué?

Ya sabéis, tren, cafetería, clase, clase fumada, lectura en la biblioteca, unos vinitos y a casa. No hay mucho más que contar.

5.

No me gustan los best-seller porque una vez que te engañan sólo si te dejas pueden volver a hacerlo. El primero que leí fue La isla de las tormentas de Ken Follet, y recuerdo que tenía una escena que volví a leer cada vez que quería em­palmarme. Por lo demás, no me acuerdo de demasiado, excepto de que me gustó. Sin embargo El extranjero de A. Camus me pareció estupendo porque me sorprendió. No soy especialmente un amante de la novedad, pero recuerdo que me contó algo, que me indujo a pensar que quizá las sencillas líneas que hacen una vida plena no sean tan sencillas, que no sólo los malos tienen el peligro de caer el otro lado y abrirse la cabeza contra las rocas del fondo. Eso introdujo el miedo en mí, que es una buena forma de no estarse quieto.

Aviso pertinente: este tipo de miedo no es perjudicial para la salud mental.

6.

No me gustan las mañanas. Es demasiado inquietante ma­drugar. Cuando lo hago el café sabe distinto y las calles huelen distinto y todo parece diferente, no sé si me explico. Prefiero levantarme a mediodía, cuando todo recupera su sitio y las cosas son como deben. Llegar a la una y media a la facultad no es preocupante si uno no tiene intención de ir a clase. Voy a la facultad a pasar el rato, a charlar con gente... No te pienses que soy un vago, en realidad si te fijas verás que todo es distinto a las ocho de la mañana, otra cosa es que a ti te guste ese orden de cosas. Escucho Given to fly de Pearl Jam. Estoy corriendo para coger el tren, me descubro y me paro y que le den por culo al tren. Motivos más importantes habrá para correr, y tengo que estar des­cansado. Una mujer (¿chechena, checoslovaca, polaca, búl­gara?) está pidiendo con el niño en brazos. No me afecta. Lo juro. Pienso en Krasi, un búlgaro con el que trabajé una vez montando stands en IFEMA. Menudo bluff. Buen hombre, Casimiro o Krasi o como se llame en realidad en búlgaro. Aprendí a decir: (aunque no lo sé escribir) Ei, pe­derast!, ela tuka, lapei gulemia hui!, lo que significa: eh, maricón!, ¡ven aquí, cómeme la polla! Era divertido, y nos hacía falta reír. Supongo que nos sigue haciendo falta.

Tomo seis o siete cafés en compañía de Dany, el camarero, que me entiende y me perdona estúpidas cuestiones como la del precio de las cosas. Leo Candido de Voltaire. Ese tipo sabía lo que le pasa a la gente por la cabeza. Esto es un maldito circo, en el que todos no hacemos más que nume­ritos.

Tomo un par de cafés más con Kike, que sigue opinando que soy burgués, pero ayer folló y tiene que contármelo. El sexo está por encima de la política y las ideologías.

Tomo un par de cafés con Oscar, que no está porque se ha ido a Inglaterra a vivir con su piba de toda la vida. Se le echa mucho de menos.

Tomo un par de cafés con Héctor, nos reímos sobre el rena­cimiento justo antes de notar cómo se me duerme una pierna y todo empieza a brillar y de repente a oscurecerse...

7.

Los hospitales son un asunto espeluznante, de verdad. Es­toy en urgencias, están esperando a que haya una cama en no sé dónde para subirme a planta. A mi lado está un buen hombre con un ano artificial a la izquierda del ombligo. Paso de bromear sobre eso, aunque lo dejen a huevo. (¿Se puede poner un piercing en un ano artificial?, ¿sería con­traproducente para algo?) Al otro lado tengo a un tosedor compulsivo, algo psicosomático, creo. El suelo está llenito de enfermeras. Hay algunos médicos, reconocibles por la inclinación ascendente de las cabezas, la misma que la de los actores de método. Tengo enchufado un aerosol. Huele bien. Resulta que tengo una crisis bronco-asmática. Se le coge cariño a todo, joder.

Estoy en la planta no sé, en una habitación de dos. De mo­mento no tengo compañero. Tengo una tele de monedas, esto es La Paz. Me lo conozco. Por las noches me fugaré a la planta baja en busca de las máquinas de café. De fumar nada, no, no. No sería sano ahora mismo, con tanto en­fermo a mi lado a los que no les vendría bien fumar a la pasiva. Leyendo Opiniones de un payaso de H. Böll.

8.

El payaso es un tipo simpático. El final es el único final posible. Todos te dicen donde debes poner tus pasos, y si no lo haces el día que caes te dan de lado. Eso es evidente. El pobre hombre sólo quería vivir con su piba y que le dejaran en paz los creyentes, los de cualquier tipo. El problema de los creyentes es que llegan a autoconvencerse tanto que un día deciden pasarte la verdad a ti, que a lo mejor sólo quie­res un bocata de calamares y una caña. Y entonces no pa­ran. No es bueno ayudar a quien rehusa la verdad. No es bueno ayudar al que es ciego por propia voluntad. Y tú también, al final, sólo por rabia, esperas que caigan ellos, pero no lo hacen, porque son un huevo y se sostienen mu­tuamente. Eso me parece estupendo. Lo juro. Lo que odio es la exclusión. Los más tolerantes son los más intransigen­tes. Los más tolerantes son los que más puertas cierran. No tengo ni idea de por qué esto es así, solo sé que el que ol­vida que todo está llenito de agujeros piensa tener la mal­dita piedra roseta y busca un periódico que quiera publi­carla. Asalta un periódico para poder publicarla. Escucho Come as you are de Nirvana. Yo estoy buscando título, nunca he encontrado suficientes evidencias para corroborar ninguno. Quizá soy un tarado, quizá tengo una maldición o algo así. No me creo nada del todo, aunque nada me pa­rece despreciable (bueno, me he acordado de Pepe; en su caso la creencia esta tan estúpidamente arraigada que es una gilipollez tratarlo, si al menos hubiera vivido algo uno podría tenerle en consideración). El caso es que me ha jo­dido lo del payaso, un tío simpático al fin y al cabo. Qué mierda, joder.

9.

Y claro, trabajando en Continente. Cuando me dieron el alta me dijeron que dejara de fumar y que no trabajara en sitios con mucho humo. Yo les pregunté por lo de la pierna dormida y la fotofobia. Ellos me dijeron que tenía cafeína suficiente en el cuerpo como para activar a un funcionario del ayuntamiento, que me cuidara si no quería terminar hipertenso (creo que era así, aunque la medica que lo dijo tenía un deje con olor a pija tal que quizá lo que dijo fue puedes terminar hiper tenso ¿sabes?, mega hiper super tenso de buen rollo, ¿sabes?). Cogiendo cajas de palés, abriéndolas y colocando botellas en estanterías. Botellas de suavizante.

Tenía un compañero peruano que mentía más que ha­blaba. Un día estuve en su casa, tomando unas cervezas y jugando a una consola que trajo de Japón y que aún no se comercializaba en España. Trabajaba también en un locutorio, en la parte de atrás su casa. Me agarré un trozo de la ostia, todo eran cosas dando vueltas y buen rollo. Fuimos a comer algo y se me cayeron tres platos de patatas bravas tres veces antes de que el camarero se hartara de ponérmelos definitivamente. Conocimos unas pibas que con el color de piel de Chechu no nos hicieron mucho caso. Fui a mear al baño y de re­pente entró una tía. Claro, me había equivocado de baño. Al principio pense que había ligado y que iba a estar acompañado un rato. Eso nunca me pasa. Salí y pedí una cerveza y me anegó a toda ostia la necesidad de vomitar. No la vi. No la vi. Vomité encima de ella, que aún estaba meando. Joder. Aún me estaba gritando cuando cogí a Chechu y salimos del garito disparados. Al doblar la esquina vi que nos esta­ban persiguiendo. Yo sólo me he peleado una vez en la vida, en el colegio, en sexto. Nos montamos en un bus que pasaba y, afortunadamente, desaparecimos del mapa.

En Plaza Castilla no sabíamos qué hacer. No teníamos nada que hacer allí. Cogimos un bus y volvimos a Alcoben­das, a seguir la fiesta, esta vez sin movernos de casa de Che­chu. La verdad es que no soy nada divertido.

10.

Al llegar vi que las estanterías estaban casi llenas, el almacén estaba desierto. Delante de mí tenía tres horas en las que aparentar estar muy ocupado. Me fui al baño a fumarme un cigarro y me fume tres. Ya sabéis, hablando de coches, de tías, de encargados cabrones y de lo mal pagados que estábamos. Si no había nada que hacer no era culpa nuestra, sino de los malditos jefes de Continente, que no se organizaban. Sin embargo, si nos veían parados nos iban a joder bien. Fui pensando en moverme. Por entonces nos sentá­bamos en las duchas de los baños, que estaban a un pel­daño del suelo. Pocas veces he estado tan cómodo en mi vida.

Al salir encontré una caja de Vernel, tardé cincuenta mi­nutos en colocar seis botellas (formato tres litros, seis por caja en vez de las de formato cuatro litros, cuatro por caja). Aquello no era muy divertido, no se le puede dar fluidez a la narración. Escuchando a la gente. La gente te grita cuando se ha acabado algo, como si yo fuera el maldito gestor de compras. Como si yo ganara algo. Como si yo no estuviera adocenado por estar allí trabajando. Como si lo mejor que yo pudiera hacer en la vida es tenerle a mano sus compresas favoritas. La gente que clama tanto en contra de la esclavitud son los peores esclavistas renovados (cambian los métodos, nunca el concepto). Luego se van y, al pasar por el stand de la entrada en el que se pide financiación para una O.N.G. con actividades en el tercer mundo, pien­san que no es justo, piensan cuán afortunados son por vivir en un país plagadito de igualdad. Se creen cualquier cosa. Sobre todo lo que les hace sentir bien.

Quedan cuarenta minutos para salir. Vuelvo al baño, leo un cartel que anuncia una fiesta que hará Continente para sus empleados. Para sus empleados, no para mí. No para los trabajadores de agencia de trabajo temporal. Me siento en las duchas. Llega el coca-colo, se pasa ocho horas al día poniendo palés de coca-cola uno tras otro. No puede parar, se lo quitan de las manos.

"¿Cómo vas, cocacolo?" "Jodido, tío. No me dejan descansar. He colocado un palé de fanta limón dos litros, he vuelto al almacén a por otro de naranja, y cuando he vuelto a tienda había volado el de limón". "No sé que carajo le ven a los refrescos, tío. Si no los mezclas no saben a nada. Eres un cabrón, tío. ¿Qué tal los suavizantes?", "Oh, se están matando por ellos..." "Ya." "Es lo que tiene." "Es como todo." "Esos chupa burbujas no lavan nunca. Están todo el día bebiendo cocacolas." "Te juro que muchas veces pienso que es así. No sé de dónde sacan al tiempo para beber tanta mierda."

Y nos quedamos allí sentados un rato más.
El tiempo iba pasando de nada en nada.
Él tenía mucho trabajo todavía.

Yo no. Ni ganas de que así fuera. Cogí mis cosas y me lar­gué de allí. Me gustaría escribir que fue para siempre. Pero a la rea­lidad le gustan otras cosas. La realidad es inextricable. Por mucho que me joda, volvería al día siguiente. No entiendo por qué hay que matar tan cruelmente el tiempo para ga­narse la vida. Tampoco se puede decir que entienda dema­siado de nada. No entiendo porque hay cosas que le cogen el gusto a la Historia y se empeñan en no dejar de suceder.

11.

Estuve esperando media hora el autobús de Madrid. Cuando llegó, llegó lleno a reventar y depie y aplastado no soy muy tolerante. Tampoco había nada que dejar de tole­rar. Lo único que se puede hacer en esa situación es ca­brearse y cabrearse paulatinamente hasta llegar al punto de ebullición. Fuencarral se hace interminable. Nadie se baja nunca hasta Plaza Castilla. Estoy tan rallado que veo in­cluso cómo los cristales de las ventanas del autobús se com­ban por la cantidad de gente que hay dentro. Cuando el punto de ebullición llega, uno no hace nada. ¿Por qué? Porque todos estamos igual de jodidos aquí dentro y los que tienen la culpa van en sus mercedes caminito al res­taurante. Porque no tiene sentido emprenderla con alguien que se limita a moverse como puede. Porque si nos quedara otra opción, seríamos tan estúpidos como para comprarnos un coche y hablar de los pobrecitos que tienen que ir en transporte público. En El camino del exceso, de Héroes del Silencio, Bunbury dice: "si no hay paraíso, ¿dónde reviento?" Eso es algo que uno se puede preguntar cada día.

12.

Leyendo a Francisco Brines, Insistencias en Luzbel. En casa, tumbado en la cama, bebiendo un poquito de vino. Escu­chando a Extremoduro. Fumando tabaco de liar. Me gusta liarme los cigarros, me siento como cuando coloco un en­chufe, autosuficiente. Cada uno se engaña como puede.

Me voy a cagar y me llevo el libro. Lo dejo en el lavabo para limpiarme. Se resbala y se cae a la pila, allí se mojan las pastas de edición barata de Alianza Editorial. Me cago en Dios y lo mal seco con la toalla. Las hojas quedarán ondu­ladas como las matutano. Con la otra mano tiro de la ca­dena y esta se desengancha de su soporte. Intentando coger no sé el qué (el extremo libre de la cadena no se va a rom­per cuando golpee contra el suelo) suelto instintivamente el libro, que cae dentro de la taza y se llena de mierda. Joder, a tomar por culo el libro. Me subo los pantalones y salgo. Cuando me tumbo en la cama una sensación incómoda me hace darme cuenta de que al final no me he limpiado el culo. Ahora mismo no quisiera ser mi calzoncillo.

Vaya un día de mierda.
Limpio el libro como puedo y lo dejo en la estantería.
La habitación huele raro unas cuantas horas, hasta que lo que se tenía que secar se seca.

13.

