altrix y el café
Salí sin ningún rumbo fijo de casa. En realidad el único objetivo concreto era comprar el pan, pero el hombre propone... Al doblar la esquina me encontré con Altrix (¿cuál será su nombre en el DNI?), que me llevó a tomar la caña del aperitivo. Cuando yo le conocí era batería de un grupillo con mucha más energía que capacidad, pero que aún así produjo una buena docena de conciertos interesantes con sus consiguientes fiestas brutas. Hace un par de años que no le veía. Me comentó que se había casado, que tenía un par de críos psicópatas, como todos los críos, y que se había comprado una casa a dos calles de la mía. Hablamos un buen rato de fiestas y borracheras y de gente, para ponernos al día. La verdad es que ni él ni yo sabíamos demasiado de casi nadie, así que fue rápido. Yo le llamaba Altrix todo el tiempo, y él me llamaba Brujo, como siempre hace yo qué sé cuantos años ya. Se le notaba que le hacía ilusión que le volvieran a llamar así. Cierto que seguía pareciendo el mismo, los mismos ojillos entreverados, la misma perilla, el mismo pelo rapado, pero ingería la caña con calma, despacio, mascaba con especial dilección los aperitivos. Su conversación se había vuelto fofa, blanda, y giraba en torno a no sé qué coche que se había comprado y no sé qué consola de video juegos, a problemas en no sé qué curro insignificante del que hablaba con satisfacción. Según íbamos hablando la comunicación me iba deprimiendo, la transmisión no estaba funcionando, producía demasiadas interferencias, demasiados ruidos. Entiendo que sigue siendo un buen tipo, pero ya no un tipo genial, un buen golpe de tipo. Él hablaba y hablaba para cubrir los silencios que cada vez arremetían con más facilidad hasta que me inventé una excusa más o menos razonable, le di mi número de móvil y quedé con él en vernos pronto, ahora que éramos casi vecinos. No me dolió lo suficiente porque me voy curtiendo, porque debe ser un proceso inevitable y cada vez vamos cayendo más, o cambiando más, o quizá, no lo niego, evolucionando hacia delante. No me importa hacia dónde sea el cambio, no me gusta demasiado.
Salí con un semi-nudo en el estómago y doblé de nuevo la esquina, caminé algunos cientos de metros y topé con una pareja de ancianos que caminaban cogidos de la mano. No me gusta la parte intermedia, pero ver a esa parejita así, después de quizá treinta o cuarenta años, arrugados y encorvados y unidos por las manos... me dan ganas de llorar. Pero no con tristeza, sino con admiración y, supongo, con cierta dosis de envidia insana y perniciosa. Esa gente tiene detrás de sí toda una vida en común, quizá una semi-vida, pero ahora se conocen más que nunca, supongo que se quieren más que nunca (no me gusta pensar que estén atrapados en su propia relación), tendrán algunos nietos, algunos hijos enzarzados en la lucha y buenas reuniones familiares en las que dicen: “¿ves?, todo esto salió de ti y de mí”. Me imagino así a Víctor y a Leti y juro que me siento feliz por todo eso. Veo con mucha facilidad a Víctor en el papel de Patriarca y a Leti en el de Gran Madre Tierra. Él sorprendente siempre, ella siempre protectora y feliz de poder serlo, tan humana... Y con una vida detrás llena de mierdas y cosas buenas. Toda una vida.
Y eso me entristece más duramente. ¿Qué va a salir de mí? Lo de la vida es como dejarse el pelo largo. Cuando lo tienes es estupendo, pero mientras lo tienes a medias... no hay dios que te pueda ver, no sabes dónde meterlo para que no moleste. Al final estás orgulloso de él, pero a veces es insoportable mientras aún no es nada más que un amasijo informe de posibilidades (ejemplo, de libro de academia de escritura, de metáfora absolutamente frívola, desenfocada y estúpida).
Entro en la panadería, pido una barra. Ni siquiera me gusta ya el pan, pero uno debe someterse a sus rutinas cuando todo parece que se cae, sin hacer preguntas. Preguntarse demasiado es un suicidio profundo. ¿Por qué las cosas están como están?, si haces esa pregunta empiezan a caerte muertos encima que te oprimen los pulmones y no te dejan respirar, el nudo estomacal se convierte en parte integrante de tu vida y o te internan en un psiquiátrico o terminas levantando la cabeza, después de doscientos mil infiernos y pico. Un riesgo increíble. Mejor no hacer preguntas y dejar que el tiempo pose las respuestas en el humus germinativo del cerebro. Luego ya se verá qué hacer con ellas, siempre queda como Solución Final la papelera engañosa del olvido, que nunca termina de vaciarse del todo y nunca termina de retener exclusivamente dentro lo que no debería salir bajo ningún concepto.
Mientras vuelvo veo a Altrix comprando el periódico en el quiosco, acelero el paso y no me ve, está discutiendo con la empleada por las vueltas. Lleva unas playeras absolutamente espaciales, confección venusiana por lo menos (allí los sueldos son considerablemente más baratos, aunque claro, el transporte hasta la Tierra hace que compense por los pelos externalizar allí las factorías, sin contar lo que cuesta aislarlas de la enorme temperatura superficial), acelero, cuando llego a su altura miro fijamente al suelo. Y así me mantengo. Dos pasos. Tres. Diez. Quince. Empiezo a respirar con normalidad. Veinte pasos, me siento salvado. Doblo la esquina. Se acabó el peligro. Es una jodida pena terminar así, de este modo. Casi no puedo soportarlo. Me hubiera gustado comprar el periódico. Quizá hace tres semanas le hubiera invitado a casa, a tomar algo. Me sentía orgulloso de mi casa. O al menos muy a gusto en ella.
