Hablando sobre Bakunin.

A Nati, por tu alegría.
A Jorge, por tu timidez.
A mi padre, por tus valores como genes.

Coda.

Así, los ictéricos dicen que son amarillos los objetos que a nosotros nos parecen blancos, y quienes tienen hiposfagma dicen que rojos.
—Sexto Empírico. Hipotiposis Pirrónicas.

1.

Siempre intento reconciliarme con el mundo, siempre por las tardes. Con empleados de banca agotados, con idiotas y con inanes, con los grandes, los tipos que salen por la tele, los pequeñitos que me dan tabaco en los estancos. Intento reconciliarme con la idea de que también están dando vueltas sobre un eje de giro excéntrico. Que también están aquí para algo. Todos dando vueltas para algo. Supongo que sea mía o de otros siempre es bueno tener una idea del sentido de todo esto.

Aunque no exista no estoy pidiendo nada fuera de lo común.

El sentido no escrito de todo esto, eso que hace que las vueltas se produzcan, que vea tu cara y respire aliviado cuando la gran oquedad en el estómago, cuando la cabeza no comprende y se angustia pidiendo un lugar común al que llamar ese pedazo de tierra al que regresar algún día. Tener un sentido correcto de pertenencia, de ser poseído por algo. Ya a estas alturas por casi lo que sea. Podría configurar mi vida perteneciendo a una línea de autobuses, por ejemplo, dar mi vida por ella, entender que cada parada es un avatar divino que se expresa en las marquesinas de modo inefable.

2.

Intento reconciliarme con el mundo, así que me invento un nirvana de combate a través de la cerveza. Me creo lo de las puertas de la percepción e intento abrirlas botándolas con litros vacíos de cristal. Creo que hay barreras dentro de mí que me limitan y que estorban la mayor parte del tiempo, aunque supongo que el resto se limitan a protegerme. No sé de qué, no sé de quién. El caso es que las puertas se abren si me emborracho y lloro, por ejemplo. El resto del tiempo no puedo llorar. También si río. Lo sé. El resto del tiempo río, pero no igual. No con ganas, no desde dentro. No desde el puro centro excentrado de este viaje sobre un centro a su vez excentrado: ecuantes extremos. De este modo es muy complicado hacerme una idea siquiera aproximada de donde estoy, entumecido y dolorido en tanta y tanta vuelta sin perspectiva ni singladura. Abro el segundo litro y me pregunto dónde están las tontunas que suelen acudir siempre a mi mente en estas ocasiones. Me doy cuenta de que parezco un tipo normal bebiendo. Simplemente un tipo normal bebiendo. Estoy sentado en el salón con la cerveza en una mano y un mechero en la otra, mirando la pared, esperando. Que suceda lo que tenga que suceder, pienso. Pero no veo nada, no viene nada. No tengo ninguna experiencia. Me enciendo un cigarro buscando ese nexo entre vida activa y contemplativa. Me siento como un tipo aburrido que se toma una cerveza en el salón esperando dormirse pronto y borracho. No estoy aquí para esto. No es lo que quiero. Golpeo la pared con los ojos como si ella fuera a decirme algo aplicando la presión correcta.

3.

Claro, en esas ando, sintiéndome medio profundo medio idiota, cuando llaman a la puerta. Desde el fondo de mí mismo una vocecilla diminuta me dice que no abra. La silencia el resto del cuerpo, que me pide lo mismo. Pero siempre existe la posibilidad de que el dios polinesio de la cerveza me esté mandando una señal que seguir con pies temblorosos, una indicación. Quizá sea la manifestación de una pura potencialidad que se actualiza, un nuevo sendero de baldosas amarillas lleno de aventuras, así que abro y me encuentro a Toño mirándome a los ojos con los suyos. Tiene cara de tener cosas que contar, lo que no deja de ser un estorbo.

—He dejado a Lisa, tío.

Bueno, si quería una señal aquí tengo una buena.

Le dejo agotar un litro de cerveza sin decir nada. La pared nota ahora dos presiones diferentes que se suman. El tipo tiene cosas que decir, pero se toma su tiempo. A mi me produce alguna curiosidad la historia, pero comprendí hace tiempo que agilizar las cosas siempre es sinónimo de retardarlas más y más, así que le dejo castigarse duro con la cebada y explotar contra su boca un cigarro tras otro que arde sin haberse consumido del todo. Esté donde esté ya llegará aquí, a este sofá, y me contará lo que necesite contarme.

O no me contará nada, nunca se sabe.

4.

“Sé que era fácil, tío. Las cosas eran fáciles. Pero… quizá eran demasiado fáciles. Un poco estériles, supongo, un poco… nada. Demasiado sencillo, demasiado fluido, bien engrasado, demasiado anodino. Demasiado aséptico, demasiado vacío por las mañanas y por las tardes, demasiadas pocas cosas que limpiar y ordenar para mantener la casa en condiciones.”

Algo parecido dijo cuando empezó a hablar. La verdad es que no soy muy bueno en reproducir literalmente lo dicho, y a la gente le suele incomodar que uses una grabadora cuando quieren sincerarse. Y ni se te ocurra decir que la colocas porque después quieres escribir sobre ello. Eso sí que no funciona nunca.

“Ella es preciosa, lo sabes, ella es la alegría todo el tiempo, pero… no me encontraba allí dentro, tío. No me encontraba. Tengo que vivir más, estar en más sitios, sentirme lejos y cerca de todo o dentro y fuera de todo, dar una vuelta, marearme, supongo que caerme al suelo y levantarme o algo así.”

Bueno, le dije, la verdad es que es asunto tuyo, tío. Yo no puedo meterme del todo en tu cabeza, ni saber dónde fluyes mejor ni por dónde estás rodando ladera abajo. En esta caída libre que termina con un reventón final contra el suelo estamos todos mirando las caras de los otros, deformadas por la velocidad del viento, y a veces nos cogemos de la mano. A veces mucho rato. Otras veces una noche, o un fin de semana, o unas vacaciones en la playa de quince días. A veces nos soltamos las manos pero seguimos uno contra el otro, absurdamente. Si vosotros ya os habíais soltado, has hecho lo mejor que podías hacer.

“Lo sé, tío, lo sé. Aunque eso no quiere decir que sea fácil”.

Nada es fácil. Todo es sencillo, o debería serlo, pero nada es fácil. Cada uno tiene su propio bagaje detrás de derrotas que simplifican y complican al mismo tiempo. Es parte de las cosas tal y como andan sucediendo.

“Pensé… que tú me comprenderías. Al fin y al cabo, acabas de pasar por lo mismo”.

No, tío. No acabo de pasar por lo mismo. Por ahí no hay juego. Yo acabo de soltarme de alguien, eso es cierto, pero ahí termina el parecido. Mi historia no es la tuya, mis soluciones no son las tuyas, mis miserias no se parecen a las tuyas. No pueden hacerlo. Estaba bebiendo y mirando la pared a ver si me decía algo. Si quieres nos dedicamos a ello un rato. No requiere mucho aprendizaje.

5.

Recuerdo que se conocieron en un garito donde nos estaban destrozando. Habíamos cogido el viernes con la misma fuerza que si fuera el pezón repleto de nuestra madre, han pasado años desde el destete, pero seguimos buscando asideros como locos. Un pezón lleno de promesas y posibilidades para poner la vida en movimiento después de cinco de días de agotamiento existencial en lo necesario y suficiente para mantener el cuerpo alimentado y bajo techo. El ritual estúpido de la cerveza precede a la desinhibición y a la posibilidad de acercarse a alguien para un polvo torpe en el baño o una noche ebria bajo las estrellas rodeando una cintura hermosa, según el caso y el turno. Mientras que eso llegaba o no seguíamos dándole duro a la botella, mirando al otro lado a ver si un tipo especular nos devolvía la sonrisa. Hablábamos de la semana insultando a los compañeros de trabajo, o contando mierdas de los jefes, o hablando de lo último que habíamos visto en la tele. Cada cierto tiempo alguien iba a la barra y traía más provisiones para aguantar con fuerzas dentro de la trinchera sin reparar mucho en el frío.

Ella estaba con unas amigas a unos dos metros de nosotros. Estuve un rato mirándola, porque parecía rodeada de un escudo invisible que mantenía la locura fuera y la paz dentro. Me parecía que ella no estaba allí, que estaba mirando todo desde una ventana, en otra parte quizá a doscientos años de distancia en el futuro. Grácilmente se llevaba el vaso a la boca y sonreía como si le resultara simpático todo lo que la rodeaba. O curioso. En cualquier caso, tuve la sensación de que nada de lo que estaba sucediendo podía siquiera rozarla, todo lo circundante se estrellaba contra su muro de calma. Me hubiera gustado acercarme y preguntarle cómo y porqué, pero nunca se me han dado bien esas cosas, y no era el sitio más indicado para hacer preguntas que realmente requirieran respuestas.

A Toño siempre se le han dado bien esas cosas.

Le vi partir temiendo el golpe terrible contra la pared impenetrable, jugaban en ligas tan diferentes que dudaba de que realmente hubieran podido verse el uno al otro, la distancia era abisal, no tenían ojos preparados para verse, sus sentidos no encajaban de modo alguno, diferentes longitudes de onda. Compartían paredes, nada más.

Pero a Toño, de algún modo que nunca he conseguido descifrar, siempre se le han dado bien estas cosas.

6.

Por diferentes ironías que no vienen ahora al caso, a los tres meses estaban viviendo juntos. La rabia ciega y la paz habían encontrado un lugar común en el que conocerse mejor, y lo llamaron su casa. A veces me invitaba la rabia ciega para tomar unas cervezas, porque aún era demasiado pronto para que comprendiera que la paz no lo iba a entender jamás. Tampoco le molestaba, simplemente no comprendía cómo agotábamos las cervezas de la nevera leyendo a Hierro o a Brines hasta que reventábamos y nos dormíamos en el suelo, o meando en el baño, o cogiendo una cerveza más de la cocina.

A veces me despertaba a tiempo para ver como ella miraba algo en el televisor, tomando un té. Y me preguntaba que pasaría por su cabeza. Alguna vez pude acercarme y saludar. Pero nunca encontré las preguntas. Las estuve buscando casi siempre. Nunca me pareció cabreada. Nunca pareció molestarle no entender. Asumía que la gente era como era. Ese es un conocimiento de grado supremo que facilita mucho la vida, la de uno y la de los que le rodean. Sólo cuando se ha conseguido metabolizarlo, claro. No sirve con conocerlo, con saberlo. Tiene que convertirse en parte del sujeto.

Cuando me acercaba me preguntaba qué tal. Se ofrecía a darme un ibuprofeno. Yo por aquel entonces aún no radicaba la fuente de tanta amabilidad, y me hacía sentir culpable por ser yo como era. Culpable por buscar estrellarme contra todo constantemente, viendo que existía una posibilidad de no tener que hacerlo. Siempre sonreía mientras yo la miraba alucinado y Toño roncaba en el lugar de turno en el que se hubiera desnucado. Yo aceptaba el ibuprofeno irremediablemente y lo empujaba hacia dentro con los restos de cerveza desperdigados sobre la mesa. Y me volvía a dormir.

7.

Y rabia ciega mira la pared con ansia y yo no puedo dejar de preguntarme por Lisa. No sé si todo esto le habrá afectado de algún modo reconocible para el resto de la humanidad. Qué parecida y qué diferente a mis propios daños. A algunos de ellos. Como no tiene mucho sentido seguir en mi salón me llevo a Toño fuera, a que nos de el aire polucionado y cargado de los bares. Se puede pensar que sólo tenemos una solución para todo, pero eso es sobrevalorarnos.

Lo cierto es que no tenemos ninguna.

8.

N es mi daño más reciente. Ella también tiene un muro que la separa del mundo, y es justo el que divide este de su propia cabeza. Es capaz de mirar fuera, pero sólo desde ella. No asume que haya más posiciones. En cierto sentido, es la anti-Lisa. Lisa lo acepta todo, aunque no comprenda nada. N sólo acepta lo que comprende, lo que ya tiene un lugar de hecho en sus personalmente reducidos estantes neuronales. Claro, es evidente que es incapaz de percibir el noventa por ciento del mundo. Tampoco le importaría demasiado, en el caso de que lo supiera. Yo la perseguí en su momento, porque compartía con Lisa también la calma. Esa calma inmensa que te da el saber exactamente dónde estás. Eso engancha a los tipos como yo, que nos preguntamos todo el tiempo por qué andamos dando tumbos sin encontrar un banco donde sentarnos. N anda como si llevara libros sobre la cabeza, sin mover los hombros. Todo el bamboleo del desplazamiento termina en sus caderas. Ahí deja de repercutir sobre el resto del cuerpo.

Le mandé un mensaje al móvil, diciendo que podíamos tomar una cerveza. Titubeante y estúpido: “creo que podríamos tomar una cerveza. Sí, creo que podríamos”. Me respondió que ya había quedado, pero que podíamos cualquier otro día. Le respondí que me había costado un par de horas y muchas cervezas mandar el primer mensaje. Ella me respondió: “los segundos cuestan menos”. Los segundos cuestan menos.

Ella se refería a los segundos mensajes, claro.

Yo entendí los segundos como una unidad de tiempo.

Me volví loco. Me encantó el mensaje que entendí.

Por supuesto, amiga, eso es justo lo que quiero: que los segundos cuesten menos.

9.

Con Toño borracho como una cuba nos metemos en el último garito, pedimos y nos quedamos en la barra mirando a la chiquillería. “No tenemos edad para estas cosas”. No, la tenemos. Lo único que sucede es que ellos tienen menos edad. Y que los de la nuestra están mirando sus televisores después de acostar a los críos, metiendo la mano debajo del pijama de sus mujeres con una sonrisa de complicidad. Y mientras ellos levantan la barrera de goma elástica de las bragas ellas suben el volumen del televisor para amortiguar los gemidos.

Nosotros, sin embargo, estamos aquí, y eso no está ni bien ni mal. Sencillamente es lo que es. El tiempo es irreversible, aunque en algún momento comprendieras que no habías tomado la desviación correcta. Nosotros ni siquiera sentimos que nos hayamos perdido, porque nunca hemos sabido dónde estábamos. Es más fácil mantenerse cuerdo sin hacerse determinadas preguntas. Hay preguntas que son como directos en la mandíbula, como ganchos duros encajados en los riñones. Todo el mundo ha ido tomando decisiones y después se ha encontrado con las escenas del otro lado de la puerta, algunos están contentos, otros están bastante jodidos. Yo tomé la decisión de no decidir demasiado. Y cuando tomé las riendas y me puse a decidir, descubrí que no tenía a nadie al lado para caminar por ahí. Si quería seguir recto, ella se quedaría en el cruce, mirándome alejarme. Convencida de que ese camino no iba a ninguna parte. O, al menos, de que no iba a ninguna parte conmigo.

Y por eso estamos aquí. No pintamos nada, pero tampoco lo hacíamos en mi salón. Y aquí hay gente, que suele estorbar pero a veces da sorpresas agradables.

Es cuestión de esperar, porque casi siempre sucede. Al fin y al cabo, llevo muchos años poniendo las condiciones de posibilidad. Un tipo se acerca y me dice “eh, tío, yo te conozco, estuvimos tocando un día en el parque de Andalucía”. Media hora después ya tengo la guitarra en la mano, arrastro a Toño con la otra y busco el césped en el que se han ofrecido a escucharme un rato.

Me entrego. Ni concedo ni hago prisioneros.

10.

Me gusta pensar que uno de los tropos escépticos afirma algo parecido a esto: “si cuando estoy borracho veo las cosas de un modo y cuando estoy sobrio de otra, ¿cuál de las dos realidades es la verdadera?”, igual que habla de la visión de una vaca o de un caracol. No sé si los escépticos se dieron cuenta en algún momento de lo que habían hecho, de que habían destrozado la vajilla contra el suelo y después generaciones y generaciones nos clavaríamos pedacitos de porcelana en las plantas de los pies mientras paseábamos por la casa.

Nadie se lava sin maestro, nadie se salva sin ley. La ley hace el delito y la expiación. La ley es tanto como darle sentido al mundo. Conceder un sistema de realidad que articula una realidad inarticulable. Me pregunto si un perro se pregunta sobre si sus sentidos le engañan. No, no me lo pregunto. Sé que un perro está atado a la inmediatez del mundo. No es consciente de que haya plataformas entre las cosas y él. Lo que ve es lo que hay, lo que huele es lo que hay. Sin olor no hay cadáver. Sin olor no hay presa. Sin olor no hay sexo. Para él es indudable. Ni siquiera llega a ese rango. Ni siquiera se plantea que pueda dudar sobre ello.

Los escépticos le pegaron a la inmediatez en medio de la boca, y la dejaron medio noqueada y esforzándose en encontrar bocanadas de aire cargado de oxígeno. Después de ellos perdimos el contacto con el mundo, porque comprendimos que sólo encontraríamos conocimiento del medio que nos describe el mundo, y ya no del mundo.

Y esto puede no tener nada que ver con las cosas. O puede tenerlo todo. El caso es que no podemos saberlo.

Y eso apesta.

Porque nadie se lava sin maestro, nadie se condena ni se salva sin la ley. Construir el mundo es un esfuerzo enorme que no siempre consigue mantenerte cuerdo. No siempre resulta creíble. No siempre funciona. No siempre conforta.

11.

Es mucho mejor mi vida si tú estás dentro. No tengo ni idea de porqué, exactamente, pero algo barrunto. No me preocupo demasiado por mí cuando estás dentro. Prefiero preocuparme por ti. Eso, en cierto modo, es una ley. Es una medida que separa todo lo que existe en dos grandes y suficientes categorías: lo que es relevante para ti y lo que no. Tu forma de sonreír cuando todo es correcto, tu forma de torcer el gesto cuando no lo es. Los criterios universales. Mis criterios universales.

Deja de hacerme preguntas, ni tengo respuestas ni las quiero. No las quiero porque sé que no existen.

Así fue al menos al principio. Una noche, antes de haberte siquiera besado, te conté mis últimos escarceos en el terreno de las sábanas, porque quería contártelo todo. Quería vaciarme en ti, y seguramente el perdón y la expiación. Quería que supieras todo lo que he hecho, todo lo que me ha ido corroyendo por dentro. Todo lo que soy. Quería meterte en mi cabeza, que la examinaras y que te gustara o que no lo hiciera en absoluto. Si hubiera sabido, habría llorado. Y no hubiera habido modo de parar eso. Hubiera llorado horas. Me hubiera secado sin duda antes de parar, habría llorado sangre antes de perder la necesidad de llorar. Hubiera llorado toda mi soledad entera en tu cara, en tu regazo, en tu seno, en tus piernas, cambiaría de postura cada cierto tiempo para no agarrotarme, pero no dejaría de llorar. Te hubiera empapado entera mirando tus ojos y buscando en ellos el ver que me reconocías. Ver que me estabas viendo, que comprendías, que entendías, que asumías, que querías seguir viéndome pese a todo.

Deja de hacerme preguntas, no encuentro las respuestas.

Sin embargo, en vez de llorar, te conté mis dos últimos escarceos. El de la chica de internet de Miguelón y el de Macú. Te los conté con todo lujo de detalles, porque los tenía agarrotados dentro, y porque aunque intento evitarlo por más que miro no dejo de ver soledades por todas partes. Soledades que se reconocen a sí mismas y se esconden en sonrisas y tardes de cine y palomitas. Soy como una especie de antena. Recibo. Recibir esas cosas me hace daño.

Cuando te dejé en casa con una próxima cita en el bolsillo, no dejaba de sonreír. De pensar que quizá no todo estaba perdido. Quizá no era tarde ni pronto. Quizá era el momento justo. Quizá había estado dando tumbos para prepararme para todo esto. Para algo real. Quizá los segundos iban a empezar a ser más sencillos. Quizá sí.

12.

En el parque las cosas se ponían emocionantes. Canciones, lugares comunes, sitios en los que todo el mundo ha estado a su modo. Toño duerme sobre el césped, roncando como una gaita bajo las canciones. Todo el mundo en medio de un incipiente éxtasis, yo controlo las canciones, las voy desgranando como he aprendido que hace falta.

El asunto es que todo el mundo deje de ver el parque, la noche de viernes, la ciudad. El tema es que todos se vayan lejos de todo y se metan en sí mismos. Por eso controlo el ritmo. Esta no es una noche tocando en el parque, es una especie de hipnosis. Quiero llevaros a un sitio donde sé que no habéis estado en algún tiempo. Sé que no lo frecuentáis. Tenéis que llegar allí porque mi antena necesita recibir otras cosas. Porque la música es como la cerveza, y es capaz de sacarnos del devenir reseco del día a día y llevarnos allí donde nunca teníamos que haber dejado de estar.

Como tipos hace cuatro mil años sentados alrededor de una hoguera, bailando. Salir de uno mismo. Sentirse en comunión con algo dentro y con algo fuera de uno mismo. Nos vamos a morir y lo sabemos, pero eso no tiene por qué importar ahora. Yo me convierto en una voz y unas manos y una conciencia conductora, que escoge lo siguiente por instinto. No siempre funciona, pero sí la mayor parte de las veces. Mi voz se funde con el invento y con las manos y no dejo tiempo para que nadie se recupere: la mayor parte de las veces ni siquiera termino las canciones.

Y yo… también me largo. También salgo fuera de mí mismo. Me convierto en parte al mismo tiempo. Soy la voz y las manos, y la conciencia conductora pasa a un segundo aunque constante plano. Y mi antena recibe la suma de felicidades, de cuerpos que son conscientes de que lo son, de risas que se encuentran en las frases de las letras que no significan lo mismo para nadie, pero que significan algo para todos. Me voy quedando afónico por el esfuerzo, lo que también contribuye a que el éxtasis se intensifique. Nadie se queda indiferente cuando alguien se rompe delante de ti. Cuando alguien se deja llevar tanto que se nuce.

Después, y antes de que la constante se normalice y todo agonice lentamente, termino. Delante de mí está el resultado. Los ojos. Las bocas. Las sonrisas.

Ha sido enorme.

13.

Tenía que haberme dado cuenta. Tenía que haberlo percibido. Tenía que haber sido consciente de que tus bloqueos no se iban a levantar jamás. Pero eso era pedirme demasiado, en aquel momento. El sexo es como la cerveza, como la música. En el sexo también sales y entras de ti mismo. Percibes que eres parte de algo, de algún modo. El sexo no es el porno, el porno es como una iglesia, con sus mitos y sus mitologías y sus libros sagrados. El porno está bien para quince minutos. El tiempo justo. Después todo el mundo quita la película. No dice nada.

El sexo me hace verte como nunca te he visto. El sexo me hace estar dentro de ti. Colgado en ti. Lleno de ti. Escrito en grandes rótulos en ti. Y tú en mí.

El sexo me hace ser.

Existir.

Durar.

El sexo me hizo verte mucho antes de que tú quisieras y supieras enseñarte.

Me gustó lo que vi, no lo niego.

Pero lo que vi estaba dentro, acorazado.

No era fácil sacarlo fuera.

Aún así, pensé que yo podría.

Y no pude.

14.

Después de guardar la guitarra nos quedamos fumando un cigarro. Ella sonriendo. Ya lo he visto antes. Lo he visto muchas veces, lo he experimentado pocas.

Después de tocar me duelen los dedos, me duele la garganta. Exhausto como un mercenario después de la batalla, disfrutando el escozor de las heridas. Las heridas dan placer, dependiendo sólo de cómo y dónde se produzcan. Si las heridas son lo que queda, satisfacen.

Tú me ofreciste el cigarro, yo te di las gracias y acepté el fuego. Veintiuno o veintidos. Un mundo desconocido que comparte nexos comunes. Lo acababa de ver. Quieres aprender a tocar. Está bien. Yo sólo toco acordes, soy guitarrista de parque. Es un buen comienzo, pero no puedo ofrecerte más. Después depende de ti seguir aprendiendo. Perfecto. Entonces dame clases. Estupendo, en mi casa, cobro unas cervezas por clase. Siempre he cobrado lo mismo. Me parece estupendo. Yo prefiero los sábados, en un parque si hace buen tiempo y en mi casa si llueve. Entonces los sábados, empezamos la semana que viene. Te doy mi teléfono. Aquí tienes el mío. Vamos a disolver esto, tengo que llevar a Toño a mi sofá antes de que amanezca.

Entonces el sábado. Mejor no vayáis por ahí, hay una pareja follando. Dejadles tranquilos con lo suyo.

15.

No pude, y de algún modo lo supe pronto. Después de la maravilla de los seis primeros meses me di cuenta de la fuerza de tu cabeza, que se reveló contra sí misma un leve periodo de tiempo.

Seis meses grandes. Tomando mojitos en la cama durante toda la tarde, fumando, pellizcándonos el cuerpo. Sonriendo siempre. Dando vueltas el uno sobre el otro besándonos todos los rincones recónditos, haciéndonos cosquillas. Retomando un esfuerzo después de otro, abrazándonos una y otra vez paladeando el sabor del sudor en la boca.

Yo me levantaba a por más mojito y me rogabas que me diera prisa, que volviera ya. Me decías que mezclara el ron con el limón sin más, que me echabas de menos, que hacía una eternidad que no me veías, que te sentías sola. Que mi cama era una mierda. Que mis sábanas estaban sucias, que sin mí todo se descolocaba y los cuadros se torcían.

Me hubiera gustado grabar todo eso, tener un registro.

Yo me demoraba a propósito y batía el azúcar antes de añadir el limón, de ir a la ventana a por unas hojas de hierbabuena. Desde que dejamos de tomar mojitos no he vuelto a tener hierbabuena en la ventana. Dolía. A veces, para retardarlo todo más, miraba a través del cristal y saludaba al sol. Era un buen tipo, por aquel entonces.

Después llenaba los vasos y me metía en la cama. Aún era temprano.

Tus verdes ojos enormes y sinceros me miraban desde la blandura del colchón.

Y era entonces cuando el sol me devolvía el saludo.

Esa era N por aquél tiempo.

16.

Al día siguiente te levantaste temprano, con ganas de irte. No iba a ser yo quien te detuviera. Hiciste café y nos tomamos uno rápido. Me dijiste que no te acordabas de mucho, te dije que estuvimos tocando en un parque, que tenía alumna nueva. Te pregunté a dónde ibas.

Sabiendo que no lo sabías, claro.

A conducir. El cuerpo humano no está diseñado para ir a 120 Km/h, supongo que por eso nos gusta tanto. O por el simple hecho de ir. De ir a alguna parte, aunque no haya ninguna en concreto. Mi cabeza se exfolia, se desprende de las capas muertas. Mis ojos te miran sabiendo que no pueden decirte mucho. Yo sé que puedo acompañarte, amigo. Pero no puedo hacer mucho más. Sólo puedo ir a tu lado mientras tú estás solo.

Y tú no quieres eso, claro.

Cuando Toño se va, y sin un motivo concreto, llamo a Lisa. Hola, chica, estuve anoche con Toño. Ah, claro, estuvisteis combatiendo por ahí, ¿no? Claro que sí. Qué tal fue. Se durmió pronto. Qué tal está. Descolocado. ¿Pero está bien? Está como está, que ya es bastante. Claro. Ya sabes que no hay nada fácil. Claro, todo es sencillo, pero no hay nada fácil. Parafraseándome. Sí. Me repito mucho. No tanto. Es un alivio. Supongo que sí.

Quiero que sepas que… todo lo que yo pueda hacer, lo haré. Lo sé, gracias. Me alegra que lo sepas. De momento podíamos terminar esta conversación, no tengo nada contra ti, sólo quiero dejar de hablar. Por supuesto.

17.

Me quedo solo y prescindo del café y abro una cerveza. Repito que no es que tenga una misma respuesta para todo, que pensar eso sería sobrevalorarme, no tengo ninguna. Me meto en la ducha. La ducha es curiosa. En la ducha se queda todo lo que no quiero y se lanza fuera. Se va por el desagüe a un lugar en el que existe de tal modo como si no existiera en absoluto. En la ducha se queda la noche anterior y el dolor de Toño y el de Lisa y el recuerdo de N y el de L y el de tantas y tantas cosas que he vivido sin verlas de antemano. Sin verlas venir.

Por eso la ducha es curiosa, perdemos de vista lo que no queremos y construimos un ser parcial con lo que sí queremos.

Cuando no sabes qué quieres, corres el riesgo de irte entero por el desagüe. A veces tengo ese miedo.

No saber distinguir entre yo y mi sudor, presiento.

Mientras me ducho dejo la cerveza sobre la lavadora, y tomo un sorbo de cuando en cuando.

Me gustaría tener un registro de eso.

Me quedo sólo y me pregunto qué se hace un sábado después de todo esto. Supongo que nada. Supongo que leer no es la respuesta, ni ver la televisión. Coger la guitarra, quizá, y cantar algo. Coger la medida de la vibración de la garganta sobre los días. Coger alguna medida, en cualquier caso. Comer algo, una buena siesta. Prepararse para salir por la noche. Salir por salir. Salir por no quedarse. Salir por disparar fuera toda esta ruina personal y encontrar algo de sentido en bocas bebiendo sobre bocas bebiendo en el compás armónico del tiempo que se repite en una coda vital y confusa.

Algunas sorprendentes equivocaciones.

¿Quién rescata y borra una lágrima?
¿Qué sonrisa tiene esa fuerza?
El rescate imposible. José Hierro.

1.

—Gracias.
—No entiendo por qué, Lisa. Sería más racional que dijeras “cerdo”.
—No, no lo sería.
—Vamos a emborracharnos.
—¿Tienes algo de cerveza?
—Océanos enteros, no te preocupes.
—Sería simpático que ahora apareciera Toño.
—No, no lo sería.

Desnuda está preciosa. Tiende sus manos hacia mí cuando le acerco el vaso. Se levanta y sus senos rebotan levemente, unos pechos esquizofrénicos, que se adaptan al movimiento. También se adaptaron a mi mano. También se adaptaron a las de Toño. Toño me va a odiar, aunque yo jamás pueda entender por qué. El odio no necesita razones, sólo a sí mismo.

—Voy al baño. ¿Te importa?
—Nunca he visto una pregunta más fuera de lugar.
—Educación.
—Bromeaba.

Sus nalgas dibujan leves ondulaciones al caminar mientras me quedo solo en el salón. No sé que pensar. Es lo que más me jode de mí mismo. Nunca sé qué pensar, hasta que pienso, y entonces prefiero no pensar demasiado. Su ropa está desperdigada por todas partes, junto a la mía, como si no tuvieran nada que ver pero se vieran forzadas a compartir un espacio común. Y así es exactamente. Recuerdo todos los gestos, recuerdo todos los deseos confluyendo en la savia vital de la boca, recuerdo los hombros, la curva praxiteliana, el corazón de su pecho excitado, nervioso, yacente. Recuerdo y me duele recordar, porque tengo más que serias dudas en lo tocante a estar recordando a Lisa. Recuerdo y la escucho mear en el baño. Un extraño componente de la noche, un curioso e incongruente flogisto, amplifica los sonidos. De día puede ser que sean apenas audibles, de noche son tormentas. Escucho cómo hace rodar el papel higiénico sobre el soporte. Tira de la cadena. Yo abro una lata, tranquilamente. Todo lo tranquilamente que puedo.

Porque le tengo miedo al ahora. Porque no quiero un beso. Y no lo quiero porque no sería nada bueno. Ahora mismo somos de plastilina. Yo hace tiempo que lo soy. Ahora cualquier cosa puede moldearnos, y me temo que un beso sería equivocarnos. Hacerlo mucho. Porque ahora mismo estamos construyendo el mañana. No es una frase retórica, hay momentos en los que es más fácil construir un mañana, momentos en que el carácter líquido domina. Construye un continente, y tendrás el contenido perfecto. Oigo los pasos, uno detrás de otro. Desnuda recorre la distancia física entre el baño y mi situación. Se acerca, me mira, sonríe. Debo recordar esa sonrisa, debo recordar porque olvidar es dilapidar el tiempo pasado. Debo recordar, pero no mucho, recordar demasiado sería el mismo error, sería cometer el mismo error de nuevo. Sería tornar el cuello boca arriba, someterme. Recordar es un error mientras los pasos se acercan más y más, y ya está frente a mí cuando acerca un seno a mis labios y yo me rindo.

Y lo beso.

2.

Prepararse para salir. Fuera. Para dar más y más vueltas. Meterse en la ducha de nuevo, al lugar en el que todo va a otra parte. A otra parte en la que es como si. A efectos prácticos. No lo hicieran en absoluto. Miro por la ventana antes del agua. Mis cristales están sucios. Abro la ventana. La calle es el lugar en el que todo sucede. A veces no sé si estoy a gusto detrás o si me escondo. En cualquier caso es hacerse demasiadas preguntas sobre nada.

Nunca he sabido demasiado de nada.

El día que L se fue estuvimos comiendo en casa de sus abuelos y yo me había pasado con el vino. Ya en el coche me dijo que le iba a pedir una barbaridad a su padre para su cumpleaños. Me dijo que ya que él no se iba a acordar, que al menos lo pagase. Yo le dije que ya estaba bastante mal que él comprase cariño con dinero como para encima ponérselo fácil. Ella se enfadó. Supongo que se sintió sucia. Cuando llegó a casa empezó a hacer las maletas.

Yo le dije que no podía soportar ver eso, cogí la bici y me fui a dar vueltas. Las vueltas me llevaron a casa de mi hermana. Allí me eché a llorar. Después hablamos por teléfono. Pensé que iba a volver. No lo hizo, al menos no del modo que yo esperaba. Tuvimos frecuentes escarceos durante un tiempo.

Seis meses después, un domingo, me llamó por teléfono. Me dijo que quería venir a verme. Yo le dije que estupendo, que estaba leyendo un libro, tomando un té. Era un buen tipo, por aquel entonces.

Abrí la puerta cuando sonó el timbre. La puerta la reconoció y gruñó de alegría en sus goznes. Me dijo que quería ponerse de rodillas en la puerta, pero había una niña en el portal. Yo dejé pasar el comentario. No quería formular la pregunta. No tenía ganas.

Ya en el sofá me dijo que pusiera una canción de Los Piratas que nos volvía locos desde que rompimos. Yo le dije que tenía ganas de tener la fiesta tranquila. Ella me dijo que ahora sí era el momento de poner esa canción.

No recuerdo si la besé o me besó, pero tal y como yo estaba por ese tiempo supongo que lo hizo ella. Yo jamás me hubiera atrevido. Mientras sonaba la canción con el repeat nos fuimos desnudando sobre el sofá y empezamos a abrazarnos y a llorar, con “te echaré de menos hoy” de fondo. Hasta que nos quedamos desnudos y empapados de lágrimas, ella susurrando “no llores, niño, no me voy a ir nunca, ya no me voy a ir nunca” y yo pensando dios dios dios dios cómo puede ser que esté pasando todo lo que tiene que suceder, cómo es posible que después de medio año ahora todo ahora todo ahora todo. Creo que hicimos el amor en el sofá, salados, temblorosos y vivos como si acabásemos de empezar a respirar ahora mismo.