Me meto en un garito. Lo malo de los garitos es que no tienen término medio. O me siento en ellos demasiado viejo o me siento demasiado joven. Me pido una cerveza. Es un garito que frecuentan lesbianas mod. Afortunadamente no es la única gente que viene aquí. No es que tenga nada en contra de cualquier opción sexual, pero reconozco rápido cuándo mis opciones son nulas. Hay que hacer las cosas estimulantes, aunque de cualquier modo el cómputo de mis posibilidades habitualmente resulta cerito. No debo ser un buen partido. No lo entiendo. En cualquier caso me voy tomando mi cerveza a mi rollo hasta que un tío me dice que le estoy mirando el culo a su piba. Yo le digo que sal­gamos fuera. Él me dice que sólo quería avisarme, que sólo quería que yo supiera lo que no debía hacer. Yo le digo que vale, que salgamos fuera a dejarlo claro. Sé que este tío no se va a pelear, y es grato estar en el papel de acojonador de vez en cuando. Él me mira y me dice que dejemos las cosas como están, apocopado. Yo le digo que se ría. El se ríe for­zadamente. Le digo que no estoy cabreado ni nada, que yo no sería capaz de pegar ni a un cacharro de esos de feria donde te dicen lo fuerte que estás. Él se ríe, esta vez de ver­dad. Me dice que eso está bien. Me invita a una cerveza y cuando nos las tomamos me dice que no tiene dinero para pagar, que si nos escabullimos. Yo le digo que vale.

Tres esquinas a la derecha. Asfixiados. No tenemos buen fondo. Nos pasamos la noche perreando cervezas. De ma­drugada le pregunto por la piba. Me contesta que no me­rece la pena cuidarla, que cuando la llame ella estará feliz. Le pregunto qué subnormalidad es esa. Él me responde que esa piba busca a un poeta, que los poetas en la retor­cida cabeza de ella hacen cosas así. Me cuenta las movidas en las que se ha embrollado para tenerla contenta. Nos reímos un buen rato. Joder, lo que tenemos que hacer a veces los tíos por tener un lugar donde estar tranquilos. Cada perro con su hueso y hacienda con el de todos. Los garitos no sé si son un buen sitio para encontrar pibas con las que sumar más de dos y dos, con las que poder charlar y ser sincero. Hay que seguir buscando. Dicen que merece la pena. Me pregunto si a este tipo le importaría que llamara a su ‘me­cenas’ mientras tanto.

Así son las cosas.

14.

Leo Lo peor de todo de Loriga. Es bueno tener un apellido así. Queda bien. El libro también está bien. Me voy a la calle. Hoy es domingo y libro. Todo está medio velado, los locales diseñados para estar petados hoy se tambalean a media asta. Hoy no es un buen día para irse sin pagar de ninguna parte, excepto el Retiro, donde no hay nada que pagar. No me gusta el Retiro. Allí la gente hace sus movidas y después les tiran pasta. No me parece un buen concepto. Casi todos se largan sin pagar. A mí no me gusta ir porque no puedo pagar. A lo mejor voy y me tumbo en el césped a leer un rato. Pero siempre intentan robarme algo. No se dan cuenta de que no tengo nada. Es incómodo correr de­trás de un tipo que lleva tu mochila vacía a la espalda. Luego, la tira. Tú la coges y te calmas.

15.

Koldo no se llama Koldo, pero su nombre verdadero —si es que eso tiene algún sentido— se diluye en mi memoria a fuerza de tiempo de desuso. Koldo tiene un cierto parecido físico con Tarantino, y constantemente mueve los dedos de las manos de una forma muy peculiar: frota el corazón con el índice por un lado y el anular con el meñique por el otro, simultáneamente. Koldo es un inadaptado. Koldo tiene 29 años y trabaja repartiendo en el Telepizza, está sacándose la carrera de historia por la UNED. Koldo tiene una única forma de ser.

Eso puede parecer habitual, pero no lo es. En este mundo nos acostumbramos a sobrellevar la esquizofrenia con dignidad. Estamos tan acostumbrados a representar en el trabajo, o con nuestros padres, o con los profesores, que terminamos asumiendo las mentiras con indiferencia. Koldo es de una única manera en todos los casos. Es decir, no le comprenden en ninguna parte.

16.

Y salgo de la facultad y me bajo en Chamartín porque me he equivocado de tren, así que me cojo otro que insiste en ir en dirección equivocada y salgo por la puerta en Ramón y Cajal echando pestes, injurias y amenazas por la boca. Bajo el túnel para pasar al otro lado y echo por la derecha para comprobar que me he equivocado, así que salgo por la izquierda sólo para constatar que daba lo mismo por la derecha que por la izquierda, que mi instinto visual me ha fallado. Espero y espero y me llega y me monto y me siento en silencio y al rato —no sé cuánto— la voz que anuncia las estaciones dice: próxima parada, Pozuelo. Me acerco al mapa y no lo leo porque está justo encima de tres tíos con cara de estreñidos o cualquier cara en realidad, porque no la miro aunque me haga ilusiones de confianza en mí mismo y esas cosas. Me resigno y me acerco a la puerta y me bajo del tren buscando otro mapa y leo el cártel de la estación y dice Nuevos Ministerios. Con todo esto no me queda más que sacar el walkman y enchufarme a Extremoduro, Amor castúo, y el Robe canta cómo se levantó hasta los huevos de vivir y me parece lo más atinado para cantar en este momento. Y espero y espero y entro en otro vagón aséptico y estilizado y con un ténue y disimulado olor profundo a sobaco sin ducha y con mucho desodorante acumulado. Y suena Buscando una luna y canto alto y con fuerza mientras todos me miran y no entienden que me atoro en los codos y que no estoy bien lubricado y no puedo funcionar sin hacer ruido. Y cuando llega Recoletos me bajo agradecido sólo por dejar de tener presente a esa anciana de treinta y pocos que aparentaría su edad simplemente con dejar de vestirse como una cría de dieciséis, a su homónima de treinta y muchos con look de ejecutiva de alto standing que me hace pensar que la declaración de Seneca Falls (1848) consiguió demasiado y hemos terminado cargándonos ambos sexos, al camarero de veintipocos con cara de estar suicidándose segundo sí, segundo no y a mí mismo que me encuentro aquí como una rata en el laberinto: desenfocado.

Y tras los torniquetes de salida un cartel de una agencia de trabajo temporal que muestra a un tipo en medio del campo con una bicicleta y un perro al lado y dice: “Está buscando trabajo”. Y yo me pregunto cómo con el sueldo de una mierda de contrato de los que esos ladrones hacen se va a comprar no ya sólo la bici, sino tan siquiera el casco. Y quiero volver mis ojos hacia dentro y no ver más pero la vida no entiende de concesiones y salgo y todo fluye indiferente ribeteado por el color triste del asfalto. Y eso es suficiente. En el walkman, que enciendo a intervalos, suena La hoguera y me pregunto qué fin tiene todo esto. Y cualquiera me diría ¡suicídate, chaval! pero, no sé si me entiendes, yo creo que todo esto tiene una vía de escape en alguna parte aunque alguien haya arrancado los carteles de salida de emergencia concienzudamente. Y que quien tenga que hacerlo me perdone pero cuando llego al bar de la esquina me alegro de ver allí a José y de que me sirva cervezas encadenadas mientras la consciencia me abandona y el sentido regresa de su larga peregrinación negligente.

17.

Y viene a verme a casa el colombiano cuando yo estoy como una cuba intentando encontrarme los pies en la ducha. Trae una botella de vino de mesa y no hace falta más para montar la fiesta. No soy un santo, a mí no vienen a verme los enfermos, vienen a verme los borrachos. Hablamos de Faulkner y de la Lluvia gris y me siento bien. Me educa acerca de la música del sur de los Estados Unidos y toco la guitarra un rato y cuando se acaba el vino tomo vermut con güisqui que sabe a rayos pero alimenta. Le cuento lo de Pedro Páramo y hablamos y hablamos y hablamos y no perdemos la consciencia porque somos conscientes de que si hay un momento de la vida en el cual debemos estar lúcidos es este. Me dejo llevar por este tipo porque tiene ganas de hablar y, sorprendentemente, tiene mucho que contar. Me habla de su último viaje a Colombia, de cómo se sentía extranjero en su tierra, de cómo allí están las cosas a punto de reventar porque todo tiene que cambiar y lo viejo se aferra al aire mientras lo nuevo quita a mordiscos la pez que cierra el tapón. Está triste porque está solo y es jodido tener casi cuarenta tacos y estar terminando la tesis doctoral y trabajar pegando pegatinas por las noches. Con la gente de su edad ya no puede hablar y tiene materialmente una distancia abisal y la gente de la mía no le aguanta porque habla de cosas que no entienden. Y esto empieza a dar la vuelta y me está poniendo triste así que nos emborrachamos del todo y bailamos en el salón con la música de Ella Fiztgerald.

18.

Lunes. Extremoduro. Elogio de la locura de Erasmo. Tren. Llegando. Me bajo y entro en clase. Ya estamos otra vez. Seguro que la ética tiene algún lugar en alguna parte. Desde luego aquí no, aquí está tan demacrada que es irre­conocible. Cafetería. Ya nos vamos entendiendo, van so­brando las frases. Sólo títulos. Con eso basta para que se­páis. Café. Kike. Biblioteca. Casa. Cama. Vino. Siesta.

2. Las cosas no son lo que parecen.

1.

Algo despistado algo cansado escuchando a Peral Jam en un walkman roto con las pilas gastadas. Llueve y el agua espesa empapa mi pelo y resbala por mi cara para morir en el elástico del cuello de mi jersey. Ríos de fondo de asfalto bordean las aceras anegando las alcantarillas y suena Brain of J. con insistencia en mis oídos mojados y no entiendo la letra así que tengo que mirar fuera. Y veo escaparates y gente enfundada en ropa cobijada bajo paraguas que son cabezas alienígenas poblando la ciudad muerta que es Ma­drid y que no brilla ni aunque le vaya en ello la vida. No sé dónde estoy, pero eso es lo habitual. No me gustaría hacer de estas calles algo conocido y perder así la única magia que aún conserva esto. Con la música parece que estoy metido en un vídeoclip y cada estupidez que veo parece cargarse de un significado especial, de la importancia de algo gra­bado y guardado para algo, sí... parece llenarse de sentido, de uno di­fuso que no llego a entender pero, joder, ¡no puedes hacerte a la idea de lo que alivia solamente el hecho de que parezca tener alguno!

El otro día dos científicos, un físico y una astrofísica, habla­ban en el programa de Punset sobre los descubrimientos acerca del big-bang, sobre lo que sabemos. El físico dijo que la física en ese campo estaba dejando de ser metafísica. Pero añadió que sobre el sentido no se podía saber nada. Las cosas, parece ser, simplemente sucedieron. Eso es todo.

A veces pienso que eso es bueno, que la falta de sentido deja campo libre a todo, campo libre absolutamente. Absoluta inexistencia de nada, completo poder de decisión para ser cualquier cosa. En el momento en el cual los fotones que­daron libres se hizo la luz. Se hizo algo, en cualquier caso. Las radiaciones que nos llegan nos muestran el universo en ese momento. Podemos verlo, como si de una máquina del tiempo se tratarán nuestros telescopios. Bendita lentitud de la luz.

Entro a una cafetería y pido un café. Alicatado hasta media altura en las paredes. Sillas de respaldo y asiento recubiertos de plástico con aspecto cruel de madera y patas de hierro pintado de negro. La astrofísica dijo que nuestro universo tenía una muy baja densidad de ma­teria. Eso es triste, un universo más que medio vacío.

Hace un frío húmedo que me congela los huesos, así que pido un coñac que me sirven en una copa pequeña con una señal para llenarla, una copa realmente atávica. Miro los posos del café, y como no sé leerlos no veo nada. Me siento en una banqueta. El ca­marero habla con un cliente sobre no sé qué cuaderno azul en el que Aznar tenía apun­tado el nombre de los próximos ministros de su gabinete, sin querer mostrárselo a nadie. El Congreso es una guarde­ría para adultos. Entra un mensa­jero aterido y toma un anís. Enciendo los walkman. Em­pieza No way. Esta can­ción me encanta. El camarero limpia la barra con una vi­leda, el mensajero se marcha. Llega el momento, pago y me voy. Camino. Empiezo a recorrer calles que no quiero re­cordar para no conocerlas nunca. Siempre camino como extranjero. Nunca he estado donde ahora estoy. A lo mejor es que no quiero lo bastante a esta ciudad. Camino. Miro la hora en una cabina telefónica, las siete. Sigo caminando. Oscurece. Miro otra cabina, las dos de la madrugada y... camino. No puedo parar, no puedo entrar en ningún sitio, no puedo irme a casa, no puedo de­jar de caminar. Me due­len las piernas, tengo los pies en­charcados y no deja de llo­rar el maldito cielo. Camino. He perdido cualquier percep­ción que no sea visual. Los walkman callan hace algunas horas. No estoy buscando nada, sólo quiero no permanecer en ninguna parte. No un lugar donde caerme muerto. No sé lo que quiero y camino. Amanece. Todo se preña de rojo y existe gente que empieza a hacer lo que se supone debe hacer. Se abren tiendas donde se entra a comprar. Todo tiene su importancia, todo se desenvuelve como debe, bien engrasado. En forma.

Entro a uno de estos sitios a desayunar: café y porras y un paquete de tabaco. Mi disnea se encabrita, increí­blemente crecida. Me duelen todos los músculos del cuerpo. Mientras tomo lo que he pedido soy consciente de que, de momento, me he detenido. No sé por qué, por qué ahora. Tampoco hasta cuando.

2.

Voy a la biblioteca. Leo en Las flores del mal de Baudelaire: “La aurora tiritando en rosa y verde / avanzaba lentamente sobre el Sena desierto, / y el obscuro París, frotándose los ojos /empuñaba sus útiles, anciano laborioso.” Leo un relato de Julio Cortázar, El perseguidor. También El monje negro, de Chejov. “Si me hubieras hecho caso cuando te dije que eras un genio...”, lo que importa es lo que im­porta, aunque no sea importante de ninguna manera. Es­cribió Novalis: “En todas partes buscamos lo incondicio­nado, y lo único que encontramos siempre son las cosas”. Esto combina muy bien en esta temporada con una frase de Sartre: “La liber­tad consiste en elegir el propio ser. Y esta elección es ab­surda.” Y el universo medio vacío porque es viejo. Y yo a lo mío, escucho In hiding de... ¿quién?, ¡tiempo! Tic, tac, tic, tac... efectivamente, de Pearl Jam. Me he largado de la bi­blioteca con los Diálogos de Luciano de Samosata. Voy a la cafetería. Pido un vinito.