Subo cansado la cuesta, con la barra bajo el brazo, los pensamientos en terreno cenagoso que me ha cogido los pies y no me deja salir. Reclamo ayuda de Tarzán, que viene en una liana inviable en un sitio sin árboles, me coge del brazo y me saca en volandas de allí. Le pregunto por Jane, me dice que está bien, tejiendo la cesta de la liana-montacargas del árbol. Hablamos un rato de Chita, que se ha presentado a un programa de investigación científica donde le están enseñando el idioma de signos español. Me alegro por ella, siempre demostró ser muy inteligente. Él nota que no quiero despedirme, aún no, pero no parece que tenga mucho tiempo disponible. Supongo que esto es una metáfora, no puedes huir de tus ciénagas. Ciénagas o muertos, cualquiera de las dos me pone los pelos de punta. Empiezo a contar estupideces, con lo que consigo que se quedé aún un rato más. Pero al final se despide justo en la puerta de mi casa. Agarra una liana que aparece por generación espontánea y se va pegando un bote. Yo sigo llevando el pan debajo del brazo, como un recién nacido ideal. La primera parte supongo que la cumplo al dedillo, pero lo de ideal se me queda un poco largo.
Voy a dar una vuelta a la manzana, porque no puedo meterme otra vez ahí dentro. No porque me venga mal, sino porque últimamente he salido poco y me parece redundar. Subo, primera esquina, doblo. Veo la reja en la que descubrimos el retrovisor colocado para ver toda la calle. La gente no tiene complejos a la hora de ejecutar su carácter de portera. Una señora viene de frente, cargada de bolsas. Me la imagino en mi misma situación, y es fácil. Supongo que todos pasamos por ella alguna vez, aunque sólo fuera un día, o unas horas. Miro las bolsas del AhorraMas, productos de limpieza, paquetes de comida envasada, algunos bollos, huevos Kinder. Morrenas, rocas que arrastra el glaciar. Cosas de la vida que se le pegan inevitablemente.
(Y detrás de todo esto la doble realidad, todo lo que cuento es un telón de opacidad variable que suelo tener delante de mí. A veces se vuelve transparente hasta casi desaparecer, y al otro lado está el fantasma, el monstruo que es cien niveles más real que todo lo demás, es real hasta tal punto que todo lo demás es puro juego, un puro juego de ver cuánto tiempo puedo estar dándole importancia a todo esto hasta que el monstruo me reclama, hace el telón cristalino para que pueda verle. No hace falta que se haga publicidad, es real. Lo demás es lo que no tiene importancia alguna, es lo que yo intento que tenga importancia. De repente la angustia me posee completamente, me convierto en una angustia que se menea en el espacio-tiempo debatiéndose, ciega, sorda, pero no muda. La angustia llora y grita tristeza. Me he vuelto loco, porque la falta de sentido que tiene todo en estos momentos, excepto el fantasma, constituye por derecho propio una puta patología. Después, despacito, se llenan de color las formas, el retrovisor vuelve a estar, y también la señora de las bolsas, la acera, mis pies ahí debajo. El telón aumenta su opacidad y vuelve a ser presencia a la que aferrarse como se pueda. Y el monstruo ríe encantado al otro lado de la tela, seguro, confiado, me tiene en sus manos para cuando quiera, es sólo cuestión de cuándo).
La señora y yo nos cruzamos, nos miramos un instante, como siempre en los cruces. Sigo adelante, paso a paso, doblo la segunda esquina. Esta calle es corta. Ahí estaba el supermercado de unos abuelos (¿Maxcoop?) al que siempre quise entrar pero nunca lo hice, cuestión de hasta qué punto nos influye el marketing, porque era francamente cutre. De repente un día lo cerraron. Mala suerte. El 80% de las PYMES cierra antes del quinto año. Supongo que después este porcentaje se dispara en un factor exponencial. Lo bueno en este caso es que no puede subir mucho, sólo hasta el 100%. Veinte o treinta pasos y una nueva esquina. La doblo. El parque, el colegio. Las nuevas generaciones de lo que seamos. Sirena a las nueve de la mañana para los días que libro. Gritos, intereses, alegrías de crío. Hoy es sábado y está todo tranquilo, la idea es reposado. Queda menos, algunos pasos. No me cruzo con nadie. Acelero, todo esto tiene un aire tétrico. Busco nervioso las llaves, con el pan en el sobaco. Se me caen al suelo. Recuerda, esta tarde te vas a las fiestas de una aldea con Cisneros. No recuerdes que en otra parecida ella te regalo un anillo de hierba, allí por el principio, cuando todo era promesa y nada había aún sucedido. No recuerdes dónde guardas ese anillo, porque sabes que aún lo tienes, seguramente se desintegre si lo tocas (otra bonita metáfora). Cojo las llaves, entro a trompicones. Subo corriendo la mierda escalones que hay hasta mi puerta, justo al lado del cuarto de contadores. Giro las doscientas vueltas para abrir la cerradura, tiro el pan donde puedo. Corro a la estantería, otro libro de Bukowski justo en el momento en el que todo empieza a difuminarse de nuevo, a desaparecer, a demostrarme su estado transitorio frente a la verdadera realidad, esa que está detrás del telón, esa que ríe siempre y siempre me tiene en sus manos. Altrix, capullo, cabronazo, explícame por qué no he podido invitarte a un café.