Tenía esas palabras en medio de la cabeza, golpeando a ritmo constante, “no llores, niño, no me voy a ir nunca, ya no me voy a ir nunca”. Después reímos un buen rato, aliviados. Desde luego no era la primera vez que nos acostábamos desde que me dejó, pero sí era la primera con las cosas tan claras. Me dijo que quería arrodillarse en el dintel de la puerta para pedirme volver cuando apareció la niña. Que había estado todo el fin de semana escuchando canciones de Chaouen, de Paco Bello y mías. Todo el fin de semana pensando en mí, rota. Y por eso había venido a verme. A llenarme.

Creo que hicimos algo de cena, después. Hicimos el amor en el sofá-cama del salón mientras la tele hacía el tonto de fondo.

Pese a los seis meses, no notábamos fractura. Yo desde luego no. No había hecho más que vivir por ella durante todo ese tiempo. Cuando me crucé con ella en el pasillo era como si no se hubiera ido nunca.

De algún modo, en mi cabeza, nunca lo había hecho.

Cuando se durmió cogí una libreta y escribí algunos poemas que no sé si conservo. Yo miraba por la ventana y la miraba a ella y lloraba, con cuidado para que los hipos no fueran demasiado sonoros. No quería despertarla.

Había estado esperando este momento. Había estado temiendo que no se produjera nunca. No podía enfrentarme a eso. Por ello, cuando finalmente sucedió, toda la tensión desapareció y dejó paso a la indefensión que había estado recluída hasta este momento. Recuerdo que se movió en la cama y el edredón se desplazó hasta dejar entrever su seno. Me sentí el tipo más grande. El tipo más completo, el tipo más eterno, un tipo que no se iba a morir nunca mientras hiciera buen tiempo y ella siguiera con un seno medio velado en mi sofá-cama.

Después de un rato me metí en la cama con ella, sintiendo la tersura de su piel y la blandura del edredón. Le di un beso en la nuca, rodee su cintura con mi brazo. Olí su pelo y me dormí un par de horas.

Cuando despertamos se dio la vuelta y me miró.

Me miró con el crujido de algo roto. De cristales que se estrellan contra el suelo y se desperdigan por el parquet.

Todo había terminado.

De algún modo.

Como si ayer hubiéramos acabado la última reserva de cielo que aún nos quedaba.

Y ahora ya no quedase nada.

Lo primero que dijo fue “perdón”.

La acompañé al coche. Cuando entró, le sonreí al otro lado del cristal de la ventanilla. Sus ojos seguían llenos de cristales rotos.

Arrancó y se fue.

Conseguí arrastrarme hasta casa.

“No llores, niño, no me voy a ir nunca, ya no me voy a ir nunca”.

Busqué cervezas en la nevera y volví a poner la canción de Los Piratas. Con el repeat.

No sé el tiempo que ha pasado desde entonces. No lo tengo claro. Quizá cinco años.

Nunca tuve buena memoria para el aprendizaje.

Ahora me preparo para salir. En un rato me meteré en la ducha. Esta ventana por la que miro es la misma ventana por la que miré aquella noche. Pero qué diferente es el cristal. Qué diferente es todo. Me pregunto por qué aún tengo fuerzas para salir, para hacer nada. Es como si ya lo hubiera vivido todo. A veces siento que ya he vivido bastante. Que ya es suficiente. Que necesito una tregua. Que necesito dejar de dañarme. Que necesito que dejen de dañarme. Que ya no quiero más. Quiero un tratado, algún tipo de paz. Quiero alguien que me cuide.

O quiero empezar a cuidarme yo mismo.

3.

Ella estaba sentada, ¿me sigues?, bien. Estaba sentada en el suelo del salón, comiendo pipas de calabaza y diciendo ordinarieces sobre Bakunin que yo sopesaba con el rigor de un obseso sexual esperando arribar a puerto caliente y protegido de las corrientes de la soledad, ¿sabes? Sentada allí, como si tal cosa, como si mi mundo aislacionista y sin radiaciones evolutivas no estuviera sufriendo una convulsión cualitativa. Sentada allí como si mi puto suelo fuera el lugar más cómodo del mundo donde arrimarse a conversar. Ella hablaba y comentaba y yo predecía una hecatombe en honor a los dioses, un desbarre fenomenal a partes iguales de cerveza, pizza, tabaco y sexo. Como te lo cuento. No, no te sonrías, te juro que era así. Yo no sé qué coño había visto ella en mi maldita cara de borracho temprano o qué elucubraciones seguía estableciendo sobre mis cuatro canas y mi perilla pulcramente descuidada. Genial, ¿no? Te cuento: ella hablaba y hablaba y yo soltaba chascarrillos imaginativos que le hacían reír hasta el paroxismo, en una lidia desconocida en la que me sentía como pez en el agua. Yo asentía, escuchaba, fumaba como si no hubiera fumado nunca hasta entonces, me revolvía en el suelo, me dolía el culo horrores, pero lo callaba. Ella siempre golpeaba el cigarrillo contra la mesa antes de encenderlo, y yo te juro, créeme, que estaba preciosa golpeando cada uno y todos de aquellos cigarrillos contra la madera extraviada de la mesa, recogiendo suavemente el mechón díscolo de su cabello para someterlo al régimen inconstitucional (por lo perdido) de detrás de su oreja. Y como te lo cuento, tenía calor, no dejaba de tener calor, y el ligero jersey se fue y apareció, por arte de magia, tranquilamente reclinado en el respaldo de una silla. Y yo te aseguro que miraba el jersey cómodamente establecido en una nueva rutina existencial y sus hombros tan desnudos, tan asombrosamente desnudos que mis mejillas se enrojecieron. ¡Coño, tío, me ruboricé! Vamos a ver, tío, nunca se puede decir que en exceso pero te aseguro que estoy harto de ver hombros descubiertos, desprotegidos, cercanos, nexos o promesa. Te aseguro que no es eso, te aseguro que de repente el obseso se retiró y entró en escena el tipo que soy yo, sea este quien sea, y se encontró a la tipa, preciosa desde todo ángulo o demarcación visual, diciendo ordinarieces sobre Bakunin en sinergia vital con mis cuatro canas y mi perilla pulcramente descuidada, te juro que se lo encontró de repente y… joder, tronco, no te rías de mí… te juro que fue así, ¿sabes lo que quiero decir? Yo no estaba porque estaba el obseso sexual y de repente el obseso se fue y me dio entrada al escenario y mientras él, el muy cabrón, podía soportar las ordinarieces sin sentido porque sólo quería follar, yo de repente me encontré todo de frente y la tipa preciosa seguía hablando, sentada en el suelo y golpeando cigarrillo tras cigarrillo contra la mesa y me entró un ansia irrefrenable, no, no es broma, me entró un ansia irrefrenable de decirle que no, que no era así, que todo lo que decía eran sandeces, que la cosa va por otro lado, que tenía tiempo y si me lo permitía le iba a intentar explicar mi idea informada del asunto. Y me pregunto qué coño me importa a mí Bakunin, en qué parte de toda su maldita ideología o en qué palabra de su propia fraseología me iba a mí la vida, o por qué este repentino interés de defender su memoria cuando, no lo olvides, estaba en juego la hecatombe, la satisfacción de los dioses, la pizza, el tabaco, la cerveza y, yo no lo olvido, el sexo. Y ella hablando sin parar y golpeando la mesa como el tic-tac de un reloj de unidad temporal siete minutos, y yo con mi ansia que iba tomando puestos claves dentro de mi unidad cerebral, habiendo sometido ya la corteza con todos sus pliegues y todos los lóbulos posibles y todas las zonas excepto el hipotálamo, el más interesado en follar a discrección, sin importar a qué o hacia qué o el qué, simplemente. Y cómo te cuento que en la democracia de mi sistema nervioso central, con el único voto en contra del hipotálamo, mi boca empezó a hablar como siempre, tú sabes mejor que nadie, a bocajarro y sin lindezas. Y cómo te cuento que su gesto empezó a deformarse, su boca a retorcerse, su nariz a fruncirse, su frente construyó mohínos constantes, su mechón díscolo entró en barrena haciendo la revolución hasta que el conjunto la hizo parecer una curiosa caricatura de sí misma que escuchaba, que dejó de fumar, de golpear la mesa. Oye, tío, deja de escojonarte, te estoy contando, todo esto me jode, joder, me jode, ostias. Y su cara cada vez más deformada dio paso a un nuevo estado funcional de cosas y el jersey volvió a tapar sus hombros. Joder, tío, de repente tenía frío, yo con la calefacción al máximo para rentabilizar la situación y ella tenía frío, qué ostias, la temperatura debía ser de noventa y ocho grados centígrados, más o menos y según el termómetro utilizado. Y cinco minutos después, con Bakunin salvado de la ignominia y sin haber acabado aún mi perorata o intervención expositiva, la estaba despidiendo en la puerta con un par de besos mejillosos y un nos vemos. Y cuando al obseso sexual le dio por volver a su sitio, al sitio que había desatendido sólo un mísero cuarto de hora, lo único que pudo hacer fue masturbarse pensando que quizá el hijoputa de Bakunin tenía una novia rubia y de largas piernas que hasta haciendo calceta podía parecer el culmen humano de la atracción sexual, y pensando en ella mientras trajinaba en sus-mis gónadas le dibujó al muy cabrón de Bakunin unos cuernos desaforados en los que rumiar una venganza torpe, débil y mal dirigida. Como te lo cuento. O paras de reírte o te echo de aquí a la puta calle.

4.

Justo antes de coger la puerta para salir me llamaron al teléfono. Todo el cuerpo me pedía no cogerlo, me ofrecía vales-descuento si no lo hacía. Me juraba que durante algún tiempo podría comer porquerías todos los días sin engordar. Incluso todo el tiempo que quisiera. Pero miré la pantalla. Era Lisa. La calma. Me dijo que quería venir a casa. Le dije que de acuerdo. Qué iba a hacer más que prepararme para una noche Toño. Toño y Lisa. Lisa y Toño. Yo había pasado por todo esto. No sabía qué hacia falta. Pero tenía más o menos claro qué no.

El tiempo es un maestro en el arte de eliminar lo trivial, decía un gran tipo. Me pregunto por qué nos cuesta tanto llevarlo a la práctica.

Estaba abriendo una cerveza cuando llamó. Abrí y entro, rodeada de su halo de paz. Preciosa. Frágil. Herida.

Sentí ganas de pedirle que se fuera. Ya se había escrito todo lo que podía suceder allí.

Porque las cosas son así, por mucha calma que tengas.

Porque lo peor que podemos sentir es la ausencia. La supervivencia del otro sin nosotros. Versos recónditos que escriben sin nosotros. Lo peor que podemos sentir es que la vida sigue para el otro.

No hay nada que duela más. No te especialices en métodos de tortura. No te compres alicates ni pinzas ni ganchos. Controla eso: que el otro siga viviendo sin nosotros. Ahí arruinarás a una persona hasta reducirla a escoria. No hay orgullo que valga, el orgullo sólo sirve para construirse un maniquí decente que se relacione con los demás sin que se den cuenta de que estamos bien jodidos.

“Yo quiero que el otro sea feliz”.

Claro, pero no ahora. No todavía.

No hay nada peor que el olvido.

Nada.

“Aún no he encontrado herida para este cuchillo”.

Entonces aún no has buscado lo suficiente.

“Eso son estupideces”.

Entonces tienes suerte. Aún no has pasado por ello.

5.

Ella se miraba en el espejo mientras yo acababa una cerveza.

Ella tenía la felicidad de mi noche en sus manos, y lo sabía, tenía todas las bazas, yo sólo podía mirar.

En el fragor de la batalla sus manos serán mis ojos y verán en mí lo que yo no veo, y en el fragor de la batalla yo seré su contrapunto y haré de ojos visibles una realidad inaprensible.

En mitad de alguna parte mientras se desnuda delante de mí y promete vida.

Vida en este segundo que fenece y deja de ser y en este otro que recoge sus huellas en mi piel. Las huellas en la piel que no son necesarias para nada pero importantes para todo.

Y en medio de la habitación sus bragas recogen el placer doliente de su condenada realidad que en breve será podredumbre y cieno camino del desagüe.

Y yo me debato entre el yo que ahora es yo y el que será mañana, y me pregunto si tan fácil la podredumbre es vida y la vida podredumbre, y si estamos condenados a coger lo que viene porque después de venir se degrada.

Si hoy te beso en esta realidad de lápices de carmín antes de que los labios sean piel y carne muerta y mis ojos ya no te vean porque habrán perdido su carácter acuoso. Y me pregunto si me sigue gustando esta realidad que se rompe, que se fractura, que se fragmenta, dúctil, maleable, efímera, promesa que no dura, manifiesto que se ausenta.

Y me pregunto, como todos antes y después de mí, que si este es el cielo no deberíamos quizá echar un vistazo rápido al otro lado, por si acaso, por si allí han revisado los postulados y es más fácil hacer comprensible un día a día que remolonea sobre sus propias ruinas.

Ruinas de templos que se han erigido sobre todos, sobre ti o sobre mí en uno u otro momento. Risas, grandes risas, enormes abrazos, dolientes percepciones que se arrullan las unas a las otras sobre su propia derrota mientras aún suceden, mientras aún son patentes e inmediatas a la espera de un segundo después en el que todo será nada.

6.

Abro una cerveza para Lisa. Está rota. Eso es más que evidente. Me gustaría decirle que nada es fácil, pero que todo se suaviza con el tiempo. Pero para eso tendría que saber hablar. Me gustaría dejar de decir estupideces, pero no hago más que intentar hacerle sonreír. De algún modo. Es imposible. Pero eso ya lo sé.

Me gustaría salir de aquí.

Todo sigue estando demasiado cerca.

No sé si puedo arriesgarme a recordar.

No sé si puedo apagar la antena. Nunca he podido.

Sé que ella ya sabe que yo ya he escuchado lo que tiene que decir. Pero no puede hacer otra cosa más que hablar. Eso también lo sé.

Ya he hablado de que a veces nos hace falta un tiempo muerto.

Pero todo se empeña en seguir sucediendo, en no darnos quince minutos de descanso.

No es muy complicado lo que sigue. No es nada complicado. Habló y habló, cada vez más rota. Mañana se sentirá mejor, pero desde luego no hoy. No en medio de todo esto. Yo me acerco para abrazarla.

Serán los muertos los que consuelen a los vivos.

Porque yo estoy muerto. Llevo muerto bastante tiempo. Hace tiempo que no respiro, que no tengo ojos ni oídos en el sentido físico del término.

Yo estoy ya muerto. Ya he dejado de estar por aquí.

Pero te veo.

Puedo verte.

Sé cómo estás, te comprendo.

Conozco este ritual. Este rememorar lo sido. Para que rememorando al menos quede algo. Cuando nada queda siempre resta el recuerdo. El recuerdo mantiene la vida en las cosas cuando las cosas ya han dejado de ser. Si lloras, lloras por algo. De algún modo, ese algo aún existe mientras lloras.

He pasado por esto algunas veces.

“No llores, mi niño, no llores”.

Etcétera, etcétera.

No ofrezco resistencia cuando tus labios besan los míos. En cualquier caso, no están besándome a mí.

Desde luego que no. Están besando a Toño.

Pero Toño no está por aquí.

Soy un Toño de saldo.

Por eso besas los míos.

Besas con fuerza.

Tanta que haces que recuerde.

Si era lo que querías, ahora ya estamos llorando los dos.

Ahora sí que no habrá modo de parar esto.

7.

Me como el revuelto intentando no pensar en nada. Y llamo a Yuka. Sé que no es justo, que no es justo en modo alguno, pero cuando entra por la puerta la espero desnudo y la desnudo a ella, y llevo nuestros cuerpos a la cama y me da igual dónde están las almas, y apoyo mi oreja contra su vientre de niña de veintiún años y lloro, porque soy un llorón, porque soy un puto llorón que no sabe dónde está ni por qué suceden las cosas que suceden, y no quiero hablar, y no hablo, y no escucho, sólo pliego mi oreja en la tersura de su vientre y lloro como un hijo de puta mientras ella me acaricia la cabeza, mi cabeza rapada de gordo de mierda que está llorando como un niño grande, con síndrome de Weaver, y ella no dice nada y yo le estoy sumamente agradecido mientras dice “no pasa nada, tranquilo, no pasa nada, duérmete” y ella tiene veintiún años y siempre pienso que se ha reencarnado, que no es normal tanta calma zen en un alma novata. Y me entran ganas de hablar, de repente, y empiezo a decirle, a ella, lo que echo de menos a quien no se lo merece de ningún modo, y le digo cuanto amo a quien no está, y todos los detalles puntuales sin los que no sé vivir, y Yuka sólo me acaricia la cabeza y me dice “no pasa nada, niño, tranquilo, no pasa nada, no dejes que nada quede dentro”, y yo sigo lacerando a los vivos contando que no puedo vivir, que no puedo seguir, que sin ella no tiene sentido nada, que ni siquiera Yuka tiene sentido, y me siento mal por estar haciendo lo que estoy haciendo pero tengo mis propias peleas con la realidad, y no quiero estar solo ahora que recuerdo tantas cosas, no puedo estar solo ahora, y por eso me da todo igual y me estoy rompiendo en quien no debería ser playa confortable, amiga, y a ella supongo que no le importa porque sólo quiere verme bien, y eso me jode, porque yo no salgo de esta espiral de destroces en la que me metió una ruptura sin sentido, una locura sin cordura, un cuerno sin relleno de chocolate, una bici sin eje del pedalier, y rompo a llorar en un vientre amigo que recoge mis lágrimas en el hueco del ombligo, y me paso la vida llorando porque ya no sé olvidar, se me olvidó olvidar, transgredí el punto de no retorno, y hay umbrales en los que el amor es veneno, veneno puro, y ella debe saberlo de algún modo mientras acaricia mi cabeza y dice “tranquilo, niño, échalo todo, no pasa nada”, y todo sería mejor, y todo andaría más derecho, y yo me sentiría mejor, mucho mejor, mucho más feliz si ella no dijera al final… y mi cabeza ondula bajo sus dedos que son de fresa, de limón, de todos los sabores, y ella está ahí, y yo se lo agradezco pero no es ella, creo que no, creo que no es ella quien debería estar… y me confundo, pero tengo al menos el suficiente respeto como para no ponerle un fondo azul, un fondo de esos sobre los que puedes colocar cualquier cosa, tengo la decencia y la humanidad suficiente como para no poner la otra cara sobre la suya, como para no superponer, cambiar la carátula del móvil, no le pongo la carátula de la cara que yo quiero ver sobre la suya propia, me cuesta, pero aún soy algo meticuloso con el respeto, la estoy viendo a ella, y todo sería mejor, y todo andaría más derecho, y yo me sentiría mejor, mucho mejor, mucho más feliz si ella no dijera al final…y me calmo, sólo tengo golpes de llanto, ya no es continuo, ya no grito, ya no gimo, me coloco en posición fetal por puro instinto, dejo de lado su vientre amigo, su ombligo playa y ella sigue liada con mi cabeza rapada hasta que deja la cama. Y yo pienso que se va a ir para siempre, que me va a abandonar para siempre, que es lo que debería hacer, y pienso que estoy solo, y me siento solo, y me siento jodidamente solo y no sé dónde meterme en mi postura fetal de niño con síndrome de Weaver, pero ella vuelve, ella siempre vuelve, ella siempre está, y vuelve con un par de copas y me hace tragar las dos, entre hipos y golpes de llanto, y va a por dos más y me las hace tragar, y me deja mi tiempo, y me abraza, desnuda, rozando el vello de su sexo contra mis piernas, la tersura de su sexo contra mi cuerpo fofo, agotado, derrotado, y yo la miro con los ojos rojos y no sé cómo decir gracias, porque no sé cómo agradecer esto, porque no sé nada, que es la pura realidad, no tengo ni idea de nada, y ella susurra “tranquilo, niño, no pasa nada, déjalo estar, no pasa nada, saca todo fuera, que no quede nada nadita dentro”, y estoy borracho y pleno, y hundido y grande, y destrozado y con ella y sigo hablando de lo que echo de menos, de lo que me destroza, se apagó el fogón, no funciona nada, sigo hablando de quien no lo merece con ella, y cuento cosas que ni siquiera a mí mismo me cuento, para no joderlo todo, y le cuento cosas que ni siquiera a mí mismo me cuento, para no recorrer de nuevo hacia abajo la espiral de carne y lágrimas que se debate en mi puta alma destrozada y ella lo entiende, y no deja de susurrar “tranquilo, niño, tranquilo” y no quiero que diga otra cosa, sólo así se me entiende, gordo cabrón rapado de mierda que busca consuelo en los vivos, lacerando a los vivos, hendiendo la garra de la guadaña en los que aún viven, y todo sería mejor, y todo andaría más derecho, y yo me sentiría mejor, mucho mejor, mucho más feliz si ella no añadiera entre susurros, al final, un “te quiero” tímido, consciente de que está completamente fuera de lugar.

8.

La misma ventana. La misma está viendo todo esto. Testigo mudo que nos observa. Todo se impregna de algún modo antes de desaparecer. Hacemos cosas. Nos vestimos, comemos. Nos duchamos. Vamos al trabajo. Eso es un hecho. Pero eso no tiene nada que ver con nuestras vidas. Mentimos a nuestros amigos para no sobrecargarles, y les contamos lo que nos/les conviene. Pero eso no quiere decir que estemos contando lo que sucede. Desde luego que no.

Tú (¿qué tú eres ya?) te has quedado dormida. Como aquella vez, y como tantas antes de que te fueras. Pero espera, tú no eres esa tú, eso fue en otro momento del ángulo. Quizá como N, noches y noches durante cuatro años mirando por esta ventana, encendiendo un cigarro. No, tampoco eres esa tú. Quizá fue con Maku, mirando de nuevo a través de la misma ventana, con un Chesterfield. Tampoco. Tampoco eres esa tú.

No sé qué tú eres ya.

Asomo la cabeza hacia fuera. Me he destrozado tantas veces, me he recompuesto tantas, que no tengo ni idea de quién habla cuando hablo. No sé quién soy. He sido tantos, todos los que he sido hablan. Todos han terminado mal, bastante mal. Todos han tenido destinos parecidos. Parece evidente que hay que responsabilizarse un poquito, visto lo visto. He hecho el amor los inviernos, las primaveras, los veranos, los otoños. Ellas no fueron muchas. Yo sí lo fui. No tengo mucha culpa, todas y cada una de las veces supliqué un descanso a las cosas que suceden. Pero nunca lo tuve.

Te miro dormir. De nuevo al moverte el edredón se desplaza y deja entrever uno de tus senos. Pero no debo decir “de nuevo”, porque no es cierto. No es lo mismo y no eres la misma. No comprendo. No puedo comprender. Intento hacerlo, lo juro, pero no puedo. Tengo ganas de aferrar tu seno. De decirle que se quede como está, que se quede quieto. Para siempre.

He sobrevivido bastantes veces al otro sobreviviendo. A veces fui yo ese otro. Ya vale. Ya es bastante.

Te despierto.

Y entonces es cuando tú me dices “gracias”, y yo te respondo que sería más racional que me dijeras cerdo. Después sirvo unas cervezas.

9.

Como las cosas que suceden y se van sin despedirse y luego. Y luego dentro de todo el dentro del todo. Y luego siempre nada. Y después te preguntas, con Hierro, que sonrisas substituyeron a las lágrimas, qué sonrisa tiene esa fuerza, si substituyeron las palmeras a los abetos. Que sonrisa tiene la fuerza para arrancar las lágrimas de su sitio, condenarlas al olvido, y colocarse en su lugar. He salido a montar en bici. Me ha gustado reventarme subiendo cuestas, ahogarme, notar todos los músculos a punto de llamar a un colega para una ración extra de azúcar. He estado en este sitio. Conozco este lugar. Por aquí anduve hace algún tiempo. No, espera, no es el mismo sitio. Aunque todo se comporte del mismo modo. Me tiro al suelo, con la rueda trasera dando vueltas y yo rodando hasta quedar boca arriba, sin oxígeno.

Abriendo la boca compulsivamente como los peces mientras los pulmones duelen.

No puedo levantarme, estoy intentando recuperarme. Me he pasado en esta última cuesta. La garganta no puede ensancharse más. No cabe más aire. Es un artificio, claro. Es una metáfora. Quiero verme en esta metáfora.

Quiero saber si aún quiero seguir viviendo.

Si soy capaz de absorber, de extraer del aire lo que necesito. Si todavía tengo la fuerza de inhalar al límite de lo posible. Si me merece la pena el esfuerzo. Si aún quiero obligar al aire a entrar.

Al rato me recupero.

Ahora viene el verdadero reto.

Bajar la cuesta.

Saber si aún tengo interés en usar los frenos.

10.

El domingo empezó diferente, era normal. Era de suponer. No se puede estar confundido para siempre. Es así. Cuando volví con el café y las tostadas al sofá-cama tú te tapabas el torso con el edredón.

Si hubiera tardado un par de minutos más, o si tú te hubieras despertado un par de minutos antes, te habrías vestido.

Bueno, te digo, tengo que ir un momento al baño, ahora vuelvo.

Darte tiempo.

Cuando vuelvo estás vestida.

Más relajada.

11.

El sexo se fue espaciando con N. No creo que nadie hiciera lo que no debía. Simplemente se te agotó la necesidad de explorar los límites. El en sexo te dejabas llevar. Nunca te ha gustado dejarte llevar, después de ese pequeño espejismo de intentar romper los escudos te retiraste aún más dentro, dentro de ellos. Seguíamos en caída libre, como todos los vivos, pero nos limitábamos a permanecer el uno al lado del otro. Empecé a buscar espacios, restringí los martes, después los jueves. Después dejé de salir algunos viernes.

No tengo ningún problema con las charlas rutinarias de lo que fue la semana. De cuando en cuando tranquilizan, siempre socializan. Pero cuando has estado dentro de la cabeza de alguien es muy insatisfactorio limitarse a eso. Tópicos. Lugares comunes. Sin ánimo de ofender, estupideces. Buscaba mis espacios para enriquecer la vida, aunque no me daba demasiada cuenta. El tiempo contigo era tiempo perdido. Me sentía bien, eso es cierto. Pero no crecí ni un solo milímetro. Deje de sentirme vivo para sentirme cómodo.

Claro, no podía darme cuenta de eso. Lo tenía bloqueado.

Si lo hubiera hecho no hubiera sido tan larga la agonía.

El sexo se fue espaciando con L. No creo que nadie hiciera lo que no debía. Simplemente L ya estaba en otra parte. Ella había soltado las manos, yo no me di cuenta. No siempre. A ratos. Pero no quería verlo. Prefería tenerla a medias al lado que no tenerla en absoluto. Yo pensé que estaba en la ducha o haciendo la cena, pero no estaba allí. Allí ya estaba sólo yo.

No importa que luego volviera de cuando en cuando, siempre hace falta un remanso. Volver a casa para coger fuerzas. Me di cuenta desde el principio de que siempre fue sólo eso.

Pero cuando es lo que hay y quieres, es mucho más que nada. Al día siguiente los cuchillos especialmente afilados se guardaban justo entre mis costillas. Aún así no importaba demasiado. Repito: era más que nada.

Esa absurda nada que se instaló en su lado de la cama cuando ella se fue. La nada nunca fue una compañía recomendable.

En un cálculo racional seguramente hice el gilipollas.

Pero el tipo racional se hubiera quedado sin todo eso. Se habría perdido el dolor, pero también la felicidad racheada.

Y lo más importante, se hubiera quedado sin saber nada de ella.

Yo nunca quise dejar a N. Excepto racionalmente, claro. La comodidad y el amor son cosas que, cuando se juntan, conforman un poderoso argumento.

Tampoco quise dejar de saber de ella. Pero el amor no entiende de razones. Le da igual que se sepa que algo no funciona. Cuando quiere, quiere. Y no se puede hacer demasiado al respecto. El amor es como un niño pequeño, a veces para que deje de obsesionarse por algo sólo es necesario quitárselo del medio.

Y dejar pasar el tiempo, dejarle llorar con el dedo en la boca mirando a un infinito imposible.

  1. El desayuno fue tenso, por supuesto. Se despertó sin muro de calma, y lo fue creando poco a poco.

No es un buen momento para la calma.

En situaciones como ésta es difícil ubicarse.

Siempre me ha sido fácil poner las cosas fáciles.

Me inventé un compromiso y te ofrecí quedarte en mi casa hasta que volviera.

Evidentemente, declinaste.

Te despedí en la puerta, apoyado en el dintel. Sabiendo que era una buena idea que te fueras.

Pero preocupado porque te fueras.

No es bueno que la gente con calma salga al mundo sin ella.

Me pasé el resto del domingo buscando oxígeno en la ventana y cambiando de canal de espaldas al televisor.

Después cogí la guitarra y estuve buscando acordes que supieran contar vidas felices.

No encontré muchos. En cualquier caso, dudo que hubiera sido capaz de encontrar los suficientes.

Demonios.

[…] en vano consultamos los escritos de los hombres cultos y rastreamos las oscuras huellas de la antigüedad; sólo necesitamos descorrer el velo de las palabras para contemplar el bellísimo árbol del conocimiento, cuyo fruto es excelente y está al alcance de nuestra mano.
Tratado sobre los principios del conocimiento humano. George Berkeley.

1.

La semana no duró mucho. Más o menos hasta el viernes. Un par de llamadas de Toño. Conversación pendiente que no sé por dónde afrontar. Un par de llamadas de Lisa, fría, distante, rezagada, a la espera. Una llamada el jueves de Yuka, para confirmar la clase del sábado. Confirmado, claro. Un poco más de caos no está de más.

Kike era un buen tipo, un tipo raro. Un tipo verdaderamente desenfrenado. Compañero de la facultad. Espero que con el tiempo haya racionalizado su teoría del Kombate. No sirve de mucho, pero al menos fabrica asideros artificiales que nunca se sabe cuándo van a hacer falta. Lo sublime sería que la hubiera metabolizado. Jueves noche con orujo y el colombiano. Otro arrastrado desde los tiempos de la facultad. Sigue con sus mismas gafas John Lennon, y con su fijación con Bryce Echenique. Ya que esto no tiene sentido, sobrios o ebrios, me dice, vamos a divertirnos un rato. Kike arrasaba con todo, no le importaba estar en oficios sentimentales en los que otro hubiera estado antes.

Por aquel entonces dolía.

Con el tiempo he comprobado que siempre tuvo razón. Al menos en eso. El colombiano me habla de “La vida exagerada de Martín Romaña” y no puedo dejar de estar de acuerdo con él.

Claro, tío, es grande.

Es un relato extenso de un modo de ver las cosas.

Pero… si tienes tu propio modo de ver las cosas… es demasiado descriptivo. En torno a eso. Si tienes un modo propio de ver las cosas no emociona tanto. Si tienes un modo propio de ver las cosas no es tan cómico. Es bien jodido, de hecho. Es un “Ulisses” más humano, más cercano, igualmente técnico, pero de un modo más cercano. Me dice que tiene calor y que quiere meter la cabeza en el acuario. Quito cables, retiro la tapa, desenchufo el filtro y el calentador. Le digo adelante.

Los peces huyen al fondo mientras él se quita las gafas, las deja en la mesa, y mete la cabeza. La saca. Se peina hacia atrás.

Los peces, en el fondo, esperan a que vuelva a colocar el filtro, el calentador, la tapa. Han aprendido. Por reiteración.

Quizá haga eso cinco o seis veces a lo largo de la noche.

El colombiano tiene más o menos cuarenta y tantos y no folla demasiado, pero le gusta pensar que sí lo hace. Sus relatos delirantes sobre extrañas y ocasionales compañeras de almohada se intercalan con más y más Echenique.

Kike te pedía pasta a mitad de la noche, y tú se la dabas. Cuando todo el mundo estaba arruinado, sacaba su propia pasta del bolsillo, y te invitaba a una cerveza, sin suficiencia, de modo casual, sin darle demasiada importancia.

Cuando pudo dormir en mi casa no lo hizo porque yo no tenía casa. En el intercambiador de Plaza Castilla cogíamos autobuses diferentes. Sentados en un banco siempre decía lo mismo. Estamos vivos. Creo que estamos vivos.

Yo no estoy seguro.

Hazme caso, lo estamos.

2.

Lisa vino el viernes por la noche. Llamó antes. Pidió audiencia. Yo se la concedí más que nada para ver por dónde iba el asunto. A Toño le dejé de lado, porque no sabía qué decirle. Vale decir: le dejé de lado porque tenía muy claro qué decirle. Las botellas de orujo sobre la mesa, los vasos sucios, los ceniceros repletos. Restos del rescate imposible de la noche con el colombiano.

Ecos de guerras menores.

El responsable de atrezzo va a perder el puesto. Yo me ocupo de ello.

Entra a mi desastre personal con su muro de calma. Ella lo acepta todo. Quita una chaqueta del sofá, la dobla correctamente, la deposita en una silla y se sienta.

Realmente no quiero ver más. Vuelve a estar colocada, en el sentido despreciable del término.

Esto es: en su sitio.

No voy a verla. No voy a ver su cara.

Ha interpuesto un maniquí entre ella y yo.

Aún así, me puede la curiosidad.

Sé cómo se comban todos y cada uno de sus filamentos.

Me gustaría saber qué se dice en una situación así.

¿Quieres una cerveza?

Prefiero un refresco, algo sin alcohol.

No has venido al lugar indicado.

No sé si te das cuenta de que todo lo que haces es una impostura, una parodia de ti mismo.

Dudo que puedas decirme algo de mí que no sepa.

Entonces… ¿por qué?

¿Por qué no?

3.

Kike se fue despacio hasta desaparecer, aunque no era su estilo. Él quería haberse ido mucho antes, pero no pudo. Y no pudo porque aunque vendido yo siempre estuve. Sí, durante un tiempo estuve vendido.

Durante un tipo tuve suerte.

La victoria está sobrevalorada. Es un asunto temporal. Al final, lo natural es perder. Al fin y al cabo, el rubicón final es perder. Del modo más definitivo. Más nos valdría acostumbrarnos a perder. Hacerlo ahora, como terapia.

Durante un tiempo tuve suerte, lo que no es sino decir que durante un tipo estuve ganando. Pero al final, lo natural es perder.

Julio Cesar tuvo la opción de escoger. Pero en nuestro caso no es tan voluntario.

En el paso definitivo lo perdemos todo, y aún así damos el paso.

Aunque le quita mérito el que no podamos decidirlo ni evitarlo, claro.

Entonces, aunque tuve suerte, no supe disfrutarlo.

No sabía qué era lo que tenía entre manos.