Me encuentro con Kike, hablamos un ratito de Darwin y pibas, entremezclando ambos temas. "Ayer —me dice— conocí a una tía brutal. Desde el principio estuvimos hablando del gobierno del proleta­riado. Nos emborrachamos lentito, suave, despacio, mientras nos reíamos y conversábamos. Tenía unos die­ciocho y un cuerpo no recomendado para cardíacos. Coincidimos en que no se puede permitir casi nada de lo que está suce­diendo, estábamos cabreados, estábamos reventados, tío. Nos metimos en una obra a las seis de la mañana, e hi­cimos el amor contra los andamios." "A ti la política te sirve, más que nada, para follar." "De eso nada tío, ¡para eso tengo la poesía!" "Lo digo en serio, Kike." "Eres un hijo de puta, tío. No digas eso ni en broma. Tú te pasas la vida en no se qué historias y eres incapaz de comprometerte con nada. Tú eres uno de los que está permitiendo que las cosas sigan como están." "No entiendo muy bien el nivel de tu compromiso." "Es sencillo, lucho. Estoy afiliado, voy a todas las manifestaciones... me hago escuchar." "Kike, vives chantajeando a tu padre, que es un funcio­nario, y no tienes intención de vivir según tus ideas, al menos en ese punto." "Aprovecharé mientras pueda, yo no pedí a mis padres que me tuvieran." "Pero lo hicieron, y ese bebe creció y se formó unas ideas que defiende a media jornada mientras se aburguesa la otra media. Para ti ir a las manifestaciones es emborra­charte y conocer pibas. Eso es así. La lucha está muy bien como máscara para sentirte mejor cuando piensas en ti mismo y te preguntas sobre lo que estás haciendo en la vida." "No tienes ni idea." "No lo sé, Kike. No lo sé. Para mí..." "¡Ahí estamos! ¿Qué es hacer algo, para ti?" "No lo sé, tío. En el caso de que efectivamente estés lu­chando, ¿para quién lo haces? En las manifestaciones eres masa que da fuerza, fuerza bruta, y no tengo muy claro quién la utiliza y para qué lo hace, qué es lo que quiere conseguir." "Mira, cabrón, el capitalismo es una forma caduca que no crea más que engendros, yo sólo quiero acabar con él." "Y eso puede estar de puta madre, pero no sé si no estás ayudando a continuar a lo de siempre. Quizá tanta ma­nifestación inútil y tanta reunión sólo sirva para acallar tu cerebro y despistarlo de empresas más inquietantes. Vas a tus reuniones, te sientes rebelde y tranquilizas tu conciencia. En realidad me parece más una forma ins­titucionalizada de no hacer nada aparentando hacer algo." "¡Tú sí que no haces nada!" "No lo sé, Kike. Estoy inquieto. No pienso haber en­contrado la forma, por lo que sigo buscándola. Creo que eso quizá sea algo. Quizá esa sea la manera de ter­minar encontrando. Lo que sé es que tú tienes tu lucha y con ello te basta. No te hace falta encontrar nada. Tienes el hilo que le da sentido a tu realidad. Eso está muy bien, pero... ¿y si no fuera más que una trampa en la que permanecer atado de pies y manos, es decir, un encierro en el que además te encuentras cómodo? El mejor es­clavo es aquel que nombra a sus argollas como si fueran sus propias piernas." "Eso es una gilipollez, tío. Lo único que sé a ciencia cierta es que yo efectiva y no formalmente estoy cam­biando esto. Y también que tú vegetas sin rumbo con completa indiferencia. Ni siquiera puedo contradecirte demasiado. Ese es el problema. No que estés equivocado, sino que si de ver­dad lo estás jamás podría demostrarlo."

Callamos. Pedimos una botella de vino y bebimos char­lando de tías. Al final termino en La tertulia, una cafetería de Colmenar en la que se está muy bien charlando. Ju­ga­mos al Hotel y bebimos. Algo recuerdo. Recuerdo que me abracé a una botella de anís y no paré hasta terminarla. Recuerdo que conocí a una chica con la que salí fuera y hablé de poesía. Recuerdo que estaba tan borracho que me mareé con tan sólo pensar en besarla, así que cogí un búho y fui tambaleándome a casa.

3.

Escuchando el Enter sandman de Metallica. Es una canción típica del grupo, grande, pesada, se arrastra. Se carga de emoción y aún así no puede evitar moverse como las cosas inmensas. Bajo a por pan, un poco de leche y algo de vino.

Y... (golpeando ahora):

Recuerdo que nos conocimos en un garito y nos dijimos hola de alguna forma que hoy todavía no encuentro y nos largamos con­vencidos a una habitación que tú habitabas conveniente­mente en alguna parte cercana para no caminar mucho. Nos largamos sin preguntar a nadie porque a nadie no le importan esas cosas tan nuestras y porque con nuestro nivel de cerveza debíamos forzosamente concedernos cero en protocolo. Llegamos allí y allí nos pusimos a conocernos en serio durante el tiempo suficiente como para que tú qui­sieras echar raíces en mis bolsillos y yo te dijera que aquello era imposible en aquel preciso momento.

Míralo, tengo los bolsillos rotos del peso y aún así te juro que de ellos no se me cae nada y ya no puedo insertar nada aquí, rebosan de objetos que he ido compilando en mi vida y se han quedado, sin educación alguna, reventando la tela del interior del pantalón. Quisiera hacerte un hueco pero ya ves que es imposible mientras no eche fuera todo esto que no es sino un abismo insondable entre tú y yo.

Recuerdo cómo te reías mientras afirmabas que allí dentro tan sólo encontrabas unas llaves miserables y un paquete de pañuelos de papel sin pañuelos. Yo mismo no sé cómo no veías si yo te observaba mirar las perrerías que se han ido haciendo fuerte en mis costados y se adosan a mis piernas como lapas metafísicas si se comprende así de inextricable y jodido. Tú te seguías riendo y yo cruelmente te indicaba que no, que tenía que irme porque otra cosa más en mi forzosa colección y me aplastaría sencillamente la fuerza de la gravedad de los cuerpos.

Y por eso me fui y tú te quedaste no sé muy bien cómo en realidad. Quizá pensando que yo sólo quise entrar por la cincunvalación de tus piernas al sendero de tu sexo, nuestro nexo físico orgánico, o quizá pensando vayaunamierdade­no­chelajodíotravez y encima conunidiota.

Después volví y te dije “quizá si me ayudaras, quizá sólo si tú me ayudaras volvería a habitar algo más que piernas y nexos y a llenar unos bolsillos limpísimos y diafanísimos sólo con las cosas que realmente me importan”. Hiciste café —por fin te diste cuenta de que aquello era Aquello— sonreíste —querías irradiar confianza— y comenzaste pa­cientemente a desgranar las cosas que me cosifican y me solidifican en algo que no me deja buscar yos en otras partes y que sólo me deja ser Yo todo el tiempo. No sé si sabías lo que estabas haciendo o ni siquiera cómo lo estabas ha­ciendo pero yo sí, y es lo que importa, sabía que estabas allí con todo tu empeño y con algo que yo deseaba llamar amor y eso y llamar amor amor amor a eso y vaciar el peso de tantos años recolectando cosas y vidas y seres que, si hu­biera dependido de mí, se hubieran esfumado como lapi­ceros en cafeterías cuando vas a tomar café con un libro y la intención de subrayar algo.

Y respiro.
Me voy recuperando lentamente a base de walkman.
Compro todo y vuelvo a casa.

4.

Siempre pensando en sin ningún sentido y tú me conoces y sabes que no hablo a ciegas, porque no pretendo decir nada cuando hablo y sólo quiero hablar, decir, sin significar en absoluto. Y salgo a la calle y encuentro, no puedo evitarlo y encuen­tro. Supongo que lo hago y no entiendo cuando vuelvo cómo puede todo seguir igual, cómo puede ser que los días sigan constando de idénticas tonterías y que la luna salga por el mismo lado, un poco así es lo que te cuento aunque no del todo, no del todo y siempre al final de las cosas el final, que es uno y siempre acude a su hora. Y no serviría de nada negarlo.

5.

Os voy a hablar con la sabiduría que me da el fracaso, no es conveniente no saber mentir en estos días que corren. He quedado con Koldo para tomar unos vinos. Hablamos de la poesía —con él sí que puedo hablar de ella de verdad, para él no supone adoptar automáticamente ningún tipo de impostura—. Koldo es un poeta increíble. Todavía recuerdo su Rescate:

Se me olvidó la literatura que bebíamos juntos
son tan distintos los gestos que ahora leo...

Todo en ti era sofisticado
no cabía demasiada humildad
y yo nunca destaqué en picaresca.
Me hacías sumar puntos en absurdas pruebas
pero ya deseché cada intento.
Atrás se sucede una voz de amistad quebrada
alguna deuda
quizá un: ¿qué tal te va?

migajas de abrazos.

Migajas de abrazos. Qué hijo de puta. El caso es que nos metimos en una tasca de las de toda la vida y tomamos dos vinos de la casa despacio, con calma, quedos. Koldo está obsesionado por salir de su casa, no porque esté mal allí, sino porque siente que ya es demasiado viejo como para vivir como cuando tenía 16 años. Yo intuyo que está equivocado, pero tampoco encuentro las razones definitivas para demostrárselo. Yo intuyo que de algún modo le están jodiendo con conceptos que no son suyos y que ha aprendido a valorar después de tantos y tantos años viendo la televisión y escuchando propaganda estúpida que cifra la individualidad, el yo, en la posesión de un coche y la sangría de una casa en alguna parte. Pero tenemos vino y bebemos. Me trae Beatriz y los cuerpos celestes de Lucía Echevarría. Yo se lo agradezco, aunque esta piba me parezca llena de falsete. Tomamos y tomamos y vamos llenando la tarde con charla estupenda y con risas. La forma de reír de Koldo es indescriptible. Me gusta verle feliz.

6.

Voy cogiendo al vuelo las distintas formas de jugar al mi­serable juego de seguir existiendo de tal modo que mi arriba siempre debe parecerme abajo y lo de abajo jamás merece la pena porque me estoy perdiendo y voy perdiendo altura sentado en estos días como en un museo, con la sensación de que todo aquello colgado en las paredes es terriblemente importante y leo siempre “¡NO TOCAR!” y no es posible decir no es nunca posible ni tan siquiera insinuar que a mí me dicen más los picapiedra o quizá Swift o quizá Carrol o quizá nada y estar sentado o tumbado en la cama y a no ser nada o al menos muy poquito mientras me voy dando cuenta de que yo soy aquí tumbado y no en Airtel o Pryca o Café & Té, aunque allí me hagan sentir algo respetable y serio, algo como para alzar la cabeza y gritarle a la gente como yo: "¡Eh, miserables, inútiles, cucarachas!," aunque (y siempre aún-qué) yo allí me comprenda tan engañado como vacío como idiota como vencido como invento de otro que maneja mis hilos.

7.

Estoy tomando el sol en la piscina de casa de Abe, estamos escuchando el CD Échate un cantecito de Kiko Veneno. Sé que en realidad estoy en otra parte, que sólo estoy recor­dando, pero me es muy difícil aceptarlo y más aún sentirlo. Estamos alucinando con Amanda, la piba Pablo el bajista, que está realmente increíble y tiene un ombligo precioso. No, eso fue otro día y hoy estamos solos Abe y yo y mañana es el exámen de selectividad. No tengo ni idea de qué haré después de esto así que no me lo he currado nada y estoy pasmosamente tranquilo disfrutando una cervecita y ca­llado. De repente Abe dice ¿por qué no vamos a por las gui­tarras? y nos bajamos a su cuarto y tocamos.

Versioneamos a duras penas a Pearl Jam y a Nirvana y cuando nos cansamos nos vamos a la piscina de nuevo.

Superhéroes de barrio suena en el reproductor y nos sentimos bien. Mañana será un día extraño y nos jugaremos todo aunque no entendemos muy bien qué nos jugamos. En­cendemos unos cigarros y vamos a por más cervezas y aún no la he conocido a ella así que debo estar recordando un tiempo muy lejano. Estoy recordando en mi casa un día en la piscina de Abe y me tiro al agua y tengo el pelo corto por lo que nado bien, no tengo barriga todavía y no me acos­tumbro a andar sin ella. Soy consciente de que me estoy quemando la piel y no me importa. Abe es un pedazo de cabrón jodidamente simpático y buena persona y está un poco nervioso, así que para calmarle arreglamos el mundo en tres cuartos de hora hasta que viene Naco y nos pone­mos a jugar al Risk y llenamos de bajas y de masacres el mundo que acabábamos de arreglar. Todo está bien y suena bien. Me siento en la cama en un CD que no deja de dar vueltas y vueltas y más vueltas segmentando la tarde en periodos perfectamente iguales.

Terminamos la partida y tomamos algo de la nevera que está repleta de comida y abrimos unas cervezas y me des­pido al rato porque tengo que ir a casa de mis padres a dormir.

Este es un buen sitio y creo que volveré aquí cada vez que tenga que reventar y no encuentre un paraíso disponible para ello.

8.

Cansado. Estoy sentado en la parada del autobús, fumando un cigarro. Me siento extraño, sólido, lúcido en mi derrota. Tengo ganas de reventar algo, como siempre que estoy ca­mino del curro. Me arde el pelo, es verano, es una estación indeterminada, mi apatía no se relaja, es de un material refractario y se mantiene ajena a las influencias externas, que han dejado de ser influencias, han dejado de ser algo significativo en cualquier caso y...

El día, las aceras, el silencio roto por el ruido constante, el imposible descanso, la pérdida intranquila de uno mismo siempre en uno mismo.

9.

