día 23

Y claro, han tenido que pasar un par de días y varios cientos de pensamientos para que yo me ponga frente a mi cabeza a centrifugar todo un poco, eso y algo y a entender un poco las cosas, tal como están o han sido, tal y como se están desarrollando. Es el momento, cuidado, de abrir un litro de cerveza, de encender un cigarro. Voy a por un cenicero. Meo, tiro de la cadena. Es el momento de verlo todo con calma, de horadar los segundos, forzarlos, hilarlos con un fino cordel rojo que será la coherencia en este asunto.

El martes estaba con Dany haciendo la web de Essan, por la que espero sacar algo en concepto de mantenimiento. Él había traído algunos litros de cerveza, tres o cuatro, y mientras diseñábamos y hacíamos menús íbamos bebiendo, sin pensar mucho en nada en concreto, con conversaciones normales, destelleando Lore aquí y allá, pero nada serio. Después pidió comida china, nos la comimos. Apurando litros vimos mean machine, nos reímos un rato. Yo tenía la sensación de tener a Lore un poco fuera de mi cabeza, algo así como en la frontera, esperando a que me acercara para liarnos a tiros en tierra de nadie. Pero no estaba por la labor, y eso es ya, de por sí, una victoria en mi estado mental actual. Dany se fue y yo me fui a la estación, a ver qué se cocía por allí. No mucho, pero algo había. Me puse a hablar con unos perfectos desconocidos animadamente, el viejo Miguel aún no ha mordido el polvo del todo. Envié un mensaje a Lore, para preguntarle qué tal estaba. Me dijo que se sentía sola, que era un mal día, que no todos iban a ser buenos. Le plantee acercarme por su casa. Ella me dijo que no, que no sería más que hacernos más daño y empeorar las cosas. Me río yo de eso de empeorar más nada. Pero desde su punto de vista tenía toda la razón posible en una cabeza humana. Miré a mi alrededor, había gente bebiendo y medio divertida, sin excesos, sumida en conversaciones más o menos estúpidas sobre estupideces. Los desconocidos de mi lado también hablaban de tonterías. Apuré la cerveza y pagué.

Y me fui a coger un bus. Y luego el metro. Y después estaba en Malasaña.

La llamé, y le dije que viniera a la estación a tomar algo. Me dijo que no, que no podía mover el coche. Entonces le dije que estaba en la puerta de su casa. Pulsé en un toque diminuto al telefonillo, por si albergaba dudas. Abrió la puerta. Yo le pregunté si eso significaba que pasara, porque durante todo el viaje había tenido claro que no me iba a dejar entrar a su casa. Pero me dejó. Subí las escaleras del piso que yo mismo empecé a reformar, destrozando los muros y el suelo, hace algunos años. Yo rompí el suelo de esa casa, primero plaqueta, luego sintasol, al final, aunque parezca mentira, parquet, y después tierra. Yo arranqué el papel de la pared, que estaba incrustado formando parte de ella por el paso salvaje de los años, que tienen un arte exquisito en la doma de demostrar lo trivial. Y lo que no lo es.

Entré por la puerta y lo vi todo como entonces, cuando aquella era la casa que el Bucanero, su padre, le había prometido para que viniera a vivir a Madrid. Hicimos buenos momentos allí, con las sábanas de raso verde que su madre le había regalado. En aquel momento la casa tenía dos habitaciones, cocina y baño. Tumbados en un camastro nos daba miedo incluso tocar el suelo con los pies descalzos. Algo de martini, tabaco y sexo, al menos dos o tres veces, antes de que nos deprimiera aquél armario en el que Lore guardaba las sábanas cuando terminábamos, con posters del real madrid. Entonces, joder, era nuestra casa, y yo la reformaba con Krasi mientras le inflamaba con la fraseología del socialdemócrata y comíamos menús en sitios infectos de la zona, infectos pero llenos de buena comida, como si las cucarachas fueran tremendamente respetuosas con las cosas de comer. Krasi reventó, no sé si ayudado por mí o por el trato de semiesclavitud bien remunerada en el que le tenía el Filibustero más terrible de La Tortuga, y se fue, y dejamos de reformar la casa para preparar el montaje de recreativos franco en Ifema. La última llamada que hizo Krasi antes de irse fue a mi móvil. Roberto pagaba la factura de Krasi, como la de casi todo el mundo. La llamada a mi número quedó registrada.

Abro aquí un paréntesis, no voy a contar nada de esa noche. No hicimos el amor, por si tenéis curiosidad, pero no voy a contar nada. Tengo la sensación de que es privado, hasta para vosotros (¿me estaré volviendo reservado, o es que ya no creo en revelar lo que no me pertenece exclusivamente?).