Pensaba que ese era el trasunto de estar vivo.

No podía estar más equivocado.

Kike me estuvo vigilando todo el tiempo, pensando que yo me daría cuenta.

Pero no era posible entonces. Yo tenía la mayor de las felicidades posibles. Y no iba a desaparecer jamás.

Quedamos por última vez L, Kike y yo en una cafetería. Nos tomamos unas cervezas. Mantuvimos el ritmo aunque no había nada que decir.

Ese fue el último día que le vi. Me dejó estar. El día que todo acabó y comprendí que sólo había estado en racha durante un tiempo, no tenía ningún teléfono al que llamar.

4.

Le acerqué un vaso diciéndole que era agua del grifo y le enseñé mis cicatrices del pecho sin venir a cuento. Como si le fueran a aclarar algo. Yo pensaba que no, pero lo hicieron. Una semana sin saber de Toño y su escudo era más fuerte aún para gente normal. Para gente normal. Para sucesos en lata. Para días que se largan sin tener nada que decir luego. Para todo eso estaba cubierta. En todo eso era más fuerte que nunca: inexpugnable.

El orujo es transparente. Si he de acordarme de todo, por favor, pido un poco de orujo. Pido el comodín de estoy borracho. Borracho puedo llorar, puedo reír. El orujo es transparente. Me pidió agua y le serví orujo.

El orujo es transparente, pero apesta.

Se lo tomó como si fuera agua.

Porque, definitivamente, quería tomárselo.

Quería escapar de ella misma y sola no sabía cómo.

Yo tampoco podía prefabricarle una salida.

Pero la estaba esperando precisamente en la única salida, con un ramo de desastres con un leve olor a orquídea.

Sólo podía darle mi cuerpo, mi aliento, el no saber cómo pero estar, el tener qué pero dejarlo para luego.

No había ningún signo que rescatar. Palabras más, palabras menos, estábamos jodidos. Pero no era el momento de pararse a pensar en ello. Nunca es un buen momento para eso.

5.

Hablar para qué, me pregunto. Me lo pregunto mientras vuelves a besarme como si fuera un Toño de guardia. Pero ahora no hay Toño. Ahora no me estás disfrazando. No te quedan excusas, las has agotado todas. No digo que me quieras a mí, nada más lejos de la irrealidad.

Pero sí quieres esto.

De algún modo, quieres esto.

Me tiemblan las piernas mientras sé que lo quieres.

Es como volver a ganar.

Es más, es como no haber perdido nunca.

6.

Yuka apareció sobre las diez de la mañana, con una guitarra española en una funda de cuadros y una bolsa con cuatro litros de cerveza. Yuka se llama Susana, pero todo el mundo la llama Yuka, algo relacionado con sus padres. La niña de la casa. La pequeña refracción de la luz de sus ancestros.

Las primeras clases rara vez son productivas. Dibujo los acordes en una hoja, y escribo cómo van cuatro o cinco canciones sencillas. Le indico qué dedos tienen que ir en qué sitios. No se puede hacer mucho más cuando el otro no tiene ni idea. Explico un poco el ritmo de la mano derecha. Siempre digo que, al final, esta mano se independiza de nosotros y hace el ritmo que más se adecúa a lo que estás tocando, porque al principio siempre les parece impensable coordinar la izquierda y la derecha. Plan semanal, con más o menos media hora de práctica al día, tocar hasta que los dedos vayan solos a su sitio.

7.

He visto tipos duros como el acero partidos por la mitad por una racha de viento.

Tipos duros, tipos que te mandarían a doscientos kilómetros usando sólo el meñique.

Tipos rudos, inflexibles, enormes.

Partidos por la mitad por una racha de viento.

8.

Hablar para qué, hablar para nada. Sentarse con N en esa cafetería, con el fútbol de fondo, tomando cervezas mientras tú tomas cola light. Ese no es un buen comienzo. Si tomas cola no vamos a llegar a buen puerto. No voy a entrar en tu cabeza, no vas a entrar en la mía. Nos miraremos, haremos el paripé un rato. Después pensaremos que hemos hablado. Pero será mentira.

Hablar para qué. Para decirte que lo que me gustaría es que pensases que tengo razón, y actuases en consecuencia. Para qué hablar sino para eso en este caso. Para qué. Pero eso es lo único que no te digo, porque si te lo digo te perderé para siempre. A ti y a tu orgullo. Si no lo hago también te perderé para siempre.

Pero de una forma mucho más educada.

Te prometo que nos veremos por ahí. Iremos juntos a dar una vuelta, quedaremos con tus amigos. Nos reiremos. Estaremos tranquilos y contentos. Pero nos habremos perdido para siempre. Todas esas noches, todos esos días, todas esas mañanas viendo tu cara en mi almohada, se habrán evaporado haga lo que haga desde hoy y para siempre. Menuda responsabilidad. Es mejor asumirlo. Pero si lo asumo qué coño hago tomando una cerveza contigo mientras tú le pegas duro a la coca light. Si lo asumo y pienso que la mitad de ti no va a existir de ahora en adelante, dime qué hago viendo la parte de ti que está bien que vea. Cómo supero la otra parte. Cómo me deshago de ella. A qué río tiro el cadáver, amiga mía. Cómo le pongo cemento en los pies.

La vida, por más que lo justifique, a veces es una mierda.

Verdades de salón. Compartiremos verdades de salón. No es justo. No es justo llegar a eso. No es justo que sólo quede eso. No es justa esta primera hora en esta cafetería estúpida. No es justo verte como si jamás hubiera estado al otro lado de tus bragas. Es conformarse con poco. Es conformarse con nada.

Tampoco es justa la conversación después de la primera hora, pero al menos es más honesta.

Me estás llevando a un lugar que no quiero ir. Tú tampoco quieres, pero eres ciega, no eres capaz de ver otra cosa.

Me estás llevando a no volver a verte jamás.

Despierta. Por favor, despierta.

Por favor.

No soy capaz de encender más luces de advertencia.

9.

Acostarse es como ganar algo. Pero no dura mucho. Después te encuentras en la ducha con la podredumbre de otra persona en tu bello púbico y te preguntas cómo y por qué has vuelto a dejar que todo sucediera marcando sus propios ritmos. Por qué ahora. Por qué así. Por qué de este modo tan estúpido. Lisa espera fuera. Se estará fumando un cigarro, o reconstruyendo su paz, o dibujando un horizonte en lontananza cuando no existe lápiz capaz de dibujar eso. Y no lo hay, joder, no lo hay. Confórmate con que nos miremos a la cara un rato. Es más de lo que mucha gente puede decir. Es mucho más.

Tipos duros como el acero, lo juro, partidos por la mitad por una racha de viento estúpida, pero inapelable, apodíctica.

Tipos duros, tan duros que pensaron que eran más fuertes que las cosas, que la vida. Ese sí que es un pensamiento completamente imbécil. La vida puede partirte sin darse cuenta. Por error, como consecuencia de otra cosa.

Sin ser consciente de ello, ni siquiera a su nivel.

No hay nadie tan duro como para soportar el golpe. Sólo si eres capaz de doblegarte seguirás viviendo. Si eres como el acero, te reventará. No sé qué grandeza debo encontrar en eso. En ninguna de ambas cosas. Vivir doblegado, morir de acero.

Un Toño de turno debe seguir siendo un Toño de turno, me digo mientras juego con el jabón en mi bello púbico ensortijado, eliminándote. Deshaciéndome de las cosas que quiero que sigan existiendo, pero lejos, de un modo tal que sea exactamente como si no lo hicieran en absoluto. Como si yo fuera tan fuerte como para marcar mis ritmos. Como si fuera tan débil como para doblegarme. Como si pudiera cogerte y pensar que no estoy roto mientras te hablo. Como si no fuera un juguete roto que intenta seguir siendo el mismo de antes de estropearse. Reírse. Como si por un segundo no estuviera condenado a dar tumbos. Como si no hubiera perdido tanto, como si no hubiera ganado más, como si todo fuera perder o ganar, como si todo fuera seguir existiendo a toda costa, como si no hubiera dejado tanto por el camino que no me queda nada, como si no hubiera ido acogiendo tanto en mis costados que aun cupiera por las puertas sin entrar de lado.

Me gustaría coger a uno de esos tipos que tienen las cosas tan claras y golpearle. Sin ningún sentido, darle ostias en la boca hasta hacerle sangrar. Hacerle saltar un par de dientes, morderle el carrillo hasta quedarme con el trozo, dejando el hueco. Destrozarle el estómago a golpes, hasta que escupa sangre y salga por el agujero. Dime ahora qué coño hay tan claro. Esta violencia, tío, no tiene sentido alguno, es gratuita. Dime cómo encaja esto en tu esquema del mundo. Dime cómo lo metes en el hueco cuadrado de madera sin usar un martillo y mala ostia.

Recuerdo que follaba con L en un río cercano a su casa en la urbanización en la que vivía. El río tenía algo de desagüe, algo de aguas residuales, y ahí estábamos ambos, follando felices, envueltos en olor a mierda. Eh, tipo con las cosas claras, ¿qué sentido tiene ahora todo eso? ¿Dónde debo ubicar los condones usados? ¿Qué lugar hay en el mundo para eso? ¿Cómo lidio con ello? Ostia en la boca, dientes en mi mano, labio partido. No, no voy a dejarte hablar, porque de lo que no tienes ni puta idea es de que yo he estado exactamente donde estás tú, conozco todas las respuestas, puedo formular las preguntas en las que estás pensando. He estado allí. Estuve un tiempo allí. Puedo hacer el esfuerzo y situarme a tu lado de tal modo que puedan confundirnos a uno con el otro.

Por eso te estoy reventando, cabrón.

Porque puedo. Porque sé el sentido que tiene.

Tú no tienes ni puta idea. O espabilas, o no vas a tenerla nunca.

Cojo la toalla, y me seco deprisa, como siempre. Cuando salgo has preparado pan tostado con tomate. Lisa de turno que no es Lisa, y yo en el papel del Toño de saldo. Date prisa, lárgate. Aquí no hay sitio para ti. Intenté ayudarte, pero has despertado todos mis monstruos, que no dejan hueco, que no tienen hueco. Que no entienden. Sólo tienen hambre. Están destrozados y tienen frío, y quieren dar una vuelta para matar algo. Destrozar algo hermoso. Destrozarte a ti que estás delante.

En ese momento sonríes, te levantas, te acercas, abrazas mi albornoz empapado.

Y se retiran.

No comprendo este tipo de magia, pero se retiran.

Desaparecen.

Te miro a la cara y pienso que no eres un mal encuentro. Que no eres un silencio, al menos. Te miro a la cara y te doy un beso. Nunca sabrás lo cerca que has estado de ver lo que nadie debe ver. Lo que nadie ha visto. Lo que nadie verá jamás. Exorcizas el demonio que llevo dentro.

Sorprendente.

10.

Yuka me besa, en una extraña repetición. Acaricio sus rastas y me pregunto qué dios está de mi lado hoy. Qué vieja religión he agasajado de algún modo por casualidad. Debajo de su camiseta pezones duros responden a la llamada haciendo sonar sus cuernos de batalla, piernas sólidas como elefantes, caderas como catapultas, trompetas de gritos desgarrados que entran en combate. Su boca horada mi cuello mientras gimo, no puedo evitarlo, me ha descubierto, estaba allí y ahora estoy aquí, sentado. Digiriendo esto. Torreones, almenas, no es fácil estar vivo, pero no siempre carece de recompensa. Gritos.

Ecos de guerras mayores.

Tipos duros como el acero.

Dejamos las guitarras a un lado. Es fácil sabiendo que están ahí.

Me miras tú, y recalco tú porque no sé qué tú eres ya. No lo sé.

Se descontrola.

Se descontrola todo.

Me echo a llorar.

Puto gordo síndrome de Weaver. Dentro de ella me echo a llorar, mientras sigo empujando. Mientras me abrazas y me dices que está todo bien. Mientras siento que todo se derrumba, que nada tiene sentido, que nada es importante, que todo es una basura. Es complicado estar dentro de ti y pensar que todo es una basura. Da que pensar. Es muy complicado sonreír ahora, cariño. No tiene mucho sentido mentirte, porque no me conoces en absoluto, mentirte sería lo más parecido a entrar en barrena, golpear las paredes de la nada montado en nada. Ecuantes extremos, que giran sobre centros excentrados que giran sobre centros excentrados. Dulce agonía sobre ti y dura realidad después, en la ducha, cuando mande las cosas a un lugar… en el qué… como si no lo hicieran en absoluto.

Y quién soy yo para juzgarte.

Quién soy yo para juzgarme a mí mismo.

Quien coño soy yo ya.

Por qué estás aquí.

Quién eres tú. Qué tú eres ya.

Por qué merezco esto.

11.

Correo del lunes siguiente a Raquel.

Bueno, pues al final se celebró la reunión y... un fiasco. Te dije que me olía que ya se habría construido un mundo, y tú me dijiste que creías que ella tenía una visión objetiva del asunto.

Pues no. La mía supongo que tampoco lo es, pero al menos no es alucinada (creo).

Me encontré con una mirada cabreada que me dijo masticando las palabras que yo había jodido (sic) la relación por darle más importancia a mis amigos que a ella. Que ella lo había hecho todo bien y yo me había equivocado constantemente. Que ella me había cuidado y no había descuidado nada, y que mis amigos y mi familia sólo constituyen el 10% de lo que existe. Por tanto, había hecho mucho más que el 50% (sic al asunto de los porcentajes), y no tenía que arrepentirse de nada. Que mi familia no entraba en el juego porque a mi familia la había respetado, aunque no les hubiera visto (de nuevo sic).

Ahí empezó a ir todo mal. Nos despedimos a las nueve, después vino el pedo, después le mandé un par de mensajes en los que le decía que no había sido buena idea y que era mejor dejar pasar más tiempo. También hablamos por teléfono a raiz de uno de los mensajes, pero no recuerdo exactamente de qué. Luego se me ocurrió en medio del pedo ser elegante (jeje, a la par que coger el camino más fácil) y decirle que me dolía demasiado y que prefería dejar pasar tiempo.

Pero eso no es lo cierto. El hecho es que después de cuatro años prescindiendo (voluntariamente) de parte de mi vida por ella, sabiéndolo ella perfectamente porque es lo que me pidió a modo de transición, me pareció cruel (en sus tres acepciones a la vez) que pudiera tirarme con odio a la cara que yo había jodido todo por darle más importancia a mis amigos que a ella. Me pareció cruel que dijera abierta y llanamente, por primera vez en todos estos años, que si no había tenido relación con mi familia y amigos era porque no le había interesado, y que nunca me había prometido intentar solucionarlo. Me pareció duro, injusto y, claro, falso. Cuando le comenté que yo necesitaba en su momento que ella hubiera intentado algo en ese sentido y que se lo pedí frecuentemente, me dijo que mis necesidades eran sólo mías. Así. Jamás nadie ha reconocido que lo que me rodea le importa una mierda de un modo tan brutal, cruento y tajante. Y no ha sucedido nunca porque jamás lo he permitido. Si ella me lo hubiera dicho en su momento, tampoco lo habría permitido en este caso.

Que ella me quería a mí, y no a todo lo que me rodeaba. No sé qué tipo de bisturí utiliza para la separación.

Me hubiera gustado decirle todo esto, pero N está blindada. Ahora mismo no hay soplo de aire que pueda atravesarla. Es de acero. Y combate, discute. No da un paso atrás. No da escaramuza por perdida. Inagotable, inabordable. Y no tenía ganas de extender la conversación más aún. Sólo quería acabar de embotarme con la cerveza, vomitar a ser posible y desnucarme en la cama.

Una pared de cemento. Un animal. Un completo animal con un mundo recreado completo en el que ella no ha cometido ningún error, no le ha hecho daño a nadie, no se ha comportado de modo incorrecto en ningún momento. Es más, según se desprende de la conversación ella ha sido simplemente una víctima inocente en todo esto.

Qué forma de darle la vuelta a la tortilla y tirármela a la cara.

Quiero a esa persona fuera de mi vida. Ya. Lejos. No puedo razonar con ella, no puedo hablar con ella, no le afectan mis necesidades. No la quiero cerca. Su egoísmo (según mi perspectiva, claro) me parece execrable.

Y todavía se le ocurre decirme al despedirnos que ahora sí que podemos volver a quedar todos juntos, y que estaría bien que nos despidiésemos ahora con un abrazo. ¿Un abrazo? En ese momento prefería amputarme los brazos antes de que me tocara.

Bueno, supongo que este no es el modo más correcto de contarte todo esto, pero entiendo que necesitaba descargarme un poco (I'm sorry), así que supongo que se impone una cervecilla de urgencia, ¿no? Aunque no sé ni cuándo, joder, porque con esta vida indecisa tengo cero tiempo.

12.

Nadie puede entender lo que necesito descansar. Pararme. Detenerme.

Alguna vez has estado aquí. No puedes negármelo. No puedes. Aunque fuera sólo un momento.

Tan vivo y tan harto.

Aunque sea sólo una vez, un segundo.

Una vez conocí a un verdadero borracho, en un antro. Le pedía a la gente que le invitara a un vino. Me acerqué, me senté con él y pedí una botella. Me miró a los ojos. No sabía muy bien de qué iba. Tomó tres vasos de vino seguidos, y después “con permiso del personal, voy a hablar por el ópalo iriscente de mi grupa”, me dijo. “Cortázar”, le dije.

Y Chejov, Kundera, Sabato, Berkeley. Todo eso vino después.

Quizá Kafka sea el origen de todo tal y cómo lo conocemos, me dijo.

No debemos perder de vista a los escépticos, respondí.

No, no debemos, perdona que babee pero ando claramente borracho, desde entonces andamos bastante mareados, pero más allá del discurso racional, o construyendo sobre él, Kafka nos dio las herramientas. Las claves. El modo. Re-configuró el uso del lenguaje para que sirviera para algo. Para que pudiera expresar algo.

¿Qué haces aquí?, le dije.

Es el lugar en el que existo.

Entonces es claro.

¿Dónde existes tú?

Estoy buscando.

Lo lamento por ti, no es fácil.

No lo sé, pero creo difícil que estés en situación de lamentar nada.

Créeme. Esto es mucho más fácil. Al menos sé dónde estoy. Tú sigues ciego.

Voy a pedir otra botella.

Nada que objetar.

Seguimos hablando el resto de la noche. En medio de los espacios de juego que nos habían preparado otros. Nuestras miserias se condensaban en un lugar construido por otros. Y no importaba.

Nuestro diálogo no era solo de dos. Estábamos rodeados de gente.

Gente que hacía tiempo que había muerto, pero seguía hablando. Con fuerza.

Retumbando en las cuencas vacías de nuestros oídos.

Gente que había muerto viva.

No todo el mundo puede decir lo mismo.

13.

Correo en respuesta a Jaime.

Sé que está convencida al cien por cien, la conozco mejor que nadie, todavía hoy. Sé como construye la realidad, lo he visto muchas veces, en múltiples situaciones. Mi error fue pensar que conmigo no iba a utilizar esas habilidades, no ahora, no después de tanto. Sé que ella es sus escudos. Recuerdo cómo nos reíamos al principio de la relación porque yo siempre le decía que ella era como uno de los soldados extraterrestres de Stargate: un segundo y suben la armadura.

No quiero bajarla del burro. Ni siquiera sé si hay burro. Ni siquiera sé si no soy yo el que se está equivocando soberanamente. No hay burro, ni guerra, sólo dos personas que se comunican o no. Sólo sé que yo no quiero entrar ahí, que la quiero lejos. Que me frustra no ser capaz de comunicarme con alguien que ha compartido mi vida cuatro años. Que el no ser capaz de hacerlo me hace sentir incapaz, inútil, tonto. Que ni siquiera cediendo consigo que ella dé un paso atrás y aún así sigo pensando que quizá no estoy haciendo las cosas bien, que no estoy encontrando el modo y eso es responsabilidad mía. Y aún así soy consciente de que cada vez que cedo ella avanza, ganando un terreno que ya no va a retroceder jamás.

Sé que eso que tenemos ahora ella y yo no es una conversación. Bien que lo sé.

Desde el principio esto no fue un asunto de culpables o víctimas, sino un asunto de intentar comprender qué había sucedido. Pensé que el tiempo la haría más comprensiva, más objetiva al estar menos dolida, pero el tiempo lo único que hace es fortalecer sus deflactores, sus defensas, ese mundo en el que ella es una víctima desconsolada.

Yo creo que ese mundo no tiene conexión alguna con la realidad, pero Jaime, en realidad, ¿yo qué coño sé? A lo mejor es cierto y yo he sido un cabrón por no entender las cosas. No lo sé. Pero si estoy tan equivocado... ¿por qué me prometía que iba a cambiar las cosas?, ¿por qué carajo? No lo sé, estoy confuso, tío.

Hay que seleccionar las propias guerras. Esta ya no es mi guerra. Yo intento hablar de otro modo. No quiero victorias porque no las hay, y si las hay no significan nada. A ver qué coño me cubre a mí el alma o el corazón saber que tenía razón y gano o que no la tenía y pierdo. A ver qué coño de diferencia marca eso. Quiero estar dentro de su cabeza, que ella esté en la mía. Y no es posible, así que recojo mis trastos y me vuelvo a casa. No tiene sentido seguir aquí. Estamos bailando lentamente en una habitación en llamas.

Ella vivirá en su mundo y yo en el mío. Lo único que pierde aquí es la comunicación. Cuatro años que ahora parecen menos sólidos. Quizá nos estuvimos mintiendo todo el tiempo. Seguramente. A lo mejor jamás estuvimos juntos, quizá siempre estuvimos cada uno en su cabeza, compartiendo espacio pero no pensamientos. Seguramente.

Bailando lentamente en una habitación en llamas. Recojo mi petate.

Cada uno merece lo que le pasa, casi siempre.

Sea por el motivo que sea, porque quise confiar, o porque me compensaba o por lo que fuera, yo también he construido esto. Desde ese punto merezco bastante lo que me está sucediendo. Bah.

14.

Lisa me ofrece su calma, su paz, su ámbito tranquilo. Yo lo cojo con fuerza. La miro como si fuera el último asidero, el último lugar donde pedir perdón.

Nadie se salva sin la ley, nadie se condena sin la ley. La ley limpia, normaliza, especifica. Así es, porque está escrito.

Una vez condenado, el perdón es el último refugio.

El último lugar donde todo está bien.

Donde todo estará siempre bien.

Que me miren con sus caras de odio mientras voy al cadalso, si quieren. En el cadalso me redimiré. Estoy por encima de ellos, yo tengo ya mi justificación.

Quizá el perdón me cueste la misma vida.

Pero es que… el perdón es la misma vida.

Aquellos que no tienen el perdón tienen menos que nada.

15.

Nadie puede entender lo que necesito descansar.

Nadie.

Hoy quedé con N en una cafetería. Fui consciente de que no sirvió de nada. De que nada sirvió nunca de nada. No me encontré con ella, estuvimos en el mismo sitio, pero no me encontré con ella.

Después me emborraché. Para qué andar con lindezas. Me destrocé en el combate.

Sería tan fácil…

y al mismo tiempo tan imposible.

¿Por qué somos como somos?

No tengo ni idea.

Ni la más remota.

Te hubiera roto, de haber podido. Te hubiera enseñado el mundo. El mundo entero. Te hubiera golpeado con el mundo, para desbloquear los límites de tu percepción. Te hubiera traído a mi casa. Al mundo donde yo vivo. A mi casa. Donde yo vivo. Donde todo sucede, para bien o para mal. Pero no pude.

Tú no puedes salir de los muros de tu cabeza.

Es un hecho.

Y yo estoy harto de salir de los míos sólo para dar una vuelta.

No tiene sentido.

Es absurdo recordar todo lo que fue bien.

Lo que va bien es fácil.

16.

Lisa me ofrece un café. En la tele alguien comenta la actualidad deportiva. Lisa quiere dejar de sentirse mal, así que me cuida. Encuentra su perdón en cuidar de los demás, a esos demás que no entiende pero admite. Pero asume.

Lo entiendo, pero no es el momento.

La despido en la puerta con prisas.

Déjame en paz.

Demonios, venid.

Estoy listo.

La cama está hecha, me he cepillado los dientes y llevo calzoncillos limpios.

Vamos a joder a gusto.

Recordar momentos hermosos.

Dan ganas de decir en seguida que Johnny es como un ángel entre los hombres, hasta que una elemental honradez obliga a tragarse la frase, a darle bonitamente la vuelta, y a reconocer que quizá es que Johnnie es un hombre entre los ángeles, una realidad entre las irrealidades que somos todos nosotros.
—Julio Cortázar. El perseguidor.

1.

Centrar, centrar el tema. Darle contenido, hacerlo comprensible, dar las claves. El sexto mes de esos cuatro años, en junio, estábamos sentados en la hierba en un parque, comiendo boca-bits de una bolsa. Supongo que estábamos rodeados de críos, y que había pájaros cantando por todas partes. Supongo que la hierba estaba húmeda y que había pelotas rodando de un sitio para otro. Yo me sentía bien, pero había algo que me complicaba las cosas.

N, dije, por qué nunca es buen momento para ver a la gente que me ha rodeado siempre.

Te quedaste mirando al suelo un par de minutos, tuve la sensación de que hacía tiempo que esperabas la pregunta, y la temías.

Hace tiempo, me dijiste, al acabarse mi anterior relación, todo el mundo se fue con él, y me quedé sin la gente que había sido mi vida durante mucho tiempo. Tuve que empezar de cero. Retomar otras amistades. Entablaré relación con tus amigos, pero tienes que darme tiempo. No quiero volver a pasar por lo mismo.

Por supuesto. No había nada más fácil en aquel momento. Si quiero creer en lo que vi, Momo se reía detrás de un árbol, metamorfoseado en banco de parque por pura diversión.

2.

Una de las personas a las que más admiro (y no digo más por no recabar en el superlativo, sin más) es mi padre. No es por nada especial, en principio. No me gustaría ser como él, en ningún caso, ni llevar la vida que él ha llevado. No estoy de acuerdo con la mayoría de sus planteamientos, con casi ninguno.

Sé que de joven practicó boxeo, y recuerdo cómo de pequeño me gustaba sentarme en el suelo a mirar cómo él leía, tumbado en el sofá, boca arriba, sosteniendo el libro con un brazo derecho enorme, solido, sencillamente intratable. Él leía tumbado y no se daba cuenta de cómo yo le miraba, o fingía no verme. También le veía así, en la misma postura, tumbado en la cama de matrimonio, el mismo brazo de Popeye el marino. Yo siempre distinguí (mi cruz a lo largo de toda mi vida) entre ángeles caídos y lectores, y ese brazo enorme me parecía ángel caído hasta el extremo, todo un contrasentido cuando veía el libro sostenido, extrañas compañías. Yo debía tener tres años (mi único recuerdo de esa edad que no ha sido extraído, a posteriori, de los álbumes de fotos de la puerta de abajo del mueble del salón). Cuando llegué a preescolar me leí las cinco cartillas en un tiempo record, y me tuve que llevar libros de casa para terminar el curso. Nunca he dejado de leer, he tenido altibajos, pero jamás lo he dejado completamente.

Y sé que es por esa imagen, por la del brazo de mi padre sosteniendo un libro. Ese tipo.

Pero no es por eso por lo que le admiro, por lo que es, quizá, la persona que más admiro. No. Equivocado o no, mi padre siempre tuvo valores a modo de genes, que modifican el mundo exterior pero jamás se ven alterados por él en lo más mínimo. Fue con sus valores a todas partes. No le salió demasiado bien, y en estos últimos años aún peor. Pero siempre fue un hombre íntegro (y no quiero decir con ello que no hiciera burradas, más bien al contrario, pero siempre dentro del campo delimitado por esos valores).

Cuando quedé finalista en un premio de relatos por primera vez, me editaron en un librillo. Coincidió con sus bodas de plata. Le escribí una dedicatoria en la primera página diciéndole todo lo que siento, cuánto le admiro. No se lo pude dar. Hay barreras que son muy jodidas de traspasar. Hay bloqueos que no se rompen tan fácilmente como me gustaría. Todavía tengo el libro, y la dedicatoria, en la estantería. No pierdo la esperanza. Algún día se lo daré. Del modo que sea.

Cuando me fui a vivir a Canarias durante un tiempo me regaló un reloj, Lotus. Estábamos solos en casa. Me lo dio y me dijo: para que no puedas evitar acordarte de mí, cabrón. Me partió en dos, o en cien mil pedazos. Me inventé una cita, le dije que había quedado, que me tenía que ir. Estuve dando vueltas a la manzana cercana hasta que imaginé que habrían vuelto todos a casa. No podía enfrentarme con aquel abrazo, el que le tenía que haber dado después de recibir el reloj, después de recibir aquella frase manida y lapidaria (que se cargaba de sentido porque era él quien la decía, no por otra cosa). No, porque en ese segundo hubiera llorado todo el cariño que no di durante todos mis primeros veinte años a ese hombre. No hubiera estado bien llorar. No sé si él lo hubiera entendido. Yo siempre fui un llorón. Él no.

Una vez discutió con mi madre y cogió la puerta, y yo ya tenía la mochila preparada para irme con él. Tomamos un café en El Estudiante. No recuerdo de qué hablamos, pero yo fui el tipo de dieciséis años más feliz del mundo. Eso sí que lo recuerdo. Sólo quería estar con él. Con alguien tan entero. Con alguien con esos valores, como genes, que modifican el mundo al completo sin que el mundo pueda tocarles ni un pelo.

3.

Cuando vinimos a Madrid desde La Palma ella vivía en una urbanización de El Escorial con su padre, el Bucanero, mucho menos bucanero de lo que llegó a ser en su propia línea de evolución personal, su mujer y Alejandro, el hijo de ambos. No me llevaba mal con ellos. Al caer la tarde siempre íbamos a pasear a las perras los dos por el campo. Atravesábamos la urbanización abrazados, mirábamos las perras y reíamos. Entrábamos en campo abierto, éramos felices. Seguíamos siempre el mismo camino, hasta el mismo río de aguas residuales. Nos sentábamos a respetuosa distancia del agua. Ella siempre llevaba falda, una u otra, siempre ancha y muy larga. Yo me desabrochaba el pantalón, ella se quitaba las bragas y se sentaba encima de mí. Nos mirábamos a la cara, nos sonreíamos. Nos besábamos despacio, nos movíamos despacio. Después ella se sentaba a mi lado, encendíamos unos cigarros, nos mirábamos. A veces veíamos atardecer, luego llamábamos a las perras y volvíamos a casa de su padre a cenar. O yo cogía un tren y desaparecía de su vida una semana más.

4.

Limpio todo en la cocina, porque estoy en una de esas fases. Suena el telefonillo. No creo que sea Toño. No creo que sea nadie. Es Yuka.

Ella me confunde. Y lo hace porque no me quiere a mí, sino más bien a mis poemas y a mis canciones. Pero lo focaliza todo en mi persona y se confunde, extendiendo su confusión a mí, inevitablemente. Le pregunto si quiere algo de cenar, pero me dice que ya ha cenado.

Acabo de terminar tu segundo libro de poemas. Quiero el tercero.

¿Qué te pareció?

No te voy a decir nada hasta que no los lea todos.

Se sienta en el sofá. Enciende el televisor. Le pregunto si quiere una copa. Me dice que sí. Sirvo dos. Menuda semanita. Hielo, alcohol, refresco. Dos vasos. Le pongo uno delante y arranco con el mío. ¿Cuántas?

¿Nuevas?

Claro.

Dos.

¿Y poemas?

No los he contado.

Luego los vemos. He traído una película. “Lluvia en los zapatos”.

Ya la he visto.

Yo no.

Por supuesto, sé que la veremos. También sé porqué la veremos. En la película se demuestra el absurdo de intentar volver a la pareja que ya no conformas. Siempre está con lo mismo.

Me gustaría emborracharme.

A mí también, Yuka, pero es miércoles.

¿Eso importa algo?

No me tientes, sabes que a mí me da igual.

Pues date por tentado.

¿Viendo la película?

Preferiría que fuera escuchando las canciones.

Las nuevas sólo son dos.

Pero hay muchas otras.

Sí. Encenderé el ordenador.

Prefiero que las toques tú.

Soy débil. Tengo esa debilidad, al menos. También prefiero ser yo quien las toque, y que haya alguien que me escuche. Después de dos o tres y un par de copas, que ese alguien sea del sexo opuesto empieza a ser tremendamente importante.

Vemos la película. Se controla, y me controla a mí. No tomamos más que dos copas durante la hora y media que dura en intentos y retrointentos de cambiar la historia histriónica del guión. Cuando la película acaba estoy tremendamente deprimido.

Me lleva al cuarto. Me afina la guitarra. Esta preciosa mientras lo hace. Es precioso que lo haga, no sé si me explico. Es precioso ver sus dedos acariciar las clavijas, sus torpes intentos con el afinador electrónico, su sonrisa de satisfacción cuando termina. Su sonrisa que es promesa el mismo tiempo. Empieza a apetecerme el regalo. Y eso que sólo es miércoles. Tengo que llenar el vaso, llenar el suyo.

Eh, ¿dónde vas?

A llenar las copas.

Pero... ¿y las canciones?

Pero, Yuka, ¿y la liturgia?

Eres tonto.

Mucho. Y me hago esperar.

Espero que merezca la pena.

Yo también, Yuka, yo también.

Cuando vuelvo arranco. Toco la primera canción. Triste y bella, tan bella como yo puedo hacerla, al menos. Hago mi voz más grave, más íntima. Me olvido de Yuka, y recuerdo por qué compuse esa canción. Se me escurren un par de lágrimas. No puedo evitarlo. Ya dije que soy un llorón. Se me escurren... no puedo encontrar una forma más fea de contarlo. Hay barreras que no son fáciles de atravesar, no hay un lugar concreto donde solicitar un visado. Primer estribillo. Me rompo, me parto. Las lágrimas caen en cascada por el cielo de mis mejillas. Segunda estrofa. No quiero retomar el control y no lo hago. Preparo el momento, ralentizo. Para cuando suena el estribillo por segunda vez el aire es denso, pesado, íntimo y, de algún modo, carne.

Cuando despierto de la ensoñación de la canción ella deposita en sus labios mis lágrimas. Yo no la aparto, sinceramente, pero tampoco hago nada por retenerla cuando lo hace por sus propios medios.

“Como un beso en el aire que se inscribe en el registro del amanecer”.

Sí. Así es.

“Y empiezo a entrever las cosas que juré no recordar, agujeros”.

Sí.

No sé por qué no haces que salgan de esta puerta.

Porque aquí es donde vienes a buscarlas.

Lo digo en serio.

Aquí es donde las encuentro cuando las llamo. Aquí es donde las toco. No me hace falta más. Son mi diario. Nada más.

Eres tonto.

Sólo es una canción, Yuka.

No, no sólo.