Estábamos allí, todo tenía el mismo color que la madera y planeaba sobre nuestras cabezas la culpa. Culpa de nada, como siempre, pero culpa al fin y al cabo y quién les dice ahora que nosotros no sabíamos nada, que simplemente actuamos con lo que teníamos. Mientras tanto, liamos cigarros en el muro de piedra de detrás de la escuela, pensando en tías y en tetas y en cuerpos enteros que nos parecen aún tan lejanos... cosas de los 17 años o algo así. Ahora nos conformamos con sobar sobre ropa. Liamos y el sol nos quema la cara, al fin y al cabo nadie puede reprocharnos hacer el vago si venimos aquí a broncearnos. Pensar así nos libera de algo. Algo pesado. Estábamos allí sentados, sentados, sentados en las sillas inhumanas de la cafetería. En las clases de los que son como nosotros. Los que nos abandonarán pero más tarde, años después, cuando ya no queden motivos y estemos tan cansados que nos tumbemos en un sofá del que ya no nos moverá nadie. Y de cualquier modo y en cualquier caso qué más nos da algunos años, algunos años más así. Es lo que no entien­den, lo que no entenderán jamás, que vivimos sin ser cons­cientes, que todo lo que venga deberá ser bienvenido, que no somos los dueños de nuestros destinos, que sólo mira­mos y pestañeamos en consecuencia, que no es culpa nues­tra, ni suya, ni de nadie, sino de todos. Que a nosotros el té jamás nos llega frío, que tiene que ser ahora o no será jamás, que las horas se extienden a lo largo y lo ancho de nuestros ojos y exigen movimiento.

Un movimiento.
Movemos.

10.

Es otro día, me levanto y enciendo un cigarro, me pongo un café y alguna ropa y salgo a la calle. En un quiosco compro El país y hoy me prometo leerlo. Hace no mucho atrope­llaron a un profesor de la facultad que volvía a casa en bici­cleta. Se llamaba Antonio Rivera. Escribía poemas con los dos puntos como única forma de puntuación. No deseo añadir más sobre eso. Yo le vi, en Continente, el día que se compró el trasto sobre el que iba cuando le reventaron. Habló de colaborar en un fanzine que yo hacía en aquél momento. Después vino un artículo bastante estúpido sobre él en el periódico. Vaya mierda. Mierda de formas. Mierda de vacíos justificados. Un árbol muerto no es un árbol, es un muerto (un guiño, Búho). Todos a comprenderle de repente después de años de considerarle un perfecto tarado. Todos a llorar. Me daba Corrientes de la filosofía contemporánea. Leo La consolación de la filosofía, de Boecio. No sé si por gusto o por masoquismo, pero lo hago. Hace demasiado que perdí el rumbo de las lecturas de clase, no tanto por considerarme superior a todo como por no asistir a ninguna. Tengo el periódico a mi lado y escucho la conversación de las dos chicas que están sentadas enfrente.

"Te juro que no es así, te juro que no le tengo olvidado ni nada de eso, ¿sabes?" "Venga ya, tía, si te veo todos los días perder el control por Antonio —un hombre afortunado, lo juro—." "¡Que no! ¿Sólo hablo con él para... pasar el rato." "Ya." "Joder, tía, créeme, yo quiero a Pablo más que a nada en el mundo." "¿Qué te pusiste el sábado?" ""¡Buah! Un top y una falda minúscula. Pablo babeo todo el coche antes de llegar al sitio donde quedamos con estos." "Eres una zorra..." "Ya te digo, es la forma de que no se menee." "Muchas tías están detrás de él, ¿no?" "Te juro que sí, sólo hay que ver cómo le miran." "Pues no lo entiendo, a mí me parece de lo más norma­lito del mundo." "Ya." "¡Te lo juro! Antonio me parece mucho mejor." "Ya te digo..."

No llevo calzoncillos y me veo la bragueta abierta, así que me quito el abrigo y abro todo lo que puedo, sin que llegue a parecer exagerado, las piernas. Fueron soltando risitas como gilipollas las siguientes dos estaciones que, por supuesto, no conozco ni veo todos los días.

11.

Es otro día y estoy sentado en un banco de los pasillos de la facultad. Tengo dificultad para recordar, por lo que no me molesto en hacerlo. Me levanto y tropiezo con el pie de una profesora que se dirigía a alguna parte. Caigo al suelo con las manos en los bolsillos y freno la caída con la barbilla, para no hacerme demasiado daño. Pierdo el conocimiento y despierto en un despacho, supongo que el de la profesora, con una decena de personas alrededor.

"¡Qué susto nos has dado, pensábamos que te habías fracturado la barbilla! No sabes cómo siento no haberte visto. ¿Estás bien?" "Razonablemente..." "¿Quieres algo, un café, una tila, un refresco?" "Me tomaría una cerveza..." "Lo siento... no tengo aquí." "¿No podría enviar a alguien a la cafetería?" "Mmm, por supuesto, pero..." "Pues no estaría nada mal." "Está bien."

Uno de los diez se fue a por ella y nos quedamos los diez magníficos allí, cada uno haciendo el gilipollas a su modo, yo tumbado en un sillón esperando una cerveza gratis y los otros nueve contemplándome como si les importase mi estado más que lo que pensarían los demás si se fueran.

"¿Estás cómodo?" "Lo suficiente, gracias."

A todo esto le siguió un silencio incómodo para todos, en el cual no nos unía más que un vacío pastoso e incómodo que se infiltraba entre nosotros como una cota de malla demasiado apretada de acero afilado. Yo miraba al techo, al principio. Después empecé a mirarlos a todos uno por uno. Paso de dar descripciones. Llegó la cerveza.

"¡Oh, joder! ¿No tenían mahou? ¿Sólo quedaba heine­ken?" "N...no. He pedido yo la heineken." "Y... ¿no te importaría ir a cambiarla por una mahou?" "..." "Y que sea tercio, por favor. Muchas gracias."

Después me tome la cerveza, llegué incluso a dar las gra­cias de nuevo, y me marché a casa con la mandíbula dolorida y un no sé qué en la cabeza que no me dejaba sentirme bien en ningún momento.

12.

Koldo me cuenta cosas de su trabajo, por ejemplo que han sacado unas listas de productividad de los repartidores en la que él ocupa uno de los últimos puestos. Si encuentra una calle que le gusta, la recorre. Aunque eso le lleve hasta el punto diametralmente opuesto del lugar donde tenía que entregar la pizza. Koldo habla con una parsimonia a cámara lenta. Al principio me crispaba los nervios brutalmente, pero es bueno aprender a esperar. Koldo tiene su propio ritmo. Todos hemos mamado de lo mismo, así que no es extraño comprobar que existe un cierto número de “respuestas tipo”. Independientemente de a quién preguntemos, las respuestas son las mismas. Es algo así como los álbumes de fotografías de las familias, cambian las caras, las fotos son las mismas en cada casa. Koldo, en esto, no encaja en los “tipos” en ningún caso. No sé cómo cojones ha conseguido mantenerse al margen casi completamente. Pero claro, no del todo.

13.

Estoy leyendo Cartero de Bukowski. Me parece bueno. Me gusta la crítica que hace al servicio de correos como ejemplo de una crítica a cualquier tipo de sistema organi­zativo en el siglo XX. Se olvida al ser humano y se le con­vierte en engranaje, no queda mucho sitio para uno dentro de un sistema de este tipo. En realidad creo que es seguro que Hitler no hubiera hacho nada comparable a lo que terminó haciendo sin una organización burocrática tan depurada con la que contaba. Malos ha habido miles a lo largo de la historia, pero no podían ni soñar con lo que hizo el jodido Hitler. Y nos parece que aquello fue una aberra­ción puntual e irrepetible y creo que nos estamos olvidando, que no nos damos cuenta de que los mismísimos mecanis­mos que permitieron que aquello sucediese están contro­lando aún hoy nuestras vidas. Uno se va a un Burguer King y se convierte, durante la jornada que está allí trabajando, en algo sin pensamientos absolutamente condicionado por las normativas, es decir, en una marioneta. Me parece bien que se quiera olvidar un hecho tan abominable, pero no podemos dejar de preguntarnos si lo que pasó no volverá a suceder nunca o si... está sucediendo, aunque jodidamente mucho más diluido, ahora mismo, en una sociedad tan justa y tan perfecta para vivir y desarrollarse como per­sonas equilibradas y empáticas y sociables y razonables. Me parece que es más que sospechoso el correcto funciona­miento de ciencias como la estadística y la psicología (en mi fuero interno, constatación y programación), sos­pechoso el que las técnicas de estudio de los supermercados acierten tanto a la hora de predecir cómo y de qué manera vender más según la colocación de los productos en sus grandes almacenes. A lo mejor tanta sofisticación en las ciencias de la conducta no supone sino que al final hemos conseguido crear un tirabuzón a fuerza de rizar el rizo; es decir, que las herramientas que creamos para ayudarnos en el día a día han tomado las riendas y están gobernando fé­rreamente nuestras vidas.

Esto puede parecer estúpido y exagerado. No lo sé. Yo, por sí acaso, intento no improvisar. La improvisación es todo lo que hemos aprehendido aunque ya no lo recordemos ni como contenido de nuestra cabeza.

14.

Y desgraciadamente recuerdo aquel fin de semana en el que tus padres no estaban y fuimos a tu casa, y yo venía de trabajar y no quería que nos duchásemos juntos porque tenía teñida de marrón toda la parte de atrás del calzoncillo. Y me duché solo tras elipsar tu pequeño enfado y me daba prisa, me daba prisa por llegar a tu lado en la habitación en la que no se podía fumar porque tú no fumabas. Pero estaba bien terminar de hacer el amor y mirarme tumbado en la cama en el espejo de la puerta del armario que estaba justo enfrente, con la necesidad de nicotina horadando mi cerebro y la imposibilidad de marcharme de tu lado golpeando al mismo tiempo con estrictos compases simétricos. Recuerdo incluso, joder, cómo nos levantamos de la cama y nos vestimos y jugamos al strip poker bebiendo güisqui en vasos de tubo con hielo y yo quería ver tus tetas y disfrutaba de la lentitud del juego. Recuerdo cómo tu sujetador me excitaba más incluso que el roce de tu cuerpo, cómo el tiempo se detenía yendo a toda velocidad esa tarde de viernes que era Esa Tarde De Viernes. Recuerdo cómo perdiste toda tu ropa y ya no te quedaba nada que dar en ese sentido por lo que apostamos una mamada y con qué placer tu cabeza oscilaba y me llenaba de amor por ti y por la vida y por nosotros y por todo lo que nos quedaba. Recuerdo cómo nos emborrachamos como bestias y cómo te até y te vendé los ojos y me puse a hacerte perrerías que te hacían gemir y gemir y sudar y entrar en calor empalmando el viernes con el sábado recibiendo la medianoche a cuatro patas y el espejo después, y el cansancio, y el sueño inmenso y profundo del inocente que vino inmediatamente. Recuerdo la nata del desayuno servida en bandeja de azabache de tu bello púbico en la mesa de la cocina que crujía bien jodida, como tú y como yo solos en aquella casa que entonces me parecía tan perfecta.

Recuerdo, maldita sea, la película porno que nos vimos aguantando las ganas a duras penas viendo sexos unidos de cualquier forma y en cualquier sentido, recuerdo el alcohol de después y todo lo de después en general y tu madre tenía un consolador enorme que limpiamos porque así nos daba asco y jugamos jugamos jugamos con él exprimiendo sus posibilidades y nos fuimos a terminar de emborracharnos fuera. Y fuera tú calentabas tíos y después me besabas y nos fuimos excitando tanto y de tal modo que no conseguimos llegar a casa. Por eso también recuerdo, desgraciadamente, aquel portal en el que tú levantaste una pierna que yo sujetaba con mi brazo mientras entraba en ti una y otra vez y una y otra vez en la preciosa cadencia que nos llevo a sentir el mejor orgasmo al mismo tiempo que jamás tú y yo hayamos tenido.

Y al día siguiente era domingo y todo tomó otro cariz, nos estuvimos despidiendo inopinadamente desde el mismo momento en el que nos despertamos y pusimos música para ralentizar el tiempo. Hicimos el amor pero nada fue lo que había sido y empezamos a eludir eludir el tema que era el Tema y era la despedida. Llenamos la tarde a duras penas como fuimos pudiendo y, al final, me diste un beso y me fui a mi casa con algo enganchado exactamente entre el cardias y el píloro. Recuerdo demasiado.

15.

He echado sucedáneo a la cafetera y creo que lo que salga va a ser infumable. Me he quemado los dedos con la última colilla que he podido rescatar del cenicero con aspecto más que menos lamentable. He intentado leer un libro de poesía de Francisco Brines con un ligero olor a mierda y sólo para en­contrar: “Más allá de la luz está la sombra, / y detrás de la sombra no habrá luz / ni sombra. Ni sonidos, ni silencio. / Llámale eternidad, o Dios, o infierno. / O no le llames nada. / Como si nada hubiera sucedido.” Joder.

Pongo a Béla Bartok en el cacharro, sus piezas para niños. Echo lo que ha salido de la cafetera en un vaso y diluido en leche y azúcar me lo tomo como puedo. Encuentro un ce­nicero inexplorado y en él una colilla, bendita, que es me­dio cigarro. Me empiezo a dar cuenta de que estoy atascado. Pero no veo el atasco. No sé qué ha dejado de funcionar. O qué no ha funcionado nunca. Creo que me voy a largar de aquí, de Madrid. Eso lo pienso mientras me estoy du­chando y me siento mejor. No puedo estar acabado, por­que aún no he empezado. De eso estoy seguro.

16.

En Continente las horas pasan muy despacio. Hoy había curro, llevo algunas horas sacando palés a mansalva y abriendo cajas y colocando botellas. Es sábado y la gente se agolpa en los pasillos. Esto es como una plaza pública o una cafetería, un lugar de interacción pública. Vienen las familias con todos los críos a ver a sus amigos porque se hace muy pesado invitarles a casa y hace demasiado mal tiempo para largarse al campo. En estos días los idiotas están más exigentes que nunca y se hace casi insoportable trabajar. No he ido a visitar el baño y he tenido tentaciones de gritar a más de uno. Necesito un sofá y un buen libro. Ha venido María Antonia, mi encargada, a decirme que acelere, como si ambos no fuéramos conscientes de que soy el único al que le dejan llevar el pelo largo porque trabajo más que nadie (excepto Raúl, que es una máquina). He asentido y he seguido a mi ritmo. A mí me preocupa esto. Es lo único que me gusta del trabajo, en días como hoy me siento creyente, tengo un objetivo. Es una mierda, y lo utilizo tan sólo como engaño esporádico. No me gustaría cambiar la mentalidad y convertirme en un obseso del trabajo como terapia para olvidar una vida com­pletamente despoblada (de esos ya hay muchos). No consi­dero que mi vida esté despoblada.