Suena el despertador, son las ocho de la mañana. Lore duerme a mi lado, apaga el timbre de su móvil cada cinco minutos. He perdido las esperanzas de irme en transporte público, lo que no dejo de sentir como una derrota. Lore se levanta. Está extremadamente delgada, comparándola con mis recuerdos. Hace café frente a mí con parsimonia, yo sigo tumbado. Enciende la luz del extractor, abre un armario, saca café molido, no recuerdo la marca. Limpia concienzudamente la cafetera, según lo que me contó es la segunda vez que hace café en cuatro semanas. Llena de agua el fondo, pone el cacillo, echa café, despacio. Prensa, cierra, pone al fuego. Vuelve a la cama. Yo la miro, extraño, o extrañado, o sobre todo sintiéndome extraño en ella, con ella. Me levanto y me doy una ducha espacial en esa cosa de diseño que tiene en el baño. Pruebo todos los chorros a presión, uno a uno. Por fin un grifo de agua templada, el tío que inventó esto es un genio, estoy harto de helarme o abrasarme. Huelo a café, y en ese momento ella me dice que el café ya está. Yo me estoy secando.

Y en ese momento vuelvo a la cama, en el recuerdo. Ella vuelve a hacer café. Lleva unos pantalones de pintor, tiene el culo tremendamente caído. Está delgada, ya lo dije. Huesos en vez de brazos. Lleva una coleta imposible, porque sólo tiene un centímetro de diámetro. Está perdiendo mucho pelo, la cama estaba llena de pelos, el baño también, mi cabeza se ha levantado llena de pelos de Lore que se han ido con el agua en la ducha. Incluso en la perilla tenía pelos de su cabeza. Ella dice que va a mejor, y yo asiento, como si le estuviera dando la razón. Será porque no la veo muy a menudo, pero a mí me parece que va a peor.

¿Quién es esta mujer que está frente a mí? Es una pregunta muy tonta, lo sé, pero me pregunto quién es, antes de ir a la ducha. No soy capaz de precisar más. Estoy ahí, tumbado, mientras la miro y me pregunto quién es, si la he conocido alguna vez. Claro, me pregunto si la amo, examino mi reacción ante la pregunta y sólo encuentro silencio. Eso no es un no, por supuesto, pero es intrigante. Seguramente me pregunto si amo a esta Lorelay, lo que no es una pregunta nada banal. Y eso me lleva a otra parte, a otro lugar más terrible y en el que me gusta menos entrar. ¿Quién soy yo?

No es el mismo Miguel el que está aquí tumbado. Lore se fue, mi vida se vació, como si al irse hubiera quitado el tapón del desagüe y me hubiera dejado metido en la bañera, viendo como el agua cada vez cubre menos, como la vida cubre cada vez menos. Pero no me quedó otra, tuve que meter mis huevos en el agujero para frenar tanta derrota, y el agua dejó de vaciarse, abrí el grifo para verla cubrirme otra vez, sin importarme lo que me dolían las pelotas por la presión de mantener el nivel de algún modo. Y eso transforma. ¿Estoy a disgusto sólo? ¿Merezco otra cosa que no sea estar solo?

Tomé el café y nos fuimos a por la Cefe. Había atasco. Hablamos de que se iba a comprar una casa en Delicias, 100.000 pelas durante 20 años. Me dijo que no sabía cómo lo iba a pagar. Yo le dije que yo sí sabía cómo. Ella me respondió diciéndome que a Víctor se le notaba más el peso que había perdido que a mí. Cruzamos embates, pero sin fuerza, porque esas batallas ya no tienen sentido. La guerra se ha acabado. No tenía importancia lo que nos pudiéramos echar en cara el uno al otro.

Reímos un rato. Más o menos todo el tiempo reímos, aunque fuera poco. Quizá es que al cesar la guerra ya no teníamos relación de enemigos, pero aún no hemos encontrado con qué substituirla. Me dejó en una esquina cercana al curro. Llegaba más de media hora tarde, pero no importaba mucho. Casi no había dormido, pero no tenía sueño. Como la cefe no tiene cierre centralizado, he aprendido a tirar de la manija, bajar el seguro, soltar la manija, para que la puerta quede bien cerrada. José me lo enseño, el padre de Leti. Agaché la cabeza, hasta quedar por debajo del techo de la Cefe. Nos vemos. Nos vemos.

Caminé hacia el curro. Saqué el tabaco de liar, me lié un cigarro. No había mucha gente en la calle, porque es zona de oficinas, y todo el mundo entra a las nueve en punto. Un par de toses, un par de arcadas y mi máquina empieza a funcionar. Por la mañana siempre estoy de buen humor.