No te equivoques. Nunca será más que eso.

Y mientras tanto su mano está en mis mejillas, secando el llanto. Se desliza por mi cuello, baja por los michelines de mi costado, retoza en mi codo izquierdo, levemente indecisa, acaricia mi muñeca, se detiene un segundo, se decide, y aferra mi mano con fuerza.

Yo le doy sentido. De algún modo extraño y, sobre todo, ajeno a mi propia voluntad, yo le doy sentido. Lo que sólo sucede una vez es como si no hubiera sucedido nunca. Eso te supera. Eso está por encima de todo. Y tú no sabes contarlo como quieres (porque sí sabes contarlo), necesitas que yo lo diga. Necesitas que yo perpetúe el movimiento, para que el movimiento se deslice por encima de sí mismo y se haga real. Necesitas que lo que sólo ha sucedido una triste vez se repita en forma de canción. Siempre a vueltas con la eternidad. Siempre a vueltas con la realidad que se cuenta en los cuentos alrededor de la fogata. Con la realidad que se transe de sí misma una y otra vez para darse fuerza, para volver a ser una y otra vez (de tal modo que es como si no dejase de ser nunca, como si siempre fuese).

Tomamos un par de copas más. Estamos ebrios, pero no de alcohol, sino de realidad. Reímos llorando, tú me abrazas y me besas, ahora sí, con la fuerza del agradecimiento (estúpido, por otra parte). Yo no quiero ser esto para ti. Te juro que no quiero ser esto. Pero te juro también que no sé rechazarlo. Yo tengo mis propias peleas con la realidad, y ahora mismo no quiero verme solo. ¿Es justo? ¿Y yo qué sé?

Cada cual tiene lo suyo, libra sus propias guerras. Esa es una particular forma de justicia.

5.

Me lo imagino. Quedan en una cafetería. Lisa esta nerviosa, intranquila, ella llega antes que él. Se sientan y piden unas cervezas. Ella está callada. Él pregunta “¿qué tal estás?” y a ella casi se le saltan las lágrimas, pero las ahoga con una poco creíble sonrisa. Por la cabeza de Lisa no pasa nada. Está confusa. No sabe cuál es la actitud correcta. No sabe si hacerse la fuerte o echarse a llorar.

Si se dejara llevar posiblemente hiciera ambas cosas al mismo tiempo.

Por otra parte Toño se siente también extraño. La ha dejado, no es la mujer de su vida, pero cuando la mira no es eso lo que ve. Ve a Lisa. La cabeza se monta sus juegos de tente y los hace constructos racionales, pero cuando te topas con la realidad... ves a Lisa.

Y ella poco o nada tiene que ver con lo que tu cabeza levanta, ¿verdad, Toño? Por eso, entre otros motivos, tú eres el único que no puedes ayudarla. Te tiembla la mano mientras empuñas el arma. ¿No lo entiendes? Es fácil, tu cabeza dice no, pero todo tu cuerpo la está diciendo a gritos que la amas. Ella lo ve en la manera en la que apartas la mirada, en la forma de acariciarle la mano. No, definitivamente tú no puedes ayudarla, Toño. Lo único que puedes hacer es confundirla con la tersura de tu cuerpo frente a la dureza de tus palabras. No puedes explicar nada.

Porque, en el fondo, no entiendes nada.

Pobre Lisa. Si no estuviera tan embotada por el dolor podría tomar la decisión de apartarse. Pero no puede. Como un mendigo se quedará a tu lado siempre que la dejes, recogiendo migajas, esperando a que te des cuenta de lo evidente. Pero tú no vas a hacerlo, Toño, cosas de la cabeza cuando se empeña. Te dirás a ti mismo que lo que sientes es inercia, la inercia de la relación que, aunque acabada, sigue tirando de ambos hacia un centro común e imposible. No importa lo que suceda, Toño, tú seguirás pensando que es inercia.

Lisa no entiende nada. Sabe que la amas. Sabe que te ama. Y así es difícil comprender algo, ni tan siquiera lo más mínimo. Tiene que luchar, además, contra su propio dolor, contra el sentimiento de injusto abandono. Y tú, sin embargo, seguirás con tu vida. Es fácil para ti. Cuando algo te duele, le echas la culpa a la inercia y continúas. Tienes un reto. Lisa no tiene retos. Se quedará a la espera, durante un largo tiempo, hasta que la certeza de haberte perdido tenga más fuerza que la esperanza de recuperarte.

Pobre Lisa. Me la imagino. Me la imagino sentada en el sofá, viendo las tardes caer, juguetear con las cortinas y marcharse. Cada tarde concentrada en el teléfono, esperando una llamada tuya. Lo peor que puedes hacer es llamarla. Una tarde en la que existe una llamada tiene más fuerza que cien mil tardes a la espera sin respuesta. Todo le dará convicción para seguir esperándote.

No, Toño, no. Hazme un favor, déjala en paz. Yo no puedo ayudarte, Toño, a ver nada. Tú te has colocado en un prisma confuso. A ella la has hundido. Al menos, ten la lucidez de no rematarla. Quédate contigo mismo. Con tu verdad. Y a ella déjala en paz.

Durante toda la conversación le has estado diciendo sensateces que ella no puede llegar a comprender, porque no tienes tanta convicción como crees. Tus palabras no tienen tanta fuerza. Estás empeñado en una guerra santa, no sólo la dejas, sino que además necesitas que ella te dé la razón, que comprenda. Y piensas que haces todo para que no sufra, pero ahí también te equivocas. Sólo quieres que refuerce tu postura, te sientes más cómodo así. Menos inseguro, quizá. Para eso están los otros, es importante cuando se hace de noche y estás en la cama, contigo mismo.

Pero no puedes, Toño. No puedes. Lo que haces no es justo. No es en absoluto justo, aunque no te des cuenta.

6.

Paramos en la estación de tren y recogemos bártulos. Mochilas, una nevera repleta de hielo, nos faltan únicamente las tumbonas y las sombrillas. Le he robado el gorro de colores chillones a Comas, no creo que me siente bien en absoluto. Pero me gusta el gorro. No me someto a la estética. Andamos camino a Festimad.

Montamos en el tren, le damos duro a la cerveza. Lamento no haberme traído la guitarra, pero no está mal. Hacemos foto contra foto, hoy en día es difícil no tener una cámara digital. Le damos duro a la cerveza. Me apoyo contra Eva, Eva se apoya contra mí. Comas y Pacorro tienen un tierno romance basado en un retoño color ámbar que ingieren sin titubear. A nuestro alrededor la gente nos mira. Soy consciente. Me da igual. No quiero llamar la atención, pero no quiero dejar de hacer el idiota. Me gusta hacer el idiota. El idiota se olvida de sí mismo y se deja llevar. El idiota es un tipo completo. Yo soy un tipo completo, ahora mismo. Soy un tipo que espachurra a Eva, a ratos, y que espachurra a Antón, en otros. Quiero interferir en el duelo nupcial de Comas y Pacorro, pero es sólo porque ansío cerveza. Trago, aferro el litro en mi mano derecha. En el litro está el sentido, el litro es el sentido, el litro es la misma vida embotellada y riéndose de sí misma. Venga ya, qué más dará todo mientras me sienta vivo, qué importa nada, qué importa el sistema solar con sus ciclos, el trillón de enfermedades que existen ahora mismo, en potencia, correteando entre mis células. Puedo estar muerto mañana. De hecho seguramente esté muerto mañana, qué más dará todo. No me gusta que me miren, no me gusta en absoluto, pero por nada del mundo voy a cortar esto, a apoyar mi espalda contra el respaldo, a viajar en silencio. Puedo estar muerto mañana (voy a estar muerto mañana), hay que tenerlo claro, hay que tomarse un respiro, morir un rato, kombatir con los medios de los que uno dispone, sentirse un rato, confundirse en una catarsis pura. Pasan las estaciones y noto la vejiga llena. Miro la cara de Comas: estamos en el mismo punto. Estamos en lo mismo. Somos lo mismo. Somos un cuerpo que se mea. Empezamos a no ver otra cosa. La perentoriedad del instante nos atrapa y somos cómplices en ella. Lo hacemos público, nos lamentamos a gritos. Buscamos sitios en el vagón donde poder desahogarnos a gusto, pero no es posible. No hay lugar para esto aquí. Aferro de nuevo el litro, me da igual ocho que ochenta. Se ríen de nosotros, los muy perros. Se están riendo, eso es lo que cuenta. Una niña me mira. Tengo instinto para estas cosas. Cada vez se acerca más, deslizando el culo en el asiento. ¿Futuros acólitos? Su madre, a la izquierda, la abraza y la atrae hacia sí. ¿Estamos marcando el recuerdo de la niña? ¿Buscará ser nosotros algún día?

Espera. ¿Buscará ser nosotros algún día? ¿Eres responsable hasta tal punto de lo que haces? Mira a la madre, con tus ojos de borracho. Ella te conoce, sabe perfectamente quién eres. Sabe lo que es estar aquí. Sólo tienes que mirarla. Ella ya ha pasado por esto, y conoce la desesperación que sustenta todo. Sólo tienes que mirarla. Trae a su hija hacía sí, para protegerla. ¿Es consciente de que está irremisiblemente atrapada? Seguramente sí, seguramente es más que consciente, pero no por ello va a dejar de intentar traer a su hija hacia sí, librarla de esto. ¿Es esto malo? ¿Qué estamos haciendo? ¿Tendrá que pasar ella por esto? ¿Es malo que lo haga? ¿Es más real lo otro, realmente nos creímos que los otros sabían perfectamente dónde iban? ¿Por qué me miras, niña? ¿Qué es lo que te atrae de esto? ¿Qué es lo que tus ojos ven? Joder, soy ya viejo, ¿puedes decirme lo que estás viendo? ¿Por qué la misma vida llama y quiere venir? ¿Qué hace que orbites sobre este viejo sol, tan viejo como el mismo mundo? ¿Es la hoguera, el ritual, la liturgia, el sentido de la fiesta que honra al dios de turno, la llama espectral de la vida celebrada? Comprenderte a ti sería en cierto modo como comprenderme a mí mismo. ¿Tienes alguna idea de todo esto? Seguramente no. ¿Está inscrito en los genes? Tú no, tú todavía no puedes tener ninguna duda existencial más allá del instinto, es demasiado pronto. Entonces... ¿qué? ¿Es mi cara, mis ojos? ¿Te están llamando? ¿Te duelen mis ojos hasta tal punto? ¿Y no hay en los ojos de tu madre una cierta nostalgia? ¿Soy yo, que creo verlo?

7.

Y nos vamos fuera, al lugar donde las cosas suceden. Nos vamos donde cantan las niñas por las calles estrenando gestos sensuales de mujer, idiotizadas por sus propios pulsos, por el efecto brutal del estrógeno; donde los sarcásticos confunden la noche con un escenario mientras apuran copas de Dyc que pagan religiosamente, observando la corredera con gesto ávido y hambriento; donde, en suma, la noche es noche y está puesta para algo. Recorremos los garitos que nos saludan al pasar, recordando días y días que sucedieron y se posaron en las retinas faltas de vida de los que se limitan a recorrer el tiempo como si fuera el camino del sofá a la nevera, recorremos los brazos y las cinturas y los torsos pendientes de en qué lugar exacto está el otro. Reconocemos las caras, damos besos, apretones de manos, aplastamos dedos, rompemos espaldas, invitamos a litros espurios que desaparecen en los gaznates sedientos de los perdidos, de los que perdieron, de los que siguen perdiendo a pesar de todo. Nos vamos emborrachando, cada cual desde su propia desesperanza, cada cual desde su propia melancolía. Vamos al baño y licuamos los restos amarillos de la noche que no acaba, que no va a acabar, que no se va a acabar nunca. No se puede acabar porque sin ella sí que estamos definitivamente perdidos.

Yuka está preciosa. Y es sábado por la noche. No se debe pedir más.

Le doy la mano y la toma. Estamos así, un poco idiotas, escuchando música que retumba en el hueco de los ojos, vibra en la cámara anterior y aumenta la presión del líquido interno, dejándonos parcialmente ciegos. Estamos así, tenues, pasmados, riendo y contrayendo los músculos de la cara, frunciendo el ceño, levantando las orejas, enardeciendo las cejas, tensando la sonrisa, disparando una flecha en forma de beso tontorrón y sincero. El resto de la gente no es más que eso, gente, y están allí para complacernos. Para contarnos anécdotas divertidas, reírnos las gilipolleces, sujetarnos el mini, obedecernos, tocarnos los huevos, jodernos un rato, templar con el tiempo, para construir un escenario conveniente donde guarecernos. Es fácil conocer gente cuando tienes el ánimo dispuesto.

Cuando no lo tienes, es imposible.

Y es lo raro. Porque todo el mundo está deseando conocer a todo el mundo, cada cual desde su castillo de naipes. No se atreven, no tienen las narices suficientes de irradiar hacia delante e iniciar un momento. Los momentos no se inician solos. Nunca lo han hecho.

Conocemos a Ramón, que es carnicero y licenciado en geología, y a su novia (¿Ana, Carolina, Puleva Calcio?). Ambos frisan los cuarenta y se toman la barbaridad con calma, no tienen prisa. Pueden estar bebiendo hasta el mediodía de mañana, si se presenta la ocasión. Cuando cierran los bares nos meten en un coche y nos llevan a su casa, en medio de Madrid. Un buen portal da entrada a un desastre roto, desordenado, perdido, con un cierto aire a rancio mezclado con algo de sensibilidad hippie y el inevitable incienso. Allí sacan más cervezas y algo de Dyc y dejamos que nos hablen de la vida, que para eso son los expertos. Tenemos la suerte de recibir severas y serias lecciones magistrales sobre el efecto exfoliante de los días en el córtex. Tienen la sensación de que todo acabó cuando lo hizo, pero siguen hablando de proyectos y viajes y vidas en medios rurales que nunca llegan, de cuadros que aún no han pintado y que no pintarán nunca. Definitivamente, van a juego con la casa. Yo me lanzo a por la cerveza para escapar del escenario y me llevo a Yuka lejos, a un lugar lleno de besos y de toqueteos. No parece que nos dé ninguna vergüenza adentrarnos en los terrenos húmedos y cálidos en los que nos movemos bien, con soltura, con habilidad ganada a pulso. Todo va bien hasta que, en un momento dado, abro los ojos y veo a Ramón tras Yuka mientras noto a Puleva Calcio sobeteandome con unas manos que no pensé suyas. Le doy una leve sacudida a Yuka y allí nos quedamos los dos, mirándonos extrañados, mientras los otros siguen haciendo lo suyo.

Este es el momento en el que todo se decide, el lugar y la hora. Y mi decisión es clara. Pongo un gesto de interrogación, y Yuka me dice "no" con la punta de la nariz. Estamos de acuerdo, eso está bien. Nos disculpamos, nos levantamos y nos despedimos como si nada hubiera pasado, alegando en nuestra defensa la jornada laboral de mañana y el corrimiento inoportuno de la aguja horario. Ellos son amables, insisten un par de veces con normalidad, nos dan sus teléfonos. Lo lamentamos y bajamos las escaleras. Salimos a la calle, doblamos la esquina y nos apoyamos en la pared, riéndonos a carcajadas.

Y, en mitad de la risa, colocando un mechón descuidado tras la oreja, ella se acerca y me besa. Apoya el pecho en mí y siento cómo su corazón, revolucionado por el esfuerzo de bajar, o por el momento, o por yo qué sé, está ahí como si nunca hubiera estado antes. Siento su corazón a través de su seno, a través de la camiseta, rebotando levemente contra mi pecho. Me doy cuenta de que los latidos tienen la misma cadencia, el mismo ritmo. Apoya su mano en mi costado, el beso profundiza, mi mano rodea su espalda, huele bien, huele todo como si fuera nuevo, recién creado. Pongo mi cara en su cuello, oliendo la pátina de sudor en su piel, huelo la humedad de la espalda. Detrás de los pantalones, de algún modo, nuestros sexos encajan, se mimetizan, revocan la distancia de la tela, la distancia de las dos mentalidades, la distancia de ser dos diferentes jugueteando a ser iguales, y en ese momento siento el pánico.

El momento se quiebra, se reponen las barreras, las fronteras, los estados, se levantan las embajadas pertinentes, se tienden de nuevo los puentes. Después de romper la unión inmediata es necesario establecer de nuevo las aproximaciones-sucedáneos que hacen pertinente la idea de que vamos a alguna parte con todo esto.

Has estado a punto, ¿eh?

Bien lo sabes.

¿Vamos andando a Cibeles?

Mejor, que nos dé el aire.

Que te dé a ti.

Entonces ponte detrás de mí, lo quiero todo.

Me abraza la cintura, yo camino delante. Es un juego tonto, porque ella no ve nada. Pero yo guío. Camino. De vez en cuando me detengo, para preguntarle por dónde seguir. Nunca he sido bueno con las localizaciones. Menos con la distancia más corta entre dos puntos. Llegamos a la parada y esperamos al Búho, sentados en algo que renombramos "banco", pero que sigue siendo Momo, mirándonos a los ojos. Es lo último que quiero hacer, pero no podría decir nada en contra. No en este momento. Recuerdo a Lisa. Una tarde con llamada tiene más fuerza que trescientas tardes esperando una llamada que no sucede. Soy consciente. Lo sé. Hago trampa, parece que miro dentro de sus ojos, pero tengo una técnica perfecta: observar un punto imaginario que sitúo un metro por detrás de su cabeza. De este modo parece que estoy dentro. Sé que ella sí lo está, y cuido mucho lo que puedan decir mis pupilas, les doy una reprimenda que no se han ganado, pero que necesito. He estado a punto de volver a poner el cuello boca arriba, facilitando el mordisco. Es un acto de confianza. Un lobo no diría lo mismo, si pudiera hablar me corregiría diciendo que es un acto de sumisión. Pero un lobo no entiende de antropología, no entiende en absoluto. Para nosotros, que estamos tan civilizados, el cuello boca arriba supone que confías lo suficiente en el otro como para descubrir la pulpa fresca de tus sentimientos sin temor a que te la masacren.

En el autobús se duerme en mi hombro, agotada. Yo miro por la ventana. No quiero estar aquí, no quiero estar en absoluto. De ningún modo. La despierto al llegar a Plaza de Castilla. Me mira, adormilada. Todavía no ha llegado, está en ese terreno cenagoso en el que es difícil reaccionar, en el que no se está dormido ni despierto. Pero su sonrisa le delata.

No quiere estar en ninguna otra parte. Ha despertado donde soñaba despertar. Levanto en brazos su cuerpo menudo y cruzo la calle hasta la marquesina, intentando no romper su hechizo. Hay pocas cosas bonitas, es necesario respetarlas cuando les suceden a otros. Pago dos billetes y montamos, y justo en el momento en el que parece volver a la realidad encuentro un asiento, apoyo de nuevo su cabeza sobre mi hombro. Vuelve a las profundidades. Le aparto el pelo de la cara, que parece tranquila, relajada.

Hay que respetar los momentos hermosos, cuando les suceden a otros. En eso pienso mientras no veo las calles a ambos lados de la negrura plagada de farolas, a modo de luciérnagas (allí donde la oscuridad huye, acobardada). En eso pienso mientras la oigo respirar. Pienso en mis momentos hermosos. No en los que tuve, sino en los que rehuí cuando se presentaron.

Hay cosas que filtran la luz sin la misma inocencia que las cortinas. Ni siquiera las cortinas son inocentes. Todo Madrid está plagado de ventanas. Tras las ventanas hay luces, tamizadas por cortinas. Irradian sus propios filtros hacía fuera, aclarando cómo quieren ver sus propias vidas. Oscuras, limpias, sencillas, cada cual responde a una sola verdad. Y lo muestran. El autobús no tiene cortinas. Yo tengo un alma en el hombro. Tengo un montón de momentos hermosos que se marchitan cuando aparto la vista. Tengo otra colección de momentos hermosos más confusos, que son recuerdos. El tema no es establecer comparaciones, eso no me preocupa en absoluto. El tema sí es que los recuerdos hermosos tienen un precio. Es necesario voltear el cuello sin esperar el mordisco. Pero, de antemano, nunca se sabe cuál será el resultado. Agradecería haber apurado otra cerveza antes de irme. Despierta. Deseo. Susurro mentalmente. Quiero que despiertes.

Mmmm, ¿dónde estamos?

Tranquila, aún queda un ratito, apóyate.

Y hazlo así, en este terreno. Hazlo en duermevela. Apóyate en mi hombro, pon tu mano en mi antebrazo. Tiéndeme un beso adormilado en el cuello. No pienses nada, somnolienta. Tienes que ser consciente de esto, tienes que estar lo suficientemente despierta como para recordarlo alguna vez, cuando quizá pierdas el valor para vivir momentos hermosos y recurras a los que ya fueron. No puedes olvidarlo, no puedes dormirte. Cierra los ojos, pero no olvides.

8.

Soy un tipo normal, recuerdo muchas cosas, y hay cosas clavadas en mí que no se sueltan por mucho que me retuerza y salte. Recuerdo una mañana, especialmente, hace muchos años, en la que me despierta el sonido del telefonillo. Aún estoy en otra parte, así que agarro el auricular y digo "sorpréndeme", sintiéndome rebelde, sintiéndome estúpido por sentirme rebelde por eso.

Hola, niño.

L es la única que me ha llamado jamás niño, al menos con esa voz. Lo han hecho otras. Pero ninguna realmente. Pulso el botón de la opción uno y la puerta se abre. La espero en el rellano, y cuando la veo, cuando veo sus caderas (donde guarda la vida que le di, que es la vida que ya no está), me derrumbo, me caigo, me hundo, barrunto un desastre, me tomo de las riendas lo suficiente como para esbozar una sonrisa e intentar un "buenos días" que me sale rarificado, ténue como el oxígeno en la estratosfera.


Mientras ella recoge yo miro por la ventana. No estoy viendo nada. No veo nada de nada. Sólo oigo el sonar de las cosas que ya no van a estar. No me importan las cosas. De qué sirven las cosas si ella se llevó el sentido de las cosas. Cada cosa que no está es un paso más hacia delante en lo de por sí inevitable. Hoy ha venido a hacer mudanza. A desgajarse un poco más. Me rodea con su brazo. "¿Estás bien", "Vaya preguntas que tienes".


Se ha sentado en el sofá, a descansar un rato. Enciende un cigarro. Me pide que me siente al lado. Completamente bovino, sin voluntad, me siento a su lado. Echa un vistazo alrededor.

Aquí me siento como en casa.

Esta es tu casa, L.

La verdad es que no hablo mucho, sólo la miro. Es tan extraño que esté ahí, otra vez... es tan raro verla ahí, en su sofá-cama, fumando un cigarro... suenan "Los Piratas", la peor elección posible. Por algo lo habré puesto. Las cosas no suceden gratuitamente.


No estoy. La ayudo con el monitor, se lo dejo en la puerta. Cuando intenta cogerlo para llevarlo a la furgoneta, no lo levanta ni un milímetro. Yo enciendo el móvil, llamo al trabajo y solicito un día de asuntos propios.


Estoy en el asiento del acompañante, en la furgoneta. Mis pies han ido directamente al mismo sitio del salpicadero donde siempre estaban cuando estaban. El cuerpo tiene una memoria incorruptible, la memoria de los movimientos. Mi cerebro, por ejemplo, no se sabe los acordes de la guitarra, ni las escalas. Afortunadamente mis dedos sí. Los pies en el salpicadero mientras le tiendo las gafas de sol de la guantera.

Ecos de guerras mayores.


Hemos descargado las cosas parando en mitad de una calle estrecha de Tribunal. Lo meto en el portal y la espero. Saco algunas fotos, para futuras torturas (supongo). Baja una anciana y me pregunta si me voy. Le digo que no, que una amiga entra. Me dice que es un buen barrio. Yo le digo que mi amiga es buena gente. Me dice que me decida a vivir allí, que es un barrio tranquilo. Me pregunta qué piso es. Miento y le digo que no lo sé, que es la primera vez que vengo. Me dice que es una casa muy tranquila. Se nos acerca otra anciana, en un par de segundos queda claro que es la hermana. Tras un rato se despiden y se van a la compra. Me sonríen. Saben algo. Perciben algo.

Me quedo solo fumando un cigarro. La veo dando vueltas a la manzana, intentando aparcar. Me estoy partiendo por la mitad. Culpa mía. Palomas en la quinta.


Subo las cosas, jadeo. Tres pisos. En la última tanda le digo que vaya a por unas cervezas, que ya subo yo lo que falta.


Tomamos cerveza y fumamos mucho. Hablamos del porqué, como si se pudiera hablar de eso. Nos hacemos la ilusión de que se puede hablar realmente de ello. Me pide que toque las viejas canciones.


Estoy con la guitarra, tocando "cada amanecer", con los ojos cerrados. Los abro un segundo y veo que me rodea con su brazo. Los cierro instintivamente. Los cierro con fuerza. Los cierro con deseo y anhelo, pero los cierro. Cuando los vuelvo a abrir está apoyada en mi hombro, yo sigo canción tras canción en la esperanza de que todo desaparezca, o en la ilusión de que todo recomience de nuevo en cada acorde, en cada frase.


Tengo sus pantalones en mis manos. No sé cómo han llegado allí. Ella se retuerce, tumbada frente a mí. Retozamos en las ruinas de nuestra Grecia privada. La muerdo. La memoria de los dedos es impresionante, ellos siempre saben dónde han de ir. No sé si estoy llorando o riendo. No sé si ciertamente todo esto me está salvando de algo, o me está crucificando para siempre. Las caderas se amoldan perfectamente, en mis brazos hay un hueco perfecto para su torso desnudo y en su ombligo mis lágrimas encuentran un molde perfecto, sin asimetrías.


No hay condones, así que me visto y me bajo corriendo a un bar. Pido una guiness, porque soy idiota. Bajo al baño, me lavo la cara, meo, compro condones en la maquina, me remojo de nuevo la cara y subo. Todavía me están tirando la cerveza. Tengo prisa, en cualquier momento voy a empezar a pensar. Por fin la sirven, pago y subo corriendo las escaleras, donde está ella y la cama.


Metidos de lleno en el día siguiente, en la ducha. Nos besamos. Le digo que tenemos que poner uno límite. Uno a partir del cual ya no. Asiente, ríe y dice: "este". Y me besa. Preciosa riendo.


Me deja en Plaza Castilla con un nos vemos y una mirada triste. Si a veces la odio a muerte, estoy justificado tan sólo en una mirada como esta junto a una despedida como esta. Tan estúpidas ambas cuando se sincronizan. Tan inexplicablemente vacías si no se produjeran nunca. Si a veces aún hoy la sigo queriendo, estoy justificado en una mirada como esa en una despedida como esa.

Complacencias.

Para que todo sea consumado, para que me sienta menos solo, no me queda más que desear en el día de mi ejecución la presencia de muchos espectadores que me acojan con gritos de odio.
—Albert Camus. El extranjero.

1.

Si es cierto que la realidad es un puzzle, no todos tenemos las mismas piezas para montarlo.

Cuando llegamos a un pueblo paramos a descansar un poco y tomar un café. Guadalajara es una extensión semiyerma a ratos y complacida de sí misma siempre. Guadalajara es tremenda y sublime, en su lugar. Si quiere sequedad la tiene toda, y si quiere verdor cuando lo quiere lo tiene todo a su vez. Nos sentamos en una mesa junto a la pared y ella encendió un cigarro con la colilla del anterior, como si no fuera a haber más mañana o como si realmente le gustara fumar sobre todas las cosas.

2.

El alfarero está al sol, en el retazo de tierra frente a su casa. Está sentado y moldea barro en el torno. La imagen bucólica me golpea la cabeza un solo segundo para después volver todo a su mundanidad habitual. Es un hombre enorme a su modo, con una cara hecha de cuero curtido, poblada de arrugas y piel casi negra. Tiene los dedos bastos, fuertes, sólidos, torreones de batalla. Un cigarro de liar entre los labios y un vaso de cristal con vino cerca de la mano derecha. Me acerco sin poderlo evitar y me quedo mirando mientras levanta una peya de barro de la nada y comienza a hacer una jarra. Revoca el barro para que el barro haga lo que él quiera, pero no le fuerza. Le acompaña, como si la forma que acaba de nacer no pudiera haber hecho otra cosa más que lo que ha hecho.

Hiende el dedo en la forma para hacer la punta por la que resbalará el líquido, moldea con la mano una tira de barro y termina el asa. La fija, y corta el fondo con un cordel fino para liberar la figura. La coloca sobre un contrachapado y termina. La deja sobre un tronco de árbol cortado, le da una calada al cigarro, expele el humo y apoya las manos sobre las rodillas.

Y entonces me mira.

—Buenos días, buen hombre, ¿un vino? —ofrece, con un sonido gutural que perfectamente podía haber salido del tronco—.

—Hola, buenos días. Si, lo agradecería.

Se levanta y entra en la casa. Yo me quedo mirando la jarra como un tonto hasta que regresa, con una igual pero ya cocida y llena de vino y otro vaso. Lo llena y me pregunta qué me trae por aquí. Le comento que he venido con unos amigos a pasar el fin de semana. Él me dice que hace tiempo le gustó mucho viajar, pero ahora está bien aquí.

Él ahora está bien aquí. Es curioso como la climatología le ha curtido hasta el punto de tener la piel del color de la tierra que pisa y moldea.

—Todo el mundo tiene que encontrar un lugar en el que esté bien.
—Sí.

Me mira y no soporto su mirada, así que la centro en la jarra y me sirvo otro vino, que sabe duro, áspero, bronco, pero reconforta. Climatiza. Refresca y calienta, llena de ampollas la garganta mientras las cura. Un vino que es tierra al cincuenta por cierto y tierra con sabor a vino el otro cincuenta. Tomo un vino tras otro con la educación suficiente como para seguirle el ritmo, para no adelantarme en ningún momento. Vino que toma él, vino que tomo yo.

—Yo no soy de aquí, ¿sabe?
—¿No?
—No, vine por casualidad hace cuarenta años. Y me quedé.
—¿La tierra?
—Sí, muy arcillosa. Aquí no tenían alfarero.
—Comprendo.
—Entonces un alfarero era algo que enriquecía un pueblo. Todo el mundo estuvo muy contento de que me quedara. Todo el mundo puso de su parte. Me ofrecieron la casa, me ayudaron a sacar la arcilla de la tierra, después me compraron las jaras, los cuencos, los vasos, todo lo que hacía y pudieran necesitar. Tuve la posibilidad de casarme, no me faltaron oportunidades, pude formar una familia, pero no lo hice.

Volvió los ojos de nuevo hacia mí. Unos ojos hacia dentro en los que yo no sabía si debía entrar o no.

—Sin embargo, toma el vino en cristal. —¿Éstos vasos? Sí, este vino ya sabe bastante a tierra. El cristal no le añade más sabor del que ya tiene. Y hablando de vino, voy a por otra jarra.

Sus ojos son una sima en la que no sé si quiero mirar, y en eso pienso mientras le veo la espalda al caminar. Un hombre anclado en la tierra, que camina asegurando cada paso, horadando la tierra al avanzar. Tiene los hombros ligeramente encorvados y casi parece que le cuesta seguir andando, sólo por despegarse de la tierra un momento hasta rematar el paso. Sale con la jarra y una guitarra, y me la tiende.

—Nunca aprendí a tocar, pero le cambio las cuerdas cada tres meses. Me las traen de Guadalajara.
—Yo toco un poco.
—Ya lo sé. Tiene las uñas de la mano derecha largas, y las de la izquierda cortas y con las yemas de los dedos achatadas.
—Tiene razón.
—Me gusta escuchar la guitarra, desde siempre. Me saca un poco de mi cabeza, ¿sabe?
—Me gusta ver cómo moldea el barro, por lo mismo.
—Pues en ello estamos.

Coge una nueva peya de barro mientras yo afino las cuerdas, y comienza a levantar la arcilla, que toma la forma que siempre había debido tener aunque ella no lo supiera. Yo toco unas canciones de Pearl Jam, que es lo que me pide el cuerpo, y debemos componer una imagen curiosa los dos, el alfarero con su barro y yo con mis cuerdas. De vez en cuando paramos para darle unos tragos al vino. Me dice que le gusta más cuando se tocan las cuerdas de una en una, así que improviso una melodía arpegiada. Seguimos así un buen rato, hasta que llega el mediodía. Entonces me dice que tiene que ir a hacer la comida, y yo le digo que tengo que volver con mis amigos. Me dice “encantado”, y yo le digo que el encantado soy yo, sin duda. Seguramente hubiera podido quedarme a comer con él, pero hay ciertas dosis de consciencia que sólo pueden administrarse de poco en poco.

Y vuelvo a la casa rural por el camino, mientras el sol castiga a todo lo vivo con rayos verticales que descubren una realidad sumisa y sin ombligo.

3.

Ella no sale nunca de su cabeza, ni siquiera para dar una vuelta. Ni siquiera en carnaval, ni borracha. Ella siempre es ella misma. No siempre me pareció mal. Durante un tiempo pensé que había encontrado un modo de alcanzar la calma, dejar de dar tumbos, de darme golpes contra todo. Durante un tiempo me pareció que era una lección que tenía que aprender, que tenía que extraer de ella para silenciar a los demonios recalcitrantes que siempre andan dentro de mí buscando algo hermoso que destruir, montando jaleo.

Porque ella tenía la calma. La que da saber dónde se está.

Con el tiempo comprendí que no era así. Que daba los mismos tumbos. Pero se ocultaba mejor.

Que dentro de su cabeza se estaban librando las mismas constantes batallas, pero que no permitía que se vieran fuera. Que había decidido no darle importancia a nada ni a nadie para que nada ni nadie pudieran afectarle.

Eso no es fácil de mantener. Es consciente de que está dejando de ver casi todo el mundo. Eso pasa factura.

Su cabeza está tan descolocada como la de cualquiera, pero es opaca.

Ella misma lo ve de cuando en cuando, no siempre puede mantener el andamiaje oculto. En esos momentos percibe que todo es puro teatro. Que toda ella es puro teatro.

Con eso es más que suficiente para empezar con los tumbos.

Cuando fui consciente de tus tensiones dejé de perdonar tus egoísmos, tus faltas de respeto, tu desatención constante, tu indolencia.

No tenías nada que ofrecerme. No había nada que compensara tus desatinos.

Desde luego ya no podías ofrecerme tus ojos verdes. En ellos estaba todo inscrito, desde la primera vez que lo vi para siempre.

Eso nunca pude obviarlo.

4.

La reunión con Toño. El inevitable encuentro con Toño. El decirle a Toño que.

Desesperanzador. Frustrante. Torpe.

5.

Podría mirarte a la cara si no tuvieras esos ojos tan opacos. Podría pillarte de sorpresa, mientras mirases a otra parte. Creo que podría abrírtelos mientras duermes, pero estoy casi seguro de que sería inútil.