17.

Salgo a la calle y respiro. Miro el contenido de mis bolsillos y encuentro tu número de teléfono. Me pregunto cuántas veces tendré que hacer lo mismo. Me pregunto cuánto tiempo hace ya que te esquivo. Me pregunto si es mejor así, si es que debe ser así o si lo que sucede es que yo lo quiero así. Encuentro veinte duros y me compro un donuts de chocolate. Vigilo bien a todas partes, el amanecer es un bichejo naranja y frío que te sorprende cuando tú lo único que quieres es evitar indagar en ti mismo. Para evitar terminar viendo el amanecer lo mejor es el chocolate, el dulce en general, quizá. Jugueteo con un trozo de papel de mi bolsillo donde está escrito tu número de teléfono.

18.

Salgo a al calle y respiro. Enciendo un cigarro y me acerco a la parada del autobús. He tenido suerte, hay mucha gente, el autobús llegará pronto. Hoy me siento bien, cansado. Es fácil sentirse bien. Es momentáneo. Da igual. No está mal de vez en cuando para de vez en cuando.

19.

Hoy me he despertado pronto y he venido a La Latina y todas las tiendas están aún cerradas y por algún motivo esto me recuerda a las mañanas en el pueblo de mi madre, los agostos, cuando no aguantaba más en la cama y salía con un coche de pedales a recorrer las calles desiertas. No sé bien cómo termino hablando con un barrendero viejo que está trabajando y entramos a tomar una copa de coñac en la primera tasca que vemos. Allí me cuenta cosas y me habla de lo sucia que es la gente y de lo idiota que es su hija, que no estudia. Yo le hablo de los planes de estudios y él no puede creerme, está acostumbrado a tener a los profesores en general y a la universidad en particular en un pedestal altísimo e inalcanzable y no puede comprender cómo todo puede ser en realidad tan estúpido.

Le cuento que estoy haciendo filosofía y me dice que eso no sirve para nada aunque, por supuesto, es algo importantísimo que te inculca los conocimientos necesarios como para que nadie te tome el pelo jamás. Yo le digo que ahí está el error, en cuanto conoces un poco en cuanto te asientas —si lo haces— no puedes soportar esa disposición preescolar de las asignaturas y comienzas a perder el interés por todo porque todo se convierte en un cocedero de marisco y lo único que se salva es la cafetería, allí mismo terminas pasando los días mientras los exámenes se suceden y eres incapaz de preparar ninguno, porque hacerlo supondría hacer el gilipollas de tal manera que dejas pasar las tardes sin hacer nada aunque leyendo mucho y yendo a muchas bibliotecas. Me dice que eso no es malo. Yo le digo que sí, porque cuando llegas al examen ningún profesor tiene el ánimo necesario como para corregirte, así que te suspenden con la conciencia inmaculada. No has contestado a las preguntas con las respuestas ofertadas. Y en seguida lo dejamos porque en eso no vamos a poder entendernos nunca y pedimos más coñac y hablamos de la sociedad y ahí sí que ambos declaramos solemnemente que es una mierda y que, desde luego, alguien se lució y lo sigue haciendo inventando soberanas tonterías para que todos y cada uno perdamos la vida.

Después nos despedimos y le dejo barriendo mientras me voy al metro.

Y allí dejo todo por un culo precioso resultado de unas caderas anchas y robustas y de una cintura minimizada que tiende puentes perfectos recubiertos con una gloriosa minifalda. Lo sigo hasta el vagón y no lo pierdo de vista ni un segundo y después sale del metro y cuando se mete en un edificio me pregunto qué hago yo ahora en Bilbao, así que me doy la vuelta y cojo un autobús para volver a casa.

20.

Y al final he terminado durmiendo en Alcalá de Henares, en casa de Daniel Hare, un colega cantautor con el que tomé unas cervezas en la fiesta de despedida de soltero de Fito y Mar. Dany tiene para todo la torpeza de un koala, pero con la guitarra su delicadeza es increíble. Conocí a sus compañeras de piso y pensé que Dany tiene mucha suerte por vivir con gente tan cuerdamente vesánica.

21.

Al día siguiente, en el tren de vuelta a Recoletos, me sentía confuso —además de asfixiado por la disnea de los cientos de cigarros que fumamos mientras charlábamos—. Tenía medio litro de coca-cola y nada que leer, así que saqué las antenas y me puse a escuchar. Pero no funcionó, no conseguía sentir rabia, tan sólo una sensación extraña y desconocida que me recorría de cabo a rabo dejándome perplejo.

Pensé en Dany, mentalmente le desee suerte. En un mundo lleno de hijos y nietos de puta es muy difícil que lo que realmente es bueno consiga salir desde ninguna parte. Bueno, al menos a mí me parece muy bueno en lo suyo.

Cuando me di cuenta de lo que me pasaba en realidad, me eché a reír. A uno no le pasan estas cosas todos los días. En realidad, por lo menos era un cambio.

Todo lo que no conseguía encajar en mi vida debía haber decidido manifestarse al mismo tiempo, por lo que ni siquiera conseguía estar triste. Una cosa es que nada funcione, otra muy distinta es ser consciente de ello, de repente.

Estaba simplemente abrumado.

22.

Pero pronto conseguí sin esfuerzo adicional alguno estar triste como un cabrón. No es muy difícil cuando lo único que tienes claro es tu talla de calzoncillos y, a veces, ni eso. Volví a reventarme a cafés por pura indefensión aprehendida y a recorrer calles intentando mantener la cabeza vacía y a no ver a nadie porque todos y cada uno de ellos me recuerdan lo que soy y lo que no soy. Ambas cosas duelen más o menos lo mismo. No quiero ver a Koldo ni a Dany ni a Kike ni a Viana ni a ninguno de aquellos que conocen retazos esquizofrénicos de mí que supongo se unen en un puzzle que habla, estrepitosamente charlatán e incoherente, de lo que soy en último extremo.

O, lo que es peor: de lo que soy en realidad. Eso es saber demasiado.

3. Todo cambia.

1.

Por supuesto que todo cambia, ¡y a qué ritmo! Nunca he querido ser muy capaz de acordarme de nada, pero cuando a uno le toca es distinto. Bueno, le toca un poquito, algo un poco superior a lo mínimo, que es la suerte que colma nuestro cupo de nivel.

Encontré un trabajo en una cafetería cerca de casa, media jornada y paga suficiente como para olvidarme del dinero, como para olvidarme de que no tengo, es decir, dinero sufi­ciente como para hacer una vida normal sin malabarismos para llegar a fin de mes. Eso es una verdadera novedad.

2.

De Ella ya he hablado algunas veces. Es un tema en el que me cuesta mucho entrar, así que preferiría que nadie se impacientase para irme metiendo indirectamente y de soslayo, como el que no quiere la cosa. Gracias. Perdonen por las molestias producidas al dejar una historia a medias, pero esto va yendo sobre la marcha y se hace lo que se puede en cada momento.

3.

Claro, llamé a la chica que sólo quería salir con poetas que querían hacer cosas raras. Estuve con ella y con sus amigos tomando un café un día. La cafetería —que escogieron ellos— era inevitablemente oscura y rebosaba humo y había gente callada de mirada extraña que alzaba la barbilla en el estricto límite que separa mirarte a la cara de mirar el techo. Pedí un vino para no estar en esto solo y mal acompañado y me atrincheré detrás de mi frente, dispuesto a resistir lo que fuera.

La poesía —dijo uno de aquellos idiotas—, ese espíritu libre que nos arroja en lo más profundo del hombre y nos revela la condición primera de su experiencia, su belleza... Es cierto —le contesto otro gerifalte—, la poesía es la unión mística del alma con las esencias de lo que nos rodea, aquel que no posea en sí la sutileza necesaria para apreciarlo debe renunciar a vivir y contentarse con existir... Todas las disertaciones terminaban con unos puntos sus­pensivos en forma de un alargamiento excesivo de la última sílaba tónica de la última palabra. Increíble. Vino. Otro vino. Más vino y silencio y orejas y escuchar. La mundial. A callar y tranquilito en mi sitio. "Yo creo... que el arte... es... existe... forma parte del mundo... —aquel imbécil se había especializado en la pedantería del tono de voz y de los gestos con las ma­nos— y el poeta... es indisociable... de su obra... y por eso... ejem... grabo en vídeo... todos mis versos... que no son lo mismo... si no los declamo yo... ejém... se quedan vacíos..." "Te entiendo —dijo idiota 1— mis versos se castran cuando se sitúan en boca de alguien que lee, y no de­clama; en boca de alguien sin la sensibilidad suficiente como para llegar a percibir la sentimentalidad (sic) del escrito para así pulsar sus emociones; en boca de al­guien que, en definitiva, sea un bruto —puedo jurar que esto lo escuche en cursiva, ya sabéis de qué hablo." "No todos tenemos la capacidad de entender el arte, es cuestión de aceptarlo, hay quién es capaz de arreglar un cacharro —lo despectivo de la cursiva del idiota 2 me salpicó la cara a borbotones— y hay quien es capaz de pergeñar un verso." "Es... como evidente... que hay espíritus... refinados... ejém... y... así mismo... es a su vez... como evidente... que hay... otros que no... lo son..."

Me fui a mear.

4.

En la puerta del baño me detuve unos instantes, recobrando el aliento. Yo sabía que esto existía, había tenido algunas referencias, pero jamás lo había vivido tan de cerca. Me puse a mear en un urinario de pared, intentando no mirar nada en concreto, poniendo la mente en blanco. Se me rompió la correa del reloj que nunca me pongo pero claro sí ese día y, esto... se me cayó en la blanca taza llena de mis propios orines gracias a un ligero defectillo de cañerías.

Ya empezamos.

Estas cosas nunca vienen solas.

Es necesario un plan de ataque antes de que la estupidez más absoluta se adueñe del momento. Es hora de reírse de todo el mundo.

Salgo, armado hasta los dientes.

Escucho.

"El otro día estuve escribiendo un poema sobre la soledad que uno siente en una sociedad tan ajena y desconocida como poco tolerante. Fue una experiencia sumamente enriquecedora." "Te... entiendo... estamos tan... tan solos... es tan difícil... sobrevivir siendo... uno mismo... ejém... es... horrible que sea así..." "La poesía es una forma de vomitar mierda, enseñársela a los demás es la única manera posible de intentar lim­piarte los labios y quitarte el sabor asqueroso de la boca. Pero la poesía es así sólo por que no puede ser de otra manera. No es posible una poesía de la felicidad que no sea superficial, hoy en día. Hay tanto que no funciona, tanto que ralentiza el normal flujo de vida atascando los mecanismos..."" "Así es, tío —idiota 1 se siente cómodo en lo que acabo de decir—." "Pero no debemos olvidar —continúo— que la poesía no existe. No existe de ningún modo. Y no lo hace por­que nadie lee poesía. Y no por falta de cultura, sino porque demasiados se dedican a juntar palabras sin ningún sentido que consiguen un efecto muy bonito pero estéril, yermo, vacío. Después de leer quince poe­mas de este tipo el efecto estético, que no debería ser sino el excipiente que hace digerible la idea que da forma y sentido, se vuelve absolutamente aburrido y entonces se piensa que la poesía es una mierda, un re­truécano de jugadores de sílabas, un juego de estúpidos que sólo divierte al que juega. Tú —señalo a idiota 1—, tu nexo más fuerte con el mundo es la preocupación acuciante de saber cuánto te darán tus padres este fin de semana de paga. Y eso es culpa tuya. En realidad estás en la estratosfera por voluntad propia. Podrías aprovechar el tener la vida resuelta en al menos un sentido (el más desestabilizador cuando falta) para soltar tu curiosidad como esponjas por el mundo, capaces de absorberlo todo. Piensas que algo te afecta, y no es así. Las cosas te soslayan. Te sientas en tu escritorio con una pluma y una hoja en blanco y te sientes poeta. Eso es lo que a ti te interesa, el resto es mera justificación. No tienes nada que decir, te embriaga la sensación aunque después no sepas qué hacer con ella, qué mate­rializar en el papel. Y lo que haces puede ser más o me­nos bonito, siempre que uno tenga el tesón casi inhu­mano de seguir leyéndote. Lo básico es que no dices nada, estás mirándote el ombligo cuando escribes. No quiero decir que hables únicamente de ti mismo, lo que ya sería escribir sobre algo, sino que te endulzas la vida en el proceso de escribir, que tiene para ti más valor que lo escrito." "No entiendo por qué te metes conmigo. No sé qué na­rices te he hecho. No sé qué quieres decir, porque tanto y tanto hablar y ni siquiera sabes explicarte claramente." "Es muy sencillo, tío. Eres Narciso y el reflejo del lago te muestra a un poeta. Hasta ahí incluso vamos bien. Ahora, ¿qué es para ti un poeta? Un tipo saturnino que escribe. Esa imagen es lo que consigue introducir en ti la sensación de que tú eres un poeta. Con eso te basta. No pides más porque no puedes ofrecerte más. El re­sultado es simplemente una colección de palabras bo­nitas al lado de palabras bonitas que conforman versos bonitos. Pero eso, y eso es lo que intento decir, no es lo importante para ti, lo importante es lo otro, la imagen, la fotografía que te muestras en la que eres lo que quieres, y ahí te detienes sin saber si eres lo que te fuer­zas a representar, para una buena salud emocional." "No me entiendes, tío, estás muy equivocado si en reali­dad piensas eso de mí. Primero porque me acabas de conocer y no tienes ni idea de lo que me preocupa. Se­gundo, porque aunque me conocieras bien no estarías preparado para decir eso de nadie en cualquier caso. No eres Dios, no estás dentro de mi cabeza. Ni de la de na­die." "Me alegro, allí me sentiría tan solo..." "No te sobres, tío." "Tú me abres tu cabeza, o eso pretendes al menos. He leído tus poemas en el Anti-Goyo." "¿Y...?" "Son palabras. Únicamente palabras." "Eso es que no los has entendido bien. No quiero ca­brearme. Estoy llevando esto con mucha calma. No mereces la pena. ¿Tú eres un poeta? Tú eres un fracaso que anda. Una frustración. No eres poeta simplemente por demostrar que todos los demás no lo son." "No entiendes que nadie es poeta, que eso no existe. A lo mejor escribimos, incluso quizá escribimos poemas, pero no somos poetas. No somos más que marionetas." "Mis poemas son consecuencia de todo lo que me rodea." "No. Algo de lo que te rodea te llevó un maldito día a escribir, que es distinto." "Mis poemas reflejan lo podrido." "Tus poemas son un espejo que no tiene nada delante porque lo pusiste en el lado equivocado de la habitación y lo arruinaste. Está cara a la pared y le has podrido el azogue." "Mis poemas son lo que tú nunca llegarás a escribir."