El otro día rompiste ese absurdo silencio que ha optado por imponerse entre nosotros dos. Me dijiste que querías dinero para tabaco y a mí me pareció algo. Después volvió y me quedé con las ganas de saber más sobre tu estado anímico.

Otro día me pediste una cerveza en un bar sin que yo siquiera lo sugiriera. Casi me pongo a gritar de felicidad, pero no pude hacerlo porque tenía la boca llena de confusiones y lacrada por la voz imponente del pasado, que no hacía más que decirme que eso no mejoraría en nada la situación ambiental de estos últimos desencuentros.

Alguna vez comimos juntos en un restaurante y casualmente coincidimos en el postre, y eso sí que está bien saturado de recuerdos de buenos momentos del pasado. Pero al final sólo pagabas y seguíamos a lo nuestro viendo la tele o jugando a no ver al otro en todo el rato.

Sé que hacemos el amor con las luces apagadas y cada cual a lo suyo, tú sabes: gritos por aquí y por allí y caricias casuales que no van a ninguna parte. Sé también que después enciendes la luz para leer porque has aprendido que los libros son un más que mediocre laxante mental y, de paso, un buen coercitivo para paliar mis constantes intentos de aproximación táctica.

Un día rompiste a llorar mientras íbamos en el metro y susurrabas: “¿qué nos ha pasado, por favor, que nos ha pasado?”, y ese por favor me espeluznaba demoliéndome por dentro porque estaba muy bien puesto ahí al haber sido completamente casual y espontáneo. Después debiste calmarte y retiraste mi brazo de tu hombro y sacaste un kleenex y te enjuagaste los ojos, y aunque parezca mentira tanto dolor debió terminar en la papelera, porque después en la fiesta a la que estábamos invitados no hiciste más que reír y reír mientras yo no podía evitar sentirme estúpido y como amoratado.

También sé de una vez que nuestras manos coincidieron en el picaporte de la puerta de la cocina y se nos rebelaron y se apretaron muy fuerte mientras nosotros disimulábamos nuestra extrañeza —y de algún modo, pienso ahora, un cierto incipiente e irreverente asco— delante de los invitados. Fue un momento mágico hasta que recuperamos el control absoluto de nuestros movimientos y simultáneamente las retiramos. Mal jugado. Volvimos a ello los dos de nuevo. Nueva retirada inevitable. Como soy un caballero, al momento te cedí el honor perfectamente discutible de abrir por fin la puerta. Tú, pese a las curvas en tu contra, también debes ser un caballero. Con un requiebro de muñeca fui por los pelos más rápido que mi sombra y salí de aquella escena idiota.

Pero de momento las cosas siguen pasando y no terminamos por decidirnos a coger los trastos y marcharnos. No tengo ni idea de por qué esto es así. Me lo pregunto de vez en cuando, no muy a menudo, cuando estoy en la cama y no duermo. Todo sería muy fácil si no fuera porque no lo es sin duda alguna. Pienso que podría mirarte a la cara si no tuvieras esos ojos tan opacos. Pero, por si acaso, ya no lo intento. Me esfuerzo en eludir su condenado frío y su maldita insubstancialidad y sobretodo seguramente las verdades tan crudas que se destaparían sólo con descorrer el velo, inviable y mordazmente eficaz, que de forma tan atinada — o no, o qué sé yo— te colocas en el cristalino aproximadamente todo el día y cada uno de ellos, inexpugnable y resignada e invertida y desenfocada. Como yo.

6.

No, no todos tenemos las mismas piezas. Nos metimos en la habitación de la casa casi con prisas, porque el tiempo era tan tonto que queríamos salvarle haciendo el amor de cualquier modo, completarle hasta darle sentido. No importaba que no supiéramos exactamente cómo, el caso es que era lo único que sabíamos hacer todavía sin muchos desencuentros. Recuerdo cómo escocía en los ojos el jabón de la bañera. Qué tonto me sentí cuando me metí en la cama lloriqueando y bizqueando con todo ese acíbar entre los párpados.

Recuerdo que tú decidiste también echarle la culpa al jabón.

Y empezamos con las posturas, emulando a gimnastas dentro de nuestras posibilidades, que entonces aún no eran tan reducidas como sí lo fueron luego. Empezamos a darle al sexo el uso del extremo y a gritar, reír, morder, arañar, sudar, empapar, llorar, babear. Un modo, como cualquier otro, de combatir.

Aún no teníamos nada que decirnos, pero después de todo conseguimos dormirnos razonablemente satisfechos.

Eso era mucho más que nada. No era una victoria, desde luego, pero era algo.

7.

Anochecía cuando volví a casa del alfarero. No tenía ninguna intención más que la de dar una vuelta y aspirar el aire más o menos puro. Supongo que sí tenía alguna intención. Me alegró ver luz en una de las ventanas, y llamé a la puerta. Me sonó un poco fingido el que dijera “te estaba esperando”. Un poco a mago de cuento, un poco Gandalf. Un poco ad hoc. Un poco resabiado. Sin embargo, había una jarra de vino sobre la mesa y un par de vasos de cristal llenos hasta el borde cuando entré en la cocina.

Tomamos distancia. Bebimos sin hablar. Vaciamos la jarra, y trajo otra.

“Me pregunto qué le condujo aquí”, dije cuando terminé arrancando.

“No lo sé. Estaba simplemente viajando, dando una vuelta, y llegué. Miré a mi alrededor y no me sentí a disgusto. Pensé en quedarme una temporada. Después un par de años. Al final decidí que iba a ser para siempre. Me pregunto qué te ha traído a ti”.

“No lo sé. Estaba simplemente dando una vuelta con esta gente”.

“Ya, buscando un sitio”.

“Supongo que sí”.

8.

Nunca pude obviarlo, pero el amor y la comodidad imponen sus ciclos y sus ritmos. No me fue fácil decirte adiós, porque en parte nunca quise decirte adiós. En parte todavía no quiero. Me volví blando. Acepté todo, y eso hizo que entraras dentro de mí. Nadie entra para un rato, una vez que entran, es de una vez y para siempre.

9.

Hola, Toño.

¿Qué tal, tío?

Me preguntaba cómo andabas, por eso quería que vinieras.

Bien, bien, bien. Despacio pero bien. He traído cervezas.

Levantas la bolsa que llevas en la mano derecha y la señalas con la izquierda.

Nunca están de más, te digo.

10.

Ella no sale nunca de su cabeza, pero yo me metí dentro. Estuve allí una temporada, en la medida de lo posible. Arranqué sonrisas en esa cabeza. Me preocupé en ella. Conseguí domeñar sus corrientes, a veces.

Se sentaba en el borde de la cama, se quitaba el sujetador antes de quitarse la camiseta. Después, se quitaba la camiseta. Se bajaba los pantalones y se deshacía de las bragas. Y rápidamente se introducía en las sábanas.

Hacíamos el amor de un modo torpe. Tu cabeza estaba llena de barreras, de límites, de estupideces. El sexo nunca fue algo bueno para ti, siempre tuvo algo de prohibido, aunque no en el mismo sentido que un tabú. El sexo hacía que te dejases llevar, que soltaras el timón un rato. Nunca te gustó demasiado soltar el timón. Siempre vigilabas haciendo el amor, con un ojo abierto. Nunca permitías que te llevase lejos, al lugar donde vivo. Al territorio donde me narro. Siempre hacías el amor como si hubieras mandado a un representante en el que no confiases demasiado.

Una vez, en el suelo del salón, te dejaste llevar. Al principio de todo, quizá en los tres primeros meses. Empapaste la alfombra, teníamos un cerco debajo de nosotros, un cerco enorme. Cuando terminamos y viste todo mojado sentiste vergüenza. Y volviste hacia atrás. Tu cabeza volvió a sujetarse. Saliste de la escena dejándome a mí allí en medio, preguntándome qué había pasado.

Esa es la última y la única vez que hicimos el amor. El resto de las veces interpretabas una elaborada coreografía diseñada para hacer como si, tanto antes como después de aquello.

11.

Una de las primeras noches que pasé con L en La Palma nos metimos en la ducha. Recuerdo que el calentador era eléctrico y diminuto, con la capacidad aproximada de una taza pequeña de té, así que constantemente teníamos que cerrar el agua. No importaba, porque allí nunca hacía frío. Recuerdo que el suelo del baño de aquella casa, un pajar reformado, tenía caída hacia el plato de ducha, así que no usábamos ni mamparas ni cortinas. Empapábamos todo y luego el desagüe, ese lugar al que enviamos las cosas que no queremos que dejen de existir pero sí que lo hagan de tal modo que sea como si no existieran, se ocupaba de todo. Teníamos un palo con una especie de recogedor de agua que empujaba los charcos reticentes y los hacía desaparecer.

Esa noche me ocupé de limpiarte entera. Cerré el grifo y cogí el jabón, y empecé a frotar tu cuerpo, tu cara, tu pecho, tus brazos, tus manos, tu sexo, tu nexo, tus caderas, tu culo, tus piernas y tus pies, entre cada dedo. Me ocupé a fondo. Tú me mirabas como si yo estuviera loco. El caso es que por diferentes azares del desatino siempre antes de conocerme habías sido la segunda. O la otra. Y no entiendo muy bien por qué nadie se había ocupado de ti, pero era cierto que te había generado la sensación de que no valías nada, de que de hecho eras y merecías ser la segunda.

Recuerdo que la primera vez que nos besamos, después de un rato, cuando volvíamos con el resto, me preguntaste “¿seguro que no estás con nadie?”. Y recuerdo las ganas de llorar que sentí después de que me lo preguntaras. Porque en ese segundo te vi entera, y no te merecías pensar así sobre ti misma. Una cosa es que el mundo se empeñe en hundirte. Otra muy diferente es que lo asumas. Te vi entera. La antena está conectada siempre, y siempre lo ha estado.

Años después, en El Frontón, el motel donde pasábamos los domingos cuando yo estudiaba y curraba y no tenía más tiempo para verte, me dijiste que te llamara puta. Supongo que era un juego, no sé muy bien. Pero recordé aquel primer beso, y tu pregunta, como una fotografía que se colocó directamente delante de mis ojos. Y me eché a llorar gimoteando que no podía llamarte puta. Demasiado Martini, pensé en aquel momento. Yo no podía llamarte puta, porque por mucho que quisieras tú no podías tomártelo como un juego, estabas buscando la expiación. Tenías escrita la norma, la ley, y buscabas el cadalso que reingresara la paz, el perdón definitivo, porque seguías teniendo dentro de ti el espíritu de ser la otra. Al menos eso pensaba yo, y era más que suficiente para mí. No, tú no eras puta, ni la segunda, ni una nada. Eras todo. Para mí. Y para el resto del mundo, si se hubiera tomado la molestia de tenerte en cuenta.

Aquella noche de la ducha empapaste la cama completamente. Y todo porque te había limpiado los pies. A veces el mejor afrodisíaco está precisamente donde se han producido todos los daños. A veces la excitación nace del dolor.

Me hubiera gustado que tú lo aceptases como lo normal, y no como una injusticia conforme al orden del tiempo, como una excepción.

12.

Toño, en las últimas semanas me he acostado un par de veces con Lisa.

Te levantas, con la mandíbula desencajada. Le pegas un puñetazo a la estantería, algunos libros caen, el televisor tiembla en su estante. Coges un litro y lo revientas contra tus labios. Pegas un par de patadas al aire. Enciendes un cigarro que fumarrajeas nervioso. Evitas mirarme a los ojos. Empiezas a preguntar “¿donde?”, “¿en el sofá?”, te lías a golpes con el sofá, como si hubiera sido el culpable. “¿En la cama?”, y te veo desaparecer en el dormitorio. Oigo golpes. Gritas. Gritas zorra, a veces, y cabrón, otras.

El odio no entiende de razones, sólo entiende de sí mismo.

El odio se construye sólo, es el único edificio que no necesita necesariamente cimientos.

Paran los golpes. Comienzo a oír sollozos. Suena como si te hubieras desplomado en el suelo, sin parar de llorar.

Espero un rato antes de ir a recoger tus pedazos.

Serán los muertos quienes enseñen a vivir a los vivos.

13.

Mi padre era alfarero. Durante un tiempo fui feliz en su taller, así que todo iba bien. Pero un día empecé a sentir todo pequeño. Empecé a viajar. No teníamos mucho dinero, así que lo hacía prácticamente con lo puesto. Conocí a mucha gente que me echó una mano, en muchos sitios. No tenía ninguna intención de irme de casa, no sé si me comprendes, sino simplemente de hacer que todo fuese grande otra vez para poder volver al taller para quedarme. Cada vez que regresaba, durante un tiempo, me sentía cómodo. Pero no duraba mucho. Al final ya no duraba casi nada. Me enamoré, y durante un tiempo fuimos al cine y tomábamos café por las tardes. Pero al final también la sentí pequeña a ella. No sé muy bien por qué, pero así fue.

Su cara de cuero curtido se tuerce en un gesto de dolor mientras llena de nuevo los vasos de vino.

Y empecé un viaje más, uno más, en el que llegué aquí. Pensé en quedarme un tiempo, y ese tiempo se fue alargando. Y se alargó hasta ahora. Pero nunca supe que me iba a quedar. Por eso nunca formé una familia, no sé si me entiendes, porque nunca supe si alguna vez tendría que marcharme de nuevo. Nunca quise ser injusto con nadie. Bastante sufrieron ya mis padres y mis hermanos cuando me fui. Y ella. Ella sufrió más. La sigo amando como si nunca me hubiera ido. Se casó, tuvo hijos, hace treinta y cinco años. No le fue mal, por lo que sé. Aunque también sé que nunca me perdonó. Nunca respondió a mis cartas, siempre supe de ella por cartas de otros. Y hace un par de años me enteré de que había muerto. Le encargó a uno de sus hijos que me lo dijera. El chaval vino aquí y me dijo quién era. Tomamos un café en esta misma cocina. Después de un rato me lo dijo. Le pregunté si ella me había dejado algún recado. Me respondió que sólo le había dicho que me dijera que había muerto. Nada más. Sólo eso. Sólo quería que yo supiera que estaba muerta. Yo no sabía lo que él suponía. Lo que había sabido por otros. Lo que le habían contado. Pero tampoco me hizo ninguna pregunta. Terminó el café y se fue.

Su cara de vasos de vino se tuerce en un gesto de dolor mientras llena de nuevo el cuero curtido.

Las cosas sólo suceden, le digo, y nosotros estamos en medio. No tenemos las piezas, los resortes, los mecanismos. Estamos arrastrados en esto, en caída libre, estamos atrapados en medio de todo esto. No hay mucho más que hacer más que hacer lo que se va pudiendo.

Me gustaría, me dice, oír la guitarra de nuevo.

Y ahora sí que toco, tan bien como puedo. Tanto como sé, mientras él vacía vasos de vino y mira a un infinito dibujado en la pared del fondo.

14.

No, no todos tenemos las mismas piezas. Nos levantamos por la mañana agotados, y nos encontramos en la ducha, en el lugar donde… bueno, de aquel modo, todo se esfuma, lo que no queremos, buscamos el desagüe. El lugar preciso donde deshacernos de esto. De este precioso regalo que ya no nos interesa. Pero confundimos el café con los besos y el gel con las caricias, y volvemos a llenar el tiempo usando el sexo como lugar de encuentro, y una cosa lleva a la otra y la otra a la cama y nos perdemos durante un rato largo en las cosas que nos hacen sentir parte al uno del otro.

Una vez un alma encontró aquella que le completaba. Eso sucedió, tengo constancia, pero no duró.

La victoria es un asunto sobrevalorado. En realidad, poniendo las cosas en función de la variable tiempo, lo inapelable es la derrota. La victoria es siempre cuestión de tiempo, un asunto temporal. Me hubiera gustado colmarte de besos, a ti y a ti y a la tú que no sé qué tú eres ya. Palomas en la quinta. Colmarte de besos de tal modo que nunca jamás hubieras necesitado nada más. Que me colmases de besos de tal modo que nunca hubiera necesitado nada más. Pero eso sí que nunca lo he visto.

Jamás.

Tengo tu pezón en la boca y me pregunto si está en el lugar indicado. Si mis manos lo están. Si nos une algo más que este instinto de reventar el tiempo follando para que el tiempo signifique algo. Si hay algo que pueda unir más que reventar el tiempo, del modo que sea. Intentar algo para que algo signifique algo. Quiero volver a pillar al tipo que lo tiene todo claro, al que dejé en una silla atado, sin un trozo de carrillo, con el labio partido, escupiendo sangre. Quiero preguntarle esto. Necesito que me dé una respuesta. Satisfactoria. Cambió de pareja, cambio de todo. Cambio de lo que sea, con tal de que todo vuelva a significar.

Cambio de vida, por favor, tipo loco hace sombreros.

Yo doy el intro, tú te encargas de materializarlo.

Eso es lo estúpido de todo, lo enormemente estúpido, que seguramente hay un puzzle que tiene que ser completado, pero cada uno tiene piezas diferentes y, sin embargo, todos estamos en esto juntos. Intentando hacer comprensibles nuestras fichas. Pero cómo podemos esperar que otro entienda nuestras piezas si no es capaz de verlas, mucho menos de comprenderlas, mucho menos orientarnos sobre dónde deben estar puestas.

Y como no hay nada más, y como siento frío y de pronto me encuentro solo, fatalmente solo, simplemente solo, aferro tu pezón porque aunque no sea cierto quiero creer que es el lugar donde se encuentran todas las respuestas, esperando. El lugar donde guarecerme de este estúpido, completo, fatal, agónico momento gélido.

15.

Cuando entro en el dormitorio estás en el suelo, lloriqueando. Llorando todo lo que no has llorado antes, porque estabas convencido de lo que hiciste. Mi padre tenía valores como genes, que afectaban al mundo sin que el mundo pudiera tocarles un pelo. No todos tenemos esa suerte. No todos tenemos esa honestidad. No todos tenemos ese tipo de dureza.

He visto tipos, duros como el acero, partidos por la mitad por una racha de viento.

He visto tipos tan flexibles que eran incapaces de tomar una sola decisión.

Te levanto del suelo y abrimos una cerveza. Tu te debates entre las ganas de reventarme a golpes y las ganas de abrazarme como nunca, y como no lo tienes claro no haces nada. Me miras con rabia, pero no me golpeas. Me miras con rabia, pero no puedes evitar darme la mano para que te levante.

Serán los muertos quienes enseñen a vivir a los vivos, porque yo estoy muerto, de un modo que ni comprendes ni comprenderás en mucho tiempo. De un modo inaprensible para ti de momento. He estado en muchos sitios. Mientras tu estabas en tu casa haciendo una vida y tomándote recreos conmigo leyendo a Baudelaire, caminando conmigo directo a la borrachera, yo andaba dando vueltas, pensando. Tengo mucho tiempo de ventaja sobre ti. Mientras tú tenías suerte yo estaba perdiendo, con N nunca dejé de perder a marchas forzadas, echando carretillas y carretillas de carbón en las calderas, huyendo hacia delante. Tengo sobredosis de dolor. Eso no sé si me convierte en indolente, quiero creer que no, pero seguro que sí en el tipo descreído que sobrevuela las cosas. Pero sí en el tipo que está tranquilo en medio del huracán. El tipo que no vale casi nunca para nada pero que cuando todo el mundo está confuso dirige a la gente a los botes. Y les pone salvavidas a todos y les mete chocolatinas en los bolsillos, para que no pierdan calorías en el momento preciso.

Así que si quieres golpearme, harás bien, conforme al orden del tiempo, conforme a la ley. Nadie se salva sin la ley, y así es porque está escrito, y siempre y sólo porque está escrito, porque si no está escrito estamos hablando de la realidad inaprensible, de la que propiamente nadie quiere hablar. Golpéame y me habrás dado el perdón. La ley limpia, concreta, normaliza. Si me das la primera ostia me habrás dado una satisfacción, y te la habrás dado a ti mismo. No me hace falta tu exégesis para mí mismo, pero sí para ti. Sí para que tu pienses que con todo esto hemos expiado algo. Hemos cubierto algo, solucionado algo. Para que tu pienses que ha cambiado algo. Aunque todo siga siendo lo mismo. Aunque no hayamos movido ni un ápice nada de todo lo que existe.

Tengo sobredosis de dolor, y nada de lo que hagas va a cambiarlo.

N me responsabilizó de todo y se cerró. L me responsabilizó de todo y se cerró. Yuka lo hará, Lisa lo hará. ¿Quién coño eres tú para hacerme sentir culpable? ¿Qué fuerza tienes? N decidió poner sobre mis hombros un peso que nunca dejó de ser suyo. Mi camino es una espiral hacia abajo, una eterna caída libre en la que a veces me cojo de la mano de alguien. A veces, pero nunca dura mucho. Nunca dura lo bastante. Nunca dura para siempre. ¿Quieres, por favor, golpearme y terminar de una vez?

No estaría de más volver a la normalidad.

Vivir de combate.

Allí donde está la génesis de las cosas que existen, allí mismo tienen estas que destruirse por necesidad. Pues ellas tienen que cumplir mutuamente expiación y penitencia por su injusticia conforme al orden del tiempo.
—Anaximandro de Mileto, citado por Salvador Paniker en Filosofía y Mística.

1.

N es una persona endeble. Débil, frágil, que se recubre de una apariencia de fuerza como actitud defensiva. Ciertas conversaciones con amigos en común me llevaron a pensar que quizá fuera mejor retomar la normalidad con ella, una relación tonta y liviana de buenos días y buenas tardes para dejar de perderme todo lo que estaba sucediendo en el grupo del que hasta ahora habíamos sido parte ambos. Con la historia que me contó de su anterior relación, en el que todos se pusieron de parte del tipo después de romper, ni se me ocurrió meterme en medio. Me aparté, me hice a un lado. Las pocas ganas que tenía de verla hicieron el resto. Me distancié algunos meses. Después me crucé con algunas de esas amistades, y vi que me estaba perdiendo cosas por nada.

Decidí intentar algo, establecer contacto.

Un martes me emborraché con orujo para entrar en comunión con el mundo y dejar las barreras de lado y le mandé un mensaje diciendo que ya podíamos hablar. Un mensaje torpe y tonto, como el primero. Me respondió contenta, así que hablé con ella y, como no tenía barreras en mi comunión, le conté todo lo que es cierto aunque no es todo: que la había echado de menos, que me gustaba saber de ella. Fui sincero en todo. Me había quitado las barreras, me había metido en medio del mundo donde todo es calma.

Pero eso no se puede hacer con personas como ella.

Lo único que la hacía parecer real es que aún no había reaccionado. No había tenido tiempo de levantar un mundo entre ella y el que yo le acababa de presentar. Lo único que no se soporta es el olvido. El olvido es lo más parecido a no ser. Torturador, recuerda. Ella pensó que yo la había olvidado, después de tantos meses sin contacto, que yo había seguido perfectamente con mi vida sin verla volver un solo segundo. Lo primero que sintió al yo decirle que la había echado de menos fue la sensación inmensa de que yo la recordaba, de que seguía siendo.

Pero esa alegría no es suficiente, no dura mucho para personas como ella.

2.

¿Va a volver a suceder?

No lo sé, Toño. No tengo control sobre eso.

Joder.

3.

Tuvo mucho tiempo, yo la llamé un martes, quedamos el sábado. Cuando nos encontramos en el mismo lugar donde tantas y tantas veces ella ya había dejado de ser real: se había escudado en un mundo reificado que conformaba el marco de su percepción, había tomado posición. De nuevo había dejado de ser interesante. Volvía a ser menos que nada para mí. Estuvimos hablando de chorradas un tiempo. Qué tal le va a este, qué tal le va al otro. Cómo estamos todos. Bieeeeeeeen.

Entonces fue cuando me noqueó.

Había tenido tiempo para prepararse.

Construyó una defensa.

No le preocupaba ser, le preocupaba ganar.

Se inventó una estrategia, y justo después, como no le pareció bastante, se convirtió en ella.

Puta locura.

Imbécil estupidez.

Yo no estaba preparado. Nunca estuve preparado contra ella. Nunca jamás. Nunca durante cuatro años. Teníamos diferentes alineaciones. Yo alineo a los jugadores que tengo. Ella les hincha a esteroides. Les convierte en mega-soldados. Les jura que van a follar todo lo que quieran después del partido. Que si mueren durante el partido irán a un lugar donde poseerán a doscientas vírgenes sin cansarse lo más mínimo y sin gatillazos. Mis muchachos no pueden hacer mucho contra eso, porque son lo que son. No están ahí para ganar. Están ahí para ser.

Yo salté al ring sin saber que estaba en uno. Yo pensé que estábamos en la mesa de una cafetería, tomando una cola light y un tercio. Ni siquiera me había dado cuenta de que ella tenía los guantes puestos. Ni siquiera al verla fumar torpemente con ellos. Yo seguía pensando que ahí estaban dos colegas hablando de algo que habían vivido juntos. Nunca se me ha dado bien ser un púgil. Menos aún si no sé que tengo que serlo. Soy un fajador. Aguanto. Pero me destrozo en ello. Y cada vez queda menos de mí. Aguanto cediendo. Eso ha sido así siempre.

“No quiero hablar de lo que pasó, porque tengo la sensación de que voy a salir perdiendo, porque tú tienes más rabia que yo”.

Esa fue la campanada de inicio. A partir de ahí empezó a hablar. Tenía que haber sospechado algo. El contenido de la frase ya dice bastante del tipo de conversación que se esperaba.

La charla telefónica del martes no fue nada el miércoles. Ella el miércoles ya se puso los guantes. Supuso que yo haría lo mismo, porque ella no sale jamás de su cabeza e intuye que todo el mundo va a actuar como ella. En ese sentido es tremendamente infantil, un niño egoísta en su ombligo, no ve a nadie excepto a ella misma, y todos son y se comportan como ella. Siempre me dice que tiene mucha empatía. Yo nunca la he visto, tampoco he visto señales de ella. Cómo ser John Malkovich. En su cabeza todas las caras tienen su cara. Nunca me ha creído en todas y cada una de las veces que le he dicho que no tengo estrategia. Que digo lo que pienso y lo que siento, o lo que creo pensar o sentir en un momento dado, sin más intención que esa. Ella piensa que sólo se habla en su favor o en su contra. Su vista es tan limitada que el resto de opciones desaparecen. O estás con ella, o contra ella. No existe más tierra en el mundo que esa.

Si sólo una vez se hubiera metido en mi cabeza se habría detenido para dejarme coger aire. Si supieras el daño que me causas, no lo harías jamás. Si sólo intuyeras el daño que me causas, pararías. Inmediatamente. No podrías soportar hacer otra cosa.

Ni siquiera cuando estaba cayendo redondo al suelo, sin saber muy bien qué había pasado, pude darme cuenta de que estaba rodeado por las cuerdas del cuadrilátero.

4.

Salgamos fuera. A donde todo sucede. Vamos a emborracharnos. Vamos a perder el conocimiento. A recuperar el cuadrupedismo. Vamos a hacer como si no te hubieras tirado a mi chica, y a excentrarlo. A sacarlo de quicio. A arrancarlo de sus goznes. Vamos a reventarnos, a destrozarnos el hígado, vamos a hablar entre balbuceos, vamos a matarnos. Joder, hagamos lo que sea, pero hagamos algo.

Deberías darme una ostia, sería todo más fácil.

Pero no es sencillo, amigo mío.

Salgamos fuera entonces.

Pasamos primero por el cajero. Había que estar preparado. Nos destrozamos en trabajos incoloros precisamente para esto. Para poder hacer esto luego. No he estado aquí nunca. He pasado por esto muchas veces, pero no he estado aquí nunca.

5.

A partir de ahí empezó la fiesta. No dejó de suceder. En medio del K.O empecé resistir como fajador. No sé si el arbitro dio por finalizado el encuentro, pero lo hiciera o no ella estaba compuesta de oídos sordos. La gente abandonaba sus asientos, porque aquello era una masacre, era feo. Me estaba masacrando según su plan establecido. No sé cómo no se aburre, en mí jamás encuentra resistencia, mis soldados son como son y no pueden hacer nada frente a sus chicos hipervitaminados. Nunca ha comprendido que la victoria es un asunto sobrevalorado, que darle demasiada importancia a la victoria te lleva a situaciones como esta. La victoria es un cuento que nos contamos los unos a los otros, y que nos lleva a todas las formas de genocidio. La victoria es una mierda. Lo importante no es ganar ni perder, es ser. Ser ganando, ser perdiendo, da absolutamente igual mientras se sea. Ser es la única puta victoria. Y es la única que dura. Toda la vida, una vez que empiezas. Esa no te la puede quitar nadie. En principio. No durante mucho tiempo (en el caso del ser, la derrota es la que es temporal).

Me destrozó.

En mi esquina no había nadie para tirar la toalla.

En la suya había un equipo entero de asesores.

Yo ni siquiera había visto el ring, seguía pensando que estábamos en un bar.

Si lo que yo quería era haberla visto a ella, jamás debí concederle tiempo.

Todos sus complejos, todos sus miedos, todas sus enfermedades, su mirada miope y cuadrada se pusieron de acuerdo para golpear antes de recibir un sólo golpe. Para matar a la primera y no dar oportunidad alguna.

Perseguir la victoria es una mierda, repito. Unas orejeras inmensas que sólo te dejan mirar hacia delante. Te pierdes el paisaje que está alrededor. El paisaje es lo único que importa, pero para contemplarlo debes dejar de pensar en ganar del modo en el que entiendes ganar, amiga mía.

En la victoria no importa nada, sólo vencer. En la victoria no importa la verdad, la coherencia, ni los hechos, ni los sentimientos propios, ni los del otro. Como un verserker se lanzó a destrozar, un perro rabioso, un ariete ciego. Yo no tenía ninguna posibilidad, nunca la tuve.

Su alma agarrotada sólo pararía cuando tuviera el corazón sangrante y aún palpitante del contrario en las manos, mientras yo agonizaba en lo que yo seguía pensando que era una cafetería, con el pecho destrozado y abierto.

Eso es ganar. Eso es la victoria. ¿La quieres? Tuya es. No pienso discutírtela. Si esto es lo que quieres, esto es lo que tendrás. No soy rival para ti. No lo he sido nunca. Nunca voy a querer serlo. No por ti. No. Es que ese no es mi juego. Yo estoy en otra liga donde las cosas van de otro modo. Quizá yo esté en los mosca y tú en los pesados y eso te ponga las cosas fáciles, pero aún así sinceramente me quedo con la mía.

Y también me quedo todo lo que te has perdido. Lo que no verás nunca. Lo que no serás capaz de ver nunca. Ni siquiera tendrás una ligera idea de que existe algo alrededor de tus orejeras.

Dices que siempre he intentado hacerte sentir culpable. Decirte lo que siento no es culpabilizarte de nada. Porque es lo que es. Tus barreras son lo que construyen una estrategia donde sólo están mis ojos mirándote. Me gustaría que me dijeras qué gano yo culpabilizándote de nada. Qué intención tengo si es lo que intento. Y me dirías “ganar”. Nunca has salido de tu cabeza. Tu intención es siempre vencer, por lo que para ti sólo hay dos tipos de cosas: las que corren a tu favor y las que corren en tu contra. Y todo lo demás no existe. Amiga mía, no comprendes la parte tan pequeña del mundo que estás percibiendo. Ni el daño que me haces al obviar lo demás. Si fueras consciente del daño que me estás haciendo, dejarías inmediatamente de hacerlo. No podrías soportarlo. No puedes ni podrás llegar a comprender jamás el daño que me hace verte así. Las luces de alarma que he encendido para no llegar aquí. En las luces se podía leer “no voy contra ti”, y “esto no es una batalla” y “sólo quiero hablar contigo” y “no pienso destrozarte” y “por favor, háblame tú”.

Pero no tienes ojos para verlas. Las enciendo para nada. Con esperanza, pero para nada. Si alguna vez leyeras esto, para ti sería el peor ataque, no entenderías mi dolor, verías sólo golpes donde no hay ninguno, intentos de culpabilizar. Jugamos en diferentes ligas. Compartimentos estancos. Diferentes lenguajes. Diferentes realidades.

Compartimentos estancos.

Tengo una baza que no me hace falta ni recordar, ni saber que está ahí. Y es que la derrota sobre el ser, al contrario que la derrota que tu entiendes, siempre es un asunto temporal. Nunca dura para siempre.

6.

Lisa, tenemos que poner un punto final.

Nunca ha habido un punto inicial.

Lo sé.

Hay que frenar esto.

Lisa, nunca me he acostado contigo.

Yo tampoco contigo.

Lo sé.

Es un poco triste.

No lo es, porque no lo ha sido.

Ya, yo no lo he sentido triste.

Yo tampoco.

Entonces tienes razón.

7.

En el K.O. me transformé en el que fui. Eso es algo que no me cuesta reconocerme.

Una especie de metamorfosis al revés: la mariposa se convierte en un capullo. Voy teniendo claro el orden.

Volví a quererte exactamente como te quise.

Como si nunca te hubiera dejado. Como si nunca me hubiera alejado de ti harto de luchar y de que todo fuera una pelea de barrio tonta y estúpida en la que lo único importante era decir “y tú más” más veces que el otro.

Fuera de combate volví a tener dentro toda la dependencia de ti. Toda la dependencia que generas destrozando. Imponiéndote siempre. Siempre por encima.

Volví a amarte exactamente como te amé.

No, no me hubiera arrancado los brazos antes de abrazarte cuando me lo pediste. No. De haberte abrazado, me hubiera perdido muy lejos. Fue después cuando me concedí más valor del que tengo y supuse que me había dado cuenta de todo, y que te odiaba. No fue así, de lo único que me di cuenta es de que si te abrazaba me perdería mucho más tiempo, mucho más lejos.

Lo único cierto es que no voy a poder odiarte nunca. Cuando entran en mi cabeza lo hacen de una vez y para siempre.

No me había dado cuenta de nada.

Todo el mundo debe encontrar un lugar, un lugar en el que encontrarse, al que siempre volver.

Lo que sucede es que ese lugar que se encuentra no siempre es el adecuado. A veces se planta la tienda en cualquier parte, porque uno está cansado y sólo quiere parar.

El alfarero y el tipo borracho encontraron su lugar. No sé si es bonito o feo, o conveniente. Pero era su lugar. Es verdad, es mucho más triste no tenerlo.

Te amé como si no hubiera pasado nada.

Me metí detrás de ti. Fuiste mi lugar durante mucho tiempo. No era el lugar adecuado, pero era un lugar. Y con un sólo golpe me devolviste al lugar del que me fui. Tu ataque me desmontó y te quise.

Volví a casa y le pegué duro a la cerveza. Me emborraché como en los viejos tiempos, cuando aún estaba contigo e intentaba dilucidar qué me estaba pasando. Cuando bebía sin conocimiento, intentando ver algo detrás de ti. Sin poder hacerlo. Tus riendas son duras. Son tremendas. Son terribles.

No sé de qué te hablé cuando me llamaste después de enviarte un mensaje que decía que era demasiado duro, que prefería que nos diéramos más tiempo. ¿Te hablé de amor? No lo sé. ¿Te hablé de nosotros? No lo sé. Era un tipo borracho en un salón buscando un modo de conciliar el sueño. Sólo eso. Si te hablé de amor era cierto.

Pero las derrotas del ser son efímeras.

Una vez que uno se ha mirado, se ha reconocido y se ha contado ciertas cosas, es imposible dar marcha atrás.

Sí, te quiero.

Pero no puedo contigo.

No quiero tus peleas de barrio.

No quiero vivir en constante confrontación.

Necesito un lugar que me admita, que cuente conmigo.

Que me tenga en cuenta.

Que sepa ver lo que necesito. Y que sea importante para él sólo por ello.

No es fácil, pero sí tremendamente sencillo.

No puedo ser tu amigo.

Porque eres incapaz de verme.

Porque sigues repitiendo las mismas estructuras, y me he cansado de dar luces de alarma. Y eres peligrosa. Eres tremendamente peligrosa para mí. Puedes desmontarme con una frase. No me has visto nunca. Me moldeas.

Te has perdido todo lo que soy, amiga mía.

Soy todo lo que me rodea.

No lo que tú quieres coger.

Estoy cansado de pelear.

Prefiero hablar.

Si algún día sales de tu cabeza y lo comprendes, estaré aquí para una buena conversación.

Pero tendrás que dejar de lado muchas cosas.

Y no creo que sepas, aunque quisieras.

8.

Quedamos para comer un domingo, en su casa. Toño había decidido volver, y Lisa había aceptado porque su ánimo siempre es conciliador. Y porque le gustaba cómo olían sus calzoncillos.

No es que lo hicieran de ningún modo especial. Igual de asqueroso que los de todos según el día.

Pero sí que es verdad que olían a casa. O al menos eso decía ella.

Ha habido días en los que me he dormido en este baño con una cerveza en la mano y un cigarro en la boca. Este baño es uno de los muchos lugares que existen en substitución de El Lugar. Aquí estuve cómodo, dormido en la bañera con el grifo goteando en mis pies. Congelado pero cómodo, mojado pero cómodo.

Me gusta que hayan vuelto a estar juntos.

Que todo esto siga existiendo.

9.

Evidentemente, al despedirnos, me dijo que ya podíamos quedar todos juntos y que tú y yo podíamos darnos un abrazo. En su plano de acontecimientos había salido todo bien. Yo le había dado la razón. Yo seguía sintiendo. En su cabeza yo estaba preparado para seguir conviviendo. Había ganado, la victoria era suya. Y era una victoria clara. Sin dudas. Descarada.

No entiende que las derrotas del ser son efímeras. Puedo imaginar el golpe que se llevó después, cuando todo volvió a su sitio, el ser se recompuso. Sé que no ha entendido nada. No puede hacerlo. No porque sea tonta o lista. Es tremendamente inteligente. Pero es ciega. No sale de su cabeza y, por más que le joda, el mundo no es su cabeza. No se comporta como tal.

Muchas veces me contabas cosas de la gente que conocías, preferencias, o cómo reaccionarían ante algunas situaciones.

Y no solías acertar. Hablabas de cómo reaccionarías tú. De tus preferencias. Pensando que eran las suyas. Nunca has visto a nadie. No estamos en tu cabeza. No puedes interpretarnos bien.

Me daba mucha pena entender que yo conocía mejor que tú misma a la gente que lleva a tu lado toda la vida. No tiene sentido.

Al día siguiente me desperté de nuevo en mi cuerpo. Quizá algo parecido le pasó a L en su momento cuando su mirada se llenó de cristales rotos. Quizá estaba tan cansada que necesitó volver a casa un rato. Pero como las derrotas del ser son siempre una cuestión de tiempo, al día siguiente volvió a despertarse en su cuerpo, y por eso no pudo evitar mirarme con el crujido de algo roto, ni decirme lo siento. Ahora lo veo claro.

Una de las cosas que le agradezco a L es que siempre fue ella. Equivocada o no. Jamás diseñó una estrategia.

Hizo lo que pudo.

Eso es más que bastante.

Siempre supe que no había sido una estrategia, tampoco me hacía falta a mí tener ninguna. Pero aún así no pude soportar todo aquello. Me alejé. Por pura superviviencia. Sobreviví, pero hice mal. He visto tipos duros como el acero partidos por la mitad por una racha de viento. No me doblegué lo suficiente. Sobreviví, pero perdí mucho.

Al menos no mentimos nunca. Nunca perseguimos la victoria.

En cierto sentido perdimos, en cierto ganamos.

Pero no dejamos de ser nunca.

Eso es todo lo contrario a la derrota. La felicidad es un adjetivo, ser es el verbo.

10.

Bebimos como imbéciles. Recuerdo esa palabra. Una vez, de crío, llamé imbécil a mi padre, a ese tipo que tenía valores como genes y que siempre ha estado conmigo, formando parte de mis idas y venidas como juez y parte. Me hizo buscarla en el diccionario, porque cuando me preguntó qué significaba imbécil no supe qué decirle. Mi padre era ángel y demonio. Mi padre leía constantemente, y tenía unos brazos como martillos. Imbécil, en la enciclopedia en la que lo busqué, señalaba a un tipo que ha perdido el báculo. El apoyo. El sentido, supongo. Un tipo que no podía caminar, interpreté. Me arrepentí durante años de haberle insultado de ese modo.

Valores como genes. Por más que el mundo le golpeara, no conseguía modificar ninguno. Una honradez a toda prueba. Que el mundo estuviera corrompido, no le iba a modificar en absoluto. Él seguía dándolo todo y recibiendo ostias. Pero lo importante era lo que consideraba lo correcto. Incluso después, cuando ya todo le fue imposible y lo perdió todo, se deshizo de los escudos pero siguió manteniendo sus valores.

Bebimos como bestias, pero yo me estuve conteniendo. Todo lo que quise, porque ya no era tan importante beber para levantar la visera del yelmo. Hasta que Toño se puso a roncar, desnucado en cualquier parte.

Entonces me acerqué a Lisa, que tomaba un té mirando el televisor.

Y por fin pude hablar con ella. Por fin las preguntas se formularon solas.

No teníamos nada que ocultarnos.

Lisa, ¿por qué soportas esto?

Me miró un buen rato, con toda la luz de sus pupilas, considerando la respuesta. Meditando para hacerla comprensible.

Mírale roncar, me dijo. Le ves ahí, con el cuerpo en el sofá y con la cabeza en el suelo.

Le veo.

Ese tipo es como es. Ese tipo me quiere. Ese tipo me cuida. Simplemente, necesita todo esto para vivir, al igual que necesita otras cosas. Necesita tenerte cerca, sentir que exprime la vida, a veces de este modo. Sentir que significa algo. ¿Quién soy yo para negárselo? ¿Como podría robarle esto y pensar que seguirá siendo el mismo?

Por eso no tienes defensas, Lisa. Por eso no las tienes. No haces daño a nadie, no tienes temor. Nadie puede atacarte. Por eso tienes ese muro de calma a tu alrededor, estás en paz con todos.

No lo sé. Sólo sé que me doy cuenta de que todo el mundo tiene grandeza en lo que es. Puedo ver cosas en ti que te salvan. Puedo ver cosas que te convierten en único, y las veo en ti y en todos. Creo que eso es lo que importa salvar.

Toño tiene una suerte inmensa.

Y se la busca. No es tan sencillo. Hoy has estado aquí comiendo, aunque nos acostamos.

Pero yo no me acosté contigo. Tú conmigo tampoco.

Eso explícaselo a él, si puedes.

No pude. Golpeó mi sofá. Le pegó duro a mi cama.

¿Sí?

Sí.

Y después Lisa rió. Como si fuera una ninfa del bosque o algo con la misma inconcrección y con el mismo tirón mitológico, con el sonido de agua corriendo en una fuente repleta de notas y de perspectivas. Me miró sin dejar de reír. Me cogió la cabeza y me besó en la frente. Y después puso sus ojos en los míos de nuevo. En ellos estaba la luz de la que se alimenta.

Una luz enorme.

La luz de lo inmediato. De estar en el mundo.

No me sorprendió verla ahí. Pero me reconfortó.

Eres precioso, me dijo.

Tú también.

Entonces sigamos andando juntos, a su lado.

Te juro que no habrá nada que me impida hacerlo.

Lo sé.

Nos abrazamos un rato, o una eternidad, no lo tengo claro. Cuando vi la luz anaranjada del amanecer tras la inocencia de las cortinas me separé, volví al suelo, al lado de Toño, y me dormí tranquilo.

11.

El miércoles fue el último día. El último posible. Me llamaste preguntando qué tal estaba. Yo te había dicho que me dejaras en paz un tiempo, por lo que me extrañó tu llamada, no va con tu orgullo. Me preguntaste qué tal. Me encantó. Te respondí que bien. Entonces me preguntaste cómo hacer un par de tontunas con un programa de fotografía. Estrategia.

Como si fuera casual.

Como si fuera normal.

No me habías llamado para saber qué tal estaba. Tenías que entregar la presentación al día siguiente. Te dije que no me llamaras. Y te lo saltaste por una presentación.

Me sentí caer y caer.

Perder altura.

Entrar en barrena.

Sentí odiarte un segundo.

Te dije que no podía seguir hablando por cualquier excusa y colgué.

Un rato más tarde te mandé un mensaje, pidiéndote que te llevaras las cosas de mi casa y que dejaras las llaves en mi mesa al salir.

Ya no puedo más.

Ya no quiero verte más.

No me quedan luces de emergencia, chica.

No me quedan.

Dos días después fue mi cumpleaños. Y recibí un mensaje tuyo diciéndome que tu hermano vendría a mi casa la semana siguiente a por las cosas.

Ni rastro de un feliz cumpleaños. Amiga mía, tú y tu cabeza. Tú y tu cabeza. Sólo un “ten un buen día”. Te deseo lo mismo. Para el resto de tu vida. Y es sincero. Cuándo aprenderás.

Esta es mi parada. Pese a todo, me alegro de haber compartido asiento contigo. Me has devuelto a mí mismo, aunque con un largo rodeo. Pensé que estaba roto porque L me faltaba. Tú me has enseñado que sólo estoy verdaderamente roto cuando me falto a mí mismo. Pensé que la realidad era fea, algo que no merece mucho la pena ver más que por curiosidad. Ahora veo otras cosas. Otros brillos. Nuevos estribillos. No muy halagüeños, todavía. Es cierto. Pero es algo.

12.

He sido feliz muchas veces, mucho tiempo. Siempre de combate, de combate con la guitarra, de combate con el alcohol, de combate con el sexo, de combate con una verdadera conversación, con un buen libro, con una buena idea dándome vueltas en la cabeza. He sido feliz cuando he sido libre, cuando me he desprendido de esos escudos que se supone están protegiéndome de algo. No sé de qué, no sé cuánto soportan o cuánto han soportado. Ellos me harían llevar una vida cómoda, no lo niego.

Pero desde luego no feliz.

Ser feliz, en cualquier caso, no es un valor. Lo importante es ser. Sin adjetivos. Perdimos la referencia de que el asunto estaba en el verbo y manipulamos el mundo para acoplarle los adjetivos que estábamos buscando.

Sólo soy yo mismo cuando los retiro. Kike, ese es el quid, lo que nunca comprendimos, lo único y el todo que significa el combate. El combate es tan enorme porque… es volver a lo inmediato al retirar las barreras, al elipsar el medio, y lo inmediato es lo único que existe, lo único que puede existir. Es darles una respuesta a los escépticos, ofrecerle el oxígeno que siempre ha necesitado la realidad después de ellos. Nos pasamos tantas noches en una de las facetas de combatir… borrachos por las calles del centro de Madrid, buscando por todas partes, siempre buscando, nunca satisfechos, sin encontrar nada. Porque no sabíamos dónde mirar. Éramos absolutamente incapaces de ver nada, aunque lo tuviéramos delante. Teníamos la idea, sentíamos la idea, pero no entendíamos aún nada. Espero que hayas metabolizado tu teoría, con el tiempo. Que no te hayas perdido por el camino, porque es realmente fácil hacerlo. Sencillo no es, fácil sí.

Los escudos son el medio, y son nuestros. Viven en nosotros, nosotros los hemos creado a partir de nuestros miedos, nos aíslan y nos bloquean del resto. Lo inmediato, sin embargo, se construye en lo circundante, en la suma de los inmediatos de todos. Si nos miramos a la cara podremos decirnos cosas. Podremos enseñarnos cosas. Podremos cogernos de la mano y dejar de caer al vacío a toda prisa. Es más, si me miro a la cara podré empezar a decirme realidades a mí mismo. Sólo entonces podré decirte algo real a ti. Lo importante no soy yo, ni todos. Lo importante es lo real, lo inmediato. Y no importa la suerte que corramos.

Los escudos, exactamente y del mismo modo que las caderas de N, amortiguan el movimiento. Es cierto que nunca más vamos a sentir dolor extremo. Pero tampoco felicidad completa. La cabeza de N nunca sabe qué sucede debajo de su cintura: para bien y para mal. Los escudos se interponen entre nosotros y el mundo. Y están tan aferrados a nosotros, son tanto ya de nuestra carne, que sólo de combate podemos retirarlos completamente. Supongo y espero que llegará un momento en el que el combate no signifique nada. En el que vivamos de combate todo el tiempo de tal modo que sea lo único que existe, y por ello no haga falta darle un nombre que lo diferencie del resto. Un momento en el que no hagan falta los rituales, porque no habrá escudos que retirar.

Me gustaría volver al tipo que tengo atado a una silla terriblemente golpeado y saber mostrarle que no está viendo nada, que su visión del mundo se detiene justo en la frontera de su córnea. Pero no sé hacerlo. Y nunca sabré. Y no sabré nunca cómo porque no es posible.

No comprendo a los que se emborrachan buscando distanciarse del mundo, es desperdiciar las oportunidades. Si es necesario hacerlo, es conveniente que sirva para meterse en el centro exacto, completamente dentro. Como en un huracán, en el centro del mundo se acaba la crudeza de la tormenta de la vida, los tumbos, los bamboleos, los golpes, las indecisiones, los temores y los miedos. En el centro del mundo sólo existe una fértil calma, donde todo se concreta y se aclara. No me gusta ser simplemente un tipo en su salón que se emborracha para poder conciliar el sueño. Esa no es la idea.

El proceso es estúpido en sí. Se protegen en sus escudos hasta que se les clavan en la carne y no lo soportan más. Y entonces buscan la cerveza o cualquier otra cosa para evadirse un rato de las heridas que se hacen a sí mismos, para recuperar fuerzas y seguir haciéndose daño justo a continuación. Desperdician oportunidades, desperdician la misma vida. Se desperdician a sí mismos, en todas y cada una de las partes del movimiento. Lo siento, N. No sabes cuánto lo siento. Sé que en algún momento te acuestas y estás sola contigo misma. Y miras dentro.

En ese momento no hay salvación posible. Lo sé porque he estado ahí. Durante un tiempo incluso monté una tienda de campaña ahí mismo. Enciende la radio, lee un libro. Pon la tele. Atúrdete. No hay salvación posible. No hay desagüe capaz de tragar eso.

Estoy calado. Empapado.

Lugares a destiempo.

Claro que sí, ahora comprendía por qué había podido encontrarla. Este encuentro se desarrollaba al margen de su vida, en alguna parte escondida de su destino, en el revés de su biografía.
La despedida. Milan Kundera.

1.

La noche llena de tontos. No hay mucho que decir sobre eso. No hay mucho que decir sobre nada, las cosas suceden y nosotros estamos en medio, lo he dicho varias veces. Yuka llena los vasos, pide en la barra. Me tiende un cigarro. Lo bueno de Yuka es que es incondicional. Aunque uno no quiera lo incondicional lo agradece. Voy demasiado rápido para ti, tanto que no ves mis mentiras. No dudes que está calculado. No dudes que jamás lo vas a ver.

Que todo lo que sucede es milimétrico.

Te conozco, tendrás 25 o 26 e irás a buscarte en otra parte. Jodida la gracia.

Mientras tanto, existo en ti.

Que es tanto como decir que no existo en absoluto.

2.

El primer día en nuestra nueva casa ni siquiera teníamos luz. No era un gran problema, porque estábamos rodeados de gente, y para cuando la gente se fuera nos tendríamos a nosotros mismos. El uno al otro. Qué completo, entonces.

El mundo es una construcción, una recreación. No dudo que el mundo exista con independencia a mí mismo, pero sí que yo lo pueda percibir desde fuera de mí mismo. Y sólo mientras está sucediendo. Después ni eso.

A veces me acerco, porque confío en el otro.

Si el otro sonríe, interpreto que es feliz.

Ese es mi único nexo.

Cuando todos se fueron, y mientras miramos las paredes desnudas y las cajas repletas, me miraste y me sonreíste. Un segundo. La cara que vi, que yo he estado desde entonces reinterpretando, sonrió. Pero no sólo te vi, te olí cuando me abrazaste, y tu sudor era fresco. Te toqué, te respiré, te saboreé. En ese momento no me pregunté sobre si lo que estaba viviendo era real.

En ese momento lo era completamente. No dependía del mundo. En ese momento yo era real junto con todo.

Y lo demás que vino después, lo que pude sacar a partir de ahí, es una recreación. Es un mundo inventado. Es una escenificación. Lo importante, lo duro, lo estúpido, lo jodidamente complicado, es que desde que ese momento terminó no he hecho más que reinventarlo, como si pudiera volver a meterme dentro de él una y otra vez. Y quería meterme en él una y otra vez para que nunca dejara de ser. Porque necesito y necesité que no dejara nunca de ser.

Como si fuera posible.

A partir de ahí los recuerdos se difuminan. Supongo que nos acostamos juntos en nuestra nueva casa y nos sentimos los amos del mundo, al menos yo seguro que lo hice. Lo único que recuerdo es que te dormiste antes que yo. Y te miré. Y te aferré la mano dormida. Y renové mis votos, unos que no recordaba pero sentía presentes aún: no voy a dejar de quererte nunca.

L respiraba en mi antebrazo bajo la luz de las farolas que entraban a través de las cortinas.

3.

Cientos de noches machacándome solo en casa, evitándote, Yuka. Releyendo a Montaigne, por ejemplo, y preguntándome por el sentido de todo, y si el sentido lo ponías tú o tú o tú o no sé qué tú eres ya. O si Montaigne es el sentido, o si el vino es el sentido, o si hay sentido.

La vida es una glosa de las cosas que suceden.

En la glosa tú escribes “menudo gilipollas” y se te llena el alma.

La vida es estúpida desde que perdí el sentido de las cosas.

Yuka pide en la barra.

Me trae una cocktelera. Su beso sabe a recién parido.

Como es agradable, lo mantengo.

No tengo ni puta idea de a qué sabe el mío.

No tengo ni puta idea de a qué sabe para ti, pero yo lo huelo, y no sabe bien.

Tengo ganas de follarte, con rabia.

De destrozarte.

Y tú accedes.

No puedes hacer otra cosa.

Escúchame, tengo ganas de follarte, con rabia.

Destrozarte entera.

Reventarte.

Entiende que si te destrozo me estoy reventando a mí mismo.

Pero esa es una lección avanzada. De momento confórmate con verte lejos.

Lejos de qué.

Lejos de todo.

Y qué hay después.

Nada.

Lo mismo que había antes.

Bien.

Bueno es saberlo.

Por favor, lárgate.

Déjame solo.

No estoy contigo.

Empecé un camino, tengo que contarte.

Tengo que contarte que empecé un camino.

Tú no existías.

Yo tampoco.

Sólo me estoy matando, de algún modo, para que pueda salir alguna maldita cosa de todo esto. El capullo, la mariposa, pero no sé exactamente en qué orden.

Y tú estás en medio.

No te interpongas.

Sólo habrá víctimas.

Por favor.

Por favor.

Yo no puedo impedirlo.

Estoy jodido.

Vete lejos.

Por favor.

Por favor.

No, no me beses, joder, por favor, no me beses.

Por favor.

Vete lejos.

Te lo advertí. Ahora sólo puedo amarte. Pero no tengo claro que sea a ti.

4.

El combate, el asumir la derrota como parte irrelevante en el camino del ser, no es fácil. Tiene sus requiebros, sus dudas. Tiene sus traumas, como no puede ser de otro modo. Al iniciar el camino del combate uno sigue pensando en la victoria como summun, entiende el proceso como un camino a una victoria diferente, en vez de a otra cosa. Como el todo. Como lo único importante. Aún no se ha dado el paso, claro. Las vidas de los otros son mentira. La vida de uno es mentira. Todo es mentira. No hay luz al final del túnel mas que el camino que ya se ha emprendido, y del que no ves el final todavía.

Te emborrachas pidiendo morir cada noche, abrazándolo todo, riendo siempre, gritando, sudando, perdiendo. Perdiendo como camino a la verdadera victoria, que es no necesitar nada, o eso parece. Aceleras el proceso.

Si a tu lado alguien te quiere, tienes que destrozarle el amor para seguir perdiendo.

Si aún así se empeña en seguir a tu lado, tienes que destrozar a la persona misma. El momento mismo en el que te abandone habrás perdido el miedo a que te abandone. A perderla.

Del modo que sea. Es terrible decirlo, pero pones de tu parte. Activamente. Quieres que se largue, porque tarde o temprano lo hará, y quieres controlarlo tú.

De hecho estás tan empeñado en perder, que no tienes que hacer mucho esfuerzo. Destrozas todo lo que es.

Recuerdo una tarde tomando café en una cafetería de toda la vida, pero con dueños árabes, tomando té de hierbabuena ambos mientras nos miramos a los ojos y nos cogemos de las manos, y mi camino a la derrota se interpone entre el modo en el que nos aferramos las manos y nos miramos a los ojos.

Y te digo: “ya he acabado con todo, lo único que me queda es el amor, y me queda porque no he querido entrar en él”.

Me imagino lo que debió doler aquello. De qué punzón afilado estamos hablando.

Si el amor quedaba era sólo porque no había entrado en él.

Qué coño iba a edulcorar después decir: “y no he entrado en él porque te quiero”. Un barón de Munchausen sacándose de la ciénaga tirando de sus propias trenzas.

Era un pequeño y tímido rayo de sol en un océano de mierda. Un rayo engañado, por si fuera poco.

Te emborrachas cada noche hasta perder la consciencia, porque crees estar en el camino, y si la persona que está a tu lado se ofende lo ves como un paso más de la inevitable senda. No eres capaz de ver hasta dónde estás dañando. No ves fuera de ti mismo. No tiene sentido hacerlo. Estás en el camino. Incluso, cuando esa tipa que está junto a ti conduciendo el coche pasa al lado de tu garito favorito la haces frenar para abrir la puerta, despedirte con un “nos vemos”, y te bajas y pides litros y litros de cerveza como camino a una verdad ineluctable que se te escapa y te reclama. Al mismo tiempo. La gente piensa que te estás emborrachando, y no se dan cuenta de que tú te piensas un místico en medio de un camino transcendental al centro del sentido y el significado.

Cuando vuelves todo sigue en el mismo sitio, y te extrañas. Y te haces un hueco en el sofá dejándole a ella la soledad de la cama, pensando en lo persistente que es la victoria incluso cuando buscas justamente lo contrario.

Quizá ella está llorando. Pero estás demasiado sordo como para oírlo. Aunque quisieras hacerlo.

Aunque te importase lo más mínimo hacerlo.

De hecho, si la oyeras llorar, pensarías que no te has desviado lo más mínimo.

Supongo que L lloró. Repetidamente.

Lamento no haber sabido verlo.

También después lo he lamentado. Pero ya no era el momento.

5.

Cada mañana era igual, mientras te miraba.

Me has roto de muchos modos.

De todos los posibles.

Algunos me los he buscado.

Pero no todos.

Cada vez que te des la vuelta. Cada vez que te pongas a cuatro patas deseando lo mejor sabrás que no soy yo el que está empujando. A lo mejor no marca ninguna diferencia. Pero yo sé que sí.

Ya la marcó, y lo hizo de una vez y para siempre.

“Me dejó, e hizo bien, yo no era lo suficientemente grande ni lo suficientemente fuerte como para poder salvarla”.

Menuda inconsistencia. Nadie puede salvar a nadie.

Me lo has dicho, nunca ha sido lo mismo. Eso de ser un tipo grande nunca debió ser parte del juego. El saber que nunca ha sido lo mismo lo único que me dice es que jamás me has olvidado. Que nunca he dejado de ser ese tipo.

Aunque sea el que nunca fui.

6.

Yuka era un camino a ninguna parte. Pero empezaba desde cualquiera de ellos.

Y desde todos ellos.

Era el lugar desde el que empezaban todos los caminos.

Desde aquí desde mi casa veo la playa vacía.

Sin tu ropa. Paseando.

Me estás llamando.

No puedo mirarte. No puedo secarte.

No debo.

Deseo hacerlo, pero sólo es porque estoy confundido.

Una a una, día a día.

Golfa, mi gran golfa.

Ojalá te hubiera conocido mucho antes.

Mucho antes de todo esto.

Mi gran golfa hubiera sido mi gran amor.

Pero llegó tarde.

Maldita y puta la gracia, Yuka.

Maldita y puta la gracia. Y lo siento.

7.

Tengo pocos recuerdos de eso, demasiado pocos.

Estábamos en una plaza, la primera vez que yo fui a la isla de La Palma.

Un grupo ensayaba cerca, y oíamos.

Te dije que te iba a querer para siempre, quizá como una frase hecha en aquel momento.

Algo que había oído antes, en alguna película.

Una estupidez para introducirnos en medio del combate, en el que los escudos se largan y nos dejan solos.

Pero hasta más tarde no supe jamás del significado de todo aquello.

De lo profético de todo aquello.

Recuerdo que estabas sentada en un pollete y me besaste.

Sin embargo, sí que tengo un registro de ese beso.

Más tarde haríamos el amor en casa de tu madre, en la que nos dejó solos para irse con su nuevo novio.

Sentí que de nuevo empapabas el colchón.

Joder, te sentías tan pequeña que era poco lo necesario para que te volvieras grande.

Nunca supiste apreciar mi amor, realmente.

Te sentías tan pequeña que siempre pensaste que no lo merecías.

Y eso se mezcló con mis ganas de perderlo todo.

Con mi incapacidad para mostrártelo.

Y fue explosivo.

Realmente explosivo.

Una mezcla poco recomendable.

Después, andando el tiempo y los años, siempre he recordado lo profético de aquella noche en aquella plaza, con un grupo ensayando de fondo. No recuerdo lo que tocaban. No nos recuerdo allí, realmente. Tengo una fotografía, simplemente, una fotografía mental. Un registro.

Cómo voy a olvidar todo tan deprisa. Han pasado cerca de diez años. Quizá más. Seguramente más.

Nadie supera nada.

Se aprende a vivir sin un brazo, nunca crece uno nuevo.

8.

Como quedarse sin palabras. Nunca se me han dado bien las palabras. Siempre me ha gustado escribir, y por eso lo hago, pero nunca se me han dado bien. Yo estaba sin palabras mientras te metías en la ducha y te miraba desde la comodidad del lavabo, donde estaba tu ropa sucia que olía a ti y que me daba la seguridad de que no todo se iba a perder bajo el agua, bajo los aromas cítricos, bajo la estupidez del gel de ducha que arrampla con todo y enfunda su tábula rasa con todo lo que topa. Como si no hubiera nada que decir, pero necesitase decirlo todo. Como si no fuera cierto que me había excentrado del todo y no comprendía nada al mismo tiempo que todo se había convertido en sencillo, diáfano, claro. Yo no estaba ahí, y no tiene sentido hablar de ello ahora que ya he vuelto, pero yo no estaba ahí y por eso me decías “eh, tío, ven a la ducha, vuelve de donde estés”. La calma de una joven zen. Mi atracción, y mi negro destino final, porque tendrás 25 o 26 e irás a buscarte en otra parte, sin una idea clara, sin mucho sentido, sólo por ver otras cosas, ser otras cosas, estar en otros sitios. O a lo mejor por no comprenderme, y cómo puedo pedirte a ti que me comprendas si yo no me comprendo en absoluto. Entiendo lo que significa ser desprendido, entiendo que puede ser coherente centrarme en ti y poner ahí el límite, y preocuparme sólo de ti. Pero es demasiado tarde para eso, Yuka, es demasiado tarde. Tenías que haber llegado antes, cuando tenía el cartel en la puerta diciendo “help wanted”. Ahora ya no puedo, aunque lo intente, pese a que lo intento. No puedo evitar tampoco saber que el tiempo corre en mi contra, y llegarán tus cumpleaños y yo sentiré todo cada vez más cerca: no has vivido, has tomado la decisión de que has vivido. Tus respuestas no surgen de lo que te transe, de lo que te ha transido. Tus respuestas sólo surgen del modo en el que tú has decidido, y sólo porque lo has decidido.

No valen nada. Desde ese punto de vista son menos que cero.

Lo siento, no valen nada.

Y yo estoy ahí, mirándote, aferrándome a tus bragas que están en el lavabo, preguntándome si no será hoy el momento en el que te des cuenta de que no has vivido, y de que tienes que vivir antes de sacar conclusiones. Cuidado con la tipa que se está buscando, mantente lejos, la tipa que se está buscando te hará daño sin querer. No te estás buscando todavía, pero yo te veo perfectamente haciéndolo, sin esfuerzo. Precisamente porque estoy fuera, porque estoy ya muerto, te veo como serás al mismo tiempo que te veo como eres, y por eso no puedo entrar en la ducha, pero tampoco puedo abandonar el baño, salir de la escena, largarme lejos. Tengo tus bragas por si acaso, por si no vuelves, por si no puedes volver, por si después de la ducha no queda nada y tienes que salir fuera a buscarte. Por si no te importa que yo te cuente lo que fuiste que no fuiste nunca. Por eso se me dan mal las palabras, la idea revolotea en mi cabeza y se muestra clara, pero en el papel todo es defectuoso, en parte incorrecto, siempre plano, idiota. Nunca se me han dado bien, lo siento, pero aún así tengo esta estúpida necesidad de explicar, de hacer comprensible algo que ya de por sí lo es. A lo que es no le hacen falta las palabras.

No le hacen falta en absoluto.

A mí sí.

Así que recapitulemos, yo estoy mirándote entrar en la ducha, aferrándome con unas manos y un olfato invisibles a las bragas que has dejado en el lavabo, junto con el resto de tu ropa sucia. Y yo sé que te irás, en algún momento, y que la ducha pone los contadores a cero, porque lo que es que molesta es expelido fuera, a un lugar que no conocemos, en el que existirá desde este momento y para siempre, a efectos prácticos, como si no lo hiciera en absoluto. Y te miro reír mientras me dices “eh, tío, ven a la ducha, vuelve de donde estés”, y me doy cuenta de que no te has enterado de nada, y que no comprendes nada, y eso ya lo he visto muchas veces y nunca ha salido bien, siempre termina sumando un cadáver más en mis costados que soy yo mismo y me hace pasar las puertas de lado. Y tengo tus bragas y percibo su olor al mismo tiempo que la humedad del cuarto sube con el agua caliente, con el vapor del agua caliente, y me doy cuenta de que tú vives todo esto de forma inocente porque no sabes dónde va a terminar, o no quieres saberlo, mientras que a mí me importa y me modifica y me golpea en medio de la nuez hasta no dejarme hablar, no decir nada ahora precisamente que quiero decir, y por eso estoy fuera y tú dentro y además estoy fuera de la ducha y tú dentro y además yo ya estoy fuera de este presente mientras tú estás de lleno en él.

Así que hago lo único que puedo hacer y me siento en el suelo como puedo, porque no estoy llorando ahora pero si estoy llorando en el momento en el que te has ido, que todavía no es en cierto modo pero indefectiblemente será, y empiezo a cantar como en una letanía hipnótica las mismas frases que llegaron para otra pero ahora sirven más o menos para ti, y susurro: “Me intriga la historia que cuentan las horas cuando no hay silencio, las frases perdidas que capto en la calle son todo un enigma. Y enciendo una colilla que guardé de antes de ayer, saco un libro y un beso del bolsillo del pecho, y si te paras me verás sonreír”.

Y eso sí que vuelve la escena tremendamente idiota, porque seguro que en algún momento me he puesto a llorar hoy pensando que estaba llorando mañana, y mientras ando perdido en mi letanía me doy cuenta de que has salido de la ducha y me estás mirando pensando otra vez otra vez otra vez por qué no puedo conseguir que deje de sentirse triste y has puesto una mano en mi hombro mientras sigo sentado, la barriga sobre los muslos, cruzando las piernas, dando bamboleos con el tronco hacia atrás y hacia delante, sin parar de cantar los mismos versos con voz rota, queda y entre sollozos.

“¿Por qué no puedo arrancarte toda esta tristeza de una puta vez?”

“Porque no puedes. Porque eres parte de ella”.

Y cómo explicarte, y ahí es patente la gran putada de las frases, su estúpida razón que es al mismo tiempo su necedad completa, el camino circular e imposible de las palabras, que intentan aferrarse a lo que no pueden, que intentan hacer comprensible lo que sólo es comprensible y punto y cuando lo es. Y cómo explicarte que tú no eres tú misma todavía, no aún, y que por eso no es comprensible para ti nada de lo que está sucediendo, no aún, y que esto que estamos escribiendo viviendo será precisamente lo que nos rompa y nos separe cuando llegué el momento en el que tú seas tú; y que en ese momento yo intentaré hablarte por primera vez, con una nueva voz que será la de la primera vez, pero no querrás escucharme, no podrás, y me mirarás con ojos ciegos, otra vez; y que ahora entiendes lo que sientes pero cuando seas tú no entenderás nada de todo esto. Cómo explicarte eso sólo con palabras. Cómo hacerte entender que vivimos tiempos prestados, que hemos cogido ropa del armario de la casa que estamos ocupando, y no es otra cosa independientemente de lo bien que nos quede, de lo preciosa que te haga esta falda.

Cómo sólo con palabras. Dime cómo.

Quedémonos con la escena de ese tipo idiota que no ha querido meterse en la ducha con Yuka. Quién no querría meterse en la ducha con Yuka. Por qué no lo ha hecho. Ahí es donde las palabras se largan. Donde reconocen que no pueden hacer nada. Donde se demuestra que la victoria es un asunto temporal, y que lo único importante es ser. Donde los restos que se pudren en el vello púbico no son constitutivo de ninguna salvación, si son lo único que es. No podía hablar contigo. Porque todavía no eras tú. No lo serías en bastante tiempo. Ese es el sitio, precisamente, donde sucede.