Ante semejante muestra de lucidez, no tuve más que otorgar callando.

5.

Seguimos charlando un rato más. Yo sigo tomando unos vinos, pero ahora calmo. Uncido a este mundo como el buey al yugo me escurro como la vida entre los dedos de un moribundo. Atascado en confusiones y detenciones de otros intento no mirar al cielo y fulminar en un segundo con la mirada lo evidente que no es visto. Seguimos charlando y le doy la razón. No tengo porqué complicarme más la existen­cia. No me merece la pena en este caso. Al fin y al cabo, no puedo demostrar que no sea él quien tiene la razón. Él sí me lo puede demostrar. Es la fuerza bruta de las orejeras. Acelero, piso a fondo camino de la ebriedad, estado puro de la materia, negación de la duda, exaltación de la vida que prescinde de definiciones. Lo evidente no existe. No es po­sible fulminar nada.

6.

Y...
caigo por las calles aterido preguntándome cuándo fue que me perdí y dejé que el abismo introdujera sus garras en mí reduciéndome a lo deíctico

y...
vomito en un par de esquinas y me siento un desecho que no proviene de nada creíble y no encuentro nada creíble y me aburro de profundizar y reparo en la soledad que me acompaña como un maldito perro fiel y me distancia de lo demás y quiero ser feliz deseando lo que debo y luchando por lo que puedo

y...
deambulo sin singladura ni curso escribiendo en cleenex usados versos con un bic que no son nada y se retuercen y me exigen que lo diga, que lo saque si quiero respirar al­guna vez y si quiero volver a ser.

Pero...
sacarlo fuera significaría no regresar jamás a ninguna parte.

7.

Sacar fuera. Todavía no, es demasiado temprano y no tengo la piel suficientemente curtida como para no estallar como una granada al hacerlo. Más adelante, cuando sea de nuevo todo más sencillo y las ganas de volver a hacer estén de nuevo presentes. De momento tengo que divertirme quizá y hacer todo lo que haría con una lobotomía frontal. Al fin y al cabo soy gilipollas. Aunque tampoco es como para irlo contando por ahí. Soy capaz de deprimirme con un personaje secundario de una película de Disney. Joder. Es cuestión de perspectiva.

8.

Una vez fui a Colmenar con Koldo en su coche desde Alcobendas. Al llegar al último desvío me fije en una luz del panel de control del coche que tenía escrita en letras muy gordas STOP. Le pregunte a Koldo qué era aquello. Quitó el freno de mano. Y me contestó. Nada.

9.

Deambulando deambulando me encuentro a las tantas con idiota 1 que resulta que se llama Pedro y casualmente no me guarda rencor. Tengo el cerebro al cien por cien y tomamos algunos vinos a los que me invita mientras charlamos. Joder, tío, has dejado a Ana impresionada —Ana es ella, no Ella, sino la chica a la que le gustan los poetas, los polichinelas saltimbanquis de la palabra sin referente— aunque te advierto que me has ganado por la mano. ¿...? Sí, por la novedad. La novedad es también un factor importante para Ana. También ha sido decisiva tu salida, eso de mandarnos a todos a la mierda y desaparecer. ¿...? Me he ido porque después de eso ninguno de nosotros tenía ya posibilidades. ¿Entonces...? No me digas que no te diste cuenta. Estábamos todos allí peleando por una noche con Ana. Unos peleaban con sus ideas y otros, como yo, mentíamos. Pero todos con el mismo objetivo. Montar en el carrusel de su entrepierna como regalo para el vencedor, el descanso del héroe poeta. Ella es capaz de regalar al vencedor una noche de placeres tal que ninguno estamos dispuestos a desdeñar. Es decir, que todo era un montaje escénico. No, todo no. Los otros dos son básicamente así. Pide otra botella. Marchando.

...

Pide otra botella. Vooooy.

...

Pide... otra... fotella. Fvoy...

...

Y allí nos quedamos, sin hablar, mirándonos y bebiendo. Nunca he conocido a nadie tan rápido y sin necesidad de palabras, en la vida.

10.

Tres días más tarde desayuno con Pedro en una cafetería de Moncloa. Bueno —le digo— ¿que tal sigue lo de Ana? Se le ha pasado un poco la perra que tenía contigo, anoche me toco a mí. Y, ¿qué tal? Néctar y Ambrosía. Te juro que merece la pena. No lo sé, demasiado tiempo perdido. Lo importante es marcarse un objetivo...

11.

Por la noche vuelvo a la cafetería donde sé se encuentra Ana y gano riéndome de idiota 2. Idiota 1, Pedro, no ha venido. Es listo, el tío. Eso es indudable. Verdaderamente Néctar y Ambrosía para un Judas de sí mismo. Qué menos para tan alto precio.

12.

Me siento bien. Pleno, complacido. Leo Poesías completas de Pedro Salinas, una edición de Alianza. Me gusta especialmente el cuarenta y cinco y el cuarenta y seis de Presagios, el poema La otra y también El teléfono. También leo el poema de un colega:

Y bueno tú sabes fui a tomar café y estaba vacío el
sitio vacío de gente vacío de peligros tú sabes
sin trampas ni cartones que me desmembren que me
llamen con las mismas miserables sensaciones que
no soporto y que me llevan
camino
abajo
hasta
no sé dónde que es donde termino cuando
normalmente salgo a tomar café como tú bien sabes,
pero esta vez fui o fue distinto y pude estar
allí y charlar de cine con el camarero que se
llama Goyo y es un buen tipo algo cansado algo
preocupado algo desencantado por la vida supongo
pero aún con las fuerzas suficientes como
para
abrir
cada
día la
cafetería. Abrir las puertas para tipos como yo
que van a tomar café como si fuera la misma vida y
piensan “cuánto tiempo podré estar aquí sin ir abajo,
ir y caer hacia abajo?” O, aún peor, abrir para tipos
que van allí solamente a tomar café como si eso fuera
lo más sencillo y lo más normal del mundo.

Y me es imposible no entenderle perfectamente.

13.

Estoy en casa viendo una película estúpida en la tele, así que me voy a ver que se cuece fuera, en el mundo. La calle bien, en su sitio. Entro a comprar pan y pido dos barras. Compro el periódico. Tomo café. Lo normal. Cuando entro en el portal me encuentro con Kike, que ha venido a verme. Ke pasa, tío! Ya ves, casi nada. ¿Quieres tomar un café? Claro, coño. Sube. Preparo un par de cafés en la cocina, me intriga saber por qué ha venido Kike. Es un buen tipo, en el fondo y tras rebuscar en el fango. Sí, algo equivocado, pero... ¿quién no lo está? ¿Qué haces aquí? —le pregunto. Nada, tío, he venido a verte única y exclusivamente. Kike... Qué... Venga... Bueno, es igual. Te lo creas o no te echaba de menos, burgués.

14.

¿Otro café? No, siéntate, cuéntame otra vez lo de la piba esa. ¿Tienes su teléfono? Tengo su teléfono, pienso. Pero no es ese con el que jugueteo con la mano izquierda en el bolsillo de mi pantalón. Ese es otro. Le doy el teléfono, y además le envío a la cafetería donde se reúnen cada tarde. Otro Judas más.

15.

Y todo cambia, pero en lo fundamental todo sigue exactamente igual.

16.

Tengo una amigo en Barcelona y otro en Inglaterra y otro en la estatosfera y otro en Cuenca y antes todos vivían aquí, en Madrid, así que pienso que a cada uno le llega el momento de empezar en un sitio nuevo donde nadie te conoce donde no eres nadie donde nada te constriñe donde el pasado no tiene peso y es liviano como una hoja que aunque no conozca los vientos que la conducen tampoco tiene interés en caer en ninguna parte en concreto, por lo que le da igual dónde llegue. El amanecer es un bichejo naranja y húmedo y frío en invierno que me acoge cuando la noche ha sido larga y encima ha resultado estar plagada de conclusiones que yo no he pedido y que maldita sea si me interesan lo más mínimo. Y así vamos, de la sartén al fuego y de oca en oca mientras la tierra recorre responsablemente un universo sin sentido aparente aunque, eso sí, llenito de existencia indudable. Eso obliga.

17.

Y las palabras no importan demasiado. Harto de leer novelas malas que no vienen de ninguna parte y a ninguna parte conducen, novelas que son como puzzles encajados a ostias. Novelas que tienen un soniquete inarmónico que no tiene nada que ver con la armonía, sino con la vida. Harto de novelas buenas que siempre dicen lo mismo siempre dicen al final que no hay más final que el final, y que lo de en medio no es sino una voluntad por llenar la ausencia, por dar forma a lo informe o por dar contenido al vacío. Harto de intentar vencer mi propia esquizofrenia aprehendida, mi indefensión aprehendida a fuerza de intentar sobrevivir sin conseguirlo nunca del todo. Harto de confusión que sólo lo es porque no puedo hacer lo que quiero ni ser quien quiero, que eso lo tengo claro pero no hay grietas donde la realidad se quiebre y deje espacio para mí. O para cualquiera. Harto, en resumidas cuentas, de estar harto no sé dónde está el vano por el que bajarme en marcha de estos relojes asesinos de almas. Preso de la organización y la efectividad y lleno de silencios inconfesables porque la verdad duele. Preso de días con barrotes hechos de horas y carteles en cualquier parte que indican y prescriben. Bien jodido de estrellarme contra la verja una y otra vez tengo la suerte de no ser un santo, de que no vengan a verme más enfermos que los borrachos. Y los borrachos son sabios que discurren en el estricto margen de nuestros caminos torcidos, que tienen mucho que decir porque su verdad es tangente a la usual. Porque respetarían, por ejemplo, que Koldo no sea capaz de repartir una pizza en quince minutos, e incluso, de hecho, les daría soberanamente igual. Harto y repleto necesito olvidar, vaciar la mente y no ser consciente de nada, empezar de cero, regresar al rasante, elucidar futuros intransitables y comprarme unas sandalias para hollar de distinta forma caminos constantes que permanecen hasta en las más rudas resacas. De otra forma es impensable. Por eso casi lloro cuando Germán, el colombiano, viene a verme con un par de botellas de vino malo de brick y la melancolía en una cara agusanada y serena. Y sé que él es, en este momento, más de lo mismo, así que me lavo la cara para anegar las lágrimas y perderlas de vista por el desagüe y cojo dos vasos, cojo dos vasos y ya en el salón bebemos en maldito silencio, sin ni siquiera mirarnos. Pongo el Deltoya en la cadena y dejo que la música suene, completando el trabajo de la boca de la tubería del lavabo. Y él está ahí y yo aquí y estamos solos cada uno de nosotros, pero acompañados de alguna forma tenue y difusa que no molesta en absoluto. Y yo estoy pensando que estoy pensando en ti con una fotografía en la mano en la que estamos tú y yo, y soy consciente de que la fotografía alcanza la locura, se acerca a la locura de la verdad, se acerca de forma tan cierta y tan inexacta al mismo tiempo a la verdad que no es sino una imagen peligrosamente confusa y disuasoria, es como estar con dos gemelos inquietantemente parecidos en la misma habitación —en mi cabeza—. Abro la puerta y soy yo también quien entra. Y no soy yo. Soy consciente de que, si de alguna forma he de decirlo, éramos felices. Éramos lo que éramos, sin saber nada de nada condenadamente vivos sin paliativos. Y la fotografía no revela la imposibilidad de aquello, no revela la importancia de los detalles. En la fotografía estamos delante de un seto de jardín, yo con el brazo sobre tus hombros y tu con el tuyo en mi cintura. Con cara de gilipollas de la alegría que nos consumía, que no era sino nuestra propia entropía. Y sé que tú no entiendes y que te resulta ininteligible que aquello no pueda ser ahora, no ya. Sé que no lo entiendes y por eso sé que tú sigues ahí, con tu rostro inmutable, mirándome desde entonces con los ojos tristes e intratables. Mirándome desde ese punto sin comprender que en la espiral que vivimos yo estoy en otra vuelta de tuerca, hacia atrás o hacia delante, no lo sé ni me importa; el hecho es que una vuelta entera nos separa, aunque tú sólo seas capaz de ver aire.

Al cabo de algunas horas, terminamos el vino y Germán se marcha. Se despide con su acento colombiano. Hasta otra, colega. Cuídate. Lo mismo te digo, tío. ¿Leíste a Sábato? No, tío, todavía no he tenido tiempo. Espero que lo tengas, te juro que no vas a arrepentirte. Gracias, tío. Gracias a ti. Me mira otra vez y baja las escaleras. Yo le veo descender y descender y cierro la puerta nervioso. Me pongo la tele y cualquier cosa me sirve para vaciar y vaciar y no darle importancia a nada y pensar qué suerte tengo, al fin y al cabo, por poder vivir esto. Me masturbo en la cama y me duermo.

4. Como si nada hubiera sucedido.

1.

Mañana de domingo. Salgo a comprar El País y a desayu­nar unas porritas. Está nublado, lo que arranca matices tristes a todos los objetos, a todos los rostros con los que me cruzo mientras intento no mirar. Hoy, no sé por qué, he madrugado; no ha sido un esfuerzo levantarme, simple­mente no podía estar más en la cama. Ayer me contaron cómo despidieron a ciento cincuenta personas de Airtel. Después leí en el Anti-Goyo, la revista de la cafetería Señá Gregoria, un artículo de Antonio Larrey, uno de los expul­sados. Eso puede ser que me halla extraído las ganas de dormir como en una liposucción. Hace tres días despidie­ron a cincuenta. Lo malo de las ci­fras es que no dicen casi nada. Imagínate a doscientas per­sonas, una por una, senta­dos en la mesa de la cocina y ex­plicándote su situación per­sonal. El tipo de contrato que tenían rehuía cualquier tipo de indemnización, excepto la de los quince días de preaviso que conscientemente se sal­taron los humildes empresarios. Vete imaginando la de alquileres que no se van a poder pagar este mes. Vete ima­ginando cada cara, cada brazo inane, cada gesto frustrado de indefensión. Vete cagando en Dios, de paso. Vete me­tiendo en una bolsa de basura con asas de cierre cada sueño. Ahá, ahora ciérrala, no te preocu­pes, ya no sirve de nada lo que hay dentro, puedes tirarla y olvidar, para ir a trabajar mañana con el cerebro fresco y autoengañado. De otro modo es muy difícil soportar allí, sea donde sea donde estés. Estamos aquí, soportando cada agencia de trabajo tempo­ral, cada cursillo de empresa, cada selección de personal, y nos vamos mintiendo obligándonos a pensar sólo uno más, de verdad, sólo uno más, después a vi­vir. Dime tú si es justo, si es necesario, si es moralmente bueno. Dime si han muerto los nazis o sólo han mutado para despistar, yo ya no lo sé. Yo ya no lo sé. Dime si... es igual. No me digas nada. Vete a la cama. A olvidar para no mandarlo todo a la mierda y no ocupar el espacio bajo un puente, hogar dulce hogar. A olvidar para no dar por finali­zada tu participación en la partida, para no decir que se pare el mundo que yo me bajo. Vete a la cama, mañana hay que madrugar. De momento todavía te está permitido expirar. Salud a los que me tildan de catastrofista.

2.

Así que... hice cuentas. Tres talegos. Decisión rápida. Viva­cidad. A un bar. Primera cerveza sobre la arena con el tiempo contado y muy exiguo. Ya sé que me detestas por ello, que no te parece positivo ni atinado ni útil, pero lo que es yo me emborracho indiferente a las opiniones sensatas de los insensatos. En la esquina izquierda, con treinta y tres centilitros de contenido y calzón dorado: Segunda Cerveza. No tiene posibilidades, yo tengo 88 kilos de peso y estoy muy entero todavía. Soy un fajador, no me tumba ni Dios. No tengo ganas de conocer a nadie. Estoy sólo en el bar, a mi alrededor una burbuja transparente pero inexpugnable, fuerte como el acero y fina como una loncha de york cor­tada en la charcutería del mercado de al lado de casa. Dos talegos y medio, aún resisto, saludo a tercera cerveza, que tiembla sobre la barra. La miro, la cojo, me la llevo a los labios y... la dejo y me voy a mear. Sé que soy cruel, la he dejado allí sin saber cuándo voy a volver, la pobrecita está muerta de miedo. No le dura mucho. Me siento igual de hundido, aunque más en el elemento acuoso primordial que nos vio nacer como especie homine lupus homini. “Eres un sentimental, eso son chorradas”. Quizá. Me jode ser una pluma cuando ellos controlan la dirección del viento. Nacido para no pensar. Nacido Boca que Traga. Y no arre­glo nada ahí fuera, pero mucho aquí dentro. Escribo unos poemas, cargados de rabia. Tonterías. Me gusta la imagen, soy Boca que Traga. Trago. Soy invisible, no estoy aquí, estoy en una torre de marfil. No estoy en ninguna parte, no merece la pena. Sólo mantengo relaciones con el camarero, estrictamente comercio exterior de aprovisionamiento. Ne­cesito algo de música, o algo para leer. Necesito cualquier cosa que me saque de aquí porque no estoy aquí. Todo se va volviendo confuso, mejor así. Dando vueltas. Voy dando vueltas. Voy a casa y me duermo con el sueño de los benditos. Bendito sueño.

3.

Realmente desapegado, realmente confuso y extático. He vuelto a Pearl Jam. Posología: con el café tres veces al día después de las comidas. Paseo calles que no recuerdo y caras que con la indiferencia se vuelven monótonas. Hacer una vida de esto no es difícil cuando es una tendencia ineluctable. Compro salud dorada en un chino y me la llevo a mi gua­rida. El elixir de la eterna imperturbabilidad del espíritu, epoge. Ataraxia grado cien sobre diez. Sé y no me importa.

4.

Desenchufo, como si nada hubiera sucedido aunque todo haya dejado su rastro. Llevo un par de días sin ir al trabajo, pero no me preocupa. Siempre tendré Continente. De allí sólo echan a los realmente tarados, es lo único que se pue­den permitir, nadie quiere estar allí. No me cuesta nada volver al desternillante mundo de la reposición. Contrato por obra. Tengo un cierto curriculum ya, saben quién soy y no me obligan a cortarme el pelo. A eso lo llaman privile­gios, los muy hijos de puta, estatus. Sección detergentes. Saludo a viejos conocidos, todos se sienten aliviados. He vuelto. Eso les hace sentirse menos acabados. He probado fuera, y he vuelto a lo único que queda. Eso piensan para no moverse de sus ruinas personales para llevar a cuestas. En realidad estamos todos tarados, eso es uno de los pro­ductos del miedo crónico. Haremos que todo funcione porque si no nosotros también caeremos. Como motivación es imparable. Al final terminas convirtiéndote en un engranaje que quiere funcionar por voluntad propia y eliminar a las otras partes de la máquina que renquean. Te vuelves un cabrón por pura superviven­cia. Ellos lo saben muy bien. Ellos lo han creado. La orga­nización es sodomítica. Tiene sus propios jinetes del Apo­calipsis: la Optimización, el Beneficio, el Objetivo y el Curso de Empresa. No hay demasiados resquicios por donde sacar la cabeza y respirar. Parece mentira.

5.

Tengo tras cabeceras, lo que me permite currar dejando en la taquilla el cerebro. No paro. No escucho, no tengo senti­dos más que para mi trabajo. Me sienta bien, porque si está todo tan jodido nada se resuelve pensando. No es bueno arrancar del cerebro, olvidar momentáneamente sí. No ha­cen más que asegurarse de que todo está repuesto, están comprobando nuestra efectividad. Cuando todo termina yo tengo un cansancio ya rancio y viejo, casi endémico, y un cerebro perfectamente desamueblado. Para rematar el efecto cuando llego a casa enciendo la tele y dejo que lo vacuo me invada, reestructurando todos los rincones de mi cabeza. Después de aproximadamente una hora y media, estoy en la situación ideal para ir a la cama y dormir.

6.

Todo va volviendo a su sitio como debe: compro pan, me preparo la comida, me ducho, veo la tele, he clausurado el CD, sellado las librerías de casa, olvidado las bibliotecas, excomulgado a los poemas... estoy pensando incluso en volver a ir a clase. Para algo he pagado la extorsión de la matrícula. ¿Podéis oír algo? Claro que no. El sistema ronronea imperceptiblemente. Todo va bien.

8.

Entré a un bar y pedí un vinito. Un viejo me pidió un cigarro y se lo di. Después me pidió fuego y también se lo di. Nos sentamos al final en una mesa y nos pusimos a charlar. No de nada especial, al principio, sino de cosas como el tiempo y demás chorradas. Después me fui al baño, meé y volví a la mesa del hombre viejo que bebía vino. Me contó que la vida es una mierda y me pidió que le invitara a un vino. Me contó que nunca tuvo demasiada suerte mientras se emborrachaba con mi dinero y mi asentimiento, y con mi perdón y mi silencio aquiescente y mi tristeza y todos mis odios reconcentrados en una sola lágrima que no resbala por mi cara porque no me da la gana, porque no valen lo bastante ninguno de ellos, porque sólo la merece este hombre viejo, sentado bebiendo con mi dinero en un bar cutre que debería haber cambiado la decoración hace al menos veinte años. Después la sensación anacrónica de haber perdido algo, algo innecesario de cualquier modo, me recorre como un hilo rojo atravesando toda mi percepción, enfureciendo mi sangre al treinta y tres coma tres por ciento con vino y con lágrimas añejas que no verán la luz mientras pueda evitarlo, mientras tenga quinientas pesetas con las que endulzar una conversación que podría no acabar nunca con otro jodido inadaptado por condición como yo.

9.

Conozco al panadero, al charcutero, al del quiosco, y al huevero, entre otros. Charlamos de fútbol y coches y del tiempo, rozamos la política de una forma que ni tan si­quiera puedo llamar superficial cuando nos ponemos a arreglar el mundo. Bajo a la cervecería, me tomo como mu­cho un par de cañas y sigo charlando, más o menos de lo mismo. Por las noches duermo que da gusto. Nunca falta café ni arroz. Tengo amigos que vienen a jugar al Trivial, al Risk, al Pictionary. Lo pasamos bien. Los fines de semana me meto en garitos con la música muy alta e intento li­garme a una buena chica. Leo el periódico cada día. Estoy empezando a conocer el nombre de las calles, aunque ahora deambulo menos, voy a hacer algo. El trabajo bien. Charlo con la gente de los mejores deter­gentes, los que dejan la ropa mejor. Me estoy convirtiendo en un experto. Me llevo muy bien con los encargados y con los compañeros. Con ellos también charlo de lo mismo. Voy al cine, compro palomitas y cocacola. Y en realidad todo esto me importa una mierda. No sé si soy feliz, pero he pulido aquellas discordancias de mi cabeza que me hacían tener malas digestiones. Y en realidad todo esto me importa una mierda, pero no quiero volver atrás. He estado allí, sé lo que es estar allí, el abismo es donde soy, aquí existo. No me va mal, según se mire. Y en realidad todo esto me importa una mierda. Estoy aga­zapado, esperando un hueco que deseo me llegue antes de que mi resistencia implosione y yo caiga de nuevo abajo abajo abajo que es el lugar donde se termina por culpa fun­damentalmente de la inexistencia de un bonito y funcional paraíso donde reventar como es debido.

10.

Me meto en la cocina y pico pimiento y cebolla, finito. Mientras se dora troceo en cubos tiras gruesas de panceta. Cuando termino lo echo a la sartén y dejo que se vaya haciendo preparándome un postre de gelatina. Pongo la carne en un plato, dejo la sartén en el fregadero, tropiezo y se cae todo al suelo. Lo barro. Lo friego. Saco un par de huevos y repesco la sartén. Al romper la cáscara del primer huevo en el borde todo su contenido cae entre los fuegos. Primer huevo: agua. Segundo huevo lo mismo. Tiro el papel de aluminio que recubre los fuegos —para limpiarlo con más facilidad— y pongo otro nuevo. Pico ajo y, con una gotita de aceite, lo echo en la sartén del pluriempleo. Tiro un filete allí dentro y le echo sal. Le doy la vuelta. Está hecho. Lo pongo en un plato y voy andando arrastrando los pies hacía la mesa. Antes de empezar a comer tiro un par de veces la jarra de agua al suelo y por lo mismo debo cambiar alguna que otra vez de cubiertos. Cuando termino, ni se me pasa por la cabeza preparar café. Es demasiado arriesgado.

11.

Saco unos pantalones del cesto de la ropa sucia y me los pongo. Bajo a la calle de perrillera y me encuentro en el portal con Kike. Todo se ha montado en un segundo. Ya no hay vuelta atrás. Bebemos la noche como si no fuera a haber más y hablamos de todo y empiezo a pensar que no he sido muy comprensivo con él. Quizá sea un cabrón, pero todos a nuestro particular modo lo somos. Bueno, en realidad, prefiero pensar que es Kike el que es cabrón de un modo particular, los otros lo son del modo establecido. En el trabajo, pisando cabezas para ascender. Pero luego no olvides llevarle flores a tu madre en su día. En las colas, jodiendo lo que se pueda para llegar antes a la ventanilla. Pero luego, nunca le alces la voz a tus críos. Es como lo de los fines de semana. Los fines de semana esta bien salir. Entre semana, borracho a las tres de la mañana, eres un depravado. Lo mismo un sábado no es sino un joven que se divierte. Así son las cosas. No solemos darnos cuenta de las reglamentaciones, así que no tiene sentido juzgarlas. No solemos darnos cuenta de lo medidos que están nuestros pasos. Por eso Kike es una buena influencia, es un visor donde mirar desde otra perspectiva tu propia vida. Koldo aparece por la puerta del garito, con su cara de Tarantino y moviendo incansablemente los dedos. Y me doy cuenta de que estoy condenado a llegar a casa a las mil de la mañana. Y sonrío, agradecido.

12.

Al día siguiente una resaca sin concesiones me encadena a la cama y al dolor de cabeza. Me revuelvo entre las sábanas e intento encontrar una postura indolora. Combato al fuego con fuego, pongo a tope la cadena y abro una lata de cerveza, lo único realmente indoloro. Este desorden de vida empieza a parecerme ordenado. Procesos, pasos. Apuro la cerveza y me tomo un café. Me tomo otra cerveza. Me como un plátano. Vómito y me tomo un té. Cojo una pera y un café. Una cerveza. Una sopa de sobre. Vomito y me siento como una estación de tránsito. Tres aspirinas, me tumbo en la cama, apago la cadena. Media hora y el dolor de cabeza desaparece. Voy al salón y me encuentro a Kike tumbado en el sofá, dormido como una piedra. Vuelvo al cuarto y leo El juego de los abalorios, de Hesse.

13.

Kike aparece y habla. Bfuefnos difias . Se frota los ojos de tal modo que parece que se los va a sacar por la nuca. ¿Qué tal, tío? Mmmmfnnmfnfmfnfmmm. ¿Quieres un café? Sí... Le preparo un café y le dejo ir resucitando en soledad. No tengo ni idea de lo que sucedió anoche. Vuelvo a mi habitación, donde Kike se ha tumbado en mi cama y compruebo que ya tiene, por lo menos, un pie y dos dedos de la mano en este mundo. Aquí tienes el café y tres aspirinas, tío. Gracias —su voz es ronca como el motor de una Harley con el tubo de escape bien jodido. Oye... ¿qué sucedió? ¿No lo recuerdas? En blanco, tío. Primero... llegó Koldo... con pasta... Ya. A partir de ahí empiezan mis agujeros. Le da tres sorbos al café, tragando una aspirina en cada uno de ellos. No lo tengo muy claro. Hablamos de poesía... de marxismo... bailamos dando tumbos... no sé... Joder. Luego... recuerdo que... conocimos a dos tías... sí... ¿Y...? Tú te abalanzaste sobre una de ellas... empezásteis a enrollaros como posesos... ¡Puta madre! Joder, tío. Después de eso no me acuerdo de nada. Mierda. Se fue al baño y yo me quedé sentado en la cama. Cuando salió fuimos al salón. Arrugado, sobre el sofá donde había dormido Kike, un sujetador blanco precioso de encaje. Las cosas nunca suceden en su momento. No sé que más decir. Excepto que quizá sea mejor así. Porque...