Donde las palabras se largan y me quedo solo.

9.

Hacíamos auto-stop con la compra en bolsas, camino a Mazo. Yo trabajaba en un bar de alemanes abajo, en la capital de la isla. Había salido hacía un par de horas. Nadie nos cogía. Un tipo con perilla y un montón de bolsas, independientemente de la hippie preciosa que tenía al lado. Era francamente complicado.

Yo ya sabía que todo era mentira. Pero en aquel momento el todo componía una mentira preciosa. Entonces era más que suficiente.

No me explico bien.

Todas las preguntas estaban presentes.

Pero entonces no importaban.

No te dabas cuenta de que bebía demasiado. De que silenciaba mis propios demonios. De que estaban ahí. De que era cuestión de tiempo. Fuimos a casa de un tipo que era holandés, y que redecoraba el chalet de sus padres, y que le gustaba el vino blanco de La Palma. De que a veces a través de mi cara se veían los demonios. Jodidamente complicado.

Yo follaba como si la vida me fuera en ello.

Ciertamente me iba.

Cuando todo el mundo estaba sobrio yo estaba borracho.

Ecos de guerras mayores.

Mis demonios exigían mayores y mayores sacrificios.

Me estaba esperando a mí mismo en una estación de tren a la que no llegaba nunca, ya entonces.

Después todo el mundo se desnudó y se tiró a la piscina. Yo ya estaba ahogado en alcohol.

Decir ahogado no es ninguna metáfora.

Digamos que ahogado es un tapón.

Un tapón que me dejaba indiferente.

Entonces todavía bebía por acallar, por silenciar.

Nos dejaron la habitación más grande, pero yo me fumé un porro y no pudé hacer más que dar paseos de un lado a otro, intentando que se me pasara el mareo. Tú estabas en la cama, esperando mientras vomitaba. Días después yo me puse las lentillas en el barco porque estaba encima de las mareas.

Al igual que años después tú estabas en la cama mientras yo vomitaba en el baño de Abelardo.

Y después en el baño de nuestra casa.

Mis demonios exigían mayores y mayores sacrificios. Estaban empezando.

Cuando llegamos a casa colocamos el contenido de las bolsas en la nevera, el congelador y los armarios. Abrimos todas las puertas y nos quedamos mirándolo: era nuestra primera compra. Y era grandiosa.

Los demonios miraban al suelo, avergonzados, mientras yo no les hacía ni puto caso.

10.

Di un par de recitales, nada serio. Nunca me he llevado bien con las palabras, pero siempre he sentido esta absurda necesidad de escribir, aunque sé que normalmente vale de bien poco, mucho se escribe, mucho se dice, y poco se transmite. Eran un par de pueblos, un par de noches, habitación, comida y viaje pagado. Me sentía especialmente orgulloso, porque mis torpes intentos de hacer algo habían conseguido respuesta.

Sea lo que fuera que hubieran dicho.

Fui solo porque Yuka tenía que ir a la universidad. Ella había intentado convencerme de que no era muy importante faltar. Bastante poco, seguro, pero no ahora. No en medio de esto.

Me emborraché antes de con un par de poetastros como yo que estaban también invitados, para dejar tristes a los contentos y contentar a los descontentos, que es lo que se espera. Esto es una opereta. El lugar en el que ruego que me acojan con gritos de odio o admiración, para que la salvación sea completa. Su salvación, no la mía. Después el mismo tipo responsable del evento con caras y trajes diferentes cada vez, medio cabreado y medio ofendido y medio paternalista, pensando “si es que son artistas, qué se puede esperar”. Nadie sabe ya qué cosa es un artista. Nadie tiene ni puta idea. A nadie le interesa, esto es un asunto de venta de chapas. No te has dado cuenta de nada, tío. Esto es una función teatral, y he bordado mi papel a la perfección. Unos me han deseado, otros me han odiado, pero no he dejado a nadie indiferente. No te engañes, para eso está montado todo esto. Nadie quiere saber una mierda de mí o de lo que hago.

Esto es una catarsis, complejo curioso de afines y enemigos que me idolatran o me vilipendian. Que idolatran o vilipendian mi papel en este asunto.

No hay nada más que eso. Nadie quiere más. Nadie necesita más.

11.

Años después de la noche de la plaza en La Palma fue la fiesta de Hare. No recuerdo nada porque me emborraché nada más llegar, contigo a mi lado. Deseándote, necesitándote y repudiándote al mismo tiempo. No sabes cuántos poemas de amor te he escrito. Coincido contigo en lo poco que significan.

Me emborraché y no pude cantar.

Después me llevé una botella de ron y una botella de Johnie Walker.

Que se me rompió por el camino, cruzando una calle.

Me dijiste: “sólo te ha faltado pegarme”.

Sólo te ha faltado pegarme.

Nunca lo hice, porque eso siempre ha estado fuera del marco de lo posible.

Pero tú tenías ese miedo, entre otros.

No sé cuántos poemas, cuántas canciones de amor te he escrito.

No tengo ni idea.

No te hubiera pegado nunca.

Pero comprendí lo que me dijiste.

Al día siguiente hice las maletas, pero me retuviste.

Para nada.

Un mes después te fuiste tú.

Y yo no pude retenerte, sin embargo.

Había dicho tanto, que había conseguido que para ti mis palabras no significaran nada.

Podía soltar cien o doscientas mil, aquella tarde en la que cogí la bici para irme lejos mientras tú te largabas. Ninguna significaba nada.

Era normal que te fueras.

Yo estaba perdiendo.

No sé cuántos poemas, cuántas canciones de amor te he escrito desde aquello.

Ninguna sirvió para nada.

Es lo suyo.

Todo estaba afortunadamente escrito, porque nadie se lava sin la ley.

Nadie.

Ni siquiera yo.

12.

Era un bar de los de toda la vida, de los que antes llamábamos “de viejos”. Despectivamente, porque es lo que corresponde a nuestra cultura. Los poetas tomábamos anís, porque es lo que corresponde al ambiente, y nos emborrachábamos despacio a conciencia. Dejamos en el hotel a los que realmente se piensan poetas. A los que realmente piensan que alguien les va a escuchar. A los que realmente piensan que lo que tienen que decir le importa a alguien una mierda. A los que piensan que tienen algo que decir, que ya es bastante. Ellos darán un recital completamente equivocado.

El público está buscando modelos a los que amar u odiar. El resto son estupideces que a mí también me gustaría creer de cuando en cuando.

Todos tenemos poemas que no se nos ocurre enviar a concursos, y es ahora cuando nos los enseñamos. Y hablamos del combate, que cada uno conoce a su modo. Y nos regodeamos en no ser siendo, a la contra de los que son no siendo.

Carlos es un tipo nervioso, que dice todo atropelladamente porque tiene miedo de que alguien lo diga antes que él. Se lo permitimos, aunque enturbia la conversación, porque aún tiene tiempo para coger el ritmo, y porque al fin y al cabo está aquí. Eso dice algo en su favor. Manolo es un tipo con gafas, un viejo hippie reformado en iconoclasta, ladino, sincero, esquivo, retorcido sin abandonar la simplicidad del que ha comprendido que todo es un asunto relativo y efímero. Jorge es un tipo muerto. Aún no lo era, pero hoy es un tipo muerto. Un árbol muerto no es un árbol. Es un muerto. Estuve en su entierro, donde pude ver una imagen de él a través de un cristal. Alguien me dijo que era su cuerpo. Yo le respondí que eso era imposible. Yo había conocido a Jorge. Ese no era él. Ese no era nada. Un árbol muerto no es un árbol, es un muerto.

Una vez Pascal, dije, tuvo que comentar algo acerca de un tipo enormemente gordo y sin ninguna lucidez, y lo que se le ocurrió decir es que era la demostración de que un cuerpo puede tener mucho más volumen que capacidad.

Tenía ganas de hacer el tonto.

Carlos, el rápido, apuntó vorazmente que la disciplina que practicamos es la causante de todas las metáforas que utilizamos, que estamos condicionados por nuestros intereses. Comentario aplaudido en el argumentario que habíamos adoptado los demás con él, aunque tópico. Manolo dijo que le hubiera gustado que Pascal se lo dijera a la cara al tipo. Yo no sabía si lo había hecho, pero le respondí que a mí me hubiera gustado que le dijera a la cara a Dios lo de su apuesta. Jorge dijo que es conveniente encontrar buenas metáforas, porque las palabras son un andamiaje desnudo que raras veces consigue decir algo sin ellas.

Todos nos quedamos en silencio, excepto Carlos, que enhiló un par de soberanas tonterías.

Antístenes, continuó Carlos después de dejar de decir estupideces, decía que los aduladores eran peores que los cuervos, porque los cuervos devoran cadáveres y los aduladores vivos. Añadió que los aduladores solamente vivían a través de nosotros, y que habían encontrado su hábitat en la prensa del corazón. Yo concreté que no me vendrían mal un par de aduladores los domingos por la mañana, de resaca. Jorge dijo que los aduladores eran gente buscando una luna que ande sola. Buscando pareja. Buscando la completud, esbozando a los andróginos de Platón. Más anís. Eso dijo Manolo. Nos miró y se fue a la barra a pedir más.

Novalis, apuntó Jorge, decía que en todas partes buscamos lo incondicionado, y lo único que encontramos siempre son las cosas.

Ya, tío, pero eso no es irónico.

Pero sí es cierto, sin embargo.

Carlos empezó a hablar de que él encontraba un orden articulado que organizaba todo… le dejamos hacer, que se cansase. Era demasiado temprano para él.

Manolo volvió. “Una vez Estilpón le hizo una pregunta a Crates, y a este se le escapó un pedo. Estilpón le dijo que ya sabía que hablaba de todo, menos de lo que era interesante oír.” Yo le respondí que no sabía cuál había sido la pregunta, pero que a veces un pedo contenía más verdad que las respuestas que estoy habituado a escuchar. Carlos montó en cólera hablando del respeto. Jorge se sumió en un silencio autista durante mucho rato. Nos tomamos la ronda de anís mientras Carlos seguía despotricando acerca de ponderar el interés de los demás, dejándonos completamente aburridos.

13.

Una tarde, mientras yo curraba, L me dijo que venía a por el resto definitivo de sus cosas. Pedí la tarde y volví a casa. Entré y cerré por dentro, esperándote. No podías abrir la que fue tu propia casa, así que te ayudé desde dentro, jodiendo la sorpresa.

Recogiste.

Antes de irte me pediste un abrazo.

Kamikaces enamorados.

Te lo concedí y nos deshicimos.

Tú dijiste inercia. Tu recurso. El único que funcionaba únicamente invocándolo.

Yo no estaba de acuerdo.

Pero tú no podías creer ninguna de mis palabras.

Las había agotado todas.

Las palabras no son nada sin un marco de referencia.

Y te fuiste.

Yo había perdido el poder de las palabras.

Ahí empezó el peregrinaje, mi peregrinaje solo. Bajo tu sombra un tiempo.

Empezó a sonar Palomas en la quinta.

Yo quería regalarte flores. Pero ya no sabía cómo.

Era cada día así.

14.

Jorge bordó el recital, con su voz tímida, con su escasa presencia, con su silencio hasta que se abría el silencio a su alrededor. Yo dije muchas veces puta y borracho, porque a eso estábamos jugando todos, aunque algunos pareciera que no se daban cuenta. Manolo habló de campos y retiros en los que todo el mundo era sincero. Carlos hizo ruido. Hubo otros poetas entretanto que hicieron mucho menos que eso. Al final el público, enfervorecido, nos odiaba y nos amaba a partes iguales. Todo un éxito.

La tipa de la cara fina y el culo gordo (“la casta del tordo”, que decía mi padre, ese tipo que…), me miraba embelesada pensando que yo le iba a revelar el significado de todas las cosas. Me invitaba a una cerveza tras otra poniendo el significado de las cosas en mi cara de idiota. No era la noche para llevarle la contraria. No lo era de ningún modo. Supe que era mía cuando vi su culo gordo. Nadie con un culo así se plantea demasiado. Todo el mundo con un culo así se plantea demasiado. Parece confuso, pero es claro. Ese culo iba a ser mío, porque no encontraba otro asiento donde colocarse. La tipa del culo gordo que cree encontrar una verdad en mí pagará con gusto su precio, vamos a tomar unas cervezas y después iremos a follar en la habitación limpita de hotel que me espera.

Parece un exceso, una paradoja. Como si la tipa del culo gordo me importara una mierda. No me importa una mierda. A esa me la follo. A Yuka, según el día, no. No me da que pensar. No me exige, no veo el futuro pendulando. No hay sentimientos. No hay sentimientos, que es lo importante. Estamos ella y yo, y ella quiere un poeta y yo quiero fozar en su culo. No hay mucho más que pensar, a resultas de la inmediatez.

Y me la estoy follando, con la boca en el nexo sexo ventana lugar credo existencial, cuando alguien entra y es Jorge, que me mira avergonzado y dice “lo siento”, cierra la puerta y se va, antes de dejarme enjuagarme los labios y responder de algún modo coherente.

15.

Tú me seguías queriendo. Yo te seguía queriendo a ti. Pero… ¿qué podemos hacer en un mundo en el que las palabras ya no funcionan? Nada. Se rompe la comunicación. El principio de la comunicación es la confianza en las palabras del otro. En un mundo sin palabras, sólo existen dos cabezas con sus propias razones.

Dos corazones jodidos, también, pero que tampoco se pueden poner en contacto a través de palabras.

Lo hacen a través de los besos, del sexo cuando ya no pueden más. Pero después las cabezas vuelven a tomar las riendas.

Y de nuevo el crujido de algo roto.

Cristales rotos salpicando el parqué.

Los cuerpos, que entendían el amor, o algo, o lo que fuera, se estuvieron llamando durante mucho tiempo. No sé cuánto, medio año, muchos meses… no lo sé. Y los cuerpos quedaban y se entendían con sus lenguajes, abrazándose, besándose, uniéndose.

Pero luego volvían siempre ineluctablemente las cabezas.

¿Y qué se puede hacer en un mundo en el que las palabras ya no funcionan?

Nada.

Al final las cabezas dictaron una distancia definitiva. Ataron a los cuerpos. Acallaron sus voces. No sé si lo decidiste tú o lo hice yo. Sí, sí lo sé. Dejaste de llamarme. Yo no te llamé nunca, ni antes ni después del primer encuentro.

Nunca me sentí legitimado para hacerlo. En el fondo, sabía que había estado tremendamente equivocado. No podía llamarte.

Pero era demasiado pronto para poder hacer algo con ello. Seguía perdiendo. Estaba en el camino. Estaba en medio del camino.

Todo estaba justificado. Y, más que todo, el dolor.

Entonces aún pensaba que el dolor purifica. Que limpia. Que es el principio de la curación.

Más y más equivocaciones.

Era pronto.

16.

Lo siento, tía, pero es un buen amigo en barrena, termínate tú sola, te dejo las llaves, no hay problema. Si quieres en el baño, tienen una buena presión de agua aquí.

Abro la puerta. No tengo ni idea de cuál es la habitación de Jorge. Me bajo a recepción, no sin dificultad, porque el hotel está lleno de borrachos, de gente con la bañera llena de litros de cerveza y hielos de gasolinera, una puta convención de borrachos. Esa gente tiene las puertas abiertas, te han visto sobre un escenario, te desean, desean hasta tu mierda, y he de reconocer que me pierdo un poco, que me desplazo un poco, nada anormal para un tipo con estos ecuantes extremos, bailo un poco, río un poco, no voy a negarlo. En una de las habitaciones está sonando Nirvana, y es normal que entre, es muy normal que entre, es tan normal que entre… y durante un rato, “Nevermind”, no me doy cuenta de mucho, mientras golpeo mi cuerpo de gordo contra todo, mientras me anulo en el grito. Las tías le dan menos importancia a su sexo, al valor intrínseco de su coño, en estos momentos. Mañana llegará y pondrá todo en su sitio, pero hoy enfrentan la vida de un modo menos racional, menos seco, menos duro, menos intransigente, y están buscando al tipo con el que entrar en comunión. Y lo hacen, lo veo a mi alrededor, rozan sus senos con todo, abrazan, besan, sacan la lengua, son irreverentes con todo lo que han aprendido porque este es un momento puntual. Algunos dirían que es un momento enfermo. Los que dicen eso son imbéciles, realmente. Esto es vivir, de algún modo, y de algún modo es un mejor vivir que el de el día a día. “In Bloom”. Y dime tú dónde está la verdad, amigo. Donde están las cosas que decías que había, y por qué esto es peor. Se casarán, te lo prometo, formarán una familia. Pero eso no será hoy, joder, no será hoy. Hoy no están aquí para eso. Son como cazas de la segunda guerra mundial, se están buscando, son ases, pilotos de élite. Se sonríen. Sólo quieren encontrar su sitio. Eso es más de lo que me puedes decir tú. De lo que nunca me vas a poder decir. Quizá hay diez pares de pezones sonriendo a la vida a mi alrededor, pero todos están bailando, ni siquiera los tipos piensan principalmente en follar. “Come as you are”. No, no piensan en follar porque todas las puertas están abiertas, todo rezuma sexualidad aunque nadie se folle a nadie, todo rezuma combate, no hay escudos, hoy es festivo nacional y no hay escudos.

Esto es lo que temías, tipo esclerótico, el lugar sin escudos. Sólo el lugar sin escudos es un lugar real. Es mucho más que posible que esto no sea cierto, es más que probable que no sea cierto porque no va a durar, pero es real. No, no tengo un arma, no hace falta. Aquí todo el mundo está desarmado.

Recuerdo a Jorge, y es lo único que me saca por la puerta hacia fuera.

Consigo llegar a recepción, palomas en la quinta, y me dicen cuál es su habitación.

17.

Y, ¿sabes lo que te digo? Que después de un rato. Después de haberme tomado un par de cervezas en la soledad, cuando el animal se retiró resignado a su guarida, me pregunté qué habría ganado yo realmente si hubiera ocultado mi percepción de Bakunin con el único fin de zumbarme a una tía que no tenía nada que ver conmigo, que ni siquiera era capaz de soportar que yo tuviera una visión diferente a la suya. ¿Sabes? Quiero decir que qué gran mérito tendría estar aquí hoy contando hoy que nos acostamos y berreamos sobre el colchón y bajo-entre las sábanas, qué gran momento realmente sería ese. Que quizá esa tipa llegó a casa y recordaba algo y se planteó que quizá podría ver al viejo de Bakunin desde una óptica más enfocada, según mi punto de vista, claro, o desde una diferente, simplemente. Que quizá no me la había follado pero había ampliado su campo visual, no sé si se me entiende, el marco referencial donde todo sucede y significa algo. Y qué quizá ese era el sentido de todo esto en mi-nuestros tumbos, el contarnos los unos a los otros que las cosas se ven de muchos modos y de todos ellos se puede sacar algo, quizá no grandilocuente y definitivo, pero sí ajeno, excentrado, haciendo que mi-nuestra visión esté más cerca de la completud de algún modo. Que quizá el sexo no fuera tan importante, al fin y al cabo. Que ganamos más no teniéndolo, porque al menos… habíamos comunicado. Ella su visión pacata, simplista y romántica y yo la mía informada, precisa y exacta.

“Ya, tío. Lo que tú digas. Pero te perdiste un gran polvo por hacer el idiota. Por no saber estar callado.”

Ahora sí que te vas de una vez por todas a la puta calle.

18.

Estoy en la puerta, si se me entiende, y estoy notando la distancia física de una puerta de madera entre nosotros dos. Esa puerta la ha puesto él, quizá no para mí, pero sí la ha puesto. Ha escogido que esté ahí.

Intento el prodigio, y el prodigio sucede.

Cuando giro el pomo, la puerta se abre.

Está metido en la cama, dormido.

Cuatrocientos gramos de avería y redención.

“Hey, tío, qué tal”

Me acerqué a la cama y me senté en el borde.

Me abrazó y se echó a llorar.

Nada es fácil, amigo mío, nada lo es.

Cuando dejó de llorar en mi hombro se durmió. Y yo me quedé mirando.

Preguntándome, esencialmente, cuál era la diferencia entre él y yo.

Un punto de descreimiento, nada más.

Esencialmente éramos lo mismo.

Yo un punto más descreído. Un punto más cínico. Un punto más sardónico.

La diferencia es importante.

Él estaba donde yo estuve.

Donde yo ya conocía.

Tenía recuerdos de ese lugar.

Nadie puede salvar a nadie. Pero al menos podemos hacernos compañía. De algún modo.

Qué duro es estar vivo.

19.

Cuando vuelvo a mi habitación la chica del culo gordo ronca apaciblemente. La despierto, inmisericorde. Le pregunto si se ha terminado. Me dice que no, que no ha querido. Me pongo a ello, y ella me recibe con los brazos abiertos.

Sean los muertos quienes enseñen a vivir a los vivos. Así es, porque está escrito.

20.

Jorge tenía cáncer mientras yo follaba en otra habitación. El lo sabía. Yo lo sabía. Él me lo había dicho después de despertarse asustado, y justo antes de volver a dormirse. Yo pensé, antes de que hablara, que simplemente se sentía solo. No tengo ninguna dificultad en aceptar eso: la gente se muere. Yo, en su momento, dejaré de estar. Morir lo que se dice morir ya lo hice hace tiempo. ¿Cuándo fue, con L? No lo sé, puede que sí. Últimamente he estado pensando en una muerte por disolución, porque me parece lo más romántico: he dejado un pedazo de mí en todas las personas con las que he estado hasta tal punto que al final no me ha quedado nada.

Pero claro, eso es mentira. Es bonito, pero es mentira.

Es cierto que cada una de las relaciones que he tenido, al terminar, se han llevado una parte de mí, y que cada vez quedaba menos de lo que fui. Es bastante probable. Pero también yo iba creciendo en cada intento, asimilando nuevas esferas. La mía ha sido una muerte por descreimiento. Ya no me creo nada, la tierra es plana. No me importa oír hablar de la belleza, no soy combativo en eso. El tema es que yo ya no la veo. No veo la belleza. Eso fue el motivo del óbito. ¿Cuándo fue? No, no sé la hora. No me importa en absoluto, no supone ninguna diferencia saberlo. No me alegra nada. No me aporta nada.

El mundo tiene un lado asqueroso. Un lado estúpido, imbécil y lo que es peor, necio. Ese lado se mantiene en evidente equilibrio con el otro, en el que está, entre otras cosas, la belleza. Reconozco que el mundo tiene las dos partes. Pero yo he perdido contacto con una de ellas. Hasta la belleza se muere de fealdad: Jorge tiene cáncer.

Recuerdo vagamente la novela “La Máquina del tiempo” de H.G. Wells. Una sociedad en el mundo exterior, perfecta, bella, comedora de frutas. Y lo asqueroso debajo, en las cavernas, que se alimenta literalmente de los cuerpos bellos. Se los come. Los interioriza.

Pero sin aprender nada. Son sólo comida.

Es una composición muy parecida a la mía, excepto que yo ya no veo a los bellos sin ver que tienen la fealdad dentro. Para mí, las dos razas son la misma raza y se comen los unos a los otros, incluso se comen los unos a los unos.

Tampoco es así exactamente, ni todo el tiempo tan claro. Pero siempre está por debajo de todo lo que veo, rezumando. Explicándome cosas al oído en una constante cantinela insoportable.

21.

Cojo la guitarra, a veces funciona. La música escande el tiempo, lo llena de sentido. Profusión de ideas. Eso primero. Después la calma, la monotonía, los dedos, la voz, la guitarra y su cuerpo y yo y el mío se funden en rutinas que miden el tiempo y lo narran. A veces funciona. A veces me meto de lleno. A veces se explica todo así de sencillo. No tiene sentido luego, cuando termino. Pero mientras sucede el prodigio es lo único que existe, lo único que se da.

22.

Yuka, sabes que no significa nada, por eso te lo cuento. Tú has preguntado. Sí, me acosté con un cuerpo la noche del recital.

Pero yo tampoco significo nada, por eso me haces estas cosas.

No, tú estás en el otro extremo de la circunferencia, en lo diametralmente opuesto, tú significas demasiado.

No te entiendes ni tú mismo.

En otras cosas no, no te lo niego. Pero en esto sé de qué estoy hablando.

Pero sabes que me duele.

Eso sólo acelerará un poco el proceso.

Ya. Idiota. La estupidez de “tendrás 25 o 26”. Siempre lo mismo.

Lo que hay.

¿Y qué hay de mí?, ¿de lo que yo pienso? ¿Por qué te crees que yo no tengo nada que decir sobre dejarte en algún momento o no hacerlo nunca?

Porque no serás tú quien me deje.

¿Me dejarás tú?, ¿vas a hacerlo ahora?

No. La que me dejará es la tú que serás.

Eso es… enfermizo, tío. Estás enfermo.

No, ya es tarde para eso. Yo ya estoy muerto.

Eres imbécil, y espero que jamás te des cuenta de lo imbécil que estás siendo. Porque si en algún momento lo haces, sentirás tanto dolor que no podrás soportarte al lado.

Adiós, pomo, abrir, portazo.

El epicentro.

Uno no se lava sin maestro: en el fuego o en la lengua, por el bautismo o por la muerte, nadie puede purificarse si no está antes bajo la dependencia de una ley. Así es, porque está escrito.
Historia de la mierda. Dominique Laporte.

1.

Barrí el suelo, y después de barrer hice revisión. Encontré un sacapuntas, unos cascos para el móvil y una cartera. Abrí la cartera y no conocía al tipo. Sin embargo, supongo que había estado en mi casa, así que en cierto modo era un amigo. No se debe hacer daño a los amigos. Se debe buscar el bien para los amigos.

Después de la última reunión con N, durante un tiempo, estuve destruyendo el resto. Decidí que una caída a medias era mucho peor que una ascensión a medias, así que aceleré el ritmo. Me metí en medio de los besos que nunca he dado. Esos me importaban poco. Me metí de lleno en los besos que di sin apreciarlos demasiado. Esos joden más. Permanecí borracho en salón durante mucho tiempo. El trabajo era el lugar donde mantenerse sobrio. Al igual que antes la facultad fue el lugar donde me matriculaba los inviernos para no pasar frío fuera.

Tenía las respuestas, supongo. Sabía que una conversación a medias era mucho menos que nada. Que lo importante está en ser, independientemente de la victoria o la derrota. Sabía muchas cosas, entendía muchas cosas, pero no servían para nada. Para absolutamente nada.

Borracho en el salón, mirando el infinito, intentando que el niño dejara de desear lo imposible. Era cuestión de tiempo. y lo fue.

Ese fue el peor de los golpes que jamás he recibido.

Si era sólo cuestión de tiempo olvidar, es que nada significaba nada.

2.

A estas alturas ya sabes de qué estoy hablando. Si has llegado hasta aquí, es porque algo sabes de todo esto. Algo te ha explicado. Algo has comprendido. Algo he conseguido comunicarte, de algún modo. De otra forma sería imposible y ya habrías cerrado el libro hace un buen rato.

Son las nueve y media de un día indeterminado. Todavía no anochece, así que debe ser verano.

3.

Las hormigas revolotean a mi alrededor desde hace un tiempo. Hace mucho rato que son las dos de la tarde. No comprendo muy bien cómo funciona esto, pero el reloj no avanza. No le apetece, supongo. Después de la reunión con N el último cabo se soltó, y aunque pensé haber comprendido algo, no me sirvió para nada en absoluto. Y volví a los bares, lugares donde el tiempo anda y nada se comprende. Porque nada parece necesitar ser comprendido.

El último cabo, el que me guardaba para los días de fiesta. El que mantenía la coherencia.

Sí, curioso. El último cabo. El que me haría comprender la derrota de un modo definitivo.

El último adiós.

El momento terrible en el que no queda nada.

Justo en el momento en el que había aprendido algo, se soltó el último anclaje con la realidad.

Si has llegado hasta aquí es porque algo barruntas, algo te esperas.

Conocí a L en un pueblo perdido de Guadalajara, donde yo andaba por aquel momento. Desde el principio conversamos mucho, yo no tenía ninguna intención. Hacía seis meses que había roto con Nuria, mi primera N, y no tenía ganas de andar tonteando. Yo llevaba siempre encima mis cuadernos de poemas y mis canciones, porque era bastante idiota. Nunca he dejado de serlo, pero sí de ese modo.

Ella tenía esa extraña debilidad. Ese constante no respetarse a sí misma.

Y el amor puede nacer de una sola metáfora.

Y lo hace.

Recuerdo que cenamos en la poza, y ella se emborrachó bien. Yo un poco menos. De repente, me Estaba besando el cuello. Así fue. Nos fuimos por el camino largo, para estar solos.

En medio de una era te besé, y vomitaste el alcohol sobrante de la noche que se escabulle como un perro.

Me pediste que te hiciera el amor.

Yo te dije: si mañana sigues pensando lo mismo, lo haremos. Lo estoy deseando.

Pero hazme el amor ahora.

Ahora no tendría sentido. Si lo único que va a quedar es esto, que no quede nada. Sin embargo, qué prodigio si mañana sigues deseando lo mismo. Qué prodigio.

Te acompañe a casa de la amiga en la que dormías.

Y ahora empieza la historia que no conoces. Que nadie conoce.

Me quedé solo en medio del inmenso cielo estrellado de Guadalajara, sin ganas de volver a casa.

Me fui a la fuente del pueblo, porque allí siempre me sentí en calma. A gusto.

Esa fue la primera vez que pronuncié mis votos.

Mucho antes de la plaza en La Palma.

Mucho antes de saber nada.

Me quedé solo, en la fuente, bajo el inmenso cielo estrellado.

Y, sin saber muy bien por qué, pronuncié:

“Te voy a querer siempre”.

Al día siguiente estabas en el local y te di una patada en el culo. Y te dije:

“¿Te acuerdas?”

Y te acordabas. Me sentí enorme.

No se si se comprende. Ahora mismo estoy solo en mi salón, borracho, escribiendo esto. Lo circundante es una mierda, hoy por hoy. Pero he vivido eso.

He vivido eso.

No hay sonrisa que borre una lágrima. Pero tampoco hay lágrima que borre una sonrisa.

Estuve mucho tiempo en la fuente antes de volver a casa. Preguntándome por qué.

Como si hubiera alguno. Cuando la inmediatez llega, las dudas se retiran.

Tiempo después, en esa misma fuente, estuve hablando contigo a través de la luna mientras tú viajabas lejos. Quedábamos a la misma hora, cada cual debajo de su luna, y nos hablábamos.

Eso no se olvida rápidamente.

Eso no se olvida nunca.

Sí que es verdad que hay cosas que lo tapan. Que hay cosas que lo eclipsan.

Puta vida.

4.

Hay demasiadas cosas que se escriben solas. En una fiesta ese mismo año, en una fiesta ese mismo año, en una fiesta año me hiciste un anillo de hierba que guardé tanto tiempo que no recuerdo cuánto, dentro de una caja de madera, dentro de una caja de madera en la que también guardaba el papel en el que el del bar del pueblo me anotaba los teléfonos a los que llamarte, el primer mechero verde no sé la marca que acabamos juntos, lo guardé todo durante años, en su caja. Dios, te quería con amor y con dolor a partes iguales, vivimos una tragedia. Dentro de una caja de madera que tiré, sí, la tiré, cuando no pude soportar más y cuando todas y cada una de sus astillas se me clavaban en la carne después de que te fueras.

La tiré por si solucionaba algo.

Pero no solucionó nada.

Dolía exactamente igual.

Ocho días exactos antes de empezar a salir con N grabé una canción llorando echándote de menos. Aún la conservo. No quise menos a N por eso. Quise menos a N por todo. Pero no por eso. Quise mucho menos a N, pero no fue culpa nuestra. En nuestro caso no había escudos que transgredir.

No los hubo nunca.

Es difícil luchar contra eso.

Tú en tienda de campaña, ese verano que me obligaron a dejarte sola y no te resignaste. El abuelo que te ofreció sexo. El comer en casa de Carlos porque mis padres eran gilipollas y no comprendían que te estabas muriendo de hambre, porque yo me comía tus salchichas, lavándote en el río, las constantes cistitis. Carlos buscando al abuelo para darle de ostias.

¿Comprendes? Sí, hablamos de amor.

Pero sobre todo hablamos de vivencias.

Cuando no hay escudos, las vivencias son constantes.

Cuando hay escudos, se ama una vez al mes, con suerte.

Mordí tu pezón en la poza, tiempo después, mientras un tipo venía por el camino. Es jodido.

Te fuiste a una boda en Tenerife y yo me quedé en la Palma porque tenía que currar, volviste un día antes y me pillaste en la cama durmiendo, y te dije “hueles a hombre”, pensando en tu perfume, simplemente. Y lo más grandioso es que así lo entendiste, y estuvimos bromeando sobre ello días después. Era todo tan sencillo. Sexo sin penetración en todas las habitaciones de la casa porque tenías la regla y no podías hacerlo en un par de días. A mí me daba igual, a ti no. Y yo estaba agradecido y entero viviendo lo que era tan estupendo y tan sencillo vivir. Queriéndote entero, desde todos los puntos, poros, extremidades, músculos. Queriéndote a ti entera. Todo tan sencillo.

Todo eso ha sucedido.

Todo eso ha dejado de suceder desde entonces.

Años después, el día siguiente de follarme a la tipa de Miguelón arrastrado por los acontecimientos, y porque a mí esas cosas raramente me ocurren, tenía comida familiar en el pueblo y me fui con la bici desde Jadraque. Eso no lo sabes, no puedes saberlo. Y me fui a la poza, donde me besaste el cuello por primera vez, donde te mordí el pezón el día que un tipo venía por el camino. Y estaba solo, y jodido, y una Kangoo blanca venía por el camino, y pensé “no será, no será ahora, no…” Y no lo era, claro. No lo fue. Solo me quedé sólo estúpido y sintiéndome solo y pensando que la vida era una pútrida mentira.

Y me quedé allí llorando solo, como el idiota que era. Echándote de menos.

A ti. Por supuesto.

Pero sobre todo echando de menos todo aquello.

Todo lo que no he sabido ni esbozar con esto.

Pero está ahí.

La chilaba, mi chilaba. Una de las primeras veces, en la que Yuyu metió la mano en el bolsillo de mi chilaba por hacer el tonto y sacó tu sujetador.

Todo tan precioso.

Todo tan efímero.

Tan efímero que se fue a la mierda completamente en ese momento en el que tú estás haciendo las maletas y yo cojo la bici porque no puedo soportar estar presente en eso. Todo eso estaba ahí. Pero ya no significaba nada.

Joder. Que alguien pare el mundo, que yo me bajo.

Ya no tiene sentido nada, no me cuentes historias.

Entonces pensaba que era lo normal, que era lo esperado. Que era lo que había.

Qué equivocado estaba.

La gente no es tan desprevenida como para mantener vidas así.

No lo es.

Después de eso, todo es medio mentira.