14.

¿Recuerdas...?

Y... bum, bum... ya estoy dispuesto y enlato mi soledad para que no incordie y me voy de bares a conocer gente donde la gente anda. Las esquinas tienen ángulos multicolores que son los caminos que empiezan y van a alguna parte donde puedo estar en un rato si me da la gana. Y los bares son habitaciones con barra y cámaras donde la autocompasión se vende a 700 pelas —gracias, Goyo— y los servicios casi siempre huelen mal y están regularmente sucios. Y los pensamientos allí cobran formas diversas y algunos desaparecen y otros se vuelven importantes cuando la rubia del fondo te sonríe y tú no sabes que decirle, y parece necesario tener buena ropa porque la presencia es precisa y las ojeras despistan y los sueños deben dejar hueco a las ilusiones cuando la rubia del fondo se levanta y te pide una cerveza.

Y despertar en ninguna parte es complicado porque no sabes dónde está la cafetera porque no encuentras la cocina y desde luego tampoco el baño y te meas y no quieres despertar a eso que está a tu lado para no hablar que es lo que hay que hacer y lo que más temes en estos casos. Así que te quedas en el salón y no enciendes la tele ni pones música porque te sientes desenfocado y no quieres que venga nadie a tocarte el objetivo.

Intentas no mirar la casa que en este caso compone ninguna parte para no pensar lo extraño que parece que estas puertas se hayan abierto a tu maldita cara de borracho cuando todas las demás se te cierran.

Exploras el fascinante nuevo mundo y la cafetera es de esas de filtro de papel de esas que quizá sean las que hacen el café más detestable del mundo y te preguntas en qué narices estarías pensando ayer cuando dejaste que te inundase la ilusión perversa que te pregnase de su olor a frambuesa que te preñase de ganas de ser y te anegase de engaños incontestables y vuelves al salón con el peor café del mundo en una taza e intentas tragarlo empujándole con un cigarro que está llenito de disnea y de sabor a cartón-piedra y de una leve depresión y una importante decepción y de una sensación tajante de angustia y de mañanas y mañanas y recuerdos de mil mañanas aproximadamente como esta.

Y sales a la calle cuando ella despierta y te has despedido mal, con prisas, y has leído en sus ojos la misma soledad mal digerida que en otras veces y piensas que en el fondo sólo cambian las caras y lo demás permanece siempre en el mismo sitio, en sus palabras confusas y en su arrepentimiento a medias y en su aliento que apesta a ilusión rota otra vez rota su ilusión te despide con un beso en la mejilla y un hasta otra.

Y sales a la calle y te preguntas dónde carajos estás porque no podías permitirte el tiempo de preguntarle a ella no podías permitirte un segundo más con ella sin correr el peligro de volver más tarde a su casa con la maleta y una vida maldita y jodidamente desecha.

Un buen día de sol comienza.

Y la ciudad despierta con las bocas que huelen a café con leche y el sonar de las puertas de los quioscos que abren.

Y después comiendo un whopper reseco en un Burguer Kin de mierda te preguntas cómo se aceleraron las cosas cómo terminaste aquí y de esta manera como es que lo que sucede nunca se toma la molestia de tenerte en cuenta. Terminas y te vas y la ciudad conserva en formol las mismas caras y los mismos corazones que no entiendes y el mismo silencio, en general, disfrazado de ruido y actividad.

Y estás a punto de ponerte las maletas y deshauciarte de tu propia vida cuando un predicador sudamericano borracho llega y te vende el fin del mundo del mes. Y no puedes evitar reírte y pensar que, al fin y al cabo, no desentonas en un mundo tan macabro, que no quedas tan mal entre anuncios de Fortuna y escaparates carnívoros de necesidad. Y así olvidas. Porque no queda otra opción y el instinto de supervivencia obliga lo justito para ir tirando sin hacer demasiado ruido ni destacar ni acabar, sin más pretensión que reír un rato cuando todo se jode. Y la rubia ni siquiera deja un rastro acibar en una garganta con coraza de callos. El metro tiene túneles que son las catacumbas del pobre que suspira y reza por un coche. Cada cual tiene su credo y hay una cafetería donde tomar un café decente y recomponer medianamente lo necesario para llegar a casa sin más tropiezos que los inevitables y no hay un ascensor que evite las escaleras y hay una llave que abre la puerta y hay una cama donde tumbarse y hay en ella unas sábanas sucias y enormes donde secarse las lágrimas que empiezan a salir a borbotones.

Mejor no recordar nada. Así es más bonito.

5. El hombre cleenex.

1.

Lo estupendo de no tener memoria es que es como viajar, en cualquier momento uno puede ser cualquier cosa. Lo malo es que, supongo, puede haber cosas que a uno le interese guardar en alguna parte. Eso a mí no me ha sucedido nunca —bueno, vale, quizá en algunas raras ocasiones...—.

La personalidad es como la peste, una maldita enfermedad que te ata, te subyuga de tal forma que te deja incapacitado para el cambio. Pero cualquier personalidad es mentira, no existe más allá de la mera decisión de tenerla. Luego, después, no puedo negar que sea útil en ocasiones, para encontrar un trabajo o tener amigos, para tapar resquebrajaduras más que evidentes o para. Una de las formas de evitar la personalidad es no recordar, ser siempre un extranjero de sí mismo en uno mismo.

Así que todo lo que ha sucedido hasta ahora no tiene valor alguno.

2.

Estoy en la facultad, más que contento con mi no-forma de ser. Estoy escuchando una interesante lección sobre los sumerios mientras leo a intervalos la Crítica de la razón pura, del señor Kant. A mi lado una chica no deja de mirarme y me invita a un café cuando termina la clase. Vamos a la cafetería y allí el camarero me saluda aunque yo no recuerdo conocerle en absoluto. Claro, eso por sí mismo no quiere decir nada, así que le devuelvo el saludo como se devuelve un juguete roto recién comprado que de hecho ha destrozado el maldito crío: con cautela. Ella pide y yo la espero ocupando una mesa.

¡Qué cultura más interesante, la sumeria! —me dice — la verdad es que este profesor se expresa estupendamente, es capaz de hacer las clases amenas. No sé. ¿Qué quieres decir? Que no tengo con quien compararle. Venga ya, ¿no has tenido nunca un profesor? En cierto modo. No te entiendo. Bueno, la verdad es que decidí erradicar de mí la memoria, me salía muy cara de mantenimiento. Estaba todo el día dándome problemas. Los recuerdos son mil enfermedades al mismo tiempo. Te entiendo, todo el mundo tiene cosas dentro de sí que desearía olvidar. ¿No es eso? Supongo que sí. Y... ¿sigues olvidando? De momento no, simplemente he puesto el contador a cero. De ahora en adelante no sé todavía lo que voy a hacer, supongo que depende de cómo vayan sucediendo las cosas. Te entiendo.

Silencio.

Eres una especie de hombre cleenex, te utilizas a ti mismo hasta que te hartas y te tiras, ¿es así?

No puedo negar que me gustó la definición. Aunque no fuera acertada.

4.

Pero el pasado es muy tenaz, es un bicho que no flaquea con menudencias, y se me apareció en forma de Kike, que en cierto modo debo reconocer que es inolvidable. Me golpeó en el cerebro toda la vaharada pestilente del recuerdo y de repente estaba ya todo allí. Todo lo que no puedo dejar de ser. Maldita sea.

Presenté a Kike y a la chica y se cayeron bien desde el primer momento. Pasado un rato decidimos irnos al cine los cuatro, Kike, Sonia —que así se llamaba ella—, mi pasado y yo. Fuimos a la Gran Vía para no desentonar con la Gran Cavidad Repleta de mi cabeza. Vimos algo que no recuerdo porque no lo vi, demasiado ocupado en silenciar voces que se habían sentido injustamente tratadas en la breve época del olvido. Al final hicimos parejitas, Kike y Sonia por un lado y mis espectros y yo por el otro. Vaya.

Me fui a casa dejándolos acaramelados en una cafetería cualquiera en la que yo había estado una mañana tomando un coñac porque fuera llovía y llovía y no había sitio en la calle para nada más que la lluvia.

Hacía mucho tiempo que no escuchaba a Pearl Jam, así que lo puse en la minicadena justo cuando empezaba a pensar que realmente nunca había conocido a nadie, por el casi intrascendente hecho de no haber salido nunca de mi cabeza. El ruido produce el bendito silencio.

5.

En un principio fue el miedo. En un principio la muerte presente en cualquier momento. No digo que eso fuera bueno. Pero al menos algo tenía realmente sentido: seguir vivo. Me pregunto qué intentamos en este mundo reíficado que oculta la naturaleza como la naturaleza —las flores— obliteran el olor de la muerte en un tanatorio. Debemos tener cuidado con lo que pedimos a los dioses, porque estos son terriblemente condescendientes, corremos el peligro de que nuestros ruegos sean escuchados. Y entonces qué. Entonces aceptar o ser esquinado, tragar o estar condenado al ostracismo en un mundo que no sabe muy bien cómo funciona pero que, sin embargo, tiene muy claritas sus funciones. Un ejemplo: no sabemos cómo funciona un televisor, pero lo utilizamos, somos sabios idiotas, lo que no puede dejar de significar que somos terriblemente plásticos, manejables, conductibles. El barro bíblico esta en poder de una mano muerta cargada de inercia que controla nuestros destinos. Sabemos lo que tenemos qué hacer, pero si nos preguntan el porqué nuestras razones no pueden dejar de ser vagas y difusas. Vencimos el miedo con orejeras.

6.

Desmemoriado ando perdido por un Madrid desconocido y soy consciente de que he olvidado aunque no sé la razón, ni siquiera sé si he olvidado algo realmente importante. Delante de mí una fuente donde bebo y un banco donde me siento hasta que se hace de noche y de nuevo de día.

7.

La única opción de tener un cierto rastrojo de inmortalidad es la memoria. En la última secuencia de Blade Runner el replicante le perdona la vida al cazador. He preguntado por qué lo hace y la respuesta más habitual es la vida, porque ha aprendido a amar la vida en cualquier forma que esta adopte la respeta incluso en el asesino que quiere terminar con él. A mí me parece que esto no es así. Antes de finalizar, de apurar su existencia mecánica de cuatro años, narra al blade runner parte de lo que ha vivido, dice: “He visto atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tanhäuser...” . Y la memoria del exterminador es la única que continúa sobreviviendo, la única que permitirá al replicante perpetuarse en el tiempo más allá de su finita y ya acabada existencia. Por otro lado, la única medida del tiempo en la vida individual es la memoria, la memoria nos dice, más o menos fidedigna, lo que fuimos. La memoria nos dice que fuimos. La memoria asegura la sucesión del tiempo.

Es la medida de la existencia.

8.

Y en mi bolsillo un papel en el que está, desleído, un número de teléfono al que no voy a llamar nunca porque ya es tarde para creer en estas cosas increíbles que son necesarias para ser un individuo capaz de pagar un coche en cinco años a plazos.

Y en mi bolsillo tu número de teléfono y en mi recuerdo indeleble el último minuto que pasé contigo, en el que te hice un daño inconmensurable e inmarcesible y, en el fondo, insignificante. Por que existe el olvido y funciona.

Tú estás en un agujero negro, donde el tiempo se detiene y existes sin cambios, donde me miras inquisitiva esperando que te diga que no, que no he cambiado, que sigo siendo el mismo de siempre, que es una racha de bajón, que seguimos siendo tal para cual como siempre. Como cuando siempre fue siempre.

Tú estás allí, cristalizada, y siento el peso de tu mirada en mi espalda, y siento tus manos que acarician suplicantes bajo tus ojos, plañideras de la eternidad mientras aún me reste memoria, maldita memoria medida de los días que ya no puedo vivir junto a ti por culpa de nuevo de la maldita memoria que me hizo diferente y me aleja de ti en el tiempo y en el espacio sideral de universos divergentes.

Suena Kitchenware & Candybars de Stone Temple Pilots. Traduzco a duras penas una letra de Eddie Weber, y dice: “Siempre acaban venciendo /los veo a mi alrededor / los veo decidir sobre mi destino /ah, eso sólo me pasó una vez / una vez dependió de mí / ahora es demasiado tarde / tengo bichos en la habitación / uno contra uno / entonces tuve una oportunidad / ahora voy a rendirme / me desnudaré / y me haré uno / de ellos. Meat Plow. La música escande el tiempo. Los bichos están por todas partes. Uno no puede eludirlos. Dios, tengo bichos en mis ojos, en mi cabeza. Bichos como lo que siento por ti.

Por eso ya es tarde para el olvido que no llega y tarde para volver a ti y tarde para casi cualquier cosa. Y yo juro que no he hecho otra cosa más que vivir y vivir como he ido pudiendo. Y yo juro que lo tenía todo y que todo se evapora como las lágrimas de las mejillas cuando aprieta el calor en verano.

9.

Y frente a la plaza una carnicería. Una acera plagada de bolardos y adoquines de diseño del ayuntamiento. Un carnicero que me mira y piensa “lleva ahí todo el maldito día, el jodido, ¿qué cojones le pasará?”. He vuelto a recobrar la memoria en esta esquizofrenia de olvido que la angustia me provoca. Hoy es el primer día del resto de mi algo. No necesito en realidad conformarme de ninguna manera. Deteneros un momento y pensar, pensar de verdad si sois algo parecido a lo que...

O algo así.

No tengo demasiadas razones, no existen pruebas ni a favor ni en contra. Para nada. Es cuestión de apretar los dientes y esforzarse en continuar creyendo. En este día con mi guitarra voy al metro, hoy para mí será una entrevista de trabajo. El olvido no sé si incluye la felicidad, pero, al menos...

No hiere.

Podría seguir indefinidamente, pero no creo que sea necesario. Eso es todo, amigos.