Todo es medio nada.

Donde viven los escudos la vida se retira a un rincón, acobardada.

5.

No, ya no te quiero. No es retórica, no te quiero.

No sé quién coño eres.

Echo de menos el calibre de la vida, si se entiende.

Por ahí van estos tiros, eso que me cuesta tanto decir.

No es que no te haya visto a ti después.

Es que no he vuelto a ver ese calibre.

Es que la vida no ha vuelto a ir por ahí.

Qué santa razón tenía Kike, él lo sabía. Sabía que no iba a durar. Que eso no era lo normal. Que el encontronazo iba a ser brutal.

Me he pasado la vida intentando levantar barreras.

Contigo jamás me hizo falta. Ni siquiera era consciente de tenerlas.

Era demasiado temprano, todo estaba blando, todo se estaba haciendo.

Echo de menos esa absoluta nitidez. No a ti.

No puedo echarte de menos a ti. Porque ya no sé quién eres.

Pero sí esa simplicidad.

Esa simplicidad lo es todo.

Mientras sucedía pensé que era lo normal. Después no he hecho más que echarla en falta.

Kike estuvo un tiempo esperando verme caer. Tenía miedo a la realidad que yo era incapaz de ver.

Y claro, poniéndote a ti allí…

No he hecho más que echarte a ti en falta.

Pero todo eso ha sucedido.

Y no hay lágrima que borre ninguna sonrisa.

No la hay.

6.

Te eché de menos los inviernos, las primaveras, los veranos, los otoños. Te eché tanto de menos que no dejé de llorar ni cuando las cosas iban de cara. Lo escribí por todas partes. Mi vida era un devenir extraño que se multiplicaba a sí mismo y tenía cientos de nombres: los nombres de las canciones: los nombres de los relatos: los nombres de los poemas. No sabía dónde estabas porque había decidido no saber de ti. Recompusiste tu vida al lado de otro tipo, que seguramente fue tan inteligente como para no tener ni idea del combate. Al mismo tiempo que seguramente sabía cómo evitar que sintieses tus complejos. Hizo que dejarás de sentirte pequeña con mucho más tino que yo. Eso le honra.

A mí me da igual. Al fin y al cabo, la victoria está sobrevalorada.

No me importa haber ganado yo, o tener el mérito.

Sólo quiero que tú te sientas grande.

Eso es lo único importante.

Porque el amor nace de una sola metáfora.

Y de esa nació el mío. De verte tan desvalida, tan injustamente.

Lo siento. Es así.

Y así perdura.

7.

Ando borracho en el salón cuando vuelve Yuka. Llama al telefonillo y yo la abro. No puedo hacer otra cosa. Era demasiado pronto para dejarme, porque tú no puedes hacerlo. Lo hará ella, llegado el momento.

Estás borracho.

Sí.

Entonces llego tarde, ¿queda algo por ahí?

Hay algo de cerveza en la nevera.

Bien, quiero hablar contigo.

Empieza.

Quiero que dejes de torturarte pensando que voy a irme. Quiero que dejes de golpearme con ello. Quiero que dejes de hacerme daño presuponiendo que sabes más que yo de mí misma. Quiero que dejes de interpretar, y quiero que vivas, simplemente.

Sabes que no es posible.

No, precisamente porque sé que es posible estoy aquí ahora. Déjate de cuentos, de filosofías de andar por casa. Toda tu vida buscando la inmediatez y no haces más que cegarte todo el tiempo, no te dejas ver la vida, no te dejas vivirla.

Yuka, no es tan fácil. En todas partes buscamos lo incondicionado y…

Lo único que encontramos siempre son las cosas. Ya. ¿Tan difícil es aceptar que sólo hay cosas que dependen unas de otras? ¿Que todo está relacionado? ¿Que no hay más?

Ya. Pero si te vas a ir, ¿qué valor tiene todo esto?

Depende de cómo quieras verlo. Sólo de eso.

Lo que yo creo es que eres lo que quieres, no lo que has vivido, no todavía, y que llegará un momento en el que te plantearás vivir, y entonces yo sobraré completamente. Si ahora mismo sólo eres ese tipo especial de escudo, ¿qué sentido tiene relacionarme con eso, que no es y no será?

¿Y no te das cuenta de lo estúpido que es lo que me estás diciendo? Tienes esta realidad a tu lado, que puedes tocar y pulsar, y te planteas un montón de mierdas que no te dejan ser feliz ni vivir lo que te rodea. ¿No te das cuenta… de que todo eso es una defensa por el miedo que tienes a perder otra vez? ¿No te das cuenta de que estas haciendo precisamente lo que no quieres hacer, lo que detestas cuando lo ves a tu alrededor?


“No llores, niño, no me voy a ir nunca, ya no me voy a ir nunca”.

Ecos de otras guerras.

Confianzas rotas. Yo quiero creer.

Pero cada vez que lo hago sumo cadáveres en mis costados.


Confianza en el mundo, confianza en las cosas, confianza en tus ojos. Confianza para poner el cuello boca arriba y mostrarte mi pulpa fresca, mis equivocaciones, contarte mis mierdas entre las sábanas como uno de los medios de no ocultarte nada, para saber que si me quieres me quieres a mí y no a otro. Y aún así quisiste a otro. A un tipo que sólo vivía en tu cabeza y que era justo lo que tú querías.

Ese tipo no encajaba conmigo.

Tampoco tú conmigo, pero reconocías tus errores y me pediste tiempo para solucionarlos. Y no lo hiciste. Nunca quisiste hacerlo. Nunca pusiste ni tan siquiera el comienzo. Yo esperé, y esperé.

Estaba esperando siempre. Una estación de tren a la que nunca llegaba. Pasaban las horas, volaba sobre los rieles, pero nunca llegaba. Me sentí solo en aquel tren. Me sentí muy solo. Me sentí pequeño, diminuto, estúpido.

Nunca llegué. Cuando no pude más, me bajé en la primera estación.

Evidentemente, tú no estabas allí para cogerme de la mano.


Una vez un alma encontró a aquella que la completaba.

Quizá fue pronto, quizá fue tarde, quizá no fue nunca. O quizá fue en el momento justo. Cuando la vida tiene carácter líquido, cuando sólo hace falta construir un continente para que el contenido encaje perfectamente en él, sin asimetrías ni aristas. Quizá en ese momento las almas se encontraron, en un universo poliédrico de miradas. Miradas en todas direcciones. No es tan difícil comprender que las probabilidades de que dos miradas se posen la una en la otra en una multiplicidad de ojos y dimensiones es prácticamente igual a cero.

Cuando funciona, cuando se da, es precioso estar cerca para verlo.


Es simplemente tarde, Yuka. Me doy cuenta de todo eso, pero es tarde. Yo quiero creer en que tú eres tú y no habrá más tus jamás, pero no puedo.
Sólo tienes que intentarlo.

Eso sólo funciona en las películas de Disney.

Pero… ¿tanto las has amado, o tanto las quieres todavía?

No van por ahí las cosas. No quiero volver con ellas, no las amo de ese modo. Lo que se ha roto aquí es… la confianza en el mundo. La credibilidad en el mundo. Mi confianza en que pueda volver a empezar sin el miedo. No las echo de menos a ellas en absoluto, echo de menos lo que he vivido con ellas, que es distinto. Disyunto. Es algo que las trasciende, que me trasciende a mí mismo. Echo de menos la alegría de vivir una vida que no contenga tanto dolor. No temer el dolor. La confianza en que las cosas pueden funcionar.

Eso es una mierda. Todos tenemos nuestras jodiendas, coño, y no por eso hacemos lo que tú. Por ti el mundo se detendría mañana mismo.

Incluso antes. Tú crees que estamos en el momento justo, pero no es cierto. Para ti es demasiado pronto. Para mí demasiado tarde. Estamos condenados a no entendernos. Hace algún tiempo leí una novela de ciencia ficción…


Y te explico. Te explico porque las metáforas construyen, y hacen, y dictan. Y como decía Jorge, el árbol muerto que no es un árbol, es un muerto, las palabras son un andamiaje desnudo que rara vez consigue decir algo sin utilizar metáforas.

Encontraron unas naves en una luna de algún planeta del sistema solar. Y no comprendían esas naves, sólo consiguieron encontrar el botón de puesta en marcha, que les llevaba a alguna parte y después les traía de vuelta. La humanidad pasaba hambre y no les costó encontrar a tipos que dieran al botón, llegasen, buscasen restos y los trajesen de vuelta. Sencillo, ¿verdad?, así sería si no hubiera pasado tanto tiempo desde que esta civilización volase hasta que nosotros encontramos sus naves. Las rutas que hace milenios llegaban al borde seguro de algún sol, ahora te llevan al mismo centro. Por eso estaba tan bien pagado volar. No era nada seguro. El protagonista se enrola en una misión con dos naves que parece que van al mismo destino, y así es. Justo a un agujero negro. Sólo tienen una posibilidad de escape, y es usar el motor añadido por los humanos de una nave para con el principio de acción-reacción sacar a la otra del rango de peligro. Este tipo se ofrece a condenarse. Pero por algún motivo las cosas se dan la vuelta, y al final él se ve expelido hacia fuera del agujero negro, y el resto hacia dentro.

Se puede vivir con eso, ¿verdad? Todos están muertos.

Bien.

Pero no lo están.

Se supone que cuanto más cerca estás de un agujero negro más se ralentiza el tiempo, cuanto más cerca de la singularidad más cerca de una fuerza gravitatoria que pueda detener los 300.000 km/s de la luz, y el agujero negro no se llama así por hacer una bromita con el tema, se llama así porque de él no escapa ni la luz, la velocidad tope en el universo, todo lo subsume. El tipo sabe que para él han pasado 30 años, pero ellos están a diez minutos, el tiempo no ha pasado, y están justo un poquito más tarde del momento en el que él se fue de allí, mirando el agujero negro que compone el único destino.

Odiándole.

Odiándole con todas sus fuerzas, cada segundo.

Es difícil vivir día a día con eso.

El tipo, con la pasta, se pudo comprar un seguro médico completo que le aseguraba doscientos años más de vida. Él quería vivir, incluso sabiendo eso.

Pero está el tema del combate.

Iba a utilizar el seguro a fondo.


Y ese es mi estado. Para mí han pasado diez, quince, veinte años. Pero el yo que pasó por todo aquello sigue ahí, como en “El rescate imposible” de Hierro, mirándome, sin comprender demasiado. Odiando.

Odiándose.

Odiándonos.

Yo le miro preguntándome qué sonrisa borra una lágrima. Él me dice que ninguna.

Y a ver cómo explicarte que todos esos yos, cadáveres a mis costados, que no me dejan encarar de frente las puertas, siguen mirándome desde allí y reinterpretando el mundo desde allí e impidiéndome volver a crear otro tipo frente al agujero negro mirándome.

Porque yo ahora sé. O creo saber.

No puedo permitirlo por ti. Tampoco por mí.


Pero eso no tiene mucho sentido. Es sólo un relato.

Y un poema.

Vale, y un poema. Pero… no tiene sentido. Yo estoy aquí. Esto es un beso.

Y me besas.

Pongo mi mano en tu cintura.

Y lo haces.

Pongo mi mano en tu polla.

Y lo haces.

Esto es contacto.

Y me pegas una ostia.

Y después otra.

Y después no puedes parar.

Y me golpeas, a patadas, a puñetazos, a tortas. Estás llorando. Yo no puedo hacer nada por detener ninguna de ambas cosas. Así que recibo. Los golpes y las lágrimas.

Sigues así un rato. Un buen rato. Me miras, compungida. Me miras, llorando. Me miras y no puedes hacer nada.

Me pellizcas.

Me haces daño.

Me retuerces un pezón.

Duele.

Vuelves a las tortas en la cara. Tengo un resorte que me devuelve siempre al centro mientras tú pegas duro, y pagas la rabia de no poder hacerme ver lo que tú comprendes de un modo diáfano.

Tengo tan poco que contarte ahora que prefiero que sigas pegando.

Aunque me beses.

Aunque me des ostias y me beses al mismo tiempo.

Y me desnudes en medio del suelo, mientras te desnudo y no dejas de pegarme.

Me sigues pegando mientras follamos.

Al día siguiente, cuando me levanto para hacerte el desayuno, ya no estás.

Las heridas, los daños, dependiendo de cómo vengan, no duelen demasiado y significan bastante.

Tengo trabajo con el betadine.

Delante del espejo, todo duele estupendamente bien.

Si el tipo del otro lado quiere hacer algún reproche, se cuida mucho en hacerlo, así que yo sigo con lo mío.

8.

Acerté o fallé, no tengo ni idea. Lo que sé es que el ser está intacto. No sé si gane o perdí. No me importa en absoluto. Dolores en mis costados. ¿Sería mejor si no existieran? Creo que no.

Creo que una vida plana no es la respuesta. Que no lo puede ser nunca. Creo que hace falta un acuerdo, aunque sea para morir. Para doler. Para curar. Reitero, pesado: no hay limpieza sin la ley. No hay limpieza sin la condenación. Así es, porque está escrito, y si no lo estuviera todos andaríamos en caída libre sin tener ni puta idea de dónde está todo el mundo. Hace falta escribirlo, la RAE que fija y da explendor. Evidentemente, pero primero fija. Sin fijar no habría modo de dar explendor. En un primer momento la ley parece absurda, porque sin ella no habría delito y todo sería más fácil.

Hmmm. Todo más fácil.

No habría delito, es cierto. Pero tampoco habría nada. Nada significaría nada.

(Eso de lo que nadie quiere propiamente hablar).

Es así, porque está escrito.

Vuelvo a estar, al volver del curro, sólo en el salón. Lo de borracho es cuestión de tiempo.

9.

Estuve con Comas y Pacorro y Eva en el Festimad, hace algunos años. Al final llegamos a nuestro destino y pudimos mear nada más abrirse las puertas del tren. Esa niña no ha dejado de intrigarme desde entonces. Bastante es saber que me estoy jodiendo sin más como para intentar imaginar que lo que hago tiene significación más allá de mí mismo. Ellos hicieron la ley, y nos jodieron con bancos e hipotecas y coches y sábados de barbacoa jodiéndonos con el puto colesterol como si nos fuera algo en ello.

Que no se extrañen si hay gente que a eso no le llama vida.

Jodiéndonos.

Todos juntos.

Jodiéndonos.

No estoy tan loco.

Jodiéndonos.

Imbéciles pagados de sí mismos. No puedo mirar a esa tipa como mi superior. Es una imbécil. Sé que está escrito, si rompo las normas, tendré mi expiación.

Pero es una imbécil.

Sudo.

Estoy sudando.

Estoy calado. Empapado.

Me lié con la mejicana mientras tocaban los Pixies, y me vomitó encima.

Ecos de guerras mayores.

Me gustaba y me decía “wei….” o algo así.

No, no me la follé.

No.

Pero no por falta de ganas, simplemente ella iba tan borracha que hubiera sido menos que nada.

Menos que nada.

Yo escribí mi propia ley.

Yo quería tirarme a cualquiera, mientras sonaban los Pixies, y la mejicana estaba cerca. Piadosamente más cerca que nadie.

Pero no hubiera sido nada.

Dime a quién le pongo la losa en los pies. Por favor.

Dímelo.

Necesito que me lo digas.

Yo estaba en otra parte, eso es importante que lo comprendas, yo estaba en otra parte en la que todo era más fácil y tú me abrazabas, años antes, en años en los que todo era más fácil. Después morí, todo el mundo ha muerto alguna vez, después me compliqué demasiado, me rompí demasiado, me destrocé demasiado, mira las palmas de mis manos, estaba roto, te estaba pidiendo una tregua, te juro que me la estaba pidiendo a mí también. Por favor.

Tú estabas lejos.

O estabas en una estación que no era la mía.

En cualquier caso, no estabas cerca.

Dime a quién le pongo la losa en los pies.

10.

Huyo y transcurro en casa de Toño y Lisa, Lisa y Toño, y me dejo hacer un té y unas sonrisas y encendemos unos cigarros y me pregunto quién qué cómo acertar a decir todo lo que está sucediendo. Pero no parece necesario. Nos entretenemos un rato hablando de la compra y el mercado y de esto y aquello y nada en concreto, porque hay veces en las que lo contingente reconforta mucho mejor que lo necesario, y de forma más profunda y completa. Y hay veces en las que lo contingente prepara el camino de lo necesario de un modo tremendamente eficiente.

Oye, ¿qué es de Yuka?

Eso es suficiente para contarlo todo, sin tonterías y sin ambages, de forma profesional, meticulosa, informada, pulcra. El pack de detalles completo.

Venga, tío, me dice Toño, no puedes hablar así. El único que crea y mantiene esa suerte de desastres eres tú. Es lo que estás buscando, joder. No puedes quejarte de todo esto. Me lo puedes contar, pero no puedes quejarte. Puedes liarte con esa tipa en serio, de una vez por todas, en vez del ejercicio de esgrima que mantienes constantemente con ella. Puedes hacerlo, y si no lo haces es porque no quieres. Porque prefieres pensar que tu situación es mejor eludiéndola, añorándola, culpando a la que no es y que quizá no sea nunca. Edulcorándola aspereando la situación. Pero te mola, te convence hacerte daño con metáforas imposibles, buscar más sentido del que hay cuando no hay más que el que hay.

Pero, tío, no puedes creer eso. Sabes que en realidad ella se buscará a sí misma, y que cuanto más importante sea yo ahora en su vida más me rechazará en ese momento. Lo sabes, eso no es invención mía. Lo hemos visto cientos de veces, joder.

Claro que lo hemos visto. Pero olvidas las veces en las que no lo hemos visto. ¿Tú qué coño sabes? Y si tenéis dos años de relación perfecta, ¿qué problema hay? Después se irá, te odiará porque buscará referentes en otras partes, pasará un tiempo, y luego tan amigos. Y tú habrás vivido en vez de temer vivir.

Y es posible, añade Lisa, que hayas aprendido lo suficiente como para que no tenga que ser así. Es probable que hayas aprendido los modos para quedarte respetuosamente a su lado mientras se busca. Y que cuando lo haga tu cara sea lo primero que vea al lado de la cama.

Estoy borroso. Desdibujado.

Lisa se acerca al suelo, donde está Toño. Se sienta junto a él y le besa. Ambos me miran, yo me he quedado sin palabras. Todo encaja fácilmente. Todo tiene su lugar.

Lisa dice: “¿queréis que haga unas pizzas?”

Y mientras va a la cocina todo se articula en un nuevo sitio.

Epílogo.

En el budismo no hay lugar para el esfuerzo. Compórtate con naturalidad y sin hacer nada en especial. Come tu comida, defeca, orina y, cuando estés cansado, acuéstate. Los ignorantes se reirán, los sabios comprenderán.
—Tang Lin Chi.

1.

Volví a la casa del alfarero, andando el tiempo. Un tiempo más tarde, al menos. Le encontré en la misma postura, con la jarra de barro y el vaso de cristal, la peya de barro y el tronco cortado, y me invitó a entrar. Era invierno, porque azotaba los leños de la chimenea con un palo de hierro. Vino sobre la mesa, fuego, humo. Su cara de cuero curtido mirándome desde esos ojos penetrantes como cuchillos. Inquisitivos. Lúcidos.

—Entonces, ¿dónde están las preguntas?
—Sí, he venido a por respuestas.
—Empieza, sin más.
—Bien, todas las preguntas empiezan por una sola.
—Lánzala.
—¿Cómo te enfrentas a todo esto?
—No está nada mal como principio. ¿A qué te refieres? Hay días en los que tengo problemas con la arcilla, o que se me han roto muchas piezas en el horno. Esas noches no suelo dormir bien. ¿Te refieres a eso?
—No.
—Ya.
—Me refiero a lo otro. A todo lo demás.
—Este es el lugar en el que estoy. Fue y es mi decisión.
—Pero… ¿y esa mujer?, ¿y el hijo viniendo a decirte que su madre había muerto?
—Eso no puede afectarme. No de ese modo.
—¿Por qué?, ¿cómo?
—Porque no me pertenece.
—¿Disculpa?
—No, no me pertenece. No creo en Dios ni en dioses, pero sí creo en algo así como… no sé, formas de ser que perduran. No soy culpable de mis aciertos. Tampoco de mis derrotas. Sólo soy culpable de mantenerme fiel a mí mismo o no hacerlo. No importan las consecuencias. El destino final. Lo que sucede. Lo único que importa es mantenerme dentro de mí todo el tiempo. Coherente. He leído mucho sobre ello. He pensado mucho sobre ello.
—No te pertenece…
—Claro que no. Esos desastres, todos y cada uno de ellos, aluden al rango de lo que no me pertenece en absoluto. Si hubiera aceptado esa miríada de cosas que pretendían afectarme, lo hubiera hecho sólo negándome a mí mismo.
—Pero… ¿cómo es posible que este tú mismo tenga más fuerza que todo lo demás?
—Porque es lo único que tengo. No sé si es acertado o no. Pero sí que es lo único que tengo. —Pero yo no puedo…
—No —me interrumpe—, tú no puedes. Tú no has salido en ningún momento de ti mismo, bueno, no es del todo correcto. Lo has hecho. Pero no has percibido los detalles. Has percibido muchos, pero no todos.
—No sé.
—Siempre estás hablando desde la misma significación. De ahí el conflicto. Haces sólo la mitad del recorrido. Nunca el recorrido completo. Sólo cuando te deslindes podrás volver con más fuerza a ti mismo. Con más conocimiento.
—Pero...
—Espera, ya es tarde. Tenías que haber venido antes. Te esperaba antes. Vamos a hacer la cena.
—Pero...
—Espera.

El tipo se acerca a la nevera y saca de ella un perol que coloca en el fuego sobre una pieza de hierro. Me sirve más y más vino que yo trago con la necesidad del perdido, y me tiende la guitarra mientras remueve el contenido con una pala de madera. Yo toco y el da vueltas, y pavesas encendidas revolotean por todas partes mientras le miro en silencio moviendo los dedos entre los trastes, parando de cuando en cuando para beber. Él también bebe. Estoy cada vez más borracho, pero con el humo y el fuego y las judías calentándose estoy al mismo tiempo cada vez más intrigado y, de algún modo, lúcido. Él parece un tipo enorme y un tipo sin grietas y un tipo convencido y un tipo autosuficiente, lo que no hace más que golpearme en la boca del estómago de un modo que no comprendo muy bien todavía. Al mismo tiempo, no sé si se comprende, yo estoy tocando la guitarra, y a cada acorde estoy más y más lejos en un ritmo circular que me va excentrando lentamente. El tipo da vueltas, yo doy vueltas sobre los compases. Cada par de ciclos ambos nos detenemos, bebemos el vaso de vino, los llenamos para la siguiente vez y volvemos a tocar y remover.

Pavesas revolotean y remolonean a nuestro alrededor.

Yo estoy justo un momento antes de follarme a la tipa de Miguelón, a la que conoció por internet, y me gustaría gritarle “eh, tío, no es culpa mía” mientras la tipa me da un beso cada vez que meto un gol en el futbolín. No es culpa mía, Miguelón, no lo es. Sé que te jodió, y que la pregunta que te hice en la barra mientras ella fue a mear no tuvo mucho sentido, no tuvo ninguno, fue una exculpación propia más que una pregunta, te pregunté para exculparme porque sabía cuál iba a ser la respuesta. Te dije “tío, me la voy a follar, sé que tú la conociste primero, dime si te molesta”. Joder, ¿qué clase de pregunta es esa?, ¿qué podías responder tú? Pues más o menos lo que hiciste, que a ti no te gustaban tías que se acostasen con el primero que conocen. Eso era mentira. Claro que te gustaban esas tías. Dejaban de gustarte cuando no era a ti al que escogían. Y aún así te mantuviste firme cuando la tipa volvió del baño y me dijo al oído que tenía un pendiente en el clítorix y yo le dije que no la creía, y me retó. Y yo metí la mano pantalón cintura abajo sabiendo que tú estabas mirando y no lo encontraba y ella susurraba “busca mejor” y yo evitaba tu mirada y al final topé con algo sólido, algo entero en medio de tanta y tanta carne blanda y tersa y grité “lo he encontrado”. Y en el Cool se había convertido en un asunto público y todos reían medio divertidos medio acostumbrados mientras tú, Miguelón, tenías tu cara de completo dolor que yo elipsaba por conveniencia elipsaba porque tenía cosas mejor que hacer elipsaba porque tengo mis propias peleas con la realidad y no está de más un descanso de vez en cuando. Qué duro es vivir, tío. Para todos.

Después nos fuimos y tú seguías diciendo que no te importaba y nos despedimos y nos fuimos despacio a casa, riéndonos en cada esquina, abrazándonos, sintiéndonos únicos, mordiéndonos el cuello, hendiendo el olfato con el suave perfume del deseo y cuando llegamos a mi portal tú estabas esperándonos en la puerta.

Todo el tiempo fui consciente de cuánto te importaba. Por si acaso, tú me lo ponías difícil y me lo recordabas.

Entramos los tres a mi casa y metí a la tipa en la ducha para que se le pasara el pedo y para poder sorber, chupar, adquirir después todo lo nuevo con sabor a tábula rasa de gel de jabón de ducha y nos quedamos tú y yo en el salón con unas latas de cerveza. Y me dijiste.

Qué estúpidas son las tías.

Sí, lo son, tío.

No has hecho nada.

No tenía que hacer nada. Ella decidió en cuanto me vio.

Ya, ¿pero no es estúpido?

Lo es.

Yo la conocí. Yo hablé con ella. La escuché durante dos semanas, oí todos sus problemas, le di consejos. Estuve cerca.

Ya.

Tú no has hecho nada de todo eso.

No.

Y tampoco vas a hacerlo.

No creo.

No eres un mal tipo, podrías hacerlo.

Sí, pero no con ella. Yo no la he conocido así.

Pero podrías hacerlo.

No con ella, Miguelón, no con ella.

Pero en cuanto salga de la ducha…

Sí.

Joder.

Creo que es el momento de irte.

Es una putada, tío.

Ni tú ni yo hemos echado los dados.

Ya lo sé, pero es una putada.

Nosotros sólo mirábamos. Las cosas sucedieron.

Ya.

Lo siento, tío.

No te preocupes, todo tuyo. Hoy las cosas salieron así. Mañana será otro día.

Eso espero.

Terminemos las cervezas, y brindemos. Pero no sé por qué.

Brindemos por las cosas que suceden.

Hecho.

Teminamos las latas y te acompaño a la puerta. Te miro mientras me guiñas un ojo y empujo el canto de madera. Me quito la camiseta. Me voy a la ducha, donde me espera. Ella está ensimismada con el agua. Cuando por fin me ve, sonríe. Me quito los pantalones junto con los calzoncillos y me voy dentro.

Mientras tanto, el tipo ha terminado con las judías y las está sirviendo en un plato. Llena de nuevo el vaso de vino.

—Has estado lejos un rato, ¿no?
—Sí, bastante lejos.
—Todos tenemos cuentas que ajustar.
—Sí. Al día siguiente yo tenía barbacoa en el pueblo, así que la acompañé a coger un taxi a las siete y media de la mañana para poder coger un tren a las nueve que me llevara a Jadraque.
—No conozco esa historia.
—Te la cuento.


—Mmm, en mi época las cosas no pasaban de ese modo.
—Seguro que sí.
—No, no pasaban.


—Y luego, ese mismo día después de la barbacoa, fue cuando lloré, en la poza, porque entraba por el camino una Kangoo blanca y no era ella.
—Comprendo.
—Para mí fue definitivo, porque no era cuestión de sexo.
—Nunca lo es.
—Ya, yo tuve que descubrirlo.


—Ella te volvió a llamar.
—A la semana siguiente.
—Quedaste con ella.
—Le dije que no quería quedar. Quedó con Miguelón.
—¿Qué tal fue?
—No lo sé. Estuvieron llamando a mi portal, les veía desde la ventana, pero no quise abrir. Yo me retiré.
—Haciendo daño.
—Supongo. Qué más podía hacer.
—Nada.
—Eso mismo. Creo que no hubo más que decir, porque supe mucho más de Miguelón, pero nada de ella.
—Haciendo daño.
—Sí.
—Un daño que nunca te perteneció.

2.

La noche se ha adueñado de todo. El fuego del hogar repele la oscuridad, es el lugar donde la obscuridad se retira, acobardada. El viejo borracho ronca confortablemente en un sillón mientras yo miro el fuego. Yo no sé dónde están las reservas de vino, así que miro el fuego y dosifico mi jarra. Pobre mujer. Aunque ahora sea feliz como una perdiz, no se merecía aquello. No se lo merecía. Me pilló fuera de juego. Aproveché la ocasión, pero yo no estaba buscando nada. No había abierto la partida. Eso es tan cierto como que sigo respirando. Tampoco le hubiera hecho nunca daño si ella no lo hubiera estado buscando tan insistentemente. Eso no me justifica. Nos encontramos en puntos diferentes de giro de dos espirales puntualmente coincidentes.

Las paredes están vacías de cuadros, vacías de fotografías.

Mi vida está llena de cuadros, de fotografías.

Pero no en el sentido de… compartir en el tiempo. De pertenencia.

Desde ese punto de vista mis paredes están vacías.

No sé si lo importante es compartir.

Si es lo importante, estoy jodido.

El sonar de los cajones cuando contienen bragas es diferente. Eso es un hecho. El sonido es más blando, más terso, más humano, menos hueco. No sé si eso constituye una vida, como principio. Quizá no. Pero reconforta. Esa extraña ley según la cual cuando tienes a alguien de quien preocuparte te preocupas menos de ti mismo. Del sentido estúpido de lo que te rodea. De si tienes razón o te estás equivocando siempre. De si algo es justo. Qué coño te importa al mundo si dentro de tu cama hay equidad, y no es tu brazo el único que se apoya tiernamente sobre tu costado.

3.

Me despierto en el suelo, mientras el alfarero hace tostadas en el fuego. Las sirve con un café de puchero. Comemos un rato en silencio, porque estoy esperando. Hoy no me toca a mí iniciar el juego. Yo ya he hecho las preguntas. He hecho una sola, pero es exactamente lo mismo que haberlas hecho todas.

—Llevo viviendo solo más de cuarenta años. No tengo rutinas complicadas. Me levanto, cojo algunas peyas de barro, moldeo. Preparo algo de comer. Cuando tengo suficiente preparo el horno y las cuezo, y si no tengo suficiente, las dejo secar dentro. Después me siento con un vino a ver caer la tarde. A veces viene alguien y charlamos, y otras no viene nadie y miro como todo anochece. Los días se suceden uno tras otro de este modo. Uno tras otro.
—¿Y no echas en falta nada?
—No.
—¿Y no te sientes solo?
—Nunca estoy solo.
—¿Y no te aburres?
—No entiendo cómo.
—Todos los días lo mismo...
—Todos los días lo que yo he escogido. Todo estriba en encontrar tu sitio. Tu lugar.
—Ya, pero… tan solo.
—La gente suele creer que establece relaciones con los demás. Normalmente se engaña. La gente suele simular relacionarse, evita los temas complicados, evita los temas personales. En realidad necesitan el calor de la gente, pero no quieren entrar en el peligro de confiar en los demás. Y necesitan ese calor porque no tienen hogueras dentro que se lo den, porque tampoco quieren entrar en el peligro de confiar en sí mismos. Sin ese contacto, estarían fríos como el hielo, vacíos.
—Ya, eso lo comprendo, y lo he visto muchas veces. Fines de semana enteros de conversaciones banales. Letanías de retazos de conversaciones tópicas que se untan los unos a los otros para emular una conversación real. Y al final se van a casa pensando que han estado con alguien cuando sólo han compartido un espacio y un tiempo determinado. Y eso les hace pensar que han tenido contacto de algún modo.
—Así es. Primero tienes que verte a ti mismo. Asumirte. Eso es lo más difícil. Sólo una vez que te has asumido puedes empezar a conocer realmente a alguien. No hay otro modo. Todo empieza en tu cabeza. La gente, sin embargo, es como el barro que moldeo. Decido lo que va a ser, una taza, un caldero, una olla, una jarra, y le doy forma. La gente, como el barro, no se pregunta qué forma tiene. Esperan a que yo se la dé. Esperan a que lo que les rodea se la dé.
—¿Por qué?
—Esa es una pregunta regular. Deberías saberlo ya. Es difícil mantenerte en pie sobre tus propias decisiones. Asumir que puedes haberte equivocado, que quizá no eres tan bueno como crees, que quizá no entiendes nada de nada sobre nada. Que quizá todo aquello en lo que te han educado no significa nada. Que todo lo que has aprendido no responde nada. Es algo que genera mucha confusión, pero es el único principio posible. Sin eso, no hay nada. Lo que no encuentres dentro de ti mismo, no existe. No es una ley, es un hecho. Ciertamente, no serás capaz de ver fuera nada que no hayas aprendido a ver en ti mismo. Al menos no hasta que no te hayas asumido completo.

4.

Me quedé allí cinco días más. Intenté aprender los rudimentos de la alfarería con resultados dispares, y le enseñé sus primeros acordes, mientras él reía como un niño. Vimos atardecer cada día, y no tuvimos ninguna visita en ese tiempo. Ese tipo estaba solo de un modo que yo jamás había experimentado, pero era feliz. Raramente feliz. Enormemente feliz. Feliz en un estado en el que yo no lo conseguiría jamás.

Las tardes caían en el horizonte mientras tomábamos vino en silencio sentados fuera, soportando el frío del invierno a duras penas. Yo miraba el cartón curtido de piel de su cara, y en él las dos pequeñas hendiduras de sus ojos entreverados eludiendo el viento. Le veía enorme más allá de su presencia física. Enorme porque era un tipo entero. Enorme porque era un tipo grande. Tremendo. Siempre se metía dentro y volvía con la jarra llena de vino de nuevo. De un vino con sabor a tierra, con sabor a arcilla. De un vino que hablaba de él y que olía a él. Sus axilas, su pelo, su piel olía a ese vino que olía a esa tierra con la consistencia de lo mismo.

Recuerdo la última conversación, la última tarde, las últimas tres frases.

—De todos modos, está no es la felicidad que te sirve a ti. Este es mi lugar. Este es mi sitio.
—Lo sé.
—Me alegro.

Al día siguiente me desperté de nuevo en el suelo, recogí mis cosas y le di un abrazo. Me dijo “vuelve cuando quieras”, le sonreí, le di la mano y cogí el camino al pueblo.

5.

Me desperté al llegar a Madrid. Al bajar la escalerilla del tren vi a Yuka haciéndome gestos con la mano.

Yo la había llamado.

Que sea lo que tenga que ser, de una vez por todas.

Por una vez, que sean los vivos los que enseñen a vivir a los muertos.

Me besó cuando bajé. Me apretó en un abrazo. Me dijo: “te he echado de menos”.

Y me miró como si temiera que fuera posible hacer algo contra